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MALVA

V

Al anochecer del mismo día, ya tarde, cuando los obreros de la pesquería hubieron acabado de cenar, Malva, cansada y abstraída, estaba sentada en un bote volcado y miraba el mar oscurecido por el crepúsculo. A lo lejos brillaba una hoguera, y Malva sabía que era Basilio quien la encendiera. Solitaria, perdida entre tinieblas, la llama se elevaba a veces y luego bajaba, como rota. Y la joven se entristecía mirando aquel punto rojo, abandonado en el desierto y palpitando débilmente entre el infatigable e incomprensible murmullo de las olas.

- ¿Por qué estás aquí? -preguntó la voz de Serejka a su espalda.

- ¿Qué te importa? -replicó secamente sin volverse.

- Me hace gracia.

Se callaba y la examinaba; sacó un cigarrillo, encendiólo y se puso a horcajadas sobre el bote. Luego, comprendiendo que Malva no estaba dispuesta a hablar, le dijo amigablemente:

- ¡Qué extravagante eres! Tan pronto huyes de todos, como te echas en brazos de cualquiera.

- ¿Quizá en los tuyos?

- No, pero sí en los de Iakov.

- ¿Te da celos?

- ¡Hum! ¿Quieres que hablemos en serio?

Como Malva estaba sentada de perfil, no pudo ver su rostro cuando le dijo:

- Habla.

- ¿Has roto con Basilio?

- No lo sé aún -respondió después de breve silencio-. ¿Qué necesidad tienes de saberlo?

- ¡Qué sé yo! Por aburrimiento.

- Estoy enfadada con él.

- ¿Por qué?

- Me ha pegado.

- ¿De veras? ¿El? ¿Y se lo has permitido ...? ¡Ay! ¡Ay!

Serejka estaba asombrado. Trataba de ver la cara de Malva y hacía unos visajes cómicos.

- ¡Si hubiese querido no le dejaría pegarme! -replicó colérica.

- ¿Cómo?

- No quise defenderme.

- ¿Tanto te gusta ese gato gris? -dijo Serejka lanzando una bocanada de humo-. ¡Hombre, hombre! Pensé que te estimabas en más.

- ¡No quiero a ninguno de ustedes! -añadió con indiferencia y apartando el humo con la mano.

- De fijo que mientes.

- ¿A cuenta de qué mentiría? -preguntó Malva, y por el acento de su voz comprendió Serejka que, efectivamente, no tenía ningún motivo de mentir.

- Pues si no le amas, ¿por qué permites que te pegue?

- ¿Qué sé yo ...? Déjame en paz.

- ¡Bueno!

Ambos callaron.

Avanzaba la noche. Las sombras caían de las oscuras nubes. Chillaban las olas.

La hoguera de Basilio se había extinguido en el cabo; pero Malva continuaba mirando hacia allí. Serejka examinaba a la joven.

- Escucha, ¿sabes siquiera lo que quieres?

- ¡Si pudiera saberlo! -contestó suspirando.

- ¿No lo sabes? ¡malo! -exclamó con aplomo Serejka-. ¡Yo lo sé siempre!

Y con una sombra de tristeza, añadió:

- Sólo que casi nunca quiero nada ...

- Yo, en cambio -afirmó Malva-, siempre deseo algo. Quiero ... ¿qué? No lo sé. A veces quisiera meterme en un buque y marchar mar adentro, lejos ... Otras veces quisiera que los hombres se convertieran en trompos y que bailaran a mi vista. Les miraría y reiría. Tan pronto tengo lástima de todo el mundo y de mí misma, como quisiera matar a todos y morir yo misma ... de horrible muerte. ¡Y me aburro, y quisiera reír, y todos los hombres son unos leños!

- ¡De madera podrida! -consintió Serejka-. Bien decía yo: Tú no eres ni gato, ni pájaro, ni pez ... De todo tienes ... Y no te pareces a las demás mujeres...

- Y doy gracias a Dios por ello -contestó Malva sonriendo.

A su izquierda, de una cadena de colinas salió la luna, inundándolas con su claridad plateada. Ancha y suave, subía lentamente por la bóveda azul, y la luz brillante de las estrellas palidecía y se fundía en su luz tranquila y soñadora.

- ¡Piensas demasiado, eso es! -dijo Serejka con convicción, tirando el cigarrillo-. Cuando se piensa demasiado, se disgusta uno de la existencia ... Es preciso no parar nunca, ver cómo sienten que uno vive. Precisa sacudir la vida para que no se enmohezca. Muévete, agítate de aquí para allá mientras puedas, y no te aburrirás.

Malva se puso contenta.

- Quizá es verdad lo que dices. Me parece a veces que si por la noche se pegaba fuego a una de las barracas ... ¡me pasaría el fastidio!

- ¡Así me gusta verte! -exclamó el otro, y le dio una palmada en el hombro-. ¿Sabes lo que te aconsejaría ...? Que jugáramos una mala pasada a alguien. ¿Quieres?

- ¿De qué se trata?

- ¿Has calentado mucho a Iakov?

- ¡Arde como un fuego de virutas! -contestó Malva con animación.

- ¿De veras? Suéltalo contra su padre. Ya verás que gracioso. Se pelearán como dos osos. Atiza también al viejo ... Y luego les lanzaremos uno contra otro.

Malva miraba atentamente su cara pecosa, que sonreía contenta.

Iluminada por la luna, parecía menos fea que de día. No expresaba odio ni nada, exceptuando una gran animación, en espera de la respuesta.

- ¿Por qué les detestas? -preguntó Malva con desconfianza.

- ¿Yo? ... Basilio es un buen hombre; pero Iakov no vale un comino. En general no me gustan los aldeanos; todos son solapados. Se fingen desdichados para que les den pan. Tienen un municipio que cuida de ellos, de modo que no sé de qué se quejan. Tienen tierra y ganado. He sido cochero de un médico municipal: ¡entonces conocí a los campesinos! Después fui vagabundo. Cuando llegaba a una aldea y pedía pan: ¿Quién eres? ¿Qué haces? Venga el pasaporte ... Más de una vez me han azotado porque me tomaban por un ladrón de caballos o porque se les antojaba ... Me encarcelaban ... Gimen y fingen que no pueden vivir por más que tengan campos. Y yo, ¿qué tengo contra ellos?

- ¿No eres aldeano?

- Soy ciudadano -replicó con cierto orgullo Serejka-, ciudadano de Uglitch.

- Yo de Pavlitcha -contestó Malva.

- Nadie me protege. ¡Y los campesinos pueden vivir! ¡qué demonio! ¡Tienen municipio y todo!

- ¿Qué es un municipio?

- Lléveme el diablo si lo sé. Es para los labriegos; es un consejo ... ¡Dejemos esto! Hablemos de nuestro asunto. ¿Quieres hacer lo que te digo? No resultará nada malo; se pegarán a lo sumo. Cuenta conmigo. ¿De modo que Basilio te ha pegado? Bueno; pues que su hijo le devuelva los golpes que te dio.

- ¿Por qué no? ¡Tendría gracia ...!

- Si lo piensas un poquito, verás que es muy agradable que las gentes se rompan las muelas por ti, por unas palabras tuyas. Hablas un poquito y ... ¡ya está!

Serejka le encomió largo rato y con fuego lo bonito del papel que le proponía. Hablaba en serio y en broma a la vez, y se entusiasmaba a sí mismo sinceramente.

- ¡Ah! ¡Si naciera yo mujer! ¡qué ciscos hubiera armado! -exclamó a manera de conclusión.

Luego llevó ambas manos a la cabeza y calló.

La luna estaba alta cuando se separaron. Después de marcharse ellos, la belleza de la noche pareció más augusta. No hubo más que la mar ilimitada y maravillosa, argentada por la luna, y el cielo tachonado de estrellas. Había, además, las dunas, los sauces y dos largas barracas negras, como desmedidos y groseros atáudes allí depositados. Pero todo aquello era raquítico ante el mar y las estrellas que lo contemplaan centelleando fríamente.

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