Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXIII

INAUDITA SORPRESA

Miguel siguió al grupo de valientes que encabezaba el capitán Eduardo Molina, recogiendo los dispersos que, anonadados por la fatiga, descansaban al pie de los árboles, respirando ruidosamente, con los rostros congestionados.

Iban en dos mas, atónitos y mudos, mirándose tristemente como compañeros de infortunio encontrados por casualidad después de ser barridos por la misma ola de catástrofe, míseros náufragos que habiendo perdido todo se consuelan con la esperanza de vivir todavía más.

¡Tantos esfuerzos, tanta perseverancia en formar y educar un buen batallón ¿para qué ... ? Una orden mal dada o mal entendida, y media hora de valor inútil, desparramando mucha sangre y quemando mucha pólvora, y no quedaba sino un jirón informe y sangriento del bien organizado batallón!

¡Ah! ¿Conque ésa era la guerra? Necia, ciega, formidable, vergonzosa, erizada de mezquindades, de detalles atroces, inconcebiblemente trágica ... y ¿quién tenía la culpa de aquella catástrofe? ¿Para quién las responsabilidades tremendas de la derrota? ... ¡Un puñado de bárbaros y estúpidos hijos de las rocas de Chihuahua, desbaratando una hermosa brigada del ejército nacional ... !

Así pensaba Miguel mientras marchaba maquinalmente, siguiendo las pedregosas veredas que faldean los cerros del oriente de Tomochic. Regresaban al Cuartel General, que se había situado en lo alto del camino real de Guerrero, en un gran claro, en una especie de alta meseta donde se podía acampar cómodamente. Allí estaba la pieza de artillería, ya silenciosa, y se había establecido la ambulancia.

El general Rangel, rodeado de nacionales, con su anteojo en la diestra, miraba consternado, sin decir una palabra; los grupos de soldados que iban llegando poco a poco y que se echaban en el suelo al lado de sus compañeros, mudos, tristísimos.

Un bravo oficial del Duodécimo un héroe, con veinte hombres había llegado también, no habiendo podido retroceder con los suyos por haber sido cortado por el enemigo. Casi había tenido que atravesar el pueblo y se encontraba vivo como por milagro. ¡De veinticinco soldados de su sección sólo le quedaban siete! Los demás habían quedado tendidos. Era el teniente Cota (Militar que años más tarde terminaría siendo fusilado en la ciudad de México por un delito de militar).

Habían llegado ya los oficiales heridos. Algunos auxiliares empezaban a llevar soldados que, chorreando sangre y quejándose lastimosamente, habían logrado acercarse. El mayor, médico cirujano, que llevaba el cuerpo expedicionario iba y venía; daba órdenes gritaba en medio de los ayes de los heridos y de la sombría tristeza de aquel exiguo puerto, tras el naufragio.

Miguel, sin esperar orden alguna, aniquilado, se echo en el suelo apoyando su cabeza sudorosa contra el tronco de un árbol, y hubiera dormido al instante si no experimentase la sensación horrenda de una sed infernal.

Ya no pensó en otra cosa sino en beber un trago, aunque fuese del agua más inmunda que se le presentara. Sufría en plena embriaguez de llamas, con la lengua reseca y el rostro purpúreo. Sentía fiebre intensísima, y una cólera sorda le invadía y hacía crispar sus puños. Así permaneció durante una hora de angustia infinita; sin ver, sin pensar, hasta que se durmió. Le despertaron bruscamente cuando apenas acababa de cerrar los párpados.

- ¡Eh, Mercado, levántese; vamos a pasar lista a la compañía ... ! ¡Arriba ... !

Despertó sobresaltado, volviendo rudamente a la triste realidad de su situación. Miró en torno de sí y vio, casi frente de él, lo que restaba de su compañía. ¡Menos de la mitad! Vio soldados en dos filas, sin alineamiento, desgarrados los uniformes azules, con rostros macilentos, ojos hundidos y miradas vagas que tendían al suelo ... Vergüenza, fatiga y hambre.

Y entonces, a pesar de su debilidad, tuvo plena conciencia de lo enorme del desastre ... y sin embargo, todos habían cumplido con su deber ...

Apoyado en su carabina, que no había abandonado ni un instante, presenció la lista que pasaba el sargento primero, anotando a los que faltaban, y que aparecían los más numerosos. Pero todavía no podía saberse si eran muertos, heridos, dispersos o desertores. Aún no se levantaba, ni se podía levantar, el campo, ocupado por el enemigo.

Después supo Miguel que se habían mandado varias camillas escoltadas convenientemente para recoger heridos, pero sólo habían traído los más cercanos al Cuartel General, pues al intentar aproximarse al campo del combate, fueron recibidos con nutridos tiroteos a los cuales contestaron los federales, por dignidad, pero retirándose prudentemente.

Entre aquellos heridos sólo recogieron dos del enemigo. Tenía uno el vientre atravesado y, sea que su gravedad no lo permitiese o que no quisiera, se negó, obstinado, a pronunciar una sola palabra. El otro expiró en el camino.

Al fin se permitió penetrar en el campo a las mujeres de la tropa, que estaban angustiadísimas, cargadas con ánforas de agua, gordas de harina, y carne asada.

Levantóse un gran munnullo de gritos de alegría y de dolor, sollozos, y palabrotas y disputas; ¡todo por un trago de agua!

¡Agua, agua ... ! Miguel vio el agua y se precipitó sobre una vieja desarrapada que se defendía de un grupo de soldados que le pedían una poca, suplicantes unos, amenazadores otros.

¡Oh, felicidad! llevaba una ánfora llena y apartándolos con todo brío. aulló desaforadamente:

- ¡Ábranse! ¡Ábranse! ¡Qué canastos sucede! ¡Un peso por el anfora! Mira, aquí está -y le enseñó a la vieja cuatro billetes de a peseta.

- ¡Ay, nú subteniente ... es para mi viejo que viene muy malo! ... Déjemela, mi jefe, yo le traeré después ...

No hizo caso y se la arrebató, feroz, arrojándole los papeles.

Soltó entonces la carabina, apoyando la culata en la roca, con el cañón contra sus piernas, y trémulo, y agarrando el ánfora con las dos manos, echó la cabeza hacia atrás y bebió ansiosamente. Y la habría vaciado, si una mano vigorosa no la hubiese asido por el asiento, impidiéndole acabar de beber.

- ¡Hombre, Mercado, déjame una poca, te va a hacer daño!

Era Castorena. Miguel, satisfecha su sed, extático, feliz, le dio el resto del agua, que su camarada sorbió de un enorme trago. Y como la vieja había desaparecido y llamaban a formar, arrojó a lo lejos el ánfora, que rebotó ruidosamente entre las piedras.

La fuerza que quedaba del Noveno debía dar un puesto avanzado de observación sobre el camino real que bajaba a Tomochic, además de una gran guardia y un número de parejas suficientes para rodear el campamento, protegiéndolo en la noche contra toda sorpresa. A los oficiales francos se les nombraron rondines de una hora, en la noche, a partir de las seis de la tarde. Se dio también una escolta para la pieza y otra para el parque.

Mientras tanto los nacionales destrozaban una res y repartían harina. Ya era necesario, pues hacía veinticuatro horas que no se daban provisiones.

Miguel, que debía cubrir al mando de un teniente la avanzada sobre el camino, mandó asar un gran trozo de carne que se pudo conseguir. Y fue mientras a visitar a los oficiales heridos, instalados bajo una gran tienda improvisada en el centro del campamento. Allí, recostados sobre unos sarapes, vio muchos soldados que se quejaban tristemente.

Saludó con respeto y muy conmovido al teniente coronel Villedas, cuya herida en el cráneo habría de costarle la vida; tenía, además, las manos ensangrentadas por la terrible caída que aquel golpe le ocasionó, haciéndole rodar sobre las piedras.

Charló un rato con el teniente Pablo Yépez y con el subteniente Pedro Delgadillo, surgiendo la conversación sobre los capitanes muertos, uno al lado del otro, en circunstancias excepcionales.

Luego, fatigados, cesaron de hablar los heridos, entrando en vaga somnolencia, en un silencio cargado de fatiga y de terror.

Les contempló un momento, y ya se marchaba cuando se fijó en que el general, a algunos pasos de allí, interrogaba colérico a unos soldados de Seguridad Pública del Estado de Chihuahua que acababan de llegar al campo en esos instantes. Al punto se enteró de lo que pasaba. Un oficial de aquel cuerpo, agregado a la segunda columna, había mandado dar media vuelta a su fuerza, separándose no sólo del teatro del combate, sino abandonando decididamente el monte, consumando deserción al frente del enemigo y durante el combate. ¡Falta de disciplina, de educación militar en una tropa alistada de prisa! -pensó el joven subteniente.

Miguel se separó de la tienda del general para ir a recoger su carne, la cual devoró con ansia, casi cruda y sin sal. La sangre le escurría por entre los labios ávidos, sosteniendo el trozo rojizo a dos manos, masticando con chasquidos violentos, como un salvaje. Hubiera sido capaz de morder si se la intentaran quitar.

Y volvió después a atormentarle vivamente la sed, pero tuvo que soportarla, y fue a ver la fuerza que debía cubrir el punto. En seguida, con el teniente José Soberanes a la cabeza del pelotón de avanzada, desfilaron por el camino real hasta llegar a un sitio donde éste descendía bruscamente.

A un lado, sobre un gran montón de piedras, había una cruz de madera. Fueron allí apostados tres centinelas al frente, cubriendo la anchura del camino.

Obscurecía tras una tarde tristísima sin crepúsculo, y profundamente glacial.

Allá, en lo alto del monte, en la meseta del campamento, se veían brillar las fogatas del Cuartel General, como rojizas estrellas, mientras al frente alzaban gigantescas sus masas, como nubes inmóviles, los cerros erizados de rocas y de pinos.

Subieron a la escarpadura sobre la que se amontonaban las piedras que servían de pedestal a la cruz, y desde allí, en la penumbra de la tarde agonizante, contemplaron la vasta hondonada del valle de Tomochic ...

¡Ni una luz, ni un rumor, ni un ladrido en el poblacho que se adivinaba en el fondo; nada que pudiera indicar la vida en aquel hueco, en aquel nido de águila colosal, en plena Sierra Madre!

El teniente, melancólico y taciturno, cansado de la terrible jornada, se sentó al pie de un árbol y al poco rato principió a dormitar, no obstante los esfuerzos que hacía por abrir los párpados que se obstinaban en cerrarse.

Miguel a su lado, apoyó la cabeza contra el tronco del enorme pino, abandonó la carabina entre sus piernas adoloridas; aflojó un poco la canana que le ceñía sobre el capote la cintura, y con los brazos cruzados y los ojos muy abiertos en la sombra, meditó.

¡Ah! conque ya se encontraba frente al enemigo después de sangriento combate y tras no imaginada derrota. ¡Conque allí, perdido en el fondo de la sierra, a muchos centenares de leguas de un hogar querido, había encontrado como siempre, tras todos sus ensueños y ambiciones, el desengaño de la amarga realidad! ¡Desvanecidos todos los altos ideales de su vida, ni siquiera quedaba en pie la poesía solemne de la guerra! ¡La guerra como la comprendía, como la había leído: grande, noble, heroica, épica!

¡No ... no! Aquello que había pasado no era ni una sombra, ni una parodia, no ya de los combates clásicos de la antigüedad, ni de las batallas legendarias de Europa, pero ni siquiera de las luchas recientes en las revoluciones que ensangrentaran la patria. ¡Oh, y sin embargo, reconocía toda la barbarie trágica de la catástrofe! ¡El horror de la matanza había sido tan atroz como la derrota ... !

¡Atroz, como la derrota! ...

¡La derrota ... ! El alma horrible, de vergüenza y fango, de esta palabra no asomó, empero, en el infierno de su meditación a la margen del mar de tinieblas de aquel Tomochic de pesadilla.

¡La derrota ... ! No, no sentía vergüenza, ni por él, ni por los suyos, ni por su amado Noveno Batallón, ni por el Ejército Nacional, con aquella derrota, que era un desastre del que otros fueron culpables.

La joven oficialidad -flor del Colegio Militar- se había portado bizarramente, tan gallardamente que había dejado prendidos rojos pétalos de sangre suya entre los pedregales de la cuesta que baja a Tomochic ...

Los oficiales, bisoños y heroicos, habían cumplido firmes en la espesura, en la nube roja y blanca del combate, de un combate al que no estaban preparados y al que se les empujaba sin marcarles rumbo, sin señalar objetivo, sin desplegar bandera alguna.

Y en cuanto ala tropa, era todavía menos culpable, era aún más triste víctima ...

El número de sus muertos y heridos aparecía relativamente enorme. Y pensó en ellos, los pobres, abandonados inicuamente en el monte silencioso, retorciéndose, gritando, blasfemando en las tinieblas, contemplando, locos de sed, con sus ojos de moribundo, cintilar las estrellas en la fría desnudez del cielo. Se estremeció de miedo y trató de apartar de su mente la fatídica visión de aquellos infelices, pero no pudo; su cerebro calenturiento y excitado por la debilidad y la fatiga le delineó en plena vigilia escenas sangrientas, con todo el pavor horrendo de la pesadilla.

Encendido el cráneo, anudada la garganta, adolorido el vientre, tuvo miedo, un miedo morboso de histérico sediento ... ¡Miedo de la sombra, de la noche, de los vagos rumores que llegaban del campamento, de sus pensamientos, de su conciencia, de su mismo ser ... ! ¡Miedo de todo! Era un principio de demencia en su organismo débil, un pavor invencible, algo como el delirium tremens.

Fue una hora de angustia moral y de horrible congoja. Al fin la fatiga le anonadó; durmió unos minutos, no obstante el peligro. Le despertó un tenue rumor de voces a su lado. Era el teniente y el cabo de cuarto que hablaban vivamente.

- Pero ... ¿estás seguro? porque, creo que el miedo que tienes es más que otra cosa.

- No, mi teniente, ponga usted cuidado ... ¿No oye usted?

El teniente calló, tendiendo el oído para distinguir los lejanos rumores, y sin duda oyó algo porque, con voz alterada, dijo a Miguel:

- Mire Mercado, váyase con el cabo, allí junto a aquel centinela, a ver si distingue bultos ... ya sabe; mucho cuidado, nada de quién vive, sino que hacerle fuego al momento.

El oficial siguió al cabo, tropezando con las piedras, sin ver delante de si más que las vagas sombras de los árboles y de las rocas. Cerca del centinela, trató de explorar con la vista el monte, y contuvo el aliento para escuchar mejor. Con íntimo espanto creyó oír rumores confusos como de pasos y voces.

Cerca de diez minutos permaneció allí, inmóvil, con los ojos fijos en las tinieblas, temblando a medida que aquel vago ruido aumentaba y se precisaba.

Y no le cupo duda, se acercaba gente, es decir, el enemigo ...

Fue a dar parte, y su jefe inmediatamente despertó a los soldados que dormían, les mandó cargar las armas formándoles en una fila a través del camino; él se colocó en el flanco derecho y Miguel en el izquierdo, dando orden a los tres centinelas avanzados de que en el momento en que viesen al enemigo, se reuniesen a ellos.

Todos de pie, trémulos, esperando con angustia en medio de la obscuridad el ataque nocturno de aquel adversario audaz, que revestía en esos instantes, a sus ojos, formas titánicas, permanecieron mirando hacia atrás como para reconocer el camino de la retirada.

De pronto se precisó de tal manera el ruido de los que se acercaban, que se reconocieron perfectamente toses, risas y palabras sueltas. ¡Aquello era inaudito! ¡Ni siquiera el honor les hacían de guardar silencio al aproximárseles! ¡Tan seguros estaban de su triunfo que se acercaban riendo y charlando como si fueran a un paseo!

- ¡Apunten, apunten con cuidado! ¡Allí vienen, allí vienen! -exclamó a la sordina el teniente.

Todos apuntaron sin ver nada, nerviosísimos e inquietos ... Algunas sombras aparecieron en la parte baja del camino ... El teniente gritó:

- ¡Fuego! -y el pelotón hizo fuego, oyéndose terriblemente en el inmenso silencio de la noche el dilatado y repercutido trueno de una descarga cerrada.

Inmediatamente levantóse un vocerío espantoso en los que venían, cuya masa retrocedió.

- ¡No tiren ... no tiren! ¡Somos de Guaymas! ¡Del coronel Torres! -gritaron ...

- ¡Avance el coronel Torres o volvemos a hacer fuego! -clamó el teniente.

- Señor, viene a retaguardia de la columna -dijo una voz.

En aquel momento se oyó el toque consolador de atención, parte y rancho, la contraseña de aquella columna. Y ya se dejó avanzar a los recién llegados.

Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha