Índice de Vera o los nihilistas de Oscar WildeAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Prólogo.

Escena: Una posada rusa. Una gran puerta que se abre a un paisaje nevado al fondo de la escena.

Personajes: Pedro Saburoff, Miguel, Vera, Coronel, Sargento, Soldado, Presidiario, Dimitri.

Pedro (calentando sus manos en una estufa).- ¿Todavía no volvió Vera, Miguel?

Miguel.- No, Padre Pedro, todavía no; hay sus buenas tres millas a la oficina de correo, y además tiene que ordeñar la vaca, y esa tostada es un animal muy raro y con muchas mañas para que la maneje una muchacha.

Pedro.- ¿Por qué no fuiste con ella, pedazo de tonto? Nunca te querrá si no andas siempre detrás de sus talones; a las mujeres les gusta que sean cargosos con ellas.

Miguel.- Ella dice que ya soy demasiado cargoso, Padre Pedro, y temo que, después de todo no me quiera nunca.

Pedro.- ¡Bah! ¡bah!, muchacho. ¿Por qué no habría de quererte? Eres joven, y no serías mal parecido si Dios o tu madre te hubieran dado otra cara. ¿No eres guardabosque del Príncipe Maraloffsky? ¿No tienen una buena granja, y la mejor vaca del pueblo? ¿Qué más quiere una chica?

Miguel.- Pero Vera, Padrecito Pedro ...

Pedro.- Vera, muchacho, tiene demasiadas ideas en la cabeza. Ya no creo mucho en las ideas; me ha ido bastante bien en la vida sin ellas. ¿Por qué no han de hacer lo mismo mis hijos? Ahí lo tienes a Dimitri. Podía haberse quedado aquí y atender la posada; muchos jóvenes hubieran saltado de alegría si se lo ofrecieran en tiempos duros como éstos. ¡Pero el mocoso atolondrado y estúpido, tiene que ir a Moscú a estudiar Derecho! ¿Para qué necesita saber Derecho? Que cada uno cumpla con su deber, y nadie lo molestará, eso es lo que digo.

Miguel.- ¡Sí, Padrecito, pero dicen que un buen abogado puede faltar a la ley todas las veces que quiera, sin que nadie pueda decirle una palabra. El hombre que conoce la ley, conoce su deber.

Pedro.- Es verdad, Miguel: si un hombre conoce la ley, no hay nada ilegal que no pueda hacer cuando le parece. Por eso todos se hacen abogados. Eso es para lo único que sirven. ¡Y ahí lo tienes, y hace meses que no nos escribe una letra ...! qué buen hijo, ¿eh?

Miguel.- Vamos, vamos, Padrecito Pedro. Las cartas de Dimitri seguramente se habrán perdido ... quizás el nuevo cartero no sabe leer; parece bastante estúpido, y Dimitri, bueno, era el mejor tipo de la aldea. ¿Se acuerda cómo mató de un tiro al oso en el corral durante el gran invierno?

Pedro.- ¡... qué buen tiro! Yo mismo nunca hice uno mejor.

Miguel.- ¡Y para el baile ...! ¡En la Navidad de hace dos años dejó cansados a dos violinistas!

Pedro.- ¡Sí, sí! era un muchacho alegre. Es la chica la que se quedó con la seriedad ... ahí anda, seria como un cura, varios días seguidos.

Miguel.- Vera siempre está pensando en los demás.

Pedro.- Ese es su error, muchacho. Hay que dejar a Dios y a nuestro Padre el Zar que se encarguen del mundo. No es asunto mío remendar los rasgones de mi vecino. El año pasado, el viejo Miguel murió helado en su trineo durante la tormenta de nieve, y su mujer y sus hijos murieron después, cuando llegó la mala temporada ... ¿pero qué tengo yo que ver con eso? Yo no hice el mundo. Que Dios y el Zar se hagan cargo de él. Y luego vino la añubia, y con ella la peste negra, y los sacerdotes no se daban tiempo para enterrar a los muertos, y los muertos estaban tirados por los caminos ... hombres y mujeres juntos. ¿Pero qué tengo yo que ver con eso? Yo no hice el mundo. Que Dios y el Zar se ocupen de él. O dos otoños atrás, cuando el río creció de repente, y se llevó la escuela, y todos los niños y niñas que estaban adentro murIeron ... Yo no hice el mundo. Que Dios y el Zar se ocupen de él.

Miguel.- Pero, Padrecito Pedro ...

Pedro.- No, no, muchacho; nadie podría vIvir si echara la alforja de su vecino a la espalda. (Entra Vera vestida de campesina) Bueno, muchacha, has tardado bastante ... ¿dónde está la carta?

Vera.- Hoy no ha llegado ninguna, Padre.

Pedro.- Ya lo sabía.

Vera.- Pero mañana llegará una, Padre.

Pedro.- ¡Maldito sea, hijo desagradecido!

Vera.- ¡Oh! No diga eso, Padre; debe de estar enfermo.

Pedro.- Sí, enfermo de lujuria, quizás.

Vera.- ¿Cómo se atreve a decir eso de él, Padre. Usted sabe que no es cierto.

Pedro.- ¿Y a dónde se va el dinero, entonces? Miguel, escucha. Yo le di a DimitrI la mitad de la fortuna de su madre para que pagara a los abogados de Moscú. Sólo me ha escrIto tres veces, y las tres pidIendo dinero. Lo tuvo, no por deseo mío, sino de ella (señalando a Vera), y ahora hace cinco meses, casi seis, que no sabemos nada de él.

Vera.- Padre, él volverá.

Pedro.- ¡Sí! Los hijos pródigos vuelven slempre; pero que él no vuelva nunca a oscurecer mi puerta.

Vera (se sienta, pensativa).- Algún mal le ha sucedido; debe de estar muerto. ¡Oh Miguel!, estoy tan afligida por Dimltri.

Miguel.- ¿Nunca amarás a otro que no sea él, Vera?

Vera (sonriendo).- No sé; hay muchas cosas que hacer en el mundo además de amar.

Miguel.- Ninguna otra vale la pena, Vera.

Pedro.- ¿Qué ruido es ése, Vera? (Se escucha un ruido metálico).

Vera (levantándose y acercándose a la puerta).- No sé, Padre; no parece un cencerro. Si no, pensaría que Nicolás había vuelto de la feria. ¡Oh! Padre, son soldados que bajan por la colina ... uno de ellos va a caballo. ¡Qué hermosos parecen! Pero hay algunos hombres con 'ellos ... ¡Llevan cadenas! Deben de ser salteadores. ¡Oh, no los deje entrar, Padre! No podría soportar su vista.

Pedro.- ¡Hombres con cadenas! Entonces estamos de suerte, hija mía. Me habían dlcho que éste iba a ser el nuevo camino a Siberia, para llevar los presidiarios a las minas, pero yo no lo creí. ¡Apúrate, Vera, apúrate! Moriré rico, después de todo. Ahora no faltarán buenos parroquianos. Un hombre honesto debe poder ganarse la vida de vez en cuando con esos bandidos.

Vera.- ¿Son bandidos esos hombres, Padre? ¿Qué han hecho?

Pedro.- Creo que son de esos nlhilistas contra los cuales nos ponen en guardia los sacerdotes. No te quedes parada sin hacer nada, hija mía.

Vera.- Entonces, supongo que serán todos hombres perversos.

Se escuchan afuera gritos de ¡Alto! Era un oficial ruso con un pelotón de soldados y ocho hombres encadenados, cubiertos de harapos; uno de ellos, al entrar levanta las solapas de su abrigo hasta las orejas y esconde la cara; algunos soldados hacen guardia a la puerta otros se sientan; los prisioneros permanecen de pie.

Coronel.- ¡Posadero!

Pedro.- Sí, Coronel.

Coronel (señalando a los nihilistas).- Deles a esos hombres un poco de pan y agua.

Pedro (para sí mismo).- No voy a sacar mucho de este pedido.

Coronel.- ¿Y para mí, qué tienes de comer?

Pedro.- Tasajo de venado muy bueno, Excelencia ... y aguardiante de centeno.

Coronel.- ¿Nada más?

Pedro.- Sí, más aguardiente, Excelencia.

Coronel.- ¡Qué zoquetes son estos campesinos! ¿Tienes una habitación mejor que ésta?

Pedro.- Sí, señor.

Coronel.- Llévame. Sargento, ponga sus hombres afuera, y vigile para que ninguno de estos bribones hable con nadie. Nada de escribir cartas, perros, o los hago azotar. Y ahora, el venado. (A Pedro, que le hace una reverencia) ¡Quítate del medio, estúpido! ¿Quién es esa muchacha? (Ve a Vera).

Pedro.- Mi hija, Alteza.

Coronel.- ¿Sabe leer y escribir?

Pedro.- Sí, señor.

Coronel.- Entonces, es una mujer peligrosa. A ningún campesino se le debe permitir que haga esas cosas. Arar los campos, recoger las cosechas, pagar los impuestos, y obedecer a los amos ... ese es vuestro deber.

Vera.- ¿Quiénes son nuestros amos?

Coronel.- Muchacha: estos hombres van a las minas, condenados a prisión perpetua, por hacer esa misma pregunta estúpida.

Vera.- Entonces, los han condenado injustamente.

Pedro.- Vera, deja quieta tu lengua. Es una muchacha tonta, señor, que habla demasiado.

Coronel.- Todas las mujeres hablan demasiado. ¡Vamos! ¿Dónde está el venado? Conde, lo estoy esperando. ¿Cómo puede ver algo en una muchacha con manos tan toscas? (Sale con su ayuda de campo y Pedro, y pasa a una habitación interior).

Vera (a uno de los nihilistas).- ¿No quiere sentarse? Usted debe de estar cansado.

Sargento.- ¡Vamos, muchacha! Nada de hablar con mis prisioneros.

Vera.- Quiero hablar con ellos. ¿Cuánto quiere?

Sargento.- ¿Cuánto tienes?

Vera.- ¿Dejará que se sienten esos hombres, si le doy esto? (Se quita su collar de campesina). Es todo lo que tengo. Era de mi madre.

Sargento.- Bueno, parece bastante lindo, y es pesado. ¿Qué quieres hacer con estos hombres?

Vera.- Están hambrientos y son desdichados. ¡Déjeme ir con ellos!

Un soldado.- Déjela a la muchacha, si nos paga.

Sargento.- Bueno, haz como quieras. Si el Coronel te ve, es capaz de mandarte con nosotros, preciosa.

Vera (se acerca a los nihilistas).- Siéntense; deben de estar cansados. (Les sirve comida) ¿Quiénes son ustedes?

Un presidiario.- Nihilistas.

Vera.- ¿Quién les puso las cadenas?

Presidiario.- Nuestro Padre el Zar.

Vera.- ¿Por qué?

Presidiario.- Por amar demasiado la libertad.

Vera (al presidiario que esconde su cara).- ¿Qué querían hacer?

Dimitri.- Dar libertad a treinta millones de personas esclavizadas a un solo hombre.

Vera (sobresaltándose al escuchar la voz).- ¿Cuál es tu nombre?

Dimitri.- No tengo nombre.

Vera.- ¿Dónde están tus amigos?

Dimitri.- No tengo amigos.

Vera.- ¡Déjame verte la cara!

Dimitri.- No verías más que sufrimiento. Me han torturado.

Vera (le quita bruscamente el abrigo de la cara).- ¡Dios mio! ¡Dimitri! ¡Mi hermano!

Dimitri.- ¡Chist! Vera; cálmate. Mi padre no debe enterarse; se morirá. Crei que podia libertar a Rusia. Una noche, en un café, escuché a unos hombres que hablaban de la libertad. Parecían hablar de un nuevo Dios. Me uní a ellos. Allí fue a parar el dinero. Hace cinco meses, nos prendieron. Me encontraron imprimiendo el diario. Me han condenado a prisión perpetua en las minas. No podía escribir. Pensé que era mejor para ustedes pensar que estaba muerto, porque nos llevan a un sepulcro viviente.

Vera (mirando alrededor).- Tienes que huir, Dimitri. Yo ocuparé tu lugar.

Dimitri.- Imposible. Lo único que puedes hacer es vengarnos.

Vera.- Los vengaré.

Dimitri.- ¡Escucha! hay una casa en Moscú ...

Sangento.- ¡Prisioneros! ¡Atención! ... viene el Coronel ... muchacha, tu tiempo ha terminado.

Entran el Coronel, el ayudante de campo y Pedro.

Pedro.- Espero que el venado haya sido del gusto de su Alteza. Lo cacé yo mismo.

Coronel.- Hubiera sido mejor que hablaras menos de él. Sargento, prepárese. (Le entrega una bolsa). ¡Aqui tienes, bribón estafador!

Pedro.- ¡Mi fortuna está hecha! ¡Que su Alteza viva muchos años! Espero que su Alteza pase muy seguido por aqui.

Coronel.- ¡Por San Nicolás, espero que no! Hace demasiado frío. (A Vera.) Muchacha, no vuelvas a preguntar cosas que no te importan. No me olvidaré de tu cara.

Vera.- Tampoco yo de la suya, ni de lo que hace.

Coronel.- Ustedes, los campesinos, se están poniendo muy insolentes desde que dejaron de ser siervos, y el knut es la mejor escuela para enseñarles política. Sargento, ¡marche!

El Coronel se da vuelba y se adelanta hacia el frente del escenario. Los prisioneros salen en doble fila. Al pasar junto a Vera, Dimitri deja caer un papel al suelo; ella lo cubre con el pie y permanece inmóvil.

Pedro (que ha estado contando el dinero que el Coronel le dio).- ¡Que su Alteza tenga una larga vida! Espero ver pronto otra tanda. (Súbitamente ve a Dimitri, que está a punto de atravesar la puerta, lanza un grito y se precipita hacia el.) ¡Dimitri!, ¡Dimitri! ¡Qué haces aquí! Es inocente, se lo aseguro. Pagaré por él. ¡Tome su dinero! (Lo arroja al suelo.) Tomen todo lo que tengo, dénme mi hijo. ¡Villanos! ¡Vi1lanos! ¿a dónde lo llevan?

Coronel.- A Siberia, anciano.

Pedro.- ¡No, no! ¡Llévenme en lugar de él!

Coronel.- Es un nihilista.

Pedro.- ¡Usted miente, usted miente! ¡Es inocente! (Los soldados lo hacen retroceder empujándolo con sus fusiles y le cierran la puerta en la cara.) ¡Dimitri! ¡Dimitri! ¡Un nihilista! ¡Un nihilista! (Se desploma sobre el piso).

Vera (que ha permanecido inmóvil, recoge ahora el papel que tiene bajo su pie y lo lee).- Calle Tchernavaya, 99, Moscú. Sofocar todos los sentimientos que haya en mí; ni amar ni ser amado; no tener piedad ni recibirla; ni casarme ni ser dado en matrimonio, hasta que llegue el final. Hermano mío, cumpliré el juramento. (Besa el papel.) ¡Serás vengado!

Vera permanece inmóvil, sosteniendo el papel en su mano levantada. Pedro yace en el suelo. Miguel, que acaba de entrar, se inclina sobre él.

FIN DEL PRÓLOGO
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