Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXII

LA TRISTÍSIMA RETRETA

Sentada en un cajón forrado de cuero, meditaba Julia, abrumada por la fatiga de una larga y dura jornada por el recio camino de la sierra.

Más demacrada y pálida que nunca se alargaba su faz morena, sus hermosos ojos negros reflejaban los rojizos esplandores de la chimenea; tenía las manos caídas en pleno abandono y la boca contraída por un gesto de abatimiento total. Mariana dormitaba acurrucada en un rincón sobre una piel de venado, en tanto que las otras cuatro mujeres, las tres de los Chávez y la hija de Cruz, sentadas dos en cada cama, intentaban contener los sollozos que les arrancaba secreta angustia.

Había un silencio profundo, ese silencio enorme que precede a las grandes catástrofes y que prepara el desenlace de tantas tragedias. Ni siquiera los perros ladraban, habiendo cesado ya todo movimiento nocturno. Paz de tumba.

- Tú estás cansada, hija, acuéstate -dijo a Julia la mujer de Cruz, compadecida del dolor que la pobre manifestaba; pero contestó vivamente:

- No, señora, tenemos que velar, así lo quiere el Señor -y después de largo suspiro, añadió:

- Tengo mucho que rezar a la Virgen -y sus ojos preñados de lágrimas se dirigieron al cielo, como demandando misericordia. Y de nuevo el silencio volvió a pesar fatídicamente sobre tanta amargura, cual una losa de hielo negro.

De pronto, llegó de afuera un áspero murmullo, ladridos feroces y vagos rumores mezclados con detonaciones que prolongó el eco de las montañas. Luego, todo cesó y, pasados algunos minutos, llamaron a la puerta.

Julia abrió, por hábito de servidumbre, entrando un hombre envuelto en un gran cobertor rojo.

- ¡El Poder de Dios nos valga! ¿Está Cruz? -preguntó descobijándose y descubriendo su carabina cuyo pulido cañón centelló a los reflejos de la chimenea.

Entonces Cruz, sereno, asomó a su puerta, y con voz firme dijo al recién llegado:

- Entra, Pablo -y éste pasó tras él al oratorio.

Era Pablo Calderón, que venía de Pinos Altos, donde se hallaba en observación de un destacamento del Undécimo que guárnecía ese punto, cerca de la frontera de Sonora. Traía terribles noticias.

De aquel Estado venía una fuerte columna de más de quinientos hombres al mando del coronel Torres; llevaba más de doscientos hombres de Guaymas y Navojoa y muchos terribles indios de la Sierra Tarahumara, y de las tribus ópatas, muy temibles por su arrojo y astucia; una sección del Duodécimo Batallón; otra del Vigésimocuarto y el destacamento del Undécimo que guarnecía el Mineral de Pinos Altos, y que se le incorporó.

Debían atacar el pueblo de Tomochic a las siete de la mañana del día veinte de octubre, bajando por el camino de Pinos Altos.

Pero lo más alarmante era que San José había sido hecho prisionero, y fusilado, acaso, en aquellos mismos instantes. Después que Pablo hubo enterado de todo a Cruz, éste le ordenó que de tales noticias guardase un absoluto silencio.

Y sin inmutarse, pues ya sabía la primera parte de las nuevas, aunque no que el coronel Torres atacase el mismo día, comprendiendo ya que el asalto sería simultáneo, cambió sus disposiciones, y él mismo, fajándose una canana y tomando su carabina, seguido de Calderón, a pasos de lobo, se encaminó por las veredas sinuosas del valle, rumbo al camposanto en el extremo del pueblo, despertando los perros de las casas, cuyos ladridos se multiplicaron a lo lejos sobre el silencio de la noche, repercutiendo tristísimamente en la concavidad lejana de los peñascales.

Ordenó a su hermano Manuel y a Jesús Medrano que con sus dos guerrillas ocupasen los núcleos de las casas próximas al río -poco ancho y nada profundo en aquella época- que pasa al oeste de Tomochic. Así se hizo, quedando al pie del Cerro del Cordón de Lino sólo una guerrilla.

Las otras dos permanecieron tras el río, cuyo paso debían defender de las fuerzas que venían por el lado del oeste, al mando de Torres.

Al rayar el alba extendiéronse las dos guerrillas a lo largo de la margen, ocultas entre las milpas secas, hasta cubrir todo el frente de los cerros del norte y noroeste.

A retaguardia, Cruz, con la primera guerrilla, permaneció de reserva, dependiendo su actitud de las circunstancias en que se presentara el combate.

En tanto, los hombres acampados en el cementerio se desplegaron al pie del Cerro del Cordón de Lino mientras Pedro Chaparro disponía, también en tiradores los suyos tendidos al pie del Cerro de la Cueva, a derecha e izquierda, dispuesto a dar frente por su derecha al general Rangel o por su izquierda al coronel Torres, a quienes batiría de flanco.

A las seis de la mañana empezáronse a distinguir algunos hombres de las columnas que venían de Pinos Altos y ocupaban los cordones de los cerros occidentales. Después se detuvieron y esperaron, sin duda, la señal de las columnas que venían de Guerrero, por el oriente.

Pero éstas no llegaban aún y en vano se repetía por el corneta de órdenes del coronel Torres la contraseña atención, parte y rancho sin obtener al otro extremo del valle más respuesta que el mismo toque contestado y multiplicado inmediatamente por los ecos, como una inmensa mofa.

Cruz comprendió al instante todas las ventajas que podía sacar de aquella situación si se provocaba de cualquier manera el combate en el propio momento. Así es que recorrió la dilatada línea de sus tiradores extendidos tras el río, en las milpas y tras una gran loma. Les hizo avanzar, ordenándoles que con el alza a 600 metros, apuntasen a los cordones ocupados por el enemigo, haciendo fuego con mucha calma para obligarles a bajar, aniquilándoles en aquellos terrenos accidentados y cubiertos de sembrados y rastrojos, o al pasar el río.

Principió un lento tiroteo, y media hora después, las columnas del Estado de Sonora, ya casi en la falda, contestaban a los fuegos de los tomoches. Al frente, en la falda del Cerro de la Cruz, los bravos pimas de Sonora, armados de Remingtons, apenas se podían contener, escuchando los gritos con que los tomochitecos los desafiaban enviándoles de paso algunas descargas.

Aquellos indios de Sonora, acostumbrados a la vida de la sierra, a la caza y a las interminables correrías entre sus pedregales, son terribles. Altos, fornidos y audaces, vestidos con blusas y pantalones azules y zapatones amarillos, se enardecían, dando también feroces gritos, haciendo fuego tras las rocas y los árboles. Los de Tomochic, comprendiendo que eran los más temibles de sus enemigos, dignos adversarios suyos, los excitaban a bajar y a trabar el combate en el llano, gritándoles:

- ¡Bajen esos pimas! ¡Bajen esos valientes de Sonora! ¡Aquí estamos, aquí los esperamos! ¡Viva el Poder de Dios! ¡Muera el Gobierno ... ! ¡Muera Lucifer!

Sin embargo, Cruz había impuesto órdenes severísimas, bien justificadas por cierto, de no llevar aún un ataque a fondo sobre el pueblo hasta que contestasen las fuerzas de Chihuahua, que, con gran desesperación del coronel Torres, que había sido puntual, no llegaban.

Pero el destacamento del Undécimo que mandaba el capitán Castro y donde iba precisamente el mismo sargento Zavala -quien con aquel capitán había derrotado hacía un año a los montañeses irresolutos y aun débiles, hubo de iniciar sobre la izquierda el combate, atacando muy de cerca y ferozmente a los serranos. Los federales contestaron los gritos de reto haciendo fuego, animados un tanto con los clamores de:

- ¡Viva el Supremo Gobierno! ¡Viva el Undécimo Batallón!

Por fin, se escuchó ya en la tregua de las primeras descargas la ansiada contraseña que del otro lado de los cerros débilmente repetía el toque de atención, parte y diana. A paso veloz y por tramos fueron avanzando las columnas de las secciones del Vigésimocuarto, pimas y Undécimo, en tanto que las secciones del Duodécimo subían el Cerro de la Medrano que con su alta cima domina perfectamente el valle, tanto como el de la Cueva.

Los tomochitecos, dispersos y agazapados, se retiraron con lentitud táctica haciendo un fuego vivo y certero que contenía a los asaltantes a buena distancia. Sólo aquellos famosos indios de Sonora adelantaban audazmente, ansiosos por combatir contra tan terrible enemigo. Pero era desventajosísima la posición de aquéllos, quienes, a descubierto en lo alto de lomas peladas eran cazados desde la torre de la iglesia, por los tiradores ocultos en las milpas, o por los tomoches que en el valle retrocedían por táctica, para anonadar al adversario ante las primeras casas.

Una vez en ellas, disparando por las claraboyas practicadas en las paredes, los de Tomochic contuvieron a los asaltantes, quienes después de pasar el río, viendo mayor peligro en volver la espalda que en arrojarse a vanguardia con ímpetu, jadeantes, arrodillándose a trechos para hacer fuego y continuando después la carrera, tronchando las cañas y saltando por entre piedras, se estrellaron contra los fuegos certerísimos de las casas convertidas en blockhouses.

Un sargento primero del Undécimo, en el momento en que arrodillado apuntaba a una cabeza que a lo lejos sobresalía de alta roca, cayó, herido de muerte en la frente; y lo extraño fue que en la misma posición quedó en el suelo, con el arma entre las dos manos, en actitud de apuntar, con las cuencas de los ojos vacías, el cañón del fusil salpicado de sesos ...

El combate, generalizado ya en toda la línea, tomó en aquel momento un aspecto de batalla. El humo de la pólvora excitaba; todos gritaban enronquecidos con gritos que dominaban el estruendo de las descargas. Y allá, del Cuartel General del coronel Torres, partió el toque siniestro de media vuelta, y hubo que retroceder tras el heróico ataque.

El capitán segundo Francisco Corona, del Duodécimo Batallón, de bigotes grises de verdadero veterano, tronaba, animando a su tropa, al aproximarse a las casas.

- ¡Adentro, muchachos! ¡Adentro, muchachitos! ¡El que se muere, se muere! ¡No hemos de morir de parto! ¡Viva el coronel Torres ... ! ¡Viva el Duodécimo Batallón!

- ¡Viva el Gran Poder de Dios! ¡Viva la Santísima Trinidad! -contestaban los serranos dentro de sus casuchas, cuyos adobes de un lodo duro como piedra saltaban en pedazos al choque de las balas de los fusiles.

Cruz, seguido de la turba de muchachos que transmitía sus disposiciones, iba y venía, corriendo, agazapándose, gritando, dando órdenes, reanimando a todos y multiplicándose por todas partes.

Al amanecer, sus exploradores le habían advertido que las fuerzas que venían de Chihuahua estaban en marcha, por lo que la guerrilla que estaba al pie del Cerro del Cordón de Lino seguía a la expectativa para atacarlas en cuanto intentasen bajar. Pedro Chaparro en el cerro de la Cueva cerraba el valle, por el Sur. Esperaba también al enemigo para flanquearlo entre el monte.

Entonces fue cuando se replegaron los tomochitecos que combatían contra las fuerzas de Sonora, y fue cuando, tras las paredes de sus casas, continuaron disparando y haciendo estragos en las filas enemigas. Los apostados en lo alto de la torre no erraban tiro alguno; era una cacería tranquila y espantosa al grado de escoger las víctimas, serenamente, tras de los gruesos muros.

La sección del Duodécimo Batallón que intentó llegar hasta el templo convertido en fortaleza fue dispersada, diezmada. Los pimas, más cautos, avanzaban a saltos de venado, trabando luchas terribles, cuerpo a cuerpo, al caer sobre algún tomochiteco, rugiendo salvajes alaridos de apache entre el estruendo fragoroso de las descargas crepitantes que se multiplicaban más y más por todo el occidente del valle.

El coronel Torres, en la falda del Cerro de la Cruz, observaba con su anteojo de campaña el desastroso combate, trémulo de cólera, exasperado ante el hábil y épico prodigio de la resistencia de Tomochic. Todo había concluido. Mandó repetir el toque de media vuelta y empezó una lamentable retirada, más peligrosa y más cara que el mismo ataque.

Se dejó una huella de heridos y de cadáveres ... Los veteranos de Sonora volvían la espalda, estupefactos. El capitán primero Luis Téllez cayó muerto; pocos momentos después el capitán Corona era herido en un brazo, y al poco tiempo lo fue en un pie. Un subteniente era hecho prisionero, al mismo tiempo que un cabo que corrió en su auxilio fue atravesado en el pecho por tres balas. El teniente Cota había desaparecido con toda una sección de vanguardia ... Un sargento segundo, llorando de rabia, loco de furor, con el fusil tomado con ambas manos por el cañón, gritaba, sin que nadie le atendiera, temblando su piocha india de escasos pelos plateados:

- ¡Viva el Duodécimo Batallón, viva el coronel Torres, viva el general Rocha, los que estuvimos en la Bufa no corremos, viva el Gobierno!

Una bala le rompió la pierna y cayó de rodillas junto al cadáver de un corneta que tenía cuatro balazos en el pecho y vientre. Dos soldados que volvían corriendo a incorporarse con el resto que repasaba el río bajo una lluvia de plomo, trataron de llevárselo, y entonces él, frenético, dio un culatazo con su fusil en la cabeza de uno de ellos, gritándole enronquecido y ebrio de furor:

- ¡Cobardes! los que estuvimos en la Bufa no corremos ... ¡Viva mi general Ro ... !

En aquel momento y antes de que acabara la palabra, cayó de espaldas, atravesado el cráneo de arriba a abajo por una bala que debió de haber venido de lo alto de la torre.

Entre tanto, el corneta de órdenes del coronel Torres, después de transmitir la retirada, continuaba tocando sin cesar la contraseña convenida: atención, parte y rancho. Al fin se oyó en los cerros del oriente la contestación -atención, parte y diana. El general Rangel llegaba cuando las fuerzas de Sonora se retiraban diezmadas por completo.

A la sazón, de allá venida, de los montes del Cordón de Lino se oía la furiosa detonación del cañón Hotchkiss asestado sobre el pueblo ... Después, en los montes orientales se oyó un vivísimo tiroteo que fue aumentando progresivamente.

Principiaban a batirse allá, en el otro lado del valle, en tanto que acá terminaban, clausurándose el combate con la triste retreta, el toque de la retirada y de la noche, la sonata de la derrota, el requiescat del entusiasmo bélico, toque lúgubre que resuena en las almas de los valientes como un sollozo ... ¡Media vuelta, la tristísima retreta!

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