Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

MALVA

I

Reía el mar.

Estremecíase al soplo ligero y tibio del viento, cubríase de menudas arrugas que reflejaban los rayos del sol de un modo deslumbrador y sonreía al firmamento azul con sus millares de argentados labios. En el espacio libre extendido entre mar y cielo, susurraba el rumor ensordecedor y alegre de las olas en la orilla arenosa del cabo. Este rumor y el brillo del sol, mil veces reverberado por el mar, fundíanse en una agitación incesante de viviente alegría. EL cielo sentíase feliz enviando su claridad, y el mar reflejando su claridad radiosa.

Acariciaba el viento el pecho satinado del mar; el sol le abrasaba con sus rayos, suspiraba anhelante al sentir las ardientes caricias y llenaba el aire caldeado con el aroma salino de sus emanaciones. Las olas verdosas asaltando la amarilla arena, la salpicaban con la espuma blanca de sus crestas caladas, que se fundía murmurando dulcemente sobre la playa por ella humedecida ... _ La estrecha y enorme lengua de tierra parecía una gran torre caída desde la costa al mar. Hundía su afilada punta en el espacio ilimitado del agua bulliciosa, y su base perdíase a lo lejos, tras de un velo de brumas que velaba la tierra firme. De allí llegaba un olor pesado, incomprensible y ofensivo en el seno del mar desierto y puro, la inmensa cúpula del cielo azul y claro.

En la arena del cabo, sembrada de escamas de pescado, había unas estacas sobre las cuales se secaban redes de pescar que producían tenues sombras, como las telarañas; algunas grandes barcas y un botecito alineábanse junto a la orilla, y las ondas, llegando hasta ellas, parecían llamarlas. Bicheros, remos, cuerdas, cestas, barricas, se amontonaban en desorden y en el centro se levantaba una barraca hecha de ramaje, de corteza y de esteras. Frente a la puerta de la barraca, en la punta de una horca, con las suelas en alto, secábanse unas botas de fieltro. Y por encima de todos aquellos trastos, en lo alto de un gran mástil, flotaba un guiñapo colorado.

A la sombra de una barca estaba tendido Basilio Legostev, el guardián del cabo, en el punto extremo de la pesquería del comerciante Grebentchikov. De bruces, apoyaba en las manos la cabeza, miraba fijamente el mar y la línea apenas visible de la lejana costa. A lo lejos bailaba sobre el agua un punto negro, y Basilio veía con satisfacción cómo se aproximaba:

Entornando los ojos ante la cegadora luz, se regodeaba satisfecho: es que llegaba Malva. Llegaría, se echaría a reír con tanta fuerza que su pecho se agitaría tentador; le besaría, y con su voz sonora, que asustaba las gaviotas, le diría cuanto ocurría en la costa. Comerían una suculenta sopa de pescado, beberían aguardiente hablando y jugando amorosamente, y luego, al declinar el día, despúés de un té aromático y unas rosquillas, se acostarían. Así ocurría cada domingo, cada día festivo ... Al apuntar el alba la acompañaría hacia el mar, aún inmóvil y fresco. Malva, medio dormida todavía, sentaríase a popa, y él remaría mirándola ... En aquellas ocasiones era graciosa, graciosa y encantadora como una gata satisfecha. Quizá se deslizara desde la media cubierta al fondo del bote para dormir acurrucada. A menudo lo hacía ...

Aquel día hasta las gaviotas parecían amodorradas por el calor. Poníanse en hilera en la arena, con el pico abierto y las alas colgantes, o bien se balanceaban perezosamente sobre las olas, silenciosas, sin su feroz animación habitual.

A Basilio le pareció que Malva no estaba sola en el bote. ¿Acaso vendría Serejka, como otras veces? Incorporóse pesadamente Basilio, y haciendo pantalla de las manos, se fijó malhumorado en lo que aquello significaba. Malva empuñaba el timón. El que remaba no era Serejka; remaba con fuerza, pero torpemente; de ser Serejka, no se cuidara Malva del timón.

- ¡Ohé! -gritó Basilio con impaciencia.

Las alegres gaviotas se estremecieron y atendieron.

- ¡Ohé! ¡Ohé! -contestó desde el bote la voz sonora de Malva.

- ¿Quién viene contigo?

Oyóse una carcajada por respuesta.

- ¡Maldita! -dijo a media voz Basilio.

Su curiosidad era grande. Mientras liaba un cigarrillo, exmaninó el cogote y las espaldas del remero que se aproximaba con rapidez. Oíase el ruido que los remos producían en el agua y se había levantado y andaba por la playa.

- ¿Quién está contigo? -gritó cuando pudo advertir la sonrisa de Malva, que tan familiar le era, y su rostro lindo y sonrosado.

- ¡Espera! ¡Ya le conocerás -respondió riendo.

El remero se volvió, y, también riendo, miró a Basilio. El guarda frunció el entrecejo; parecíale haber visto aquel muchacho.

- ¡Rema más aprisa! -mandó Malva.

El empuje fue tan vigoroso, que la barca quedó depositada en la arena por una ola. Se inclinó, recobró su equilibrio, y la ola se alejó riendo más adentro.

- ¡Buenos días, padre! -dijo el remero saltando de la barca.

- ¡Iakov! -exclamó Basilio, más sorprendido que contento.

Por tres veces se besaron en la boca y mejillas, y el asombro de Basilio se convirtió en una mezcla de turbación y alegría.

- ¡Ah! ¿eres tú ...? Ya me parecía ... sentía un cosquilleo ... ¿Cómo has venido? Yo pensaba: ¿Será Serejka? Ya veía que no era Serejka. ¿De modo que eres tú?

Diciendo esto, acariciábase la barba con una mano y agitaba la otra en el aire. Hubiese querido mirar a Malva, pero los ojos grises del mozo estaban clavados en él y le turbaban. El orgullo de tener un hijo tan robusto y gallardo disminuía por el embarazo que le causaba la presencia de su querida. Movíase impaciente ante Iakov, y le preguntaba varias cosas a la vez sin esperar contestación. Sentíase confundido y le molestaba, sobre todo, oír que Malva le decía con retintín:

- ¡Hombre, no te mueras de alegría! Llévale a tu barraca y obséquiale.

La miró: en sus labios erraba una sonrisa burlona que conocía perfectamente, y todo su cuerpo, carnoso, fresco y esbelto, le parecía a un tiempo el mismo de siempre y diferente. Malva miraba con sus ojos verdes al padre y al hijo, y mascaba pepitas de sandía con sus dientes blancos y menudos. Iakov sonreía también, y durante algunos minutos, que fueron muy penosos para Basilio, los tres callaron.

Vuelvo en seguida! -dijo de pronto Basilio, yendo hacia la barraca-; no permanezcan al sol; voy a buscar agua para hacer la sopa. ¡Vas a ver qué sopa de pescado, Iakov! Dentro de un minuto estoy aquí ...

Tomó un puchero que estaba en el suelo cerca de la barraca, y desapareció detrás de las redes, que pronto le ocultaron con su masa gris.

Malva y el joven le siguieron.

- ¿Y qué? Ya te he traído a presencia de tu padre, buen mozo -dijo Malva acercándose al robusto cuerpo de Iakov.

Este inclinó hacia ella su rostro encuadrado por una barba rubia rizosa, y dijo, brillándole los ojos:

- ¡Sí, aquí estamos ...! ¡Qué bien se está aquí ...! ¡Qué mar!

- Sí, es muy hermoso el mar. ¿Hallas muy cambiado al viejo?

- No, no ... Pensaba que estaría más canoso ... Todavía es muy ... fuerte.

- ¿Cuánto tiempo hacía que no se habían visto?

- Cerca de cinco años ... Cuando salió del pueblo, iba ya a cumplir los diecisiete.

Entraron en la barraca, donde el calor y el olor de pescado eran insoportables. Se sentaron: Iakov en un tronco de árbol, Malva sobre unos sacos. Les separaba un tonel partido por la mitad, cuyo fondo servía de mesa a Basilio. Una vez sentados se miraron en silencio.

- ¿De modo que quieres trabajar aquí? -preguntó Malva.

- Sí, es decir ... no sé ... Si algo encuentro, trabajaré.

- ¡Sí que hallarás, hombre! -dijo Malva con firmeza acariciándole con la mirada de sus ojos verdes.

El muchacho no la miraba, y con la manga de la blusa se secaba el sudor del rostro.

De pronto, Malva se echó a reír y dijo:

- ¿Probablemente, tu madre te habrá encargado alguna comisión para el viejo?

Iakov hizo un gesto de mal humor y contestó:

- ¡Ya lo creo! Y ¿qué?

- Nada -replicó Malva sin dejar de reír.

Su risa burlona disgustó a Iakov; se apartó de aquella mujer y pensó en las palabras de su madre. Al acompañarle hasta el extremo del pueblo, se apoyó en un cercado y le dijo rápidamente, entornando sus ojos secos:

- Iakov, dile en nombre de Cristo: Padre, la madre está sola en el pueblo. Han pasado cinco años y continúa sola. Envejece ... Dile, Iakov mío, dile por amor de Dios: Madre será dentro de poco una vieja sola, siempe trabajando. ¡No te olvides de decírselo, hijo mío ...!

Y después lloró silenciosamente, tapándose el rostro con el delantal. Iakov no la compadeció entonces, y ahora la compadecía. Y, mirando a Malva, adquirió su rostro una expresión dura como si fuera a insultada groseramente.

- ¡Aquí estoy! -exclamó alegremente Basilio apareciendo con un pescado que coleaba en una mano y un cuchillo en la otra.

Había dominado su turbación, disimulándola bastante bien. Ahora miraba a sus huéspedes con serenidad y expresión bondadosa; tan sólo se conocía su fuerte agitación en el modo de andar.

- En seguida voy a hacer fuego y vuelvo ... Hablaremos. Iakov, estás hecho un guapo mozo. Y desapareció de nuevo. Malva no cesaba de mascar pepitas de sandía, y miraba a Iakov familiarmente, pero éste procuraba no encontrar su mirada, aun cuando tenía ganas de ello, y pensaba para su capote:

- ¡Qué buena vida deben darse estos ...! Esta está muy gorda, y padre también.

Luego, intimidado por el silencio, dijo en voz alta:

- ¡He olvidado mi zurrón en el bote ... voy a cogerlo.

Iakov se levantó despacio y salió. Entonces apareció Basilio que se inclinó hacia Malva y le dijo, rápidamente, con cólera:

- ¿Qué necesidad tenías de venir con él? ¿Qué voy a decirle? ¿Cómo explico tu presencia?

- Aquí estoy, y ya no hay remedio -contestó Malva.

- ¡Qué tonta, qué estúpida! ¿No te da vergüenza ...? ¿Cómo voy a compbnérmelas ahora? ¿Quieres que le diga que ...? El caso es que su madre está en casa ... Su madre, ¿entiendes?

- ¿Qué me importa a mí? ¿Acaso me da miedo él, o me lo das tú? -preguntó entornado con desprecio sus ojos verdes-. ¡Qué facha hacías al verle! ¡Lo que me he reído!

- Te reías, ¿eh? Y ¿qué voy a hacer ahora?

- Haberlo pensando antes.

- ¿Acaso podía creer que el mar me lo echaría aquí sin prevenirme?

Crujía la arena bajo los pies de Iakov, y debieron de interrumpir su conversación. Traía un saco que puso en un rincón, y lanzó una mirada despreciativa a la mujer.

Esta continuaba mascando las pepitas. Basilio, sentado en el tronco de árbol, se frotaba las rodillas y decía cop expresión turbada:

- Hete aquí ... ¿Cómo se te ocurrió venir?

- No sé ... Te habíamos escrito ya.

- ¿Cuándo? No he recibido ninguna carta.

- ¿De veras? Pues te habíamos escrito.

- Ha debido perderse la carta -replicó con pesar Basilio-. ¡Llévale el diablo! Siempe ocurre lo mismo; si una carta es importante, esa se pierde.

- ¿No sabes, pues, qué nos ocurre? -preguntó Iakov con desconfianza.

- ¿Cómo quieres que lo sepa no habiendo recibido tu carta?

Entonces Iakov le contó que el caballo había muerto, que se habían comido todo el trigo antes de principios de febrero, y que él no hallaba medio de ganarse la vida. Tampoco tenían heno, y a poco se les muere de hambre la vaca. Bien o mal, habían llegado hasta abril, y luego decidieron que, después de la siembra, Iakov iría a ver a su padre, para trabajar dos o tres meses con él. Esto decía la carta perdida. Después vendieron tres carneros, compraron harina y heno, y se marchó Iakov.

- ¡Ah! ¿sí? -exclamó Basilio-. ¿Cómo es posible ...? Les envié dinero.

- ¡No pesaba mucho! Recompusimos la casa, se casó mi hermana, y compré un arado. Hazte cargo que han pasado cinco años ...

- ¿De modo que no os ha bastado? ¡Vaya por Dios! ¡Eh, pues no va a verterse la sopa!

Se levantó y salió. En cuclillas delante del fuego en que cocía la sopa, Basilio reflexionaba mientras espumaba la olla.

En el relato de su hijo nada le había conmovido, y sentíase irritado contra su mujer y Iakov. ¡Cuánto dinero les había enviado durante aquellos cinco años! No habían sabido componérselas, y si Malva no hubiese estado allí, bien se lo dijera a su hijo. Este supo, sin permiso de su padre, dejar el pueblo, pero en cuanto a los campos, no consiguió hacerlos productivos. Y aquella tierra en la cual Basilio apenas pensó durante los últimos años, se le representó de nuevo a la imaginación como un abismo en el cual, durante cinco años, había echado su dinero como si no le costara nada ganarlo. Suspiró, meneando la sopa con la cuchara.

¡Cuán miserable aparecía la llama amarilla del fuego a la luz del sol! Hilillos de humo azul y transparente se arrastraban desde la hoguera al mar, al encuentro de las olas. Basilio los seguía con los ojos y pensaba en su hijo y en Malva; decíase que desde este día su existencia no sería tan apacible ni tan libre. De fijo que Iakov había adivinado ya lo que era Malva.

Permanecía ésta en la barraca, turbando al mozo con sus ojos provocadores y atrevidos que no cesaban de sonreír.

- ¿Quizá tienes novia en el pueblo?

- Quizá sí -contestó el mozo a regañadientes, y en su interior injurió a Malva.

- ¿Es bonita? -preguntó ella, indiferente. Iakov no contestó.

- ¿Por qué callas? ¿Es más bonita o más fea que yo?

Miróla sin querer. Sus mejillas eran morenas y carnosas, sus labios apetitosos, y ahora que una sonrisa maliciosa los entreabría, temblaban amorosamente. Su blusa de percal rosa modelaba los hombros redondos y el pecho alto y elástico. Lo que le disgustaba eran sus ojos picarescos, verdes y burlones.

- ¿Por qué preguntas esto?

Suspiraba sin motivo y hablaba con tono suplicante, aun cuando hubiese querido dirigirse a ella con severidad.

- ¿Cómo he de hablarte? -preguntó Malva riendo.

- Ahora ríes ... ¿de qué?

- De ti ...

- ¿Qué te he hecho? -replicó el muchacho malhumorado.

Y de nuevo bajó la mirada al encontrar la de ella. Entonces fue Malva la que no contestó.

Iakov comprendía muy bien qué clase de relaciones la unían con su padre, y esto le impedía expresarse libremente. No le cogía aquello de sorpresa: había oído decir que, trabajando lejos del pueblo, los hombres se burlaban de las hablillas, y, por otra parte, hubiese sido difícil que un hombre robusto como su padre pudiera pasarse mucho tiempo sin mujer. Pero experimentaba cierto embarazo pensando en aquello. Y además recordaba a su madre fatigada, triste, que trabajaba en el pueblo sin descanso.

- ¡Ya está la sopa! -anunció Basilio desde la puerta-. Dame las cucharas, Malva.

Iakov miró a su padre y pensó:

- Se conoce que viene a menudo aquí, pues de lo contrario no sabría dónde están los cachivaches.

Después de sacar las cucharas, dijo Malva que era preciso lavarlas y que en el bote había aguardiente.

Padre e hijo miraron cómo se alejaba, y callaron.

- ¿Dónde la hallaste? -preguntó por fin Basilio.

- Pregunté por ti en el correo; estaba ella y me dijo: no vayas a pie por la arena; iremos en bote; yo también vaya verle. Y hemos venido juntos.

- ¡Ya ...! Muchas veces he pensado: ¿Qué hará ahora mi Iakov?

Este sonrió bondadosamente, y su sonrisa dio ánimo a Basilio.

- Y ... ¿qué te parece?

- Bien ... -contestó vagamente Iakov parpadeando.

- Ni el demonio puede evitarlo -exclamó Basilio moviendo los brazos-. Al principio me abstuve ... ¡Imposible! La costumbre ... ¡Soy un hombre casado ...! Además, me arregla la ropa y cuanto necesito ... Por otra parte, ¡no se libra uno de la mujer como no se libra de la muerte!

Aquella máxima sincera lo explicó todo.

- No es cosa mía -dijo Iakov-. Es cuenta tuya; yo no soy tu juez.

Y para su suyo pensaba: ¡Me gustaría ver cómo zurce unos pantalones...!

- Tengo cuarenta y cinco años ... aún no soy viejo ... Poco me cuesta; ¡qué diablo! no es mi mujer ...

- Claro está ... -admitió Iakov. Y pensaba: ¡De fijo que se traga el dinero!

Malva volvió con el aguardiente y una sarta de rosquillas; sentáronse para comer. Se comió en silencio, chupando con ruido las espinas y escupiéndolas en la arena, junto a la puerta. Iakov devoraba con gran contento de Malva, que miraba cómo se movían los morenos carrillos y los gruesos y húmedos labios. Basilio no tenía apetito; pero parecía fijarse en la comida a fin de poder observar mejor a Iakov y Malva y reflexionar acerca de la conducta que le convenía seguir para con ellos.

La música alegre y acariciadora de las olas se mezclaba a los gritos feroces y victoriosos de las gaviotas. El calor era menos ardiente, y a veces llegaba a la barraca un soplo de aire fresco impregnado del olor sano del mar.

Después de comer la sustanciosa sopa de pescado y de beber varios vasos de aguardiente, Iakov sintió sueño. Empezaba a sonreír estúpidamente, a buscar, a bostezar, y miraba de tal modo a Malva que Basilio creyó oportuno decirle:

- ¿Túmbate aquí, Iakov ... hasta la hora del té ... ya te despertaremos.

- Bueno ... -replicó tendiéndose sobre la estera-. Y ¿adónde van ustedes? ¡Ja! ¡Ja!

Basilio, turbado por aquella risa, salió rápidamente; Malva apretó los labios, frunció el entrecejo y contestó:

- ¡Nada te importa a tí! Te aconsejo que no te cuides de los asuntos ajenos. ¿Oyes, niño?

Y se fue.

- ¿Yo? ¡Bueno! -gritó Iakov-. Espera, ¡ja! ¡ja! ¡ja! ¡Ya te lo diré ...! ¡Bueno! ¡Vaya una señorita!

Gruñó unos momentos aún, y luego se durmió con una sonrisa de ahíto en su rostro congestionado.

Basilio plantó en la arena tres estacas, echó sobre ellas una estera, y habiéndose proporcionado así una sombra se tendió, puso las manos bajo la nuca y contempló el cielo. Cuando Malva se acercó y se dejó caer a su lado, volvióse hacia ella poniendo cara huraña.

- ¿Y qué, viejo? -preguntó riendo-. ¿Así te alegras de ver a tu hijo?

- Se burla de mí ... Y ¿por qué? A causa de ti -contestó Basilio con expresión sombría.

- ¿De mí? ¿De veras?

Se asombraba burlonamente.

- Está claro ...

- ¡Ah! ¡Cuánto lo siento ...! ¡Qué le haremos! ¿Quieres que no vuelva más? Bueno, no volveré ...

- ¡Bruja! ¡Anda! ¡Ah! Estas gentes ... El se ríe, tú también, y son lo que más quiero. ¿De qué se ríen?

Se apartó de ella y calló. Sentada, cogíase con ambas manos las rodillas y balanceaba suavemente todo el cuerpo, mirando con sus ojos verdes el mar deslumbrador y alegre, y sonriendo con una de esas sonrisas triunfantes de la mujer que comprende el poder de su belleza.

Un buque de vela se deslizaba por la superficie líquida, como un ave de torpe vuelo, de alas grises. Estaba lejos de la orilla e iba más lejos aun, allí donde mar y cielo se confunden en un azul infinito que atrae por su soberano sosiego.

- ¿Por qué callas? -preguntó Basilio.

- Pienso ...

- ¿En qué?

- ¡No sé ...!

Movió las cejas y añadió:

- Es un guapo mozo tu hijo.

- ¿Qué importa? -replicó Basilio celoso.

- ¿Puede saberse ...?

- Espera ... (Le lanzó una mirada inquieta y desconfiada). No te hagas la tonta. Soy muy sufrido, pero no hay que provocarme ... ¡no!

Rechinó los dientes, apretó los puños y prosiguió:

- Desde que llegaste parece que te las traes ... No comprendo aún qué maquinas; pero si llego a comprenderlo ... no te felicitarás de ello. ¡Ah, parece que te burlas ...! Pierde cuidado. Sé cómo hay que tratar a las mujeres ... en caso de ...

- No me asustas, Vassia -replicó ella con indiferencia y sin mirarle.

- Bueno; pero ¡no bromees!

- No trates de asustarme.

- ¡Ya verás cómo bailas si te empeñas en fastidiarme!

Basilio se irritaba cada vez más.

- ¿Me pegarás?

Se acercó a él y miró con curiosidad su rostro descompuesto.

- ¡Pareces una dama ...! Sí, te pegaría ...

- Creo que no soy tu mujer -contestó Malva con tono tranquilo y doctoral.

Y sin aguardar respuesta, añadió:

- Tenías la costumbre de apalear a tu mujer por cualquier tontería y ¿crees que puedes hacer lo mismo conmigo? No. Soy libre. Soy dueña de mi persona y no temo a nadie. Tú, en cambio, temes a tu hijo; hace poco le halagabas. ¿Y aún te atreves a amenazar?

Movió la cabeza con desprecio y calló. Aquellas palabras desdeñosas y frías apagaron la cólera de Basilio. Nunca le pareció tan bella y aquello le asombraba.

- ¡Ya grazna ...! -exclamó admirándola.

- Aún he de decirte algo. Te alababas con Serejka de que yo te necesito como el pan; ¡de que no puedo vivir sin ti ...! Te engañas ... Quizá no te amo, quizá no vengo por ti. ¿Si fuera esta playa la que me gusta ...? (Extendió con amplio ademán los brazos.) Quizá lo que me gusta aquí es la soledad. Sólo hay agua y cielo y no seres viles. Que tú estés, poco me importa. Eres algo así como el precio del sitio ... Si aquí viviera Serejka, a verle a él vendría; si tu hijo, a tu hijo ... Lo mejor fuera que no hubiese nada ... ¡estoy asqueada de todos! Pero, si se me ocurre, el mejor día me caso. Bonita como soy, puedo escoger un hombre ... que valga más que tú.

- Ah, ¿sí? -silbó rabiosamente Basilio, cogiéndola por la garganta-. ¿Esas tenemos?

La zarandeaba, y ella no trataba de soltarse aun cuando tenía congestionado el rostro, inyectados en sangre los ojos. Unicamente puso sus manos sobre el que apretaba su garganta.

- ¿Esa era la que guardabas? (Basilio estaba ronco de puro rabioso.) ¡Y no decías nada, y me besabas y me acariciabas! ¡Ya te arreglaré!

La había encorvado hacia el suelo y la golpeaba con delicia en la nuca, con su pesado puño musculoso. Expenmentaba una sensación agradable cuando su mano caía sobre aquella carne elástica y mórbida.

- ¡Toma, serpiente! -gritó triunfante empujándola.

Sin una queja, silenciosa y tranquila, se dejo caer de espaldas, desgreñada colorada, pero muy linda. Sus ojos verdes acechaban bajo las cejas y brillaban con llama fría y venenosa. Pero él, jadeante de satisfacción, contento por haber desahogado su ira, no sorprendió aquella mirada, y cuando se inclinó hacia ella vencedor y desdeñoso, vio que Malva le sonreía dulcemente.

Primero sus labios temblaban un poco, pero después se aclararon los ojos, los hoyuelos de las mejillas aparecieron y se puso a reír. Basilio veía con estupor cómo reía alegre, como si no acabara de recibir una tunda.

- ¿Qué tienes, bruja? -exclamó con inquietud, tirándole rudamente de la manga.

- ¡Vassia! ¿Eres tú quien me ha pegado? -murmuró.

- ¡Sí, yo; ¿quién sino?

La miraba sin entender nada y no sabía qué hacer. ¿Pegarle más? Su furor se había desvanecido y no quería volver a empezar.

- ¿Me amas?

Basilio se estremeció al oír su acento cariñoso.

- Ya está hecho, ¡qué diablo! -murmuró sombriamente-. ¿Estás ahora satisfecha?

- ¡Y yo que pensaba que ya no me querías! Me decía: Ahora que tiene su hijo me echará.

Y soltó una carcajada harto estrepitosa para ser sincera.

- ¡Tonta! -replicó Basilio, sonriendo involuntariamente.

Sintióse culpable, tuvo lástima de ella; pero acordándose de las palabras que le habían ofendido, añadió con expresión adusta:

- Nada tiene que ver en esto mi hijo ... Si te ha pegado, tuya es la culpa; ¿por qué me provocabas?

- Era para probarte.

Y se acercó a él y cariñosamente se restregó contra su pecho. Lanzó Basilo una mirada a la barraca y besó a la joven.

- ¿Para probarme ...? ¿Qué necesidad tenías ...? ¡Ya ves el resultado!

- No importa -contestó Malva entornando los ojos-; no me he enfadado; me has pegado queriéndome ... ¡Ya te lo tendré en cuenta!

Le miro buen rato, se estremeció y repitió en voz baja:

- Si, ¡te lo tendré en cuenta!

Basilio interpretó favorablemente tales palabras, se turbó suavemente, y, sonriendo con beatitud, preguntó:

- ¿Que dIces?

- Ya verás ... -replicó Malva tranquilamente; pero sus labios se estremecieron.

- ¡Ah, querida mía! -exclamó Basilio estrechándola amorosamente entre sus brazos-. Mira ¡desde que te he pegado me parece que te quiero más, que me eres más necesaria ... que eres más mía!

Las gaviotas revoloteaban alrededor de ellos. La brisa del mar llevaba hasta sus pies las chispas de espuma, y la infatigable canción de las olas parecía un canto de consuelo.

- ¡Ah! ¡la vida, la vida ...! (Basilio acarició con expresión abstraída a la joven, que se abandonaba a él.) Así va el mundo; lo que está prohibido es lo que gusta ... Tú no lo sabes; pero a veces se me ocurre pensar en la vida y siento miedo. Sobre todo cuando padezco de insomnio. Delante de mí está el mar, encima el cielo, y todo tan negro, ¡tan aterrador! ¡Estoy solo! y entonces me siento tan pequeño, tan pequeño ... y me parece que la tierra se agita bajo mis plantas y que no hay nadie más que yo en el mundo. Si en esos momentos estuvieses a mi lado, por lo menos seríamos dos.

Malva, con los ojos cerrados, estaba tendida sobre las piernas de Basilio y callaba. El rostro algo rudo, pero bonachón del campesino, curtido por el sol y el viento, se inclinaba sobre ella, y la gran barba descolorida le cosquilleaba el cuello. No se movía la muchacha; sólo su pecho se levantaba y bajaba rítmicamente. Los ojos de Basilio tan pronto se fijaban en el mar como en aquella garganta que tan cerca tenía. Y contaba a la joven que se aburría sin ella, y cuán dolorosas eran sus noches sin sueño, llenas de pensamientos sombríos sobre la vida. Luego le besó los labios sin prisa, con el ruido que hubiese hecho comiendo carne caliente y gorda.

Permanecieron allí unas tres horas, y cuando el sol se inclinó hacia el mar, Basilio dijo con voz aburrida:

- Voy a preparar el té; nuestro huésped despertará pronto.

Malva se apartó con los movimientos indolentes de una gata perezosa y él se levantó de mala gana y fue a la barraca. Entre sus párpados apenas separados, la joven le vio alejarse, y suspiró como suspiran los que han soportado un peso demasiado pesado.

Una hora después todos estaban sentados tomando el té y hablando. El sol teñia el mar con los vivos colores de la puesta, y las olas se vestían de púrpura y rosa.

Basilio tomaba el té en una taza de loza blanca, interrogaba a su hijo acerca del campo y contaba sus recuerdos. Malva, sin mezclarse en la conversación, escuchaba sus relaciones interminables.

- Sin embargo, ¡bien viven los campesinos!

- Sí, viven ... como pueden -replicó Iakov.

- No necesitamos mucho nosotros los labriegos. Una isba, pan a discreción, y los días festivos unas copas de aguardiente ... ¡Sí! Pero ni aun esto tenemos ... ¿Acaso habría marchado yo si hubiera podido vivir en casa? En el pueblo soy dueño de mí mismo, soy igual a los demás; aquí soy un criado.

- Sí, pero en cambio aquí se siente menos a menudo el hambre, y el trabajo es menos duro.

- No lo creas. A veces te duelen los huesos como si te los hubiesen chafado ... Además, aquí trabajas para los otros y allí para ti.

- ¡Pero aquí se gana más! -replicó tranquilamente Iakov.

En su fuero interno, Basilio asentía a los argumentos de su hijo. En el pueblo la vida era más dura; pero no le gustaba que Iakov lo advirtiera. Y dijo con severidad:

- ¿Sabes lo que se gana aquí? En la aldea ...

- Se vive como en una cárcel sombría -saltó Malva con sarcasmo-. Y las mujeres se pasan la vida llorando.

- En todas partes es igual la vida ... y el sol -contestó Basilio malhumorado.

- Tú lo dices. En la aldea, quiera que no, una mujer ha de casarse, y una mujer casada es una eterna esclava. Debe hilar, tejer, cuidar el ganado, tener hijos. ¿Qué le queda para ella? Los golpes y las injurias del marido.

- No todo son golpes.

- Por lo contrario, aquí no pertenezco a nadie -prosiguió la joven sin escucharle-. Soy libre como una gaviota. Hago lo que quiero. Nadie puede pedirme cuentas ni pegarme.

- ¿Y si te pegaran? -replicó Basilio complaciéndose en la alusión.

- Entonces, me la pagarían -respondió en voz baja; y apagó el brillo de sus ojos.

Basilio rió con indulgencia.

- ¡Ah! ¡Eres atrevida y débil! Dices palabras de mujer. En la aldea, una mujer es necesaria para la vida, mientras que aquí sólo sirve para el placer.

Y después de un momento de silencio añadió:

- Y para el pecado.

Cuando acabaron de hablar, Iakov dijo con un profundo suspiro:

- ¡Diríase que este mar no tiene límites!

Los tres miraron la extensión desierta.

- ¡Ah! ¡Si. todo esto fuera tierra! -exclamó el mozo extediendo los razos-. ¡Tierra negra ... y se la pudiera labrar!

- ¡Bien dicho! -replicó el padre.

Y aprobo con un ademán a su hijo, enardecido por el deseo que acababa de expresar. Placíale oírle pensamientos que revelaban su amor por la tierra, pues pensaba que así quizá volvería a la aldea, lejos a las tentaciones. El se quedaría con Malva y todo continuaría como antes.

- Si, Iakov, has hablado bien! Así es como debe pensar un campesino. El labrador no es fuerte más que por la tierra; en tanto que la tiene vive; pero si le arrancan de ella, todo acaba para él. Un campesino sin tierra es como un árbol sin raíces; se puede hacer de él muchas cosas ... pero no vive ... se pudre. No tiene ya la belleza de los bosques; está descortezado, aserrado; no tiene ya apariencia. Sí, Iakov, has dicho unas palabras acertadas.

El mar, recibiendo al sol en sus entrañas, le acogía con el himno de bienvenida de sus olas, adornadas para él de suntuosos colores.

- Me parece que el alma me abandona cuando veo ponerse el sol ...

- ¿De veras? -preguntó Basilio a Malva.

Esta calló. Los azules ojos de Iakov miraron al mar. Durante largo rato los tres, pensativos contemplaron cómo se disipaban las últimas claridades del día. El fuego se apagaba debajo de la tetera. La noche invadía con sus sombras cielo y tierra. La amarilla arena tomaba un tinte oscuro; las gaviotas habían desaparecido. Todo era apacible, soñador, hermoso. Hasta las infatigables olas que acudían a la playa cantaban menos alto y menos alegremente que de día.

- Y ¿aún estoy aquí? -exclamó Malva-. He de irme.

Basilio se movió y miró a su hijo ...

- ¿Qué prisa tienes? -replicó descontento-. Espera, que la luna va a salir.

- No necesito luna ... no tengo miedo ... No es la primera vez que salgo de aquí de noche.

Iako miró a su padre y para ocultar la ironía de sus ojos los cerró; luego miró a Malva: también ella le observaba. Sintióse molesto.

- ¡Bueno, vete! -dijo el viejo con mal humor.

Se levantó despidióse y se fue lentamente a lo largo de la orilla.

Las olas que morían a sus pies parecían querer jugar con ella. En el cielo se encendían, temblorosas, las estrellas, sus áureas flores.

La blusa clara de Malva, mientras se alejaba de Basilio y de su hijo, parecía perder su color.

Alma mía ... acude pronto
A dormir sobre mis pechos!

cantaba Malva con voz sonora y alta.

Antojósele a Basilio que se había detenido y que le esperaba. Escupió de ira, pensando:

- Canta expresamente para darme rabia, ¡la maldita!

- ¡Ah! ¡Ahora canta! -exclamó Iakov.

Aparecía sólo como una mancha gris en la sombra.

Toca, tócame los pechos
Que son blancos como cisnes ...

Su voz se perdía en el mar.

- ¡Ah! -suspiró Iakov tendiéndose hacia donde resonaban aquellas palabras tentadoras.

- Me parece que no has sabido componértelas con los campos -dijo de repente Basilio con acento bronco y severo.

Iakov, asombrado, le miró y no le dio respuesta. Mezcladas y casi diluidos en el rumor de las olas, las palabras de la canción llegaban truncadas hasta ellos.

Cuán eternas son las noches
Para la que duerme sola ...

- ¡Qué calor! -exclamó tristemente Basilio-. Ya es de noche y no se puede resistir el bochorno. ¡Ah! ¡maldita tierra ...!

- Es que la arena ... guarda el calor del día -dijo Iakov medio volviéndose y vacilando.

- ¿Qué hay? Diríase que te burlas de tu padre -preguntó severamente Basilio.

- ¿Yo? -dijo con candidez Iakov-. ¿De qué?

- Precisamente no veo nada risible ...

Callaron. Y a través del rumor de las olas les llegaba algo parecido a suspiros o a tiernos llamamientos.

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