Índice de Padres e Hijos de Ivan TurguenievAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

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La finca de Anna Serguiéievna se alzaba en una colina de suave pendiente, a corta distancia de una iglesia de piedra amarillenta, con tejado verde, columnas blancas y pinturas al fresco en la entrada principal, que representaban la Resurrección de Cristo, al gusto italiano. Destacaba particularmente un guerrero de tez morena, situado en primer plano. Tras la iglesia se extendía formando dos filas un pueblo largo, divisándose algunas chimeneas en las techumbres de paja. La casa señorial era de estilo alejandrino, al igual que la iglesia, también pintada de amarillo, con tejado verde, columnas blancas y frontispicio blasonado. El arquitecto de la provincia había levantado ambos edificios con la aprobación del difunto Odintsov, que no soportaba las innovaciones vacuas y arbitrarias, como él decía. Por ambos lados bordeaban la casa los frondosos árboles de un viejo jardín y una avenida de abetos podados conducía a la entrada.

En la antesala recibieron a ambos jóvenes dos corpulentos lacayos de librea, uno de los cuales salió inmediatamente en busca del mayordomo. Este, un hombre grueso, con frac negro, apareció en seguida y condujo a los huéspedes por una escalera alfombrada a una habitación particular, en la que ya se habían colocado dos camas y todos los menesteres de aseo. Se veía que en aquella casa reinaba el orden: todo estaba limpio, todo despedía un agradable aroma, como en las recepciones ministeriales.

- Anna Serguiéievna les ruega que pasen a verla dentro de media hora -anunció el mayordomo-. ¿No ordenan ustedes nada, mientras tanto?

- Nada, respetabilísimo -respondió Basárov-, únicamente, unas copas de vodka, si tiene a bien.

- Como ordenen los señores -respondió el mayordomo y se alejó dejando oír el crujido de sus zapatos.

- ¡Qué grand genre! -observó Basárov-. Así es como os expresáis vosotros, ¿no? Se ve que es toda una duquesa.

- Toda una duquesa que invita al primer contacto a unos aristócratas tan importantes como tú y yo.

- Sobre todo yo, futuro médico, hijo de médico y nieto de diácono ... ¿Sabías que soy nieto de diácono ...? Como Speranski -añadió después de un corto silencio y torciendo los labios-. Pero ¡cómo se cuida, cómo se mima esta señora! ¿No tendremos que vestirnos de frac?

Arkadi se encogió de hombros ..., pero también él sintió cierta turbación.

Media hora después Basárov y Arkadi entraron en el salón espacioso, alto de techo y decorado con bastante lujo, pero sin mucho gusto. Pesados y caros muebles se alineaban en el afectado orden habitual a lo largo de las paredes empapeladas de color marrón con rameado de oro. El difunto Odintsov hizo traer el empapelado de Moscú, por medio de su amigo y comisionista, un comerciante en vinos. Sobre el diván central el retrato de un hombre adiposo y rubio, que parecía mirar a los visitantes con ojos hostiles.

- Debe de ser él -susurró Basárov y arrugando la nariz añadió-: ¿Nos largamos?

Pero en aquel instante compareció la dueña de la casa, luciendo un vaporoso vestido de Bareges (1). Los cabellos lisos, recogidos detrás de las orejas, daban a su rostro puro y fresco un aspecto juvenil.

- Gracias por haber cumplido su palabra -comenzó ella-. Sean mis huéspedes. Aquí, de verdad, no se está mal. Les presentaré a mi hermana, que toca bien el piano. A usted, monsieur Basárov, eso le da lo mismo; pero usted, monsieur Kirsánov, creo que ama la música. Además de mi hermana, en mi casa vive mi anciana tía. Un vecino viene de cuando en cuando a jugar a las cartas; ésa es toda nuestra sociedad. Y ahora sentémonos, señores.

Odintsova pronunció estas palabras subrayándolas, como si las hubiera aprendido de memoria. Después se dirigió a Arkadi. Resultó que su madre había conocido a la madre del joven e incluso fue confidente de sus amores con Nikolai Petróvich. Arkadi habló de su difunta madre con cariño, mientras que Basárov hojeaba unos álbumes. ¡Qué resignado me he vuelto!, pensaba éste.

Una bonita galga rusa con collar azul irrumpió en el salón, repicando el suelo con las uñas de sus patas, y tras ella entró una joven de unos dieciocho años, de cabello negro y tez morena, con un rostro redondeado y agradable, y ojos oscuros. Traía en la mano una cesta llena de flores.

- Aquí tienen ustedes a mi Katia -dijo Odintsova señalando a su hermana con un ademán de cabeza.

Katia se inclinó levemente, se colocó junto a su hermana y comenzó a arreglar las flores. La galga, que se llamaba Fifí, se acercó alternativamente a ambos jóvenes, moviendo el rabo y rozando sus manos con su frío hocico.

- ¿Tú misma las has cogido? -preguntó Odintsova.

- Sí, yo misma -respondió Katia.

- ¿Y la tía vendrá a tomar el té?

- Sí, vendrá.

Katia sonreía gentilmente al hablar, con timidez y franqueza, mirando de abajo arriba con cierta severidad graciosa. Todo en ella era todavía naciente juventud: la voz, las manos sonrosadas, con circulillos blancos en las palmas, y los hombros un poco estrechos ... Se ruborizaba constantemente y tomaba aliento con rapidez.

Odintsova se dirigió a Basárov.

- Evgueni Vasílich, usted contemplaba las tarjetas sólo por cortesía -dijo-, pero eso no le interesa. Mejor será que se acerque a nosotros y discutamos de algo.

Basárov se aproximó.

- ¿De qué quiere usted que discutamos?

- De lo que a usted le plazca. Le advierto que soy una polemista tremenda.

- ¿Usted?

- Sí, yo. ¿Por qué se extraña?

- Porque, según he podido observar, su carácter es reposado y frío y para discutir hay que ser apasionado.

- ¿Cree usted que ha logrado conocerme tan pronto? En primer lugar, soy impaciente y tenaz, pregúnteselo a Katia; y en segundo lugar, me apasiono fácilmente.

Basárov miró a Anna Serguiéivna.

- Es posible; usted lo sabrá mejor. ¿De modo que desea polemizar? Pues lo haremos. Contemplaba las vistas de la Suiza sajona en su álbum, y usted observó que éstas no podían interesarme. Usted lo ha dicho porque no supone que haya en mí sentido artístico. Efectivamente, no lo tengo. Sin embargo, esas vistas me han podido interesar desde el punto de vista geológico, por ejemplo, desde el punto de vista de la formación de las montañas.

- Perdone, pero creo que como geólogo antes consultaría usted algún libro de esa especialidad y no un dibujo.

- El dibujo me muestra la imagen de lo que en un libro se expone en diez páginas.

Anna Serguiéivna no respondió.

- ¿Pero es posible que no tenga usted ni un poco de sentido artístico? -preguntó después apoyándose en la mesa y aproximando de ese modo su rostro al de Basárov -. ¿Cómo puede pasarse sin él?

- ¿Y para qué lo necesito?

- Aunque sólo sea para conocer y estudiar a las personas.

Basárov sonrió.

- En primer lugar para eso existe la experiencia de la vida y en segundo lugar, le aseguro a usted que no vale la pena estudiar a las personas por separado. Todas se parecen en cuerpo y alma. En todas, la constitución del cerebro, el bazo, el corazón y los pulmones es idéntica. y las llamadas cualidades morales son también las mismas en todos, sólo que con pequeñas variaciones, que no significan nada. Basta con estudiar a un ejemplar humano para tener una opinión acerca de todo. Las personas son como los árboles en el bosque, ningún botánico estudiaría por separado cada uno de los abedules.

Katia, que elegía pausadamente las flores, combinándolas entre sí, alzó perpleja la vista hacia Basárov y al encontrar la mirada rápida y negligente de éste, se ruborizó ella. Anna Serguiéievna movió la cabeza.

- Los árboles en el bosque -repitió-. Entonces, ¿en su opinión no existe diferencia entre una persona necia y otra inteligente, entre una mala y otra buena?

- Sí, la hay, lo mismo que entre un enfermo y un sano. Los pulmones de un tísico no están en las mismas condiciones que los nuestros, aunque la constitución sea la misma. Nosotros conocemos aproximadamente el motivo de los achaques corporales. En cuanto al motivo de las enfermedades morales hay que buscarlo en la mala educación, en todas las vaciedades que inculcan desde niños en las cabezas de las gentes, en la pésima estructura de la sociedad. Hay que enmendar la sociedad para que no haya enfermedades.

Basárov dijo todo aquello acariciándose las patillas con sus largos dedos y recorriendo con la vista los ángulos de la habitación, como si estuviera pensando para sí: Me es indiferente que me creas o no.

- ¿Y usted supone que cuando se arregle la sociedad ya no habrá necios ni malvados? -dijo Anna Serguiéievna.

- Al menos, con una estructura social justa no tendrá importancia que el hombre sea necio o inteligente, malo o bueno.

- Sí, ya comprendo, todos tendrán el mismo bazo.

- Precisamente, señora.

Odintsova se dirigió a Arkadi.

- ¿Y cuál es su opinión al respecto, Arkadi Nikoláievich?

- Estoy de acuerdo con Evgueni -respondió éste.

Katia le miró de soslayo.

- Me asombran ustedes, señores -dijo Odintsova-, pero ya hablaremos en otra ocasión. Siento los pasos de la tía, que se acerca para tomar el té con nosotros, y debemos tener piedad de sus oídos.

La princesa ..., tía de Anna Serguiéevna, mujer flaca y pequeña, de rostro arrugado y ojos perversos e inmóviles bajo el postizo gris, entró en el salón y después de hacer una leve reverencia a los huéspedes se dejó caer en un amplio sillón de terciopelo, en el que sólo ella tenía derecho a sentarse. Katia le puso un taburete bajo los pies y la anciana no le dio las gracias, ni siquiera la miró; sólo movió los brazos bajo el chal amarillo, que cubría casi todo su enclenque cuerpo. A la princesa le gustaba ese color, pues también en la toca lucía lazos de un amarillo vivo.

- ¿Cómo ha pasado usted la noche, tía? -preguntó Odintsova elevando la voz.

- Otra vez la perra aquí -murmuró la vieja como respuesta. Y al ver que Fifí daba dos pasos indecisos hacia ella exclamó-: ¡Largo! ¡Largo!

Katia llamó a Fifí y abrió la puerta. Aquélla se lanzó alegremente hacia fuera, con la esperanza de que la sacasen a pasear, pero al quedarse sola tras la puerta comenzó a arañarla y a dar gañidos. La princesa frunció el ceño. Katia se disponía a salir ...

- Creo que el té ya estará dispuesto -dijo Odintsova-. Vamos allá, señores. Tía, haga usted el favor.

La princesa se levantó en silencio del sillón y fue la primera en salir de la sala. Todos se dirigieron al comedor en pos de ella. Un cosaco de libra separó ruidosamente de la mesa un sillón, también íntimo, cubierto de almohadas, en el que se dejó caer la princesa.

Katia comenzó a servir el té y en primer lugar ofreció a la princesa una taza, que llevaba un escudo grabado. La vieja se puso miel en el té, pues consideraba que tomarlo con azúcar era un pecado y resultaba caro, aunque ella misma no gastaba un solo kopeck en nada.

- ¿Qué escribe el príncipe Iván? -preguntó.

No hubo respuesta. Los huéspedes no tardaron en comprender que nadie la hacía caso, aunque la trataban respetuosamente. La sostienen para darse importancia de su parentesco aristocrático, pensó Basárov. Después del té Anna Serguiéievna propuso salir a dar un paseo, pero comenzó a lloviznar y todos, a excepción de la princesa; volvieron al salón. Pronto llegó el vecino aficionado a las cartas, llamado Porfiri Platónich, un hombre regordete, canoso, de piernas cortas, muy amable y gracioso. Anna Serguiéievna, que hablaba preferentemente con Basárov, le preguntó si no quería medir sus fuerzas con ellos, jugando una partida de préference

- Guárdese bien -observó Anna Serguiéievna-, pues nosotros contamos con su derrota. Y tú, Katia -añadió-, toca algo para Arkadi Nikoláievich; a él le gusta la música, y de paso, escucharemos nosotros.

Katia se acercó de mala gana al piano y Arkadi, aunque amaba verdaderamente la música, también fue tras ella de mala gana; le parecía que Odintsova le alejaba de su lado, mientras que en su corazón ya había comenzado a bullir cierta vaga y lánguida sensación, semejante a un presentimiento de amor, propio de todo joven de su edad. Katia levantó la tapa del piano y sin mirar a Arkadi preguntó a media voz:

- ¿Qué quiere que toque?

- Lo que usted prefiera -respondió Arkadi con indiferencia.

- ¿Qué música le gusta más? -repitió Katia sin cambiar de actitud.

- La clásica -respondió Arkadi en el mismo tono.

- ¿Le gusta Mozart?

- Sí, me gusta.

Katia eligió la Sonata fantasía en do bemol menor de Mozart. La joven tocaba muy bien, aunque con cierta rigidez y sequedad. Sin apartar los ojos de las notas y con los labios muy apretados, permanecía inmóvil y erguida en su asiento. Sólo al terminar la sonata se le encendió el rostro y un mechoncito de cabello suelto le caía sobre su oscura ceja.

A Arkadi le sorprendió especialmente la parte final de la sonata, cuando en medio del gozo cautivante de una melodía surgen de pronto acentos de dolorosa amargura, de aflicción casi trágica ... Mas los pensamientos que le sugerían las notas de Mozart no tenían relación con Katia. Al mirarla, pensaba tan sólo: No toca mal esta damisela, ni es fea.

Al terminar la sonata, Katia le preguntó sin levantar las manos del teclado:

- ¿Es suficiente?, Arkadi respondió que no deseaba molestarla más y comenzó a hablar de Mozart; le preguntó si había elegido ella misma la sonata o si se la había recomendado alguien. Pero Katia le contestó con monosílabos, concentrándose en sí misma. Cuando le ocurría eso, permanecía bastante tiempo en aquella actitud y su rostro adquiría una expresión de terquedad, casi de estupidez. No es que fuera tímida, sino desconfiada, y estaba asustada a causa de la educación que recibía de su hermana, aunque ésta no lo sospechase. Arkadi terminó por llamar al perro, y simulando contenance, comenzó a acariciar la cabeza del galgo con una plácida sonrisa. Katia volvió a sus flores.

Entre tanto, Basárov perdía una partida tras otra, lo cual no le resultaba demasiado agradable. Anna Serguiéievna jugaba magistralmente a las cartas y Porfiri Platónich también entendía los naipes. Durante la cena Odintsova volvió al tema de la botánica.

- Mañana por la mañana -dijo a Basárov- daremos un paseo; quiero que me enseñe usted los nombres de las plantas silvestres en latín y sus particularidades.

- ¿Para qué quiere usted saber los nombres en latín? -le preguntó Basárov.

- Todo requiere un orden -respondió ella.

- ¡Qué maravilla de mujerl -exclamó Arkadi al quedarse a solas Con su amigo en la habitación que les habían destinado.

- -respondió Basárov-, una mujer con cabeza y que, además, ha visto mucho en la vida.

- ¿En qué sentido lo dices, Evgueni Vasílich?

- En el bueno, mi querido Arkadi Nikoláievich, en el bueno. Estoy seguro de que también administra perfectamente su hacienda. Pero lo maravilloso no es ella, sino su hermana.

- ¿Cómo? ¿Esa morenita?

- Sí, esa morenita, ese ser fresco, intacto, asustadizo, callado y todo lo que quieras, al que vale la pena dedicarse. De ésta puedes hacer cuanto desees, mientras que la otra es dura de pelar.

Arkadi no respondió nada y cada uno se acostó con sus propios pensamientos.

Anna Serguiéievna también pensó aquella noche en sus huéspedes. Basárov le había gustado por no ser galanteador y por lo rotundo de su criterio. Veía en él algo nuevo, que no había encontrado anteriormente y que le inspiraba curiosidad.

Anna Serguiéievna era un ser bastante extraño. Carecía de toda clase de prejuicios y creencias firmes, no retrocedía ante nada ni se había trazado ninguna meta. Era clarividente, se interesaba por muchas cosas, pero nada le satisfacía por completo; es posible que ni siquiera desease una satisfacción completa. Su inteligencia era curiosa e indiferente al mismo tiempo; sus dudas jamás se desvanecían hasta llegar al olvido, pero nunca crecían hasta alcanzar la inquietud. De no haber sido rica e independiente, tal vez se hubiese lanzado a la lucha y hubiera conocido la pasión ... Mas su vida era fácil, aunque se aburría con frecuencia y continuaba viviendo un día tras otro sin prisa, inquietándose tan sólo raras veces. Alguna vez resplandecía ante ella la luz de la ilusión, pero se sentía más tranquila cuando la llama se extinguía, lo que no lamentaba. Su imaginación solía rebasar los límites de lo que se considera permisible, según las normas de la moralidad corriente; pero incluso entonces la sangre fluía pausadamente por su fascinante, esbelto y tranquilo cuerpo. A veces, al salir del aromático baño, tibia y relajada, embargaban su pensamiento las pequeñeces de la vida, el dolor, el trabajo, el mal ... Su alma se llenaba de súbita audacia y ardía en ella un noble ímpetu; mas de pronto, a través de la ventana entornada, soplaba una corriente de aire y Anna Serguiéievna se estremecía, se quejaba y casi se enojaba, y sólo deseaba en aquellos momentos una cosa: que no llegase hasta ella aquel aire mezquino.

Lo mismo que todas las mujeres que no han conseguido amar, deseaba algo, pero no sabía qué. A decir verdad, no deseaba nada, aunque ella creyese que lo deseaba todo. Apenas pudo soportar al difunto Odintsov (se había casado con él por conveniencias, aunque seguramente no hubiese accedido a ser su esposa de no haberle considerado un hombre bueno) y había cobrado una secreta aversión hacia todos los hombres, imaginando a todos como seres poco pulcros, pesados, indolentes y terriblemente fastidiosos. Una vez, en el extranjero, conoció a un gallardo sueco, de expresión caballeresca en su rostro y límpidos ojos azules bajo una frente despejada. El joven le produjo una fuerte impresión, pero eso no impidió que regresase a Rusia.

¡Qué hombre más raro ese médico!, pensaba, acostada en su suntuoso lecho, sobre almohadas de encaje, bajo una leve colcha de seda ... Anna Serguiéievna había heredado de su padre la afición al lujo. Ella había amado mucho a su padre, hombre pecador, pero bueno. Y él, a su vez, la adoraba, bromeaba amistosamente con ella, como con un igual. Se confiaba por completo a ella y le pedía su consejo. Anna apenas recordaba a su madre.

¡Qué hombre más raro ese médico!, repitió la joven para sí. Luego se estiró, sonrió, puso las manos debajo de la cabeza, recorrió con la vista unas dos páginas de una insípida novela francesa, dejó caer el libro y se quedó dormida, toda limpia y fría, con su pulcra y olorosa ropa interior.

A la mañana siguiente, inmediatamente después del desayuno, Anna Serguiéievna fue con Basárov para entregarse a la botánica, regresando sólo poco antes del almuerzo. Arkadi no salió de casa, pasó cerca de una hora con Katia, sin aburrirse; ella misma se ofreció a tocar de nuevo la sonata de Mozart. Mas cuando al fin volvió Odintsova y la vio, su corazón se le oprimió al instante ... Atravesaba ésta el jardín con paso algo cansado, sus mejillas ardían y los ojos brillaban más que de costumbre bajo el ala circular del sombrero. Daba vueltas en sus dedos al fino tallo de una florecilla silvestre; una ligera toquilla le caía hasta los codos y las anchas cintas grises del sombrero se adherían al pecho. Basárov caminaba tras ella con la seguridad y el desénfado de siempre, mas la expresión de su rostro, aunque alegre y casi afable, no le gustó a Arkadi. Musitando entre dientes Buenos días, Basárov se dirigió a su habitación. Odintsova estrechó distraidamente la mano de Arkadi y también pasó de largo.

¡Buenos días! -pensó Arkadi ... - ¿Acaso no nos hemos visto hoy?




Notas

(1) Tejido de Bareges: Tejido suave procedente de la localidad francesa de Bareges.

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