Índice de Las Troyanas de EurípidesSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE TERCERA
DE
LAS TROYANAS



MENELAO.- ¡Oh cabellera de Helios, que difundes la hermosa luz de este día en que recuperaré a mi esposa Helena: yo soy ese Menelao que sufrió infinitos males, y éste el ejército aqueo! Vine a Troya, no tanto, según piensan, por mi esposa, cuanto por vengarme del hombre que, engañando a los que le daban hospitalidad, robó a Helena de mi palacio. Pero con el favor de los dioses pagó su delito, y él Y su patria cayeron al empuje de las armas helénicas. Ahora me llevaré esta lacedemonia (no la doy de buen grado el nombre de esposa que tuvo en otro tiempo) que se halla aquí con las demás esclavas troyanas. Los que a fuerza de trabajos la recobraron batallando, me la dan para matarla, o, si no quiero, para llevarla a Argos. Yo he resuelto no sacrificarla en Troya, sino conducirla a la Hélade en mi nave para darle allí la muerte y vengar a los amigos que han perecido en esta guerra. Ea, pues, servidores, id allá y traedla arrastrándola por sus cabellos, tan manchados de sangre. Cuando soplen vientos favorables nos acompañará a la Hélade.

HÉCUBA.- ¡Oh Zeus! Tú que llevas a la tierra y que en ella moras, quienquiera que seas, impenetrable a nuestro entendimiento, ya una ley de la naturaleza, ya una invención de los mortales, yo te venero: por oculta senda riges con justicia los negocios humanos.

MENELAO.- ¿Qué hay? ¡Cómo diriges a los dioses nuevas preces!

HÉCUBA.- Te alabaré, Menelao, si matas a tu esposa. Pero cuida al verla que el amor no te ciegue, que deslumbra los ojos de los mortales, derriba las ciudades e incendia los palacios. ¡Tales son sus atractivos! Yo la conozco bien, y tú y los que sufrieron tantas desdichas deben también conocerla.

HELENA (a quien sacan a la fuerza de la tienda).- Exordio es éste, ¡oh Menelao!, infunde pavor; a la fuerza me arrastran tus siervos fuera de esta tienda. Pero aunque casi segura de que me aborreces, quiero no obstante, preguntarte qué habéis decretado tú y los helenos acerca de mi vida.

MENELAO.- No te has expuesto a los azares de un juicio; todo el ejército, que te odia, te pone en mis manos para que yo te la quite.

HELENA.- ¿Puedo yo responderte que, si muero, será injustamente?

MENELAO.- No vengo a disputar contigo, sino a matarte.

HÉCUBA.- Óyela, Menelao, para que no muera sin defensa, y nosotras, si lo permites, le replicaremos: tú ignoras las faltas que cometió en Troya, y todas juntas serán bastantes para perderla y condenarla a muerte sin demora.

MENELAO.- Sería menester para acceder a vuestros ruegos que hubiera tiempo para ello; pero si quiere hablar, que hable. Sepa, sin embargo, que a tu intercesión lo debe, no a sus méritos.

HELENA.- Acaso, ya me des o no la razón, no me contestarás, mirándome como a tu enemiga; mas yo, segura de que al disputar conmigo me has de reconvenir, responderé anticipadamente a tu acusación, oponiendo mis cargos a los tuyos. En primer lugar, ésta es madre de Paris, autor de nuestros males; después me perdió el viejo Príamo, y también a Troya, no matando al niño que anunciaba la triste antorcha, llamado luego Alejandro. Recuerda, además, que fue juez en la contienda de las tres diosas, y que Palas prometió a Alejandro el imperio de la Frigia y la destrucción de la Hélade; Hera, que reinaría en el Asia y en los confines de la Europa si salía vencedora; y Cipris, ponderando maravillosamente mi hermosura, que sería suya si daba a ella la palma de la belleza, no a las otras diosas. Reflexiona ahora en las consecuencias de este juicio: venció la deidad de Cipria, y mis nupcias con Paris fueron útiles a la Hélade, libre de bárbaros y de su tiranía desde que triunfó de ellos en el campo de batalla. Y lo que contribuyó a la dicha de la Hélade fue fatal para mí: me perdió mi belleza y me acusan de infame, cuando debía ceñir mis sienes una corona. Pero dirás que ni siquiera he aludido a mi huida de tu palacio. Vino mi mal genio protegido por deidad no despreciable, ya le quieras llamar Alejandro, ya Paris, al cual tú, ¡oh el más descuidado de los hombres!, dejaste conmigo en tu palacio mientras navegabas de Esparta a Creta. Veamos, pues; esta pregunta me hago, no a ti ... ¿en qué pensaba yo cuando desde mi palacio seguí a tu huésped, faltando a mi patria y a mi honra? Insulta a la misma Afrodita, y serás más poderoso que Zeus, el cual, superior a los demás dioses, es su esclavo. Así, ¿no debes perdonármelo? Me acusarás quizá especiosamente porque, después de muerto Alejandro y de descender al seno oscuro de la tierra, hubiera yo debido, no ligándome a mi lecho ninguna ley divina, dejar estos palacios y encaminarme a Argos. En efecto, intenté hacerlo; testigos son los centinelas de las torres y los espías de los muros, que muchas veces me sorprendieron en las fortificaciones descolgándome con cuerdas. A la fuerza se casó conmigo Deífobo, mi nuevo esposo, oponiéndose los frigios. ¿Cómo, pues, ¡oh Menelao!, moriré justamente, y sobre todo por tu mano, cuando se casó conmigo contra mi voluntad, ya que esta belleza mía, en vez de darme la palma de la victoria, me ha condenado a dura esclavitud? Ahora, si quieres vencer a los dioses, tu propósito es insensato.

EL CORO.- Defiende, reina, a tus hijos y a tu patria, refutando sus elocuentes palabras; habla bien, a pesar de sus maldades, don en verdad amargo.

HÉCUBA.- Defenderé primero a las diosas, y probaré que no es cierto lo que dice. Yo no creo que Hera y la virgen Palas delirasen hasta el punto de vender aquélla a Argos a los bárbaros, y Palas a Atenas, condenándolas a sufrir algún día el yugo de los frigios, ya que, como por juego o diversión, vinieron al Ida a disputar la palma de la hermosura. ¿Por qué razón había de dar Hera tanto valor a la belleza? ¿Quizá por tener un esposo superior a Zeus? ¡Anhelaría Atenea casarse con algún dios, habiendo logrado de su padre vivir perpetuamente virgen por odio al matrimonio! No supongas necias a las diosas por disculpar tu falta, que nunca persuadirás a los prudentes. Dijiste que Cipris (lo cual es ridículo) acompañó a mi hijo al palacio de Menelao. ¿No hubiese podido, permaneciendo tranquila en el cielo,llevarte a Ilión con la misma Amiclea? Fue mi hijo de notabilísima hermosura, y tú, al verlo, la verdadera Afrodita. A todas sus locuras llaman Afrodita los mortales, y el nombre de esta diosa tiene en ellas su raíz, y tú, al admirarlo con sus lujosas galas y vestido de oro resplandeciente, sentiste arder en tu pecho el fuego de la lujuria. Pocas riquezas poseías en Argos, y al dejar a Esparta esperabas que la opulenta ciudad de los frigios sufragaría a tus gastos, no bastando a satisfacer tus placeres el palacio de Menelao. ¡Te atreves a decir que mi hijo te robó a la fuerza! ¿Qué espartano podrá asegurarlo? ¿Qué voces diste siendo Cástor adolescente y viviendo todavía su hermano en la tierra, no entre los astros? Después que llegaste a Troya, y cuando siguieron tus huellas los argivos y se encendió la guerra, si la fortuna favorecía a Menelao, lo alababas para atormentar a mi hijo, aludiendo a tan poderoso rival; y cuando vencían los troyanos, Menelao era un desdichado. Sólo te cuidabas de la fortuna, sólo a ella seguías, no a la virtud. ¿Y añades que quisiste descolgarte con cuerdas desde las torres, indicando quizá que permanecerías allí contra tu voluntad? ¿Cuándo te sorprendieron preparando fatales lazos o afilando homicida cuchilla? Hubiéralo hecho mujer noble, sensible a la pérdida de su anterior esposo. Yo, en cambio, te aconsejé así muchas veces: ¡Vete, oh hija!, mis hijos contraerán himeneo con otras; yo te llevaré a las naves aqueas, y te ayudaré en tu oculta huida, pon término a la guerra entre helenos y troyanos. Pero esto te desagradaba, y llena de orgullo en el palacio de Alejandro, querías ser adorada de los bárbaros. Y a pesar de todo, sales tan galana y contemplas junto a tu marido el mismo cielo, ¡oh mujer execrable! ¡Cuando debías aparecer humilde y desaliñada en tu traje, temblando de horror, con la cabeza rasurada y fingiendo modestia en vez de impudencia, en expiación de tus anteriores faltas! ¡Oh Menelao!, no es otro mi objeto, sino que honres a la Hélade dándole merecida muerte, como cumple a tu dignidad, y que desde hoy en adelante mueran todas las mujeres que son infieles a sus esposos.

EL CORO.- ¡Oh Menelao! Acuérdate de tus nobles abuelos y de tu linaje; castiga a Helena, y evita así las reconvenciones que te hará la Hélade. No podrá echarte en cara tu molicie, si eres fuerte contra sus enemigos.

MENELAO.- Creo, como tú, que ésta huyó voluntariamente de mi palacio en busca de adúltero tálamo, y que sólo invoca a Cipris para cohonestar su delito. Anda, ve a buscar a los que han de apedrearte, y que tu pronta muerte expíe los prolongados padecimientos de los aqueos, para que aprendas a no deshonrarme.

HELENA.- ¡Oh, no; por tus rodillas te ruego que no me mates, imputándome un crimen, obra de los dioses! ¡Perdóname!

HÉCUBA.- No te olvides de los aliados, que por Helena murieron: por ellos y por mis hijos te lo pido.

MENELAO.- Déjame, anciana; sólo merece mi desprecio. Que mis servidores la arrastren a las naves para ser llevada a la Hélade.

HÉCUBA.- Que no vaya en la tuya.

MENELAO.- ¿Por qué, pues? ¿Pesa ahora más que antes?

HÉCUBA.- No hay enamorado que no ame siempre, piense como quiera la mujer amada.

MENELAO.- Se hará lo que deseas: no entrará en la nave en que yo vaya, que no es despreciable tu consejo. Cuando llegue a Argos morirá indignamente como merece, y servirá de escarmiento a las demás mujeres, enseñándolas a ser honestas; y aunque, en verdad, no sea esto fácil empresa, su suplicio, por el miedo que ha de infundirles, refrenará la femenil locura, aunque las haga más perversas. (Vase con Helena).

ESTROFA 1a.- ¡Así nos abandonas, ¡Oh Zeus!, dejando a los aqueos tu templo edificado en Ilión, el ara llena de perfumes, la llama de las libaciones, el humo de la mirra que se elevaba en los aires, la sagrada ciudadela de Pérgamo, los bosques, los bosques Ideos, abundantes en hiedra, regados por la nieve derretida de los ríos, y la cima que el sol hiere primero, aquella mansión divina que sus rayos purifican!

ANTISTROFA 1a.- Acabáronse ya tus sacrificios, y el alegre compás de los coros durante la noche, y las fiestas que se celebraban a los dioses en las horas destinadas al sueño, y las estatuas resplandecientes, y los doce plenilunios divinos de los frigios. Inquiétanme, inquiétanme, ¡oh rey!, que habitas en el éter y en palacio celestial, penosa incertidumbre de si atiendes o no a mi ciudad arrasada, que devoró el furor impetuoso del fuego.

ESTROFA 2a.- ¡Oh esposo querido; vagas muerto, insepulto, no lavado por mis manos, y las naves del mar, agitando sus remos, me llevarán a Argos, rica en caballos, cercada de altísimas murallas de los cíclopes! Muchedumbre de hijos lloran a las puertas, agarrándose a nuestros vestidos y clamando en su aflicción: Ay de mí, madre, que cuando me abandones, los aqueos me separarán de ti, y en negra nave de marinos remos me llevarán a la sagrada Salamina, o a la cumbre del Istmo, que mira a dos mares, en donde se ven las puertas de la mansión de Pélope.

ANTISTROFA 2a.- ¡Ojalá que en la nave de Menelao, cuando hienda el mar profundo, caiga en el Egeo el fuego sagrado que vibran tus dos manos, y la reduzcan a cenizas: de Ilión, mi patria, me arrastran, llorosa esclava, a la Hélade! ¡Que la hija de Zeus, que se lleva los dorados espejos, delicia de las vírgenes, nunca llegue a la Laconia, ni a sus patrios lares, ni a la ciudad de Pirene, ni al templo de puertas de bronce de la diosa! ¡Que Menelao no recobre a Helena, cuyo malhadado himeneo sólo ha servido de oprobio a la Hélade, país poderoso y de perpetua desventura a las ondas del Simois! ¡Oh dolor, oh dolor! ¡Nuevas desdichas agobian a mi patria! ¡Oh míseras esposas de los teucros, contemplad a Astianax, sacrificado por orden de los dánaos, que desde las torres lo han precipitado tristemente!

TALTIBIO (acompañado de esclavos, que traen sobre un escudo el cadáver de Astianax).- ¡Oh Hécuba! La única nave con bancos de remeros del hijo de Aquiles. Neoptolemo, que queda, se prepara a llevar a las costas ftióticas los restantes despojos que le han tocado en suerte. Él se hizo antes a la vela, sabedor de ciertas desdichas que ha ocurrido a Peleo, desterrado de su patria, según dicen, por Acasto, hijo de Pelías. Tal es la causa que le obligó a retirarse más pronto de lo que pensaba. Creyó pasar aquí algún tiempo, pero al fin se embarcó con Andrómaca, que derramaba muchas lágrimas al separarse de esta tierra, lamentándose de los infortunios de su patria y apostrofando al túmulo de Héctor. Y le pidió permiso para sepultar a su hijo, precipitado desde las murallas, muerto horriblemente, y que le sirviese de féretro este escudo cubierto de bronce, terror de los aqueos, que defendió a su padre, en vez de llevarlo al palacio de Peleo o al mismo tálamo de su nuevo esposo. Así no tendrá siempre a la vista tristisimos recuerdos, y hará las veces de caja de cedro y de marmóreo sepulcro. También dispuso que te entregase su cadáver, para que, como puedas, lo adornes con peplos y coronas, ya que ella se ausenta, oponiéndose la precipitación del viaje de su señor, a tributarle los últimos deberes. Nosotros, cuando engalanes su cuerpo y lo cubra la tierra, clavaremos una lanza en su tumba, y a ti sola corresponde lo demás. Observarás, sin embargo, que al pasar las aguas de Escamandro lo lavé y limpié sus heridas. Ahora le abriremos una hoya, y después, reuniendo nuestros esfuerzos y haciendo lo que nos han ordenado, no volveremos a nuestro campo.

HÉCUBA.- Dejad ahí el circular escudo de Héctor, recuerdo triste y desagradable para mí. ¡Oh aqueos!, más dignos de alabanzas por vuestras hazañas que por vuestros pensamientos: ¿cómo por temor a un niño habéis cometido un nuevo crimen? ¿Para que no reconstruyese a Troya arruinada? Hombres inútiles erais cuando la fortuna de las armas favorecía a Héctor, y perecimos sin embargo, a pesar de nuestros innumerables soldados, y tomada la ciudad y aniquilados los frigios, todavía os infunde miedo tan tierno niño. No alabo esta vil pasión, si carece de racional fundamento. ¡Oh tú el muy querido, qué deplorable ha sido tu muerte! Si hubieses perdido la vida por tu patria, después de llegar a edad adulta, de casarte y regir un imperio como el de los dioses, hubieras sido feliz, si hay felicidad en todo esto. Mas tú, ¡oh hijo!, cercado de regia pompa, no has sabido apreciarla, y no disfrutaste de los placeres que tu palacio te ofrecía. ¡Infeliz! ¡Cómo las murallas de tu ciudad natal, obra de Loxias, han puesto tu cabellera, que tanto cuidó tu madre, y a la cual prodigó tanto beso! De tus huesos destrozados brota ahora la sangre, por no nombrar más repugnantes objetos. ¡Oh manos, qué grata semejanza tenéis con las de su padre, y ahora yacéis caídas, rotas vuestras articulaciones! ¡Oh dulce boca, que solías decir grandes cosas con infantil petulancia! ¡Pereciste! Me engañabas cuando agarrado a mis vestidos me hablabas así: ¡Oh madre, yo cortaré para ti muchos rizos de mis cabellos, y llevaré muchos niños a tu sepultura, y te diré palabras que te complazcan! No tú a mí, que a pesar de tu edad infantil, yo anciana, desterrada, sin hijos, te sepulto, ¡oh mísero cadáver! ¡Ay de mí! ¡Aquellos ósculos innumerables, y mis desvelos en criarte, y mis interrumpidos sueños, todo esto fue inútil! ¿Qué inscripción, pregunto yo, grabará algún poeta en tu sepulcro? ¿Que los argivos por miedo te mataron tan niño? Vergonzoso para la Hélade sería tal epitafio. Pero ya que ni disfrutaste de tus bienes patrimoniales, poseerás al menos un escudo de bronce, en el cual serás enterrado. ¡Oh escudo, que resguardabas en otro tiempo el bellísimo brazo de Héctor, ya perdiste a tu dueño incomparable! ¡Cuán dulce es la señal que dejó en la embrazadura y el sudor que derramó en tu centro bien torneado, cuando corría copioso de su frente al acercarlo a sus mejillas pasando insoportables trabajos! Llevad, poned estas galas, las únicas que poseo, a ese cadáver desventurado, que los dioses no me favorecen lo bastante para hacerle funerales suntuosos; toma los tristes retos de mi pasada grandeza. Necio es el mortal que, creyéndose siempre feliz, abandona al placer: fortuna, cual furiosa y delirante, salta aquí y allí, ya ninguno perpetua dicha.

EL CORO.- Mira los despojos frigios que en sus manos traen las cautivas, para que engalanes el cadáver de Astyanax.

HÉCUBA.- ¡Oh hijo! Aun cuando no has vencido a tus iguales a caballo ni con el arco, según costumbre frigia (no obstante la moderada afición de los troyanos a esta clase de ejercicios), la madre de tu padre te pone estas galas, resto triste de lo que fue tuyo en otro tiempo, que hace poco te arrebató Helena, aborrecida de los dioses, causa además de tu muerte y de la ruina de todo tu linaje.

EL CORO.- ¡Ay, ay de mí! ¡Tocaste, tocaste mi corazón! ¡Oh tú, que hubieses sido soberano inmortal de mi ciudad!

HÉCUBA.- Con los ricos vestidos frigios que debían adornarte al celebrar tu himeneo con la más noble asiática, cubre ahora tu cuerpo. Y tú, escudo querido de Héctor, que en días más venturosos ganaste tantos trofeos, recibe esta guirnalda, aunque tu fama es imperecedera, morirá, sin embargo, con este cadáver; más justo es honrarte que no a las armas del astuto y malvado Odiseo.

EL CORO.- ¡Ay, ay, ay, ay de mí! Amargamente llorado, ¡Oh hijo!, te recibirá la tierra. Llora, madre ...

HÉCUBA.- ¡Ay, ay de mí!

EL CORO.- Como debes llorar a los muertos.

HÉCUBA.- ¡Ay de mí, ay de mí!

EL CORO.- ¡Ay de tus males insufribles!

HÉCUBA.- Yo, médico desventurado sólo en nombre, no en realidad, cuidaré como pueda de parte de tus heridas, ligándolas con vendajes; tu padre te curará las demás entre los muertos.

EL CORO.- Golpea, golpea tu cabeza, que tus manos resuenen. ¡Ay de mí, ay de mí!

HÉCUBA.- ¡Oh mujeres muy amadas!

EL CORO.- ¿Qué significan esos clamores?

HÉCUBA.- Dignáronse sólo los dioses hacerme desgraciada y aborrecer a Troya más que a las otras ciudades, y de nada sirvieron nuestros sacrificios. Y sin embargo, debemos confesar que si no nos precipitasen en el abismo desde la altura, yacería nuestro nombre en la oscuridad, y sin que nadie se acordase de nosotros en sus cantos, y no seríamos para la posteridad manantial perenne de poesía. Andad, sepultad este cadáver en mísero túmulo, que ya ha recibido los fúnebres honores. A mi parecer, interesa poco a los muertos que se les tributen funerales suntuosos, y más bien son vana pompa de los vivos.

EL CORO.- ¡Oh desventura, oh: desventura! ¡Mísera madre que, al perderte, perdió contigo su más consoladora esperanza! Cuando se reputaba muy feliz, porque eran .nobles tus padres, pereciste de muerte cruel. (Aparecen a lo lejos guerreros con antorchas encendidas).

TALTIBIO (que vuelve, aunque manteniéndose a cierta distancia).- Sepan los capitanes de las cohortes, a quienes se ha ordenado incendiar la ciudad de Príamo, que en sus manos no ha de estar ociosa la tea; abrásenla, pues, cuanto antes, para que, derribada en sus cimientos, tornemos alegres a nUestra patria. Y vosotras, hijas de los troyanos, para cumplir a un tiempo ambos mensajes, cuando los generales del ejército hagan sonar las trompetas, encaminaos a las naves de los aqueos para alejarnos de aquí. Tú, anciana, la más infortunada, sigueme: estos son servidores que vienen de parte de Odiseo, tu señor, para que abandones a Ilión, según lo dispuso la suerte.

HÉCUBA.- ¡Ay desventurada de mí! ¡Remate es éste y último fin de mis males! Dejo a mi país. natal y a mi ciudad entregada a las llamas. Así, pies cansados por la vejez, daos prisa a saludarla por última vez, aunque os cueste trabajo. ¡Oh Troya, hace poco el orgullo de los bárbaros; no tardarás en perder tu ilustre nombre! Te incendian y nos arrancan esclavas de tu seno, ¡oh dioses! Pero, ¿qué dioses invoco? Antes, cuando los llamé, no me oyeron. Precipitémonos, pues, en el fuego, pues será para mí lo más honroso perecer en él.

TALTIBIO.- Tus males te hacen delirar, ¡oh desventurada! Lleváosla pues, sin demorar, es preciso entregarla a Odiseo, a quien ha tocado en el reparto del botín.

HÉCUBA.- ¡Ay, ay de mí! ¡Ay, ay, ay de mi! ¡Oh Cronida!, rey de Frigia, tronco de mi estirpe, ¿contemplas impasible los indignos ultrajes que sufren los descendientes de Dárdano?

EL CORO.- Lo ve; la gran ciudad, que ya no lo es, ha perecido; ya no existe Troya.

HÉCUBA.- ¡Ay, ay de mí! ¡Ay, ay, ay de mí! Ilión resplandece; el fuego devora ya el elevado alcázar, y la ciudad entera, y las más altas murallas.

EL CORO.- Y como el viento se lleva el humo, así pereció mi patria, cayendo desde la altura al empuje del hierro; abrasados han sido tus palacios, presa del fuego y de enemiga lanza.

HÉCUBA.- ¡Oh patria, madre de mis hijos!

EL CORO.-¡Ay, ay de mí!

HÉCUBA.- ¡Oíd, hijos; reconoced la voz de vuestra madre!

EL CORO.- ¿Llamas a los muertos con voz lúgubre?

HÉCUBA (arrodillándose).- Arrastrando por la tierra mis cansados miembros, e hiriéndola con ambas manos.

EL CORO.- Ahora nos toca a nosotras hincar la rodilla, llamando a nuestros esposos desdichados, que moran en el Hades.

HÉCUBA.- Nos llevan, nos arrastran ...

EL CORO.- Tu dolor, tu dolor publicas.

HÉCUBA.- A los atrios, en donde seré esclava, lejos de mi patria. ¡Ay, ay de mí! ¡Oh Príamo, Príamo; tú muerto, insepulto, sin amigos, ignoras mi desdicha!

EL CORO.- La negra muerte cubre tus ojos; un crimen impío se burla de tu piedad.

HÉCUBA.- ¡Ay de los templos de los dioses, y de mi ciudad amada!

EL CORO.- ¡Ay, ay de mí!

HÉCUBA.- Mortífera es la llama que os abrasa, y la punta de la lanza que os hiere.

EL CORO.- Pronto caeréis sin gloria en mi suelo adorado.

HÉCUBA.- El polvo, semejante al humo, en alas de los vientos me roba la vista de mi palacio.

EL CORO.- Se olvidará el nombre de esta región como todo se olvida; ya no existe la desdichada Troya.

HÉCUBA.- ¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis oído?

EL CORO.- ¿El fragor de Pérgamo al derrumbarse?

HÉCUBA.- Tiembla la tierra, tiembla la tierra al desplomarse toda la ciudad. ¡Ay de mí! Trémulos, trémulos miembros arrastran mis pies. Vamos a vivir en la esclavitud.

EL CORO.- ¡Ay de la ciudad infortunada! Ea, dirige tus pasos hacia las naves de los aqueos.

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