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Esto necesita campo -se dijo Gertrudis, e indicó a Ramiro la conveniencia de que todos ellos se fuesen a veranear a un pueblecito costero que tuviese montaña, dominando al mar y por éste dominada. Buscó un lugar que no fuese muy de moda, pero donde Ramiro pudiese encontrar compañeros de tresillo, pues tampoco le quería obligado a la continua compañía de los suyos. Era un género de soledad a que Gertrudis temía.

Allí todos los días salían de paseo, por la montaña, dando vista al mar, entre madroñales, ellos dos, Gertrudis y Ramiro, y los tres niños: Ramirín, Rosita y Elvira. Jamás, ni aun allí donde no los conocían -es decir, allí menos se hubiese arriesgado Gertrudis a salir de paseo con su cuñado, solos los dos. Al llegar a un punto en que un tronco tendido en tierra, junto al sendero, ofrecía, a modo de banco rústico, asiento, sentábanse en él ellos dos, cara al mar, mientras los niños jugaban allí cerca, lo más cerca posible. Una vez en que Ramiro quiso que se sentaran en el suelo, sobre la yerba montañesa, Gertrudis le contestó: ¡No, en el suelo, no! Yo no me siento en el suelo, sobre la tierra, y menos junto a ti y ante los niños ...

-Pero si el suelo está limpio ..., si hay yerba ...

-¡Te he dicho que no me siento así! No, la postura no es cómoda ... ¡Peor que incómoda!

Desde aquel tronco, mirando al mar, hablaban de mil nonadas, pues en cuanto el hombre deslizaba la conversación a senderos de lo por pacto tácito ya vedado de hablar entre ellos, la tía tenía en la boca un ¡Ramirín! o ¡Rosita! o ¡Elvira!. Le hablaba ella del mar y eran sus palabras, que le llegaban a él envueltas en el rumor no lejano de las olas, como la letra vaga de un canto de cuna para el alma. Gertrudis estaba brizando la pasión de Ramiro para adormecérsela. No le miraba casi nunca entonces, miraba al mar; pero en él, en el mar, veía reflejada por misterioso modo la mirada del hombre. El mar purísimo les unía las miradas y las almas.

Otras veces íbanse al bosque, a un castañar, y allí tenía ella que vigilarle, vigilarse y vigilar a los niños con más cuidado. Y también allí encontró el tronco derribado que le sirviese de asiento.

Quería atemperarle a una vida de familia purísima y campesina, hacer que se acostase cansado de luz y de aire libres, que se durmiese, oyendo fuera al grillo, para dormir sin ensueños, que le despertase el canto del gallo y el trajineo de los campesinos y los marineros.

Por las mañanas bajaban a una playa, donde se reunía la pequeña colonia veraniega. Los niños, descalzos, entreteníanse, después del baño, en desviar con los pies el curso de un pequeño arroyuelo vagabundo e indeciso que por la arena desaguaba en el mar. Ramiro se unió alguna vez a este juego de los niños.

Pero Gertrudis empezó a temer. Se había equivocado en sus precauciones. Ramiro huía del tresillo con sus compañeros de colonia veraniega y parecía espiar más que nunca la ocasión de hallarse a solas con su cuñada. La casita que habitaban tenía más de tienda de gitanos trashumantes que de otra cosa. El campo, en vez de adormecer, no la pasión, el deseo de Ramiro, parecía como si se lo excitase más, y ella misma, Gertrudis, empezó a sentirse desasosegada. La vida se les ofrecía más al desnudo en aquellos campos, en el bosque, en los repliegues de la montaña. Y luego había los animales domésticos, los que cría el hombre, con los que era mayor allí la convivencia. Gertrudis sufría al ver la atención con que los pequeños, sus sobrinos, seguían los juegos del averío. No, el campo no rendía una lección de pureza. Lo puro allí era hundir la mirada en el mar. Y aun el mar ... La brisa marina les llegaba como un aguijón.

-¡Mira qué hermosura! -exclamó Gertrudis una tarde, al ocaso, en que estaban sentados frente al mar.

Era la luna llena, roja sobre su palidez, que surgía de las olas como una flor gigantesca y solitaria en un yermo palpitante.

-¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas? -dijo Ramiro-; ¿por qué será la luz romántica y de los enamorados?

-No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque es una tierra ..., que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella ..., es lo inaccesible ... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz, pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo eternos, sin tormentas, pues no la vemos cambiar, pero sentimos que no se puede llegar a ella ... Es lo intangible ...

-Y siempre nos da la misma cara ..., esa cara tan triste y tan seria ..., es decir, siempre ¡no!, porque la va velando poco a poco y la oscurece del todo y otras veces parece una hoz ...

-Sí -y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus propios pensamientos sin oír los de su compañero, aunque no era así-. Siempre enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será por el otro lado ..., cuál será su otra cara ...

-Y eso añade a su misterio.

-Puede ser ..., puede ser ... Me explico que alguien anhele llegar a la luna ..., ¡lo imposible! ..., para ver cómo es por el otro lado ..., para conocer y explorar su otra cara ...

-La oscura ...

-¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que ésta que vemos está iluminada la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o cuando esta cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro, es luna llena de la otra parte ...

-¿Para quién?

-¿Cómo para quién ...?

-Sí, que cuando el otro lado alumbra, ¿para quién?

-Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no más que para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que hablemos estas tonterías?

-Pues bien, mira, Tula ...

-¡Rosita!

Y no le dejó comentar la intangibilidad y la plenitud de la luna.

Cuando ella habló de volver ya a la ciudad apresuróse él a aceptarlo. Aquella temporada en el campo, entre la montaña y el mar, había sido estéril para sus propósitos.

-Me he equivocado -se decía también él-; aquí está más segura que allí, que en casa; aquí parece embozarse en la montaña, en el bosque, y como si el mar le sirviese de escudo; aquí es tan intangible como la luna, y entretanto este aire de salina filtrado por entre rayos de sol enciende la sangre ..., y ella me parece aquí fuera de su ámbito y como si temiese algo; vive alerta y diríase que no duerme ...

Y ella a su vez se decía:

-No, la pureza no es del campo, la pureza es de celda, de claustro y de ciudad; la pureza se desarrolla entre gentes que se unen en mazorcas de viviendas para mejor aislarse; la ciudad es monasterio, convento de solitarios; aquí la tierra, sobre que casi se acuestan, las une, y los animales son otras tantas serpientes del paraíso ... ¡A la ciudad, a la ciudad!

En la ciudad estaba su convento, su hogar, y en él su celda. Y allí adormecería mejor a su cuñado. Oh, si pudiese decir de él -pensaba- lo que santa Teresa en una carta -Gertrudis leía mucho a santa Teresa- decía de su cuñado don Juan de Ovalle, marido de doña Juana de Ahumada: Él es de condición en cosas muy aniñado .... ¿Cómo le aniñaría?

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