Índice de La tia Tula de Miguel de UnamunoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

18

Corrieron unos años apacibles y serenos. La orfandad daba a aquel hogar en el que de nada de bienestar se carecía, una íntima luz espiritual de serena calma. Apenas si había que pensar en el día de mañana. Y seguían en él viviendo, con más dulce imperio que cuando respirando llenaban con sus cuerpos sus sitios, los tres que le dieron a Gertrudis masa con que fraguarlo, Ramiro y sus dos mujeres de carne y hueso. De continuo hablaba Gertrudis de ellos a sus hijos. ¡Mira que te está mirando tu madre! o ¡Mira que te ve tu padre! Eran sus dos más frecuentes amonestaciones. Y los retratos de los que se fueron presidían el hogar de los tres.

Los niños, sin embargo, íbanlos olvidando. Para ellos no existían sino en las palabras de mamá Tula, que así la llamaban todos. Los recuerdos directos del mayorcito, de Ramirín, se iban perdiendo y fundiendo en los recuerdos de lo que de ellos oía contar a su tía. Sus padres eran ya para él una creación de ésta.

Lo que más preocupaba a Gertrudis era evitar que entre ellos naciese la idea de una diferencia, de que había dos madres, de que no eran sino medio hermanos. Mas no podía evitarlo. Sufrió en un principio la tentación de decirles que las dos, Rosa y Manuela, eran, como ella misma, madres de todos ellos, pero vio la imposibilidad de mantener mucho tiempo el equívoco; y, sobre todo, el amor a la verdad, un amor en ella desenfrenado, le hizo rechazar tal tentación al punto.

Porque su amor a la verdad confundíase en ella con su amor a la pureza. Repugnábanle esas historietas corrientes con que se trata de engañar la inocencia de los niños, como la de decirles que los traen a este mundo desde París, donde los compran. ¡Buena gana de gastar el dinero en tonto! -había dicho un niño que tenía varios hermanos y a quien le dijeron que a un amiguito suyo le iban a traer pronto un hermanito sus padres. Buena gana de gastar mentiras en balde -se decía Gertrudis; añadiéndose: Toda mentira es cuando menos en balde.

-Me han dicho que soy hijo de una criada de mi padre; que mi mamá fue criada de la mamá de mis hermanos.

Así llegó diciendo un día a casa el hijo de Manuela. Y la tía Tula, con su voz más seria y delante de todos, le contestó:

-Aquí todos sois hermanos, todos sois hijos de un mismo padre y de una misma madre, que soy yo.

-¿Pues no dices, mamita, que hemos tenido otra madre?

-La tuvisteis, pero ahora la madre soy yo; ya lo sabéis. ¡Y que no se vuelva a hablar de eso!

Mas no lograba evitar el que se trasparentara que sentía preferencias. Y eran por el mayor, el primogénito, Ramirín, al que engendró su padre cuando aún tuviera reciente en el corazón el cardenal del golpe que le produjo el haber tenido que escoger entre las dos hermanas, o mejor el haber tenido que aceptar de mandato de Gertrudis a Rosa, y por la pequeñuela, por Manolita, pálido y frágil botoncito de rosa que hacía temer lo hiciese ajarse un frío o un ardor tempranos.

De Ramirín, del mayor, una voz muy queda, muy sumisa, pero de un susurro sibilante y diabólico, que Gertrudis solía oír que brotaba de un rincón de las entrañas de su espíritu -y al oírla se hacía, santiguándose, una cruz sobre la frente y otra sobre el pecho, ya que no pudiese taparse los oídos íntimos de aquélla y de éste-, de Ramirín decíale ese tentador susurro que acaso cuando le engendró su padre soñaba más en ella, en Gertrudis, que en Rosa. Y de Manolita, de la hija de la muerte de la hospiciana, se decía que sin su decisión de casar por segunda vez a Ramiro, sin aquel haberle obligado a redimir su pecado y a rescatar a la víctima de él, a la pobre Manuela, no viviría el pálido y frágil botoncito.

¡Y lo que le costó criarla! Porque el primer hijo de Ramiro fue criado por ésta, por su madre. La cual, sumisa siempre como una res, y ayudada a la vez por su natural instinto, no intentó siquiera rehusarlo a pesar de la endeblez de su carne, pero fue con el hombre, fue con el marido, con quien tuvo que bregar Gertrudis. Porque Ramiro, viendo la flaqueza de su pobre mujer, procuró buscar nodriza a su hijo. Y fue Gertrudis, la que le obligó a casarse con aquélla, quien se plantó en firme en que había de ser la madre misma quien criara al hijo. No hay leche como la de la madre -repetía, y al redargüir su cuñado: Sí, pero es tan débil que corren peligro ella y el niño, y éste se criará enclenque, replicaba implacable la soberana del hogar: ¡Pretextos y habladurías! Una mujer a la que se le puede alimentar, puede siempre criar y la naturaleza ayuda, y en cuanto al niño, te repito que la mejor leche es la de la madre, si no está envenenada. Y luego, bajando la voz, agregaba: Y no creo que le hayas envenenado la sangre a tu mujer. Y Ramiro tenía que someterse. Y la querella terminó un día en que a nuevas instancias del hombre, que vio que su nueva mujer sufrió un vahído, para que le desahijaran el hijo, la soberana del hogar, cogiéndole aparte, le dijo: ¡Pero qué empeño, hombre! Cualquiera creería que te estorba el hijo...

-¿Cómo que me estorba el hijo ...? No lo comprendo ...

-¿No lo comprendes? ¡Pues yo sí!

-Como no te expliques ...

-¿Que me explique? ¿Te acuerdas de lo de aquel bárbaro de Pascualón, el guarda de tu cortijo de Majadalaprieta?

-¿Qué? ¿Aquello que comentamos de la insensibilidad con que recibió la muerte de su hijo ...?

-Sí.

-¿Y qué tiene que ver esto con aquello? Por Dios, Tula ...

-Que a mí aquello me llegó al fondo del alma, me hirió profundamente y quise averiguar la raíz del mal ...

-Tu manía de siempre ...

-Sí, ya me decía el pobre tío que yo era como Eva, empeñada en conocer la ciencia del bien y del mal.

-¿Y averiguaste ...?

-Que a aquel ... hombre ...

-¿Ibas a decir ...?

-Que a aquel hombre, digo, le estorbaba el niño para más cómodamente disponer de su mujer. ¿Lo entiendes?

-¡Qué barbaridad!

Pero ya Ramiro tuvo que darse por vencido y dejó que su Manuela criara al niño mientras Gertrudis lo dispusiese así.

Y ahora se encontraba ésta con que tenía que criar a la pequeñuela, a la hija de la muerte, y que forzosamente había de dársela a una madre de alquiler, buscándole un pecho mercenario. Y esto le horrorizaba. Horrorizábale porque temía que cualquier nodriza, y más si era soltera, pudiese tener envenenada, con la sangre, la leche, y abusase de su posición. Si es soltera -se decía-, ¡malo! Hay que vigilarla para que no vuelva al novio o acaso a otro cualquiera, y si es casada, malo también, y peor aún si dejó al hijo propio para criar el ajeno. Porque esto era lo que sobre todo le repugnaba. Vender el jugo maternal de las propias entrañas para mantener mal, para dejarlos morir acaso de hambre, a los propios hijos, era algo que le causaba dolorosos retortijones en las entrañas maternales. Y así es como se vio desde un principio en conflicto con las amas de cría de la pobre criatura, y teniendo que cambiar de ellas cada cuatro días. ¡No poder criarle ella misma! Hasta que tuvo que acudir a la lactancia artificial.

Pero el artificio se hizo en ella arte, y luego poesía, y por fin más profunda naturaleza que la del instinto ciego. Fue un culto, un sacrificio, casi un sacramento. El biberón, ese artefacto industrial, llegó a ser para Gertrudis el símbolo y el instrumento de un rito religioso. Limpiaba los botellines, cocía los pisgos cada vez que los había empleado, preparaba y esterilizaba la leche con el ardor recatado y ansioso con que una sacerdotisa cumpliría un sacrificio ritual. Cuando ponía el pisgo de caucho en la boquita de la pobre criatura, sentía que le palpitaba y se le encendía la propia mama. La pobre criatura posaba alguna vez su manecita en la mano de Gertrudis, que sostenía el frasco.

Se acostaba con la niña, a la que daba calor con su cuerpo, y contra éste guardaba el frasco de la leche por si de noche se despertaba aquélla pidiendo alimento. Y se le antojaba que el calor de su carne, enfebrecida a ratos por la fiebre de la maternidad virginal, de la virginidad maternal, daba a aquella leche industrial una virtud de vida materna y hasta que pasaba a ella, por misterioso modo, algo de los ensueños que habían florecido en aquella cama solitaria. Y al darle de mamar, en aquel artilugio, por la noche, a oscuras y a solas las dos, poníale a la criaturita uno de sus pechos estériles, pero henchidos de sangre, al alcance de las manecitas para que siquiera las posase sobre él mientras chupaba el jugo de vida. Antojábasele que así una vaga y dulce ilusión animaría a la huérfana. Y era ella, Gertrudis, la que así soñaba. ¿Qué? Ni ella misma lo sabia bien.

Alguna vez la criaturita se vomitó sobre aquella cama, limpia siempre hasta entonces como una patena, y de pronto sintió Gertrudis la punzada de la mancha. Su pasión morbosa por la pureza, de que procedía su culto místico a la limpieza, sufrió entonces, y tuvo que esforzarse para dominarse. Comprendía, sí, que no cabe vivir sin mancharse y que aquella mancha era inocentisima, pero los cimientos de su espíritu se conmovían dolorosamente con ello. Y luego le apretaba a la criaturita contra sus pechos pidiéndole perdón en silencio por aquella tentación de su pureza.

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