Índice de Don Juan Tenorio de José ZorrillaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ACTO CUATRO


El diablo a las puertas del cielo

Personajes: Don Juan, doña Inés, don Gonzalo, don Luis, Ciutti, Brígida, Alguaciles 1° y 2°.


(Quinta de don Juan Tenorio, cerca de Sevilla y sobre el Guadalquivir. Balcón en el fondo. Dos puertas a cada lado


ESCENA I

Brígida y Ciutti

Brígida. ¡Qué noche, válgame Dios!

A poderlo calcular,

no me meto yo a servir

a tan fogoso galán.

¡Ay Ciutti! Molida estoy;

no me puedo menear.


Ciutti. Pues ¿qué os duele?


Brígida. Todo el cuerpo

y toda el alma además.


Ciutti. ¡Ya! No estáis acostumbrada

al caballo, es natural.


Brígida. Mil veces pensé caer.

¡Uf! ¡Qué mareo! ¡Qué afán!

Veía yo unos tras otros

ante mis ojos pasar

los árboles como en alas

llevados de un huracán,

tan apriesa y produciéndome

ilusión tan infernal,

que perdiera los sentidos

si tardamos en parar.


Ciutti. Pues de estas cosas veréis,

si en esta casa os quedáis,

lo menos seis por semana.


Brígida. ¡Jesús!


Ciutti. ¿Y esa niña, está

reposando todavía?


Brigida. ¿Y a qué se ha de despertar?


Ciutti. Sí; es mejor que abra los ojos

en los brazos de don Juan.


Brígida. Preciso es que tu amo tenga

algún diablo familiar.


Ciutti. Yo creo que sea él mismo

un diablo en carne mortal,

porque a lo que él, solamente

se arrojara Satanás.


Brígida. ¡Oh! ¡El lance ha sido extremado!


Ciutti. Pero al fin logrado está.


Brígida. ¡Salir así de un convento,

en medio de una ciudad

como Sevilla.


Ciutti. Es empresa

tan sólo para hombre tal;

mas, ¡qué diablos!, ¡si a su lado

la fortuna siempre va,

y encadenado a sus pies

duerme sumiso el azar!


Brígida. Sí, decís bien.


Ciutti. No he visto hombre

de corazón más audaz;

no halla riesgo que le espante,

ni encuentra dificultad

que, al empeñarse en vencer,

le haga un punto vacilar.

A todo osado se arroja;

de todo se ve capaz;

ni mira dónde se mete,

ni lo pregunta jamás.

Allí hay un lance, le dices;

y él dice: Allá va don Juan.

Mas ya tarda, ¡vive Dios!


Brígida. Las doce en la catedral

han dado ha tiempo.


Ciutti. Y de vuelta,

debía a las doce estar.


Brígida. Pero ¿por qué no se vino

con nosotros?


Ciutti. Tiene allá

en la ciudad todavía

cuatro cosas que arreglar.


Brígida. ¿Para el viaje?


Ciutti. Por supuesto;

aunque muy fácil será

que esta noche a los infiernos

le hagan a él mismo viajar.


Brígida. ¡Jesús, qué ideas!


Ciuti. Pues digo:

¿son obras de caridad

en las que nos empleamos

para mejor esperar?

Aunque seguros estamos,

como vuelva por acá.


Brígida. ¿De veras, Ciutti?


Ciutti. Venid

a este balcón y mirad;

¿qué veis?


Brígida. Veo un bergantín

que anclado en el río está.


Ciutti. Pues su patrón sólo aguarda

las órdenes de don Juan,

y salvos en todo caso

a Italia nos llevará.


Brígida. ¿Cierto?


Ciutti. Y nada receléis

por nuestra seguridad,

que es el barco más velero

que boga sobre la mar.


Brígida. ¡Chist! Ya siento a doña Inés ...


Ciutti. Pues yo me voy, que don Juan

encargó que sola vos

debíais con ella hablar.


Brígida. Y encargó bien que yo entiendo

de esto.


Ciutti. Adiós, pues.


Brígida. Vete en paz.



ESCENA II

Doña Inés y Brígida

Doña Inés. ¡Dios mío, cuanto he soñado!

¡Loca estoy! ¿Qué hora será?

Pero, ¡qué es esto, ay de mí!

No recuerdo que jamás

haya visto este aposento.

¿Quién me trajo aquí?


Brígida.- Don Juan.


Doña Inés. Siempre don Juan ... pero dí,

¿aquí tú también estás,

Brigida?


Brígida. Sí, doña Inés.


Doña Inés. Pero, dime, en caridad,

¿dónde estamos? ¿Este cuarto

es del convento?


Brígida. No tal,

aquello era un cuchitril,

en donde no había más

que miseria.


Doña Inés. Pero, en fin,

¿en dónde estamos?


Brígida. Mirad,

mirad por este balcón,

y alcanzaréis lo que va

desde un convento de monjas

a una quinta de don Juan.


Doña Inés. ¿Es de don Juan esta quinta?


Brígida. Y creo que vuestra ya.


Doña Inés. Pero no comprendo, Brígida,

lo que dices.


Brígida. Escuchad.

Estabais en el convento

leyendo con mucho afán

una carta de don Juan,

cuando estalló en un momento

un incendio formidable.


Doña Inés. ¡Jesús!


Brígida. Espantoso, inmenso;

el humo era ya tan denso,

que el aire se hizo palpable.


Doña Inés. Pues no recuerdo ...


Brígida. Las dos,

con la carta entretenidas,

olvidamos nuestras vidas,

yo oyendo, y leyendo vos.

Y estaba en verdad tan tierna,

que entreambas a su lectura

achacamos la tortura

que sentíamos interna.

Apenas ya respirar

podíamos, y las llamas

prendían en nuestras camas;

nos íbamos a asfixiar,

cuando don Juan, que os adora,

y que rondaba el convento,

al ver crecer con el viento

la llama devastadora,

con inaudito valor,

viendo que íbais a abrasaros,

se metió para salvaros

por donde pudo mejor.

Vos, al verle así asaltar

la celda tan de improviso,

os desmayásteis ... preciso,

la cosa era de esperar.

Y él, cuando os vio caer así,

en sus brazos os tomó

y echó a huir; yo le seguí,

y del fuego nos sacó.

¿Dónde íbamos a esta hora?

Vos seguiais desmayada;

yo estaba casi ahogada.

Dijo, pues: Hasta la aurora

en mi casa la tendré.

Y henos, doña Inés, aquí.


Doña Inés. ¿Conque ésta es su casa?


Brígida. Sí.


Doña Inés. Pues nada recuerdo a fe.

Pero ... ¡en su casa! ... ¡Oh, al punto

salgamos de ella! ... Yo tengo

la de mi padre.


Brígida. Convengo

con vos; pero es el asunto ...


Doña Inés. ¿Qué?


Brígida. Que no podemos ir.


Doña Inés. Oír tal me maravilla.


Brígida. Nos aparta de Sevilla.


Doña Inés. ¿Quién?


Brígida. Vedlo, el Guadalquivir.


Doña Inés. ¿No estamos en la ciudad?


Brígida. A una legua nos hallamos

de sus murallas.


Doña Inés. ¡Oh! ¡Estamos

perdidas!


Brígida. ¡No sé, en verdad

por qué!


Doña Inés. Me estáis confundiendo,

Brígida ... y no sé qué redes

son las que entre estas paredes

temo que me estáis tendiendo.

Nunca el claustro abandoné,

no sé del mundo exterior

los usos; mas tengo honor;

noble soy, Brígida, y sé

que la casa de don Juan

no es buen sitio para mí;

me lo está diciendo aquí

no sé qué escondido afán.

Ven, huyamos.


Brígida. Doña Inés,

la existencia os ha salvado


Doña Inés. Sí, pero me ha envenenado

el corazón.


Brígida. ¿Le amáis, pues?


Doña Inés. No sé ... mas, por compasión,

huyamos pronto de ese hombre,

tras de cuyo solo nombre

se me escapa el corazón.

¡Ah! Tu me diste un papel,

de manos de ese hombre escrito,

y algún encanto maldito

me diste encerrado en él.

Una sola vez le ví

por entre una celosias,

y que estaba, me decías,

en aquel sitio por mí.

Tí, Brígida, a todas horas,

me venías de él a hablar,

haciéndome recordar

sus gracias facinadoras.

Tú me dijiste que estaba

para uno destinado

por mi padre, y me has jurado

en su nombre que me amaba.

¿Que le amo dices? ... Pues bien,

si esto es amar, sí, le amo;

pero yo sé que me infamo

con esta pasión también.

Y si el débil corazón

se me va tras de don Juan,

tirándome de él están

mi honor y mi obligación.

Vamos, pues; vamos de aquí,

primero que ese hombre venga,

pues fuerza acaso no tenga

si le veo junto a mí.

Vamos, Brígida.


Brígida. Esperad.

¿No oís?


Doña Inés. ¿Qué?


Brígida. Ruido de remos.


Doña Inés. Si, dices bien, volveremos

en un bote a la ciudad.


Brígida. Mirad, mirad, doña Inés.


Doña Inés. Acaba ... por Dios; partamos.


Brígida. Ya, imposible que salgamos.


Doña Inés. ¿Por qué razón?


Brígida. Porque él es

quien ese barquichuelo

se adelanta por el río.


Doña Inés. ¡Ay! ¡Dadme fuerzas, Dios mío!


Brígida. Ya llegó; ya está en el suelo.

Sus gentes nos volverán

a casa; más antes de irnos,

es preciso despedirnos

a lo menos de don Juan.


Doña Inés. Sea, y vamos al instante.

No quiero volverle a ver.


Brígida. (Aparte).

Los ojos te hará volver

al encontrarte delante.

Vamos.


Doña Inés. Vamos.


Ciutti. (Dentro). Aquí están.


Don Juan. (Dentro).

Alumbra.


Brígida. ¡Nos busca!


Doña Inés. Él es.



ESCENA III

Dichos y don Juan

Don Juan. ¿Adónde vais, doña Inés (23)?


Doña Inés. Dejadme salir, don Juan.


Don Juan. ¿Que os deje salir?


Brígida. Señor,

sabiendo ya el accidente

del fuego, estará impaciente

por su hija el Comendador.


Don Juan. ¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado

por don Gonzalo, que ya

dormir tranquilo le hará

el mensaje que le he enviado.


Doña Inés. ¿Le habéis dicho ...?


Don Juan. Que os hallabais

bajo mi amparo segura,

y el aura del campo pura

libre por bien respirabais.

(Vase Brígida).

Cálmate, pues, vida mía;

reposa aquí, y un momento

olvida de tu convento

la triste carcel sombría.

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Esta aura que vaga, llena

de los sencillos olores

de las campesinas flores

que brota esa orilla amena;

esa agua limpia y serena

que atraviesa sin temor

la barca del pescador

que espera cantando el día,

¿no es cierto, paloma mía,

que están respirando amor?

Esa armonía que el viento

recoge entre esos millares

de floridos olivares,

que agita con manso aliento;

ese dulcísimo acento

con que trina el ruiseñor,

de sus copas morador,

llamando al cercano día,

¿no es verdad gacela mía,

que están respirando amor?

Y estas palabras que están

filtrando insensiblemente

tu corazón, ya pendiente

de los labios de don Juan,

y cuyas ideas van

inflamando en su interior

un fuego germinador

no encendido todavía,

¿no es verdad, estrella mía,

que están respirando amor?

Y esas dos líquidas perlas

que se desprenden tranquilas

de tus radiantes pupilas

convidándome a beberlas,

evaporarse a no verlas

de sí mismas al calor;

y ese encendido color

que en tu semblante no había,

¿no es verdad, hermosa mía,

que están respirando amor?

¡Oh! Sí, bellísima Inés,

espejo y luz de mis ojos;

escuchadme sin enojos

como lo haces, amor es;

mira aquí a tus plantas, pues,

todo el altivo rigor

de este corazón traidor

que rendirse no creía,

adorando, vida mía,

la esclavitud de tu amor.


Doña Inés. Callad, ¡por Dios!, ¡oh!, don Juan,

que no podré resistir

mucho tiempo, sin morir,

tan nunca sentido afán.

¡Ah! Callad, por compasión;

que, oyéndoos, me parece

que mi cerebro enloquece

y se arde mi corazón.

¡Ah! Me habéis dado a beber

un filtro infernal, sin duda,

que a rendiros os ayuda

la virtud de la mujer.

Tal vez poseéis, don Juan,

un misterioso amuleto,

que a vos me atrae en secreto

como irresistible imán.

Tal vez Satán puso en vos

su vista fascinadora,

su palabra seductora

y el amor que negó a Dios.

¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,

sino caer en vuestros brazos,

si el corazón en pedazos

me vais robando de aquí?

No, don Juan; en poder mío

resistirte no está ya;

yo voy a tí, como va

sorbido al mar ese río.

Tu presencia me enajena,

tus palabras me alucinan,

y tus ojos me fascinan,

y tu aliento me envenena.

¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro

de tu hidalga compasión:

o arráncame el corazón,

o ámame, porque te adoro.


Don Juan. ¡Alma mía! Esa palabra

cambia de modo mi ser,

que alcanzo que puede hacer

hasta que el Edén se me abra.

No es doña Inés, Satanás

quien pone este amor en mí;

es Dios, que quiere por ti

ganarme para Él quizá.

No; el amor que hoy te atesora

en mi corazón mortal,

no es un amor terrenal

como el que sentí hasta ahora;

no es esa chispa fugaz

que cualquier ráfaga apaga;

es incendio que se traga

cuanto ve, inmenso, voraz.

Desecha, pues, tu inquietud,

bellísima doña Inés,

porque me siento a tus pies

capaz aun de la virtud.

Sí; iré mi orgullo a postrar

ante el buen Comendador,

y o habrá de darme tu amor,

o me tendrá que matar.


Doña Inés. ¡Don Juan de mi corazón!


Don Juan. ¡Silencio! ¿Habéis escuchado?


Doña Inés. ¿Qué?


Don Juan. Sí; una barca ha atracado

debajo de este balcón.

Un hombre embozado de ella

salta ... Brígida, al momento

(Entra Brígida)

pasad a otro aposento,

y perdonad, Ines bella,

si sólo me importa estar.


Doña Inés. ¿Tardarás?


Don Juan. Poco ha de ser.


Doña Inés. A mi padre hemos de ver.


Don Juan. Sí, en cuanto empiece a clarear.

Adiós.



ESCENA IV

Don Juan y Ciutti

Ciutti, Señor.


Don Juan. ¿Qué sucede,

Ciutti?


Ciutti. Ahí está un embozado,

en veros muy empeñado.


Don Juan. ¿Quién es?


Ciutti. Dice que no puede

descubrirse más que a vos,

y que es cosa de tal priesa,

que en ella se os interesa

la vida a entreambos a dos.


Don Juan. ¿Y en él no has reconocido

marca ni señal alguna

que nos oriente?


Ciutti. Ninguna;

mas a veros decidido

viene.


Don Juan. ¿Trae gente?


Ciutti. No más

que los remeros del bote.


Don Juan. Que entre.



ESCENA V

Don Juan, luego Ciutti y don Luis, embozado

Don Juan. ¡Jugamos a escote

la vida! ... Más si es quizá

un traidor que hasta mi quinta

me viene siguiendo el paso ...

Hálleme, pues, por si acaso,

con las armas en la cinta.

(Se ciñe la espada y suspende al cinto un par de pistolas, que habrá colocado sobre la mesa a su salida en la escena tercera. Al momento sale Ciutti, conduciendo a don Luis, que, embozado hasta los ojos, espera a que se queden solos. Don Juan hace a Ciutti una seña para que se retire. Lo hace).



ESCENA VI

Don Juan y don Luis

Don Juan. (Aparte).

Buen talante. Bien venido,

caballero.


Don Luis. Bien hallado

señor mío.


Don Juan. Sin cuidado

hablad.


Don Luis. Jamás lo he tenido.


Don Juan. Decid, pues; ¿a qué venís

a esta hora y con tal afán?


Don Luis. Vengo a mataros, don Juan.


Don Juan. Según eso, ¿sois don Luis?


Don Luis. No os engaño el corazón,

y el tiempo no malgastemos,

don Juan; los dos no cabemos

ya en la tierra.


Don Juan. En conclusión,

señor Mejía: ¿es decir,

que, porque os gané la apuesta,

queréis que acabe la fiesta

con salirnos a batir?


Don Luis. Estáis puesto en la razón;

la vida apostado habemos,

y es fuerza que nos paguemos.


Don Juan. Soy de la misma opinión.

Mas ved que os debo advertir

que sois vos quien la ha perdido.


Don Luis. Pues por eso os la he traído,

mas no creo que morir

deba nunca un caballero

que lleva en el cinto espada

como una res destinada

por su dueño al matadero.


Don Juan. Ni yo creo que resquicio

habréis jamás encontrado

por donde me hayáis tomado

por un cortador de oficio.


Don Luis. De ningún modo; y ya veis

que, pues os vengo a buscar,

mucho en vos debo fiar.


Don Juan. No más de lo que podéis.

Y por mostraros mejor

mi generosa hidalguía,

decid si aun puedo, Mejía,

satisfacer vuestro honor.

Leal la apuesta gané;

mas si tanto os ha escocido,

mirad si halláis conocido

remedio, y le aplicaré.


Don Luis. No hay más que el que os he propuesto,

don Juan, me habéis maniatado

y habéis la casa asaltado

usurpándome mi puesto;

y pues el mío tomasteis

para triunfar de doña Ana,

no sois vos, don Juan, quien gana,

porque por otro jugasteis.


Don Juan. Ardides del juego son.


Don Luis. Pues no os lo quiero pasar,

y por ellos a jugar

vamos ahora el corazón.


Don Juan. ¿Le arriesgáis, pues, en revancha

de doña Ana de Pantoja?


Don Luis. Sí, y lo que tardo me enoja

en lavar tan fea mancha.

Don Juan, yo la amaba, sí;

mas con lo que habéis osado,

imposible la hais (24) dejado

para vos y para mí.


Don Juan. ¿Por qué la apostasteis, pues?


Don Luis. Porque no pude pensar

que la pudierais lograr.

Y ... vamos, por San Andrés,

a reñir, que me impaciento.


Don Juan. Bajemos a la ribera.


Don Luis. Aquí mismo.


Don Juan. Necio fuera;

¿no veis que en este aposento

prendieran al vencedor?

Vos traéis una barquilla.


Don Luis. Sí.


Don Juan. Pues que lleve a Sevilla

al que quede.


Don Luis. Eso es mejor;

salgamos, pues.


Don Juan. Esperad.


Don Luis. ¿Qué sucede?


Don Juan. Ruido siento.


Don Luis. Pues no perdamos momento.



ESCENA VII

Don Juan, don Luis y Ciutti

Ciutti. Señor, la vida salvad.


Don Juan. ¿Qué hay, pues?


Ciutti. El Comendador,

que llega con gente armada.


Don Juan. Déjale franca la entrada,

pero a él solo.


Ciutti. Mas señor ...


Don Juan. Obedéceme. (Vase Ciutti).



ESCENA VIII

Don Juan y don Luis

Don Juan. Don Luis,

pues de mí os habéis fiado,

como dejáis demostrado

cuando a mi casa venís,

no dudaré en suplicaros,

pues mi valor conocéis,

que un instante me aguardéis.


Don Luis. Yo nunca puse reparos

en valor que es tan notorio;

mas no me fío de vos.


Don Juan. Ved que las partes son dos

de la apuesta con Tenorio,

y que ganadas están.


Don Luis. ¡lograsteis a un tiempo ...!


Don Juan. Sí,

la del convento está aquí;

y pues viene de don Juan

a reclamarla quien puede,

cuando me podeis matar

no debo asunto dejar

tras mí que pendiente quede.


Don Luis. Pero mirad que meter

quien puede el lance impedir

entre los dos, puede ser ...


Don Juan. ¿Qué?


Don Luis. Excusaros de reñir.


Don Juan. ¡Miserable! ... De don Juan

podéis dudar sólo vos;

mas aquí entrad, vive Dios,

y no tengáis tanto afán

por vengaros, que este asunto

arreglado con ese hombre,

don Luis, yo os juro a mi nombre

que nos batimos al punto.


Don Luis. Pero ...


Don Juan. ¡Con una legión

de diablos! Entrad aquí,

que harta nobleza es en mi

aun daros satisfacción.

Desde ahí ved y escuchad;

franca tenéis esa puerta;

si veis mi conducta incierta,

como os acomode obrad.


Don Luis. Me avengo, si muy reacio

no andáis.


Don Juan. Calculadlo vos

a placer; mas, vive Dios,

que para todo hay espacio.

(Entra don Luis en el cuarto que don Juan señala).

Ya suben. (Don Juan escucha).


Don Gonzalo. (Dentro). ¿Dónde está?


Don Juan. El es.



ESCENA IX

Don Juan y don Gonzalo

Don Gonzalo. ¿Adónde está ese traidor?


Don Juan. Aquí está, Comendador.


Don Gonzalo. ¿De rodillas?


Don Juan. Y a tus pies.


Don Gonzalo. Vil eres hasta en tus crímenes.


Don Juan. Anciano, la lengua ten,

y escúchame un solo instante.


Don Gonzalo. ¿Qué puede en tu lengua haber

que borre lo que tu mano

escribió en este papel?

¡Ir a sorprender, infame,

la cándida sencillez

de quien no pudo el veneno

de esas letras precaver!

¡Derramar en su alma virgen

traidoramente la hiel

en que rebosa la tuya,

seca la virtud y fe!

¡Proponerse así enlodar

de mis timbres la alta prez,

como si fuera un harapo

que desecha un mercader!

¿Ese es el valor, Tenorio,

de que blasonas? ¿Esa es

la proverbial osadía

que te da al vulgo a temer?

¿Con viejos y con doncellas

las muestras? ... ¿Y para qué?

¡Vive Dios! Para venir

sus plantas así a lamer,

mostrándote a un tiempo ajeno

de valor y de honradez.


Don Juan. ¡Comendador!


Don Gonzalo. ¡Miserable!

Tú has robado a mi hija Inés

de su convento, y yo vengo

por tu vida o por mi bien.


Don Juan. Jamás delante de un hombre

mi alta cerviz incliné,

ni he suplicado jamás

no a mi padre, ni a mi rey.

Y pues conservo a tus plantas

la postura en que me ves,

considera, don Gonzalo,

que razón debo tener.


Don Gonzalo. Lo que tienes es pavor

de mi justicia.


Don Juan. ¡Pardiez!

Óyeme, Comendador,

o tenerme no sabré,

y seré quien siempre he sido,

no queriéndolo ahora ser.


Don Gonzalo. ¡Vive Dios!


Don Juan. Comendador,

yo idolatro a doña Inés.

persuadido de que el cielo

me la quiso conceder

para enderezar mis pasos

por el sendero del bien.

No amé la hermosura en ella,

ni sus gracias adoré;

lo que adoro es la virtud,

don Gonzalo en doña Inés.

Lo que justicias ni obispos

no pudieron de mi hacer

con cárceles y sermones,

lo pudo su candidez.

Su amor me torna en otro hombre,

regenerando mi ser,

y ella puede hacer un ángel

de quien un demonio fue.

Escucha, pues, don Gonzalo,

lo que te puede ofrecer

el audaz don Juan Tenorio

de rodillas a tus pies.

Yo seré esclavo de tu hija;

en tu casa viviré;

tú gobernarás mi hacienda

diciéndome esto ha de ser.

El tiempo que señalares,

en reclusion estaré;

cuantas pruebas exigieres

de mi audacia o mi altivez,

del modo que me ordenares,

con sumisión te daré.

Y cuando estime tu juicio

que la pueda merecer,

yo le daré un buen esposo,

y ella me dará el Edén.


Don Gonzalo. Basta, don Juan, no sé cómo

me he podido contener,

oyendo tan torpes pruebas

de tu infame avilantez.

Don Juan, tú eres un cobarde

cuando en la ocasión te ves,

y no hay bajeza a que no oses

como te saque con bien.


Don Juan. ¡Don Gonzalo!


Don Gonzalo. Y me avergüenzo

de mirarte así a mis pies,

lo que apostabas por fuerza

suplicando por merced.


Don Juan. Todo así se satisface,

don Gonzalo, de una vez.


Don Gonzalo. ¡Nunca! ¡Nunca! ¿Tú su esposo?

Primero la mataré.

Ea, entregádmela al punto,

o, sin poderme valer,

en esa postura vil

el pecho te cruzaré.


Don Juan. Míralo bien, don Gonzalo,

que vas a hacerme perder

con ella hasta la esperanza

de mi salvación tal vez.


Don Gonzalo. ¿Y qué tengo yo, don Juan,

con tu salvación que ver?


Don Juan. ¡Comendador, que me pierdes!


Don Gonzalo. ¡Mi hija!


Don Juan. Considera bien

que por cuantos medios pude

te quise satisfacer,

y que con armas al cinto

tus denuestos toleré,

proponiéndote la paz

de rodillas a tus pies.



ESCENA X

Dichos y don Luis, soltando una carcajada de burla

Don Luis. Muy bien, don Juan.


Don Juan. ¡Vive Dios!


Don Gonzalo. ¿Quién es ese hombre?


Don Luis. Un testigo

de su miedo, y un amigo,

Comendador, para vos.


Don Juan. ¡Don Luis!


Don Luis. Ya he visto bastante,

don Juan, para conocer

cuál uso puedes hacer

de tu valor arrogante;

y quien hiere por detrás

y se humilla en la ocasión,

es tan vil como el ladrón

que roba y huye.


Don Juan. ¿Esto más?


Don Luis. Y pues la ira soberana

de Dios junta, como ves,

al padre de doña Inés

y al vengador de doña Ana,

mira el fin que aquí te espera

cuando a igual tiempo te alcanza

aquí dentro su venganza

y la justicia allá fuera.


Don Gonzalo. ¡Oh! Ahora comprendo ... ¿Sois vos

el que ...?


Don Luis. Soy don Luis Mejía,

a quien a tiempo os envía

por vuestra venganza Dios.


Don Juan. ¡Basta, pues, de tal suplicio!

Si con hacienda y honor

ni os muestro ni doy valor

a mi franco sacrificio,

y la leal solicitud,

conque ofrezco cuanto puedo

tomáis, vive Dios, por miedo

y os mofais de mi virtud,

os acepto el que me dais

plazo breve y perentorio,

para mostrarme el Tenorio

de cuyo valor dudais.


Don Luis. Sea, y cae a nuestros pies

digno al menos de esa fama,

que por tan bravo te aclama ...


Don Juan. Y venza el infierno, pues.

Ulloa, pues mi alma así

vuelves a hundir en el vicio

cuando Dios, me llame a juicio,

tú responderás por mí.

(Le da un pistoletazo).


Don Gonzalo. (Cayendo).

¡Asesino!


Don Juan. Y tú, insensato,

que me llamas vil ladrón,

dí una prueba de tu razón

que cara a cara te mato.

(Riñen, y le da una estocada).


Don Luis. (Cayendo).

¡Jesús!


Don Juan. Tarde tu fe ciega

acude al cielo, Mejía,

y no fue por culpa mía,

pero la justicia llega,

y a fe que ha de ser quien soy.


Ciutti. (Dentro).

¡Don Juan!


Don Juan. (Asomándose al balcón).

¿Quién es?


Ciutti. (Dentro). Por aquí,

salvaos.


Don Juan. ¿Hay paso?


Ciutti. Si.


Don Juan. Allá voy.

Llamé al cielo, y no me oyó;

y pues sus puertas me cierra,

de mis pasos en la tierra

responda el cielo, no yo.


(Se arroja por el balcón, y se le oye caer en el agua del río, al mismo tiempo que el ruido de los remos muestra la rapidez del barco en que parte, se oyen golpes en las puertas de la habitación; poco después entra la justicia, soldados, etc.).



ESCENA XI

Alguaciles, soldados, Diego, doña Inés y Brígida

Alguacil 1°. El tiro ha sonado aquí.


Alguacil 2°. Aun hay humo.


Alguacil 1°. ¡Santo Dios!

Aquí hay un cadáver.


Alguacil 2°. Dos.


Alguacil 1°. ¿Y el matador?


Alguacil 2°. Por allí.


(Abren el cuarto en que están doña Inés y Brígida, y las sacan a la escena. Doña Inés reconoce el cadáver de su padre).


Alguacil 1°. ¡Dos mujeres!


Doña Inés. ¡Ah! ¡Qué horror!

¡Padre mío!


Alguacil 1°. ¡Es su hija!


Brígida. Sí.


Doña Inés. ¡Ay! ¿Do estás, don Juan, que aquí

me olvidas en tal dolor?


Alguacil 1°. Él le asesinó.


Doña Inés. ¡Dios mío!

¿Me guardabas esto más?


Alguacil 2°. Por aquí ese Satanás

se arrojo sin duda al río.


Alguacil 1°. Miradlos ... A bordo están

del bergantín calabrés.


Todos. Justicia por doña Inés.


Doña Inés. Pero no contra don Juan.


(Esta escena puede suprimirse en la representación, terminando el acto con el último verso de la anterior)



FIN DEL ACTO CUARTO

Índice de Don Juan Tenorio de José ZorrillaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha