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Apenas, fuera de la soberana, hubo abatimiento en aquel hogar, pues los niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado, y Manuela, la viuda casi sin saberlo, concentraba su vida y su ánimo todos en luchar, al modo de una planta, por la otra vida que llevaba en su seno y aun repitiendo, como un gemido de res herida, que se quería morir. Gertrudis proveía a todo.

Cerró los ojos al muerto, no sin decirse: ¿Me estará mirando todavía...? Le amortajó como lo había hecho con su tío, cubriéndole con un hábito sobre la ropa con que murió, y sin quitarle ésta, y luego, quebrantada por un largo cansancio, por fatiga de años, juntó un momento su boca a la boca fría de Ramiro, y repasó sus vidas, que era su vida. Cuando el llanto de uno de los niños, del pequeñito, del hijo de la hospiciana, le hizo desprenderse del muerto e ir a coger y acallar y mimar al que vivía.

Manuela iba hundiéndose.

-Yo, señora, me muero; no voy a poder resistir esta vez; este parto me cuesta la vida.

Y así fue. Dio a luz una niña, pero se iba en sangre. La niña misma nació envuelta en sangre. Y Gertrudis tuvo que vencer la repugnancia que la sangre, sobre todo la negra y cuajada, le producía. Siempre le costó una terrible brega consigo misma el vencer este asco. Cuando una vez, poco antes de morir, su hermana Rosa tuvo un vómito, de ella Gertrudis huyó despavorida. Y no era miedo, no; era, sobre todo, asco.

Murió Manuela clavados en los ojos de Gertrudis sus ojos, donde vagaban figuras de niebla sobre las sombras del hospicio.

-Por tus hijos no pases cuidado -le había dicho Gertrudis-, que yo he de vivir hasta dejarlos colocados y que se puedan valer por sí en el mundo, y si no les dejaré sus hermanos. Cuidaré sobre todo de esta última, ¡pobrecilla!, la que te cuesta la vida. Yo seré su madre y su padre.

-¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Dios se lo pagará! ¡Es una santa!

Y quiso besarle la mano, pero Gertrudis se inclinó a ella, la besó en la frente y le puso su mejilla a que se la besase. Y esas expresiones de gratitud repetíalas la hospiciana como quien recita una lección aprendida desde niña. Y murió como había vivido, como una res sumisa y paciente, más bien como un enser.

Y fue esta muerte, tan natural, la que más ahondó en el ánimo de Gertrudis, que había asistido a otras tres ya. En ésta creyó sentir mejor el sentido del enigma. Ni la de su tío, ni la de su hermana, ni la de Ramiro horadaron tan hondo el agujero que se iba abriendo en el centro de su alma. Era como si esta muerte confirmara las otras tres, como si las iluminara a la vez.

En sus solitarias cavilaciones se decía: Los otros se murieron; ¡a ésta la han matado ...! ¡la ha matado ...! ¡la hemos matado! ¿No la he matado yo más que nadie? ¿No la he traído yo a este trance? ¿Pero es que la pobre ha vivido? ¿Es que pudo vivir? ¿Es que nació acaso? Si fue expósita, ¿no ha sido exposición su muerte? ¿No lo fue su casamiento? ¿No la hemos echado en el torno de la eternidad para que entre al hospicio de la Gloria? ¿No será allí hospiciana también? Y lo que más le acongojaba era el pensamiento tenaz que le perseguía de lo que sentiría Rosa al recibirla al lado suyo, al lado de Ramiro, y conocerla en el otro mundo. Su tío, el buen sacerdote que les crió, cumplió su misión en este mundo, protegió con su presencia la crianza de ellas; su hermana Rosa logró su deseo y gozó y dejó los hijos que había querido tener; Ramiro ... ¿Ramiro? Sí, también Ramiro hizo su travesía, aunque a remo y de espaldas a la estrella que le marcaba rumbo, y sufrió, pero con noble sufrir, y pecó y purgó su pecado; pero, ¿y esta pobre que ni sufrió siquiera, que no pecó, sino se pecó en ella y murió huérfana ...? Huérfana también murió Eva ..., pensaba Gertrudis. Y luego: ¡No; tuvo a Dios de padre! ¿Y madre? Eva no conoció madre ... ¡Así se explica el pecado original ...! ¡Eva murió huérfana de humanidad! Y Eva le trajo el recuerdo del relato del Génesis, que había leído poco antes, y cómo el Señor alentó al hombre por la nariz soplo de vida, y se imaginó que se la quitase por manera análoga. Y luego se figuraba que a aquella pobre hospiciana, cuyo sentido de vida no comprendía, le quitó Dios la vida de un beso, posando sus infinitos labios invisibles, los que se cierran formando el cielo azul, sobre los labios, azulados por la muerte, de la pobre muchacha, y sorbiéndole el aliento así.

Y ahora quedábase Gertrudis con sus cinco crías, y bregando, para la última, con ganas.

El mayor, Ramirín, era la viva imagen de su padre, en figura y en gestos, y su tía proponíase combatir en él desde entonces, desde pequeño, aquellos rasgos e inclinaciones de aquel que, observando a éste, había visto que más le perjudicaban. Tengo que estar alerta -se decía Gertrudis- para cuando en él se despierte el hombre, el macho más bien, y educarle a que haga su elección con reposo y tiento. Lo malo era que su salud no fuese del todo buena y su desarrollo difícil y hasta doliente.

Y a todos había que sacarlos adelante en la vida y educarlos en el culto a sus padres perdidos.

¿Y los pobres niños de la hospiciana? Esos también son míos -pensaba Gertrudis-; tan míos como los otros, como los de mi hermana, más míos aún. Porque éstos son hijos de mi pecado. ¿Del mío? ¿No más bien el de él? ¡No, de mi pecado! ¡Son los hijos de mi pecado! ¡Sí, de mi pecado! ¡Pobre chica! Y le preocupaba sobre todo la pequeñita.

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