Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

MALVA

II

Quince días después era otra vez domingo, y de nuevo Basilio Legostev, tendido en la arena, cerca de la cabaña, examinaba el mar, esperaba a Malva. Y el mar desierto reía, jugando con los reflejos del sol, y legiones de olas nacían para estrellarse en la arena, dejar la espuma de sus crestas y volver al mar, donde morían. Todo era igual que quince días antes. Sólo Basilio, que entonces esperaba a su querida con apacible seguridad, la esperaba ahora con impaciencia ... El otro domingo vino, de fijo que hoy vendría. No lo dudaba; pero deseaba verla cuanto antes, Iakov no les estorbaría esta vez: el día anterior, pasando con otros obreros para recoger una red, dijo que el domingo iría a la ciudad a comprar una blusa. Se había contratado a razón de quince rublos mensuales. Desde algunos días antes trabajaba en la pesquería y tenía el aspecto atrevido y alegre. Olía como sus companeros a salmuera y como ellos iba sucio y derrotado. Basilio suspiró recordando a su hijo.

- ¡Con tal que resista! Si se echa a perder no querrá volver a la aldea y yo mIsmo tendré de ...

Salvo las gaviotas, no había nadie en el mar. En el punto en que aparecía separado del cielo por la estrecha cinta de la orilla, se veían a veces puntitos negros que se movían y desparecían. Pero ningún bote, aun cuando era ya mediodía; los rayos del sol caían perpendicularmente sobre el mar.

Dos gaviotas luchaban desesperadamente en el aire y esparcían sus plumas en torno de ellas. Sus gritos encarnizados desgarraban la alegre canción de las olas, tan constante, tan adecuada a la calma triunfal del firmamento deslumbrador, que parecía nacer de los juegos de la luz en la llanura del mar. Las gaviotas caían al agua, lanzando gritos de dolor y furor; elevábanse de nuevo, y continuaban luchando y persiguiéndose ... Y sus compañeras, toda una bandada, sin cuidarse de aquella feroz pelea, cogían peces y saltaban sobre el agua transparente y verde que centelleaba ...

Basilio se fijó en las gaviotas y se entristeció.

- ¿Por qué riñen? ¿Acaso no hay bastantes peces en el agua? Así también los hombres se impiden mutuamente vivir. Si uno de ellos escoge una tajada, otro se la arranca de la boca. ¿Por qué? ¡La vida da para todos! ¿Por qué quitar al hombre lo que ya tiene? Casi siempre las mujeres son la causa de esas riñas. Un hombre tiene una mujer; pero otro la codicia y trata de quedársela. ¿Qué se saca de robar la mujer ajena, cuando hay tantas que son libres y a nadie pertenecen? Todo esto es causa del desorden que reina en el mundo ...

El mar continuaba desierto. La manchita oscura, tan conocida, no se veía.

- ¿No vienes? -dijo en voz alta Basilio-. ¡Bueno! ¡No te necesito tampoco! ¿Qué creías?

Y escupió con desprecio hacia la orilla.

Reía el mar.

Basilio se levantó y fue hacia la barraca con intención de preparar la comida; pero sintiendo que no tenía hambre, volvió a su sitio anterior y se tumbó en la arena.

- ¡Si por lo menos viniera Serejka! -exclamó. Y trató de convencerse a sí mismo de que sólo pensaba en Serejka-. Es un veneno el mozo ... Se burla de todo, se pelea con todos. Es robusto, sabe leer y escribir ... pero es borracho. Es muy ocurrente ... Gusta como la miel a las mujeres, y aun cuando hace poco que está aquí, todas le buscan. Malva es la sola que no le hace caso ... ¡Y no viene ...! ¡Maldita mujer! Quizá está enfadada porque la pegué. ¡Bah! No le debe venir de nuevas. Otros le habrán pegado. ¡Y yo le pegaré más!

Así, pensando en su hijo, en Serejka y más a menudo en Malva, Basilio se impacientaba y esperaba. La vaga inquietud se convertía en sospecha; pero no quería convenir en ello. A sí en ello. A sí mismo se disimulaba su desconfianza. No hizo nada en todo el día; tan pronto se levantaba y paseaba, como se tendía en la arena. Oscurecía ya y aún miraba al mar en espera del bote.

Pero Malva no vino tampoco aquel domingo. Al acostarse, Basilio renegó contra su servicio, que no le permitía ir a la costa, y al dormirse sentía sobresaltos como si oyera a lo lejos ruido de remos. Entonces fijaba su vista en el mar turbio y oscuro. Allá a lo lejos, en la pesquería, brillaban dos hogueras; pero no había nadie en el mar.

- ¡Bien, bien, bruja! -amenazó Basilio.

Y durmió con pesado sueño.

He aquí lo que ocurriera aquel día en la pesquería.

Iakov se levantó temprano, cuando el sol no brillaba aún y llegaba del mar una frescura vivificante. Fuese de la barraca al mar para lavarse y en la playa vio a Malva. Estaba sentada en la proa de una gran barca, y peinaba sus cabellos humedos, dejando colgar sus pies descalzos. Iakov se detuvo para examinarla con curiosidad.

La blusa de percal, desabrochada por delante y doblada sobre el hombro, descubría éste casi por completo, y hay que confesar que era blanco y apetitoso.

Las olas chocaban contra la barca, y Malva se elevaba y luego bajaba hasta casi tocar con los pies el agua.

- ¿Te has bañado? -gritóle Iakov.

Volvió hacia él su rostro, le lanzó una ojeada, otra a sus pies, y luego, sin cesar de peinarse, dijo:

- ... me he bañado ... ¿Por qué te has levantado tan temprano?

- ¡Bien estás tú levantada!

- Es que yo no soy un ejemplo para ti.

Iakov calló.

- Si vivieras como yo, no vivirías mucho.

- ¡Uy! ¡qué miedo me das! -exclamó el mozo riendo.

Poniéndose luego en cuclillas, se lavó la cara y el cuello.

Cogiendo el agua con ambas manos se la echaba con fuerza, estremeciéndose al sentir su frescura. Se enjugaba con la blusa, y dijo a Malva:

- ¿Por qué tratas de asustarme?

- Y tú ¿por qué te me comes con los ojos?

Iakov no se acordaba de haberla mirado más que a las otras mujeres de la pesquería, pero de pronto exclamó:

- Es que eres muy ... apetitosa.

- ¡Buen apetito te va a dar tu padre si se lo digo!

Le miró maliciosamente y como provocándole. Iakov soltó una carcajada y se encaramó a la barca. No sabía de qué le hablaba la muchacha; pero sin duda imaginaba que la perseguía. Y se regocijó pensando en ello.

- ¡Qué me importa mi padre! -dijo acercándosele-. ¿Te ha comprado acaso para sí?

Sentado a su lado miraba su hombro desnudo y todo su cuerpo fresco y robusto que olía a salado.

- ¡Qué precioso sollo blanco! -exclamó con admiración después de un examen minucioso.

- Que no es para ti ... - replicó sin moverse y sin cubrir su garganta.

Iakov suspiró.

Ante ellos se extendía, iluminada por los rayos del sol naciente, la superficie del mar ilimitado. Las olas menudas y juguetonas, nacidas al soplo de la brisa, chocaban suavemente contra la barca. A lo lejos, en el mar, como una cicatriz en su pecho satinado, veíase el arenoso cabo. Y allí se erguía, sobre el fondo claro del cielo, un mástil esbelto y delgado, con un trapo rojo en la punta.

- Sí, chiquillo -prosiguió Malva sin mirar a Iakov-, soy apetitosa, pero no saciaré tu apetito ... Nadie me ha comprado, y no pertenezco a tu padre. Vivo como se me antoja ... Pero no me busques, porque no quiero ser un obstáculo entre Basilio y tú ... No deseo riñas ni disputas de ninguna especie ... ¿Entiendes?

- Pero ¿qué te he hecho? -preguntó Iakov con sorpresa-. No te toco ni te busco.

- ¡Es que no te atreves a tocarme!

Dijo aquellas palabras con tal desdén, que el hombre y el macho se rebelaron. Un deseo malvado de desafío nació en él, y sus ojos brillaron.

- ¡Ah! ¿no me atrevo? -exclamó aproximándose a ella.

- No, no te atreves.

- ¿Y si te toco?

- Pruébalo.

- ¿Qué harás?

- Te daré tal mojicón que irás a parar al agua.

- ¡Veamos!

- ¡Tócame, si te atreves!

La envolvió en una mirada ardiente, y estrechándola fuertemente con sus manazas, le palpó la espalda y el pecho. Al contacto ardoroso de aquel cuerpo joven y robusto, se inflamó y anudósele la garganta como si se ahogara.

- ¡Ea! ¡pégame! ¿qué esperas?

- ¡Déjame, Iakov! -contestó tranquilamente tratando de zafarse de aquellos brazos temblorosos.

- ¿Y el bofetón que me ibas a dar?

- ¡Déjame! ¡Si no, cuidado!

- ¡Basta de amenazas, gachona!

Y, atrayéndola hacia sí, hundió sus gruesos labios en su rosada mejilla.

Reíase Malva a carcajadas, como desafiándole; cogió los brazos de Iakov, y, de pronto, se lanzó hacia adelante con un brusco movimiento de todo su cuerpo. Cayeron enlazados, formando una sola masa pesada, y desaparecieron entre la espuma. Luego, del agua agitada, emergió la cabeza de Iakov, y a su lado surgió Malva, como una gran gaviota.

Iakov braceaba desesperadamente, chapoteaba, mugía y rugía, en tanto que Malva gritaba alegremente, nadaba en derredor suyo y le echaba al rostro agua salada, y luego se zambullía para evitar sus manotadas.

- ¡Qué diablo! -gritó Iakov resoplando-. ¡Voy a ahogarme ...! ¡Basta ...! te juro que me ahogo ... ¡Qué amarga es el agua ... ¡Ah! ¡me hundo ...!

Pero la joven no se cuidaba de él y nadaba a largas brazadas, como un hombre, hacia la barca. Subió a ésta con agilidad, se puso de pie en la popa y miró riendo a Iakov, que nadaba hacia ella. Su traje, pegado al cuerpo, dibujaba sus formas elásticas desde los hombros hasta las rodillas y Iakov, cuando hubo subido a la barca, deseó aquella mujer, mojada y casi desnuda, que se burlaba alegremente de él.

- ¡Sal de una vez, foca! -dijo Malva riendo; y poniéndose de rodillas le tendía una mano, mientras se afianzaba a la barca con la otra.

Iakov cogió aquella mano y gritó con exaltación:

- ¡Espera! ¡Ahora soy yo quien va a bañarte!

La atraía hacia sí, permaneciendo en el agua que le llegaba hasta los hombros. Las olas pasaban por sobre su cabeza y, chocando contra la barca, salpicaban el rostro de Malva. Reíase ésta, y, de repente, lanzando un grito, se tiró al agua; el choque de su cuerpo hizo perder pie a Iakov.

Y jugaron a más y mejor, como dos grandes peces en el mar verde, echándose agua, gruñendo y zambulléndose, Reía el sol mirándoles, y los cristales de los edificios de la pesquería reían también reflejando el sol. Las olas murmuraban, partidas por aquellos juegos de dos seres humanos, volaban, lanzando estridentes chillidos, sobre sus cabezas que, a veces, desparecían bajo las olas que acudían desde lejos.

Fatigados al cabo, con la boca llena de agua salada, salieron a la orilla y se sentaron al sol para descansar.

- ¡Uf! -exclamó Iakov haciendo una mueca-. ¡Qué asco da esta condenada agua! ¡Cuánta hay!

- ¡Todo lo malo abunda! ¡Los mozos, por ejemplo ...! ¡Cuántos hay!

Malva reía y retorcía sus cabellos para exprimirlos; eran espesos, rizados, de color oscuro, no muy largos ...

- ¡Por eso escogiste un viejo! -insinuó Iakov dándole con el codo.

- Hay viejos que valen más que los jóvenes.

- Si bueno es el padre, mejor será el hijo.

- ¿De veras? ¿Quién te ha enseñado a alabarte?

- Las muchachas del pueblo me han dicho muchas veces que no era feo ...

- Y ¿qué entienden de eso las muchachas? Deberías preguntármelo a mí ...

- ¿No eres una muchacha?

Malva le miró con fijeza; reía con risa insultante. Entonces se puso seria y le dijo con ira:

- Lo era antes de tener un hijo.

- ¡Blen dicho, y mal hecho! -replicó Iakov soltando una carcajada.

- ¡Imbecil! -arguyó bruscamente Malva.

Y se apartó de él.

Iakov, intimidado, calló.

Asi permanecieron en silencio durante media hora; se revolvían en arena para secarse.

En las barracas, largos edificios sucios, despertábanse ya los obreros. Desde lejos todos se parecían, astrosos, descalzos ... Sus voces roncas llegaban hasta la orilla; uno de ellos golpeaba encima de un tonel vacío, y los golpes secos repercutían y se multiplicaban, parecidos a un redoble de tambor. Dos mujeres se peleaban, chillando; aullaban los perros.

- Empiezan a moverse -dijo Iakov- ¡y yo que quería ir temprano a la ciudad ...! He perdido el tiempo contigo ...

- ¡A mi lado no se hace nada bueno! -contestó, medio en serio, medio en broma, la muchacha.

- ¡Qué manía tienes de asustar a las gentes!

- Ya verás cuando tu padre sepa ...

Aquello le enfadó.

- Qué, ¿mi padre? -gritó rudamente-. ¡Mi padre ...! ¿Soy acaso un niño? ¡Ya me jeringas! Esto no es un convento ... No soy ciego, ¡qué diablo! Tampoco es él un santo ni se priva de nada ... ¡Déjame en paz ...!

Le miró la moza con burla y preguntó con curiosidad:

- ¿Que te deje en paz? ¿Qué quieres hacer?

- ¿Yo? -hinchó los carrillos y sacó el pecho como si se prepara a levantar un gran peso-. Soy capaz de muchas cosas. Ya he sacudido el polvo de la aldea.

- ¡No has tardado mucho! -exclamó Malva irónicamente.

- ¡Y te soplaré a mi padre!

- ¿Sí?

- ¿Crees que me dará miedo?

- ¡Ca, hombre!

- No me provoques -exclamó con acento enfurecido-. Yo ...

- ¿Qué? -preguntó Malva con indiferencia.

- Nada.

Entonces se volvió con expresión resuelta.

- ¡Qué valiente eres! El inspector tiene un perrito negro ¿lo has visto? que se te parece. Desde lejos quiere morder, y, cuando uno se acerca, baja la cola y huye.

- ¡Bueno! -exclamó Iakov colérico- ¡vas a ver quién soy!

Malva se reía a carcajadas.

Adelantaba hacia ellos, con paso lento y contoneándose, un mocetón bronceado, de músculos robustos y espesa caballera roja. Su blusa colorada, sin ceñidor, estaba rota por detrás casi hasta el cuello, y, para impedir que le molestaran las mangas, las había arrollado hasta el hombro. Había en su pantalón más agujeros que tela y andaba descalzo. Su rostro, cubierto de pecas, mostraba dos ojos azules, grandes, impertipentes, y la nariz, larga y arremangada, daba a toda su persona una expresión desenvuelta y arrogante. Cuando estuvo junto a ellos se paró, y dejando que el sol iluminara su cuerpo por los mil agujeros de su traje elemental, resopló ruidosamente, les examinó e hizo una mueca rara.

- ¡Serejka bebió ayer y hoy tiene vacíos los bolsillos ... ¡Présteme usted veinte Kopeks! ¡De todos modos no se los he de devolver!

Al oír aquel conciso discurso, echóse a reír Iakov; Malva sonrió examinando aquel desarrapado.

- ¡Démelos y le caso por veinte Kopeks! ¿Quiere?

- ¡Vaya en gracia! ¿Acaso eres pope?

- ¡Imbécil! En Ughtch he servido a un pope ... Dame veinte kopeks.

- ¡No pienso casarme!

- ¡Es igual! En cambio no diré a tu padre que cortejas a su dama -añadió Serejka relamiendo sus labios secos y agrietados.

- ¡Lo que te creería!

- Cuando yo hablo, siempre se me cree -afirmó Serejka...- y te dará un pie de paliza.

- ¡No me da miedo!

- ¡Entonces, te pegaré yo! -anunció el de los guiñapos, y sus ojos se entornaron.

Iakov no quería dar los veinte kopeks, pero le habían advertido que era preciso andarse con cuidado con Serejka y someterse a sus caprichos. No exigía mucho, pero si se le negaba armaba una trapatiesta en el trabajo o bien zurraba al recalcitrante. Iakov se metió las manos en el bolsillo suspirando.

- ¡Eso es! -dijo Serejka animándole, y se dejó caer a su lado en la arena-. Hay que ser prudente y obedecerme ... Y tú -añadió dirigiéndose a Malva-, ¿cuándo te casas conmigo? Despacha; no me gusta esperar.

- Vas demasiado astroso; haz que te remienden el traje, y ¡luego hablaremos! -respondió Malva.

Serejka miró con descontento sus agujeros y contestó luego:

- Dame una sayas tuyas, ¡será mejor!

- ¡Eso es! -replicó riendo la joven.

- Sí; dame unas, debes tener algunas usadas.

- Lo que debieras hacer es comprarte un pantalón.

- Prefiero beber los cuartos.

- ¡Ah, ya! -intervinó Iakov, que aún tenía en la mano los veinte kopeks.

- El pope dice que el hombre no debe pensar sólo en su piel, sino en su alma. Y mi alma me pide aguardiente y no un pantalón. Dame el dinero. Iré a beber ... y no diré nada a tu padre.

- ¡Díselo! -decidió Iakov.

Y miró a Malva tocándole el hombro.

Serejka vio el movimiento, escupió y dijo con expresión de promesa:

- No dejaré de pegarte, descuida. A la primera ocasión ... Y te acordaras mucho tiempo.

- Pero, ¿por qué? -preguntó con inquietud el mozo.

- Eso es cosa mía ... ¡Ea!, ¿cuándo te casas conmigo, Malva?

- EmpIeza por decirme qué haremos y cómo viviremos -contestó la joven con seriedad.

Serejka miró al mar, entornó los ojos y respondió después de lamerse los labios:

- No haremos nada; nos pasearemos por el mundo.

- Y ¿cómo nos las compondremos para comer?

- ¡Bah! -exclamó Serejka con abatimiento-, piensas como mi madre: ¿Qué ...? ¿Cómo ...? ¡Qué fastidiosas son las mujeres! ¿Acaso lo sé yo? Voy a beber ...

Se levantó y se fue, seguido de una extraña sonrisa de Malva y de una mirada hostil del joven.

- ¡Qué comandante! -dijo Iakov, cuando Serejka estuvo lejos-. En el pueblo ya hubieran cortado las alas a este matamoros. Le habrían dado una buena lección. Aquí todos le temen ...

Malva midió a Iakov y murmuró entre dientes:

- ¡Vale más de lo que crees!

- ¡Ya lo creo! Vale a cinco kopeks el ciento.

- ¡Ya! -replicó con mofa la joven-. ¡Eso es lo que vales tú ...! El ha estado en todas partes, ha corrido el mundo y no teme a nadie.

- ¿Acaso temo yo a alguien? -exclamó con arranque Iakov.

No le contestó; seguía con la mirada el vaivén de las olas que acudían y balanceaban la pesada barca. El mástil se inclinaba a derecha e izquierda, y la proa se levantaba y volvía a caer azotando el agua. El ruido que producía era violento y como despechado; diríase que la embarcación quería alejarse de la orilla, ir mas adentro y que se indignaba contra el cable que la sujetaba.

- ¿Por qué no te vas? -preguntó Malva.

- ¿Adónde?

- ¿No querías ir a la ciudad?

- Ya no voy.

- Entonces ve a ver a tu padre.

- ¿Y tú?

- ¿Qué?

- ¿Irás también?

- ¡No!

- Entonces tampoco voy.

- Y ¿todo el día estarás cosido a mis faldas?

- ¡No te necesito para nada! -replicó Iakov ofendido.

Se levantó y se alejó de ella.

Pero se engañaba diciendo que no la necesitaba. Se aburrió. Un raro sentimiento se apoderó de él después de su coloquio, un extraño anhelo de protestar contra su padre, un sordo descontento. El día anterior y aun hoy, antes de hablar a Malva, no sentía nada semejante. Y ahora se le antojaba que su padre le estorbaba aun cuando estaba tan lejos, perdido en la arenosa lengua de tierra, casi invisible a simple vista ... Después pensó que Malva temía a su padre: si no, de otra manera hubiese hablado. Sentía que le faltaba la presencia de la joven, y por la mañana no pensaba siquiera en ella.

Caminaba por la playa, miraba a la gente, saludaba a pocos y les hablaba como distraído.

Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha