Índice de El cantar de Roldán de Autor anónimoCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

El cantar de Roldán

Autor anónimo

Quinta parte


CCXLI

El conde Rabel es intrépido caballero, Azuza su corcel con las espuelas de oro fino y ataca a Torleu, el Rey persa: ni el escudo ni la cota resisten el golpe. Le hunde en las carnes su pica dorada y lo derriba muerto sobre unos arbustos. Los franceses exclaman:

- ¡Dios nos ayude! ¡Con Carlos está el derecho, no debemos faltarle!


CCXLII

Lucha Guinemán contra un Rey leude. Le parte la adarga, pintada de flores; después le rompe la cota, le hunde en la carne todo el gonfalón y, lloren por ello o se rían, lo derriba muerto. Al contemplar la hazaña, gritan los de Francia:

- ¡Herid, barones, no demoréis! ¡La razón está con Carlos contra la turba maldita! ¡Dios nos ha elegido para defender el juicio verdadero!


CCXLIII

MalprillÚs es jinete de un corcel todo blanco.. se arroja en la multitud de los franceses, y corre de uno a otro dando recios mandobles y derribando muerto sobre muerto. Baligán es el primero en gritar:

- ¡Ah, mis barones, largo tiempo os he mantenido! Mirad a mi hijo: ¡se esfuerza por topar con Carlos! ¡A cuántos caballeros ha desafiado con sus armas! ¡Es vano buscar adalid más valeroso que él! ¡Prestadle el socorro de vuestras tajantes picas!

A tales palabras, arremeten los infieles, repartiendo recios golpes: grande es la matanza. La batalla es prodigiosa y ruda: ni antes ni después se vio otra más Violenta.


CCXLIV

Grandes son los ejércitos, intrépidas las huestes. Todos los cuerpos de batalla han trenzado la lucha. Los infieles atacan con singular denuedo. ¡Dios! ¡Cuántas astas partidas en dos, cuántos escudos rotos, cuántas cotas desgarradas! La tierra está cubierta de despojos.

¡Ah, la hierba del prado, tan verde, tan delicada!... El emir arenga a sus hombres:

- ¡Arremeted, barones, sobre esta turba cristiana!

La batalla es dura y porfiada. Ni antes ni después se vio ninguna de tamaña reciedumbre. No tendrá tregua hasta la noche.


CCXLV

El emir incita a los suyos:

- ¡Herid, sarracenos, que sólo para eso estáis aquí! ¡OS daré nobles y bellas mujeres, os haré dueños de feudos, de dominios y de tierras!

Y responden los infieles:

- Es nuestro deber hacerlo.

A fuerza de repetir los ataques, numerosas picas se quiebran; y he aquí que se desenvainan entonces más de cien mil alfanjes. La contienda se ha tornado dolorosa y horrible; el que se halla entre los adversarios sabe lo que es una batalla.


CCXLVI

El emperador exhorta a sus franceses:

- Señores barones, mucho os estimo, tengo fe en vosotros. ¡Hartas batallas por mí librasteis, conquistasteis muchos reinos y destronasteis monarcas! Lo reconozco, y os debo por ello, en galardón, mi cuerpo, mis tierras y mis riquezas. Vengad a vuestros hijos, vuestros hermanos y vuestros herederos, que en Roncesvalles hallaron la muerte el otro día. Bien lo sabéis: la razón está conmigo contra los infieles.

Y responden los francos:

- ¡Bien decís, señor!

Son veinte mil los que en torno a él juran todos a una, por su fe, no faltarle ni en la muerte ni en la angustia. Para ello, sabrán emplear cada uno su lanza.

Al momento, acometen con sus espadas. La batalla es prodigiosa y encarnizada.


CCXLVII

Malprimís cabalga por todo el campo, haciendo gran matanza entre los de Francia. El duque Naimón lo mira con fiereza y lo acomete con gran denuedo. Le rompe el brocal de su escudo, le desgarra los dos faldones de su cota, le hunde en la carne todo su gonfalón amarillo y lo derriba muerto entre los que yacen innumerables.


CCXLVIII

El Rey Canabeu, hermano del emir, clava fuertemente las espuelas en su corcel. Ha desnudado su espada, cuyo pomo es de cristal. Golpea a Naimón sobre el yelmo; se lo parte en dos mitades, cortando cinco lazos con su espada de acero. De nada le sirve el capacete; le hiende la cofia hasta la carne y cae por tierra un pedazo. El golpe fue rudo, el duque está como fulminado. Va a caer, mas Dios le ayuda. Con ambos brazos se aferra al pescuezo de su montura. Si el infiel lo vuelve a herir, hallará la muerte el noble vasallo.

Para prestarle socorro se acerca Carlos de Francia.


CCXLIX

Gran angustia oprime al duque Naimón. Y lo amenaza el infiel con repetir al instante su golpe. Carlos le dice:

- ¡Truhán, en mala hora atacaste a ese hombre!

En su intrepidez, acude a herirlo. Rompe el escudo del infiel y se lo aplasta contra el corazón; le parte el ventalle de su armadura y lo derriba muerto: la silla queda vacía.


CCL

Carlomagno, el Rey, está penetrado de dolor al contemplar a Naimón herido ante sus ojos y viendo cómo se derrama la clara sangre sobre la hierba verde. E inclinándose sobre él, le dice:

- Gentil duque Naimón, cabalgad a mi lado. Ya pereció el truhán que os acosaba. El cuerpo le traspasé con mi pica.

Y responde el duque:

- Señor, en vos confío; si sobrevivo, se que nada perderéis.

Después, con todo afecto y toda fe, cabalgan juntos, y con ellos veinte mil franceses. Ni uno de éstos deja de cortar y herir.


CCLI

El emir cabalga por el campo. Acude a herir al conde Guinemán. Contra el corazón le aplasta su escudo blanco, destroza los faldones de su cota, le abre en dos el pecho y lo derriba muerto de su rápida montura. Después da muerte a Gebuino y Lorenzo y a Ricardo el Viejo, señor de los normandos. Los infieles exclaman:

- ¡Bien demuestra Preciosa su valía! ¡Atacad, sarracenos, que hay quien vele por nosotros!


CCLII

¡Qué bello es contemplar a los caballeros de Arabia, los de Occián, de Argólide y Vasconia cuando. acometen con sus picas! Y por su parte, no piensan los francos en romper sus filas.

Muchos contendientes de ambos bandos han hallado ya la muerte. Hasta la noche persiste el fragor de la batalla. ¡Qué estragos ha causado entre los barones de Francia! ¡Cuántos duelo~ habrá antes de que tome fin!


CCLIII

Franceses y moros luchan a cual más. ¡Cuántas astas, cuántas bruñidas picas se han quebrado! Aquel que viera estos escudos destrozados, que escuchara resonar las blancas lorigas y rechinar las rodelas contra los yelmos, aquel que viera desplomarse tantos caballeros y morir tantos hombres, aullando, sobre la tierra, tendría memoria de un gran dolor. Muy dura es de sostener esta batalla.

El emir invoca a Apolo, a Tervagán y también a Mahoma:

- Mis señores dioses: largo tiempo fui vuestro siervo. ¡De oro puro haré esculpir todas vuestras imágenes!

Ante él se presenta uno de sus fieles, Gemalfín, portador de malas nuevas:

- Baligán, señor -le dice-, un gran infortunio se ha abatido sobre vos: habéis perdido a vuestro hijo Malprimís. Y Canabeu, vuestro hermano, ha sido muerto. Dos franceses tuvieron la suerte de vencerlos. Creo que uno de los dos es el emperador: es un barón de elevada estatura, cuya prestancia es propia de un paladín; tiene la barba blanca como flor de abril.

El emir baja la cabeza, cargada del yelmo. Se le ensombrece el rostro y es tan agudo su dolor que se siente morir. Y llama a Jangleu de Ultramar.


CCLIV

Dice el emir:

- Jangleu, acercaos. Sois hombre valeroso y de juicio cabal: siempre acudí a vos en busca de consejo. ¿Qué pensáis de árabes y franceses? ¿Obtendremos el triunfo en esta batalla?

- Hallasteis la muerte, Baligán -le es respondido-; vuestros dioses ya no han de protegeros. Carlos es altivo y esforzados sus hombres. Jamás vi turba tan intrépida en el combate. Mas llamad en vuestra ayuda a los barones de Occián, turcos, árabes y gigantes. ¡Sea lo que fuere, no demoréis un instante!


CCLV

El emir ha extendido sobre su coraza su barba blanca como la flor del espino. Sea lo que fuere, no es su deseo ocultarse. Lleva a sus labios una bocina de timbre claro y la hace sonar con tal fuerza que el toque llega a oídos de sus sarracenos: por todo el campo se reagrupan sus huestes. Los de Occián rebuznan y relinchan, los de Argólide aúllan como perros. ¡Con qué intrepidez desafían a los franceses! Arremeten en las filas más compactas, las quebrantan y dispersan. Y después de su acometida, quedan siete mil muertos sobre el terreno.


CCLVI

El conde Ogier no supo jamás lo que era cobardía.

Nunca cubrió una cota más cumplido caballero. Cuando ve quebrantados los cuerpos de ejército francos, llama a Thierry, el duque de Argona, a Godofredo de Anjeo y al conde Jocerán. Con gran fiereza exhorta a Carlos:

- ¡Ved -le dice- cómo perecen vuestros hombres a manos de los infieles! ¡Dios no permita que ostenten vuestras sienes la corona si no los acometéis al punto para vengar vuestra deshonra!

Nadie responde una sola palabra. Todos clavan con fuerza las espuelas, lanzan a la carrera sus corceles y acuden a herir al enemigo dondequiera que lo encuentren.


CCLVII

Carlomagno, el Rey, asesta prodigiosos mandobles. Y con él, Naimón el duque, Ogier el Danés y Godofredo de Anjeo que es portador del estandarte. Y entre todos sobresale por su bravura mi señor Ogier el Danés. Espolea su corcel, lo lanza con gran brío y acude a herir al que lleva el dragón, con fuerza tal que al instante derriba ante sí a Amborio, con el dragón y la enseña del Rey. Contempla Baligán cómo cae su gonfalón y se abate el estandarte de Mahoma. Entonces comienza a comprender el emir que el error lo acompaña y que el derecho va con Carlomagno. Los infieles de Arabia se aprestan a la retirada. El emperador exhorta a sus franceses:

- ¡Decid, barones, por Dios, si habréis de socorrerme!

Y los francos responden:

- ¿Por qué preguntarlo? ¡Felón es quien no luche con tenacidad!


CCLVIII

Declina el día y ya se acerca el crepúsculo. Francos e infieles combaten con sus espadas. Los que han hecho enfrentarse estos ejércitos son ambos valerosos. No echan a olvido su divisa:

- ¡Preciosa! -exclama el emir.

Y Carlos le responde con su célebre grito de guerra:

- ¡Montjoie!

Los dos se reconocen por sus voces altas y claras.

En medio del campo se topan y se desafían, cambiando recios golpes de pica sobre sus adargas adornadas con círculos. Ambos parten la del adversario por debajo de los anchos brazales; los faldones de las dos cotas se desgarran, pero los combatientes no reciben herida en su carne. Se rompen las cinchas, resbalan las sillas y caen ambos Reyes. En el suelo, se incorporan con presteza y desnudan intrépidamente sus espadas. Nadie habrá de interponerse en este combate; no podrá tener término hasta que no perezca uno de los dos hombres.


CCLIX

Carlos, el de la dulce Francia, es de singular bravura, y el emir no le tiembla ni se atemoriza. Enarbolan sus espadas desnudas y descargan sobre sus escudos recias estocadas. Parten los cueros y las maderas, que son dobles; los clavos se desprenden, los brazales vuelan en pedazos. Después, a cuerpo limpio, se golpean sobre sus corazas. De sus yelmos claros salen chispas. No ha de terminar esta lucha sin que uno de los dos reconozca su error.


CCLX

Dice el emir:

- ¡Carlos, vuelve en ti! ¡Resígnate a mostrarme tu arrepentimiento! En verdad, has dado muerte a mi hijo y es gran injusticia que quieras despojarme de mi tierra. Conviértete en mi vasallo y ríndeme pleitesía, y ven después conmigo a Oriente para servirme.

Y responde Carlos:

- A fe, que sería cometer gran villanía. No debo otorgar a un infiel ni paz ni amor. Acepta la ley que nos reveló Dios, la ley cristiana: de este modo te amaré al instante. Después confiesa y sirve al rey Todopoderoso.

- ¡Mal sermón me estás predicando! -dice Baligán.

Y seguidamente reanudan su lucha con la espada.


CCLXI

El emir es de gran vigor. Hiere a Carlomagno sobre su yelmo de acero oscuro, lo quiebra sobre su cabeza y lo hiende. La hoja penetra hasta la cabellera y corta un palmo entero de carne, o más; el hueso queda al descubierto. Carlos se tambalea y por poco cae a tierra. Pero Dios no quiere que sea muerto ni vencido. San Gabriel retorna hacia él y le pregunta:

- Rey magno, ¿qué haces?


CCLXII

Cuando Carlos escucha la santa voz del ángel, desecha todo temor; sabe que no habrá de perecer. Al momento recobra vigor y discernimiento. Golpea al emir con la espada de Francia. Le parte el yelmo, en el que fulguran las gemas, le abre el cráneo, derramándole los sesos y, luego de hendirle la cabeza toda hasta la barba blanca, lo derriba muerto sin esperanza.

- ¡Montjoie! -grita después, para reunir a sus hombres.

Al oírlo, acude el duque Naimón; sujeta a Tencedor y el monarca lo monta nuevamente. Los infieles se dan a la fuga. Dios no quiere que puedan resistir. Al fin alcanzaron los franceses la anhelada meta.


CCLXIII

Huyen los infieles, porque tal es el deseo de Dios. Los francos les dan caza, conducidos por el emperador, y éste les dice:

- Señores, vengad vuestros duelos, dad rienda suelta a vuestra ira; esclarézcanse vuestros corazones porque esta mañana he visto vuestros ojos llenos de lágrimas.

Los francos responden:

- ¡Así hemos de hacerla, señor!

Todos asestan recios mandobles, tantos como pueden. Muy pocos infieles habrán de escapar, de entre los que allí se encuentran.


CCLXIV

El calor es sofocante y se levantan nubes de polvo.

Huyen los infieles, acosados por los franceses. La caza no termina hasta Zaragoza.

Abraima ha subido a lo alto de su torre, y con ella están los monjes y sacerdotes de la falsa ley, que nunca fue grata a Dios: no fueron ordenados ni ostentan tonsura.

Cuando contempla la singular derrota de los árabes, exclama en alta voz:

- ¡Mahoma, acórrenos! ¡Ah, Rey gentil, vencidos han sido nuestros hombres! El emir fue muerto, ¡Y cuan afrentosamente!

Cuando la oye Marsil, se vuelve hacia la pared; sus ojos derraman llanto y deja caer su cabeza. Ha muerto de dolor, cargando con sus pecados. Y los demonios se llevan su alma.


CCLXV

Han perecido los infieles, y Carlos es vencedor de la batalla. Ha derribado la puerta de Zaragoza: sabe que nadie habrá de defender la ciudad. Toma posesión de ella, sus tropas la invaden: por derecho de conquista, allí pernoctarán sus soldados. El Rey de la barba blanca se muestra pleno de orgullo. Abraima le ha rendido las diez torres mayores y las cincuenta pequeñas.

Aquel que obtiene la ayuda de Dios lleva a buen término sus empresas.


CCLXVI

Pasa el día; es ya noche cerrada. Luce clara la luna y fulguran las estrellas. El emperador ha tomado Zaragoza. Mil franceses han sido encargados de reconocer a fondo la ciudad, sus sinagogas y sus mezquitas. Con mazas de hierro y grandes hachas destrozan las imágenes y todos los ídolos: no perdurará allí ningún maleficio ni sortilegio. El Rey cree en Dios; quiere servirlo debidamente, y sus obispos bendicen las aguas.

Hace llevar a los infieles hasta el baptisterio; si alguno resiste ante Carlos, el Rey lo manda colgar, o le da muerte por el fuego o el acero. Más de cien mil se vuelven verdaderos cristianos por el bautismo, excepto la Reina, que será conducida a Francia, la dulce, en cautiverio: el Rey quiere que se convierta por amor.


CCLXVII

La noche pasa, despunta el claro día. En las torres de Zaragoza, Carlos ha dejado una guarnición. Son mil caballeros de probado valor los que guardan la plaza en nombre del emperador. El monarca monta su corcel; todos sus hombres lo imitan, y también Abraima, que lleva en cautiverio; mas tan sólo bien quiere hacerle. Ya retornan, henchidos de orgullo y alegría. Ocupan Narbona por la fuerza y prosiguen su camino. Carlos llega a Burdeos; sobre el altar del barón San Severino, deposita el olifante, repleto de oro y de monedas: los peregrinos que allí van pueden verlo aún.

Cruza el Girona en las grandes naves que allí encuentra. Hasta Valle ha llevado a su sobrino, y a Oliveros, su noble compañero, y al arzobispo, que fue juicioso y denodado. En blancos ataúdes mandó colocar los tres paladines; allí, en San Román, yacen los valientes. Los francos los encomiendan a Dios y a sus santos.

Por valles y montes avanza Carlos; hasta Aquisgrán no quiere detenerse. Tanto cabalga que al fin desmonta en el atrio. En cuanto llega a su leal palacio, envía mensajeros a sus jueces, con orden de presentarse ante él. Llama a los bávaros, los sajones, loreneses y frisones, y también a los alemanes, los borgoñones, los del Poitou, Normandía y Bretaña, y los de Francia, que entre todos descuellan por su prudencia. Entonces da comienzo el juicio de Ganelón.


CCLXVIII

Ha retornado de España el emperador. Llega a Aquisgrán, el mejor dominio de Francia. Sube al palacio y penetra en la sala. Y he aquí que sale a recibirlo Alda, una doncella de gran belleza. Le dice al Rey:

- ¿Dónde está Roldán, el adalid, que juró tomarme por esposa?

Carlos se siente pleno de dolor y pesadumbre. Llora y se mesa la barba blanca, y responde:

- ¡Hermana, amiga querida! ¿Por quién preguntas? Por un muerto. Mas yo haré por ti el mejor cambio: Luis será tu prometido. No sé qué decirte que pueda agradarte. Es mi hijo; él será el heredero de mis dominios.

- Singulares son vuestras palabras -responde Alda-. ¡No plegué a Dios, ni a sus santos ni a sus ángeles, que sobreviva a Roldán!

Pierde el color y cae a los pies de Carlomagno.

Ha muerto al instante; ¡Dios se apiade de su alma!

Los barones franceses no escatiman por ella llanto y lamentaciones.


CCLXIX

Alda, la bella, ha llegado a su fin. El Rey cree que se ha desmayado, y llora conmovido. La toma de las manos, la levanta. Mas la cabeza se inclina sobre los hombros. Cuando ve Carlos que está muerta, llama al punto a cuatro condesas. La llevan a un convento de monjas y la velan toda la noche, hasta el alba. Junto a un altar, la entierran con gran pompa. El Rey le ha hecho grandes honras fúnebres.


CCLXX

El emperador retorna a Aquisgrán. Ganelón, el vil, cargado de cadenas de hierro, está en la ciudad, ante el palacio. Los siervos lo han atado a un poste; le aprisionan las manos con correas de cuero de gamo y lo apalean fuertemente con estacas y bastones. No ha merecido otra suerte. Con gran sufrimiento, espera su juicio.


CCLXXI

Está escrito en la Gesta antigua que Carlos mandó venir a sus vasallos de todos los países. Están reunidos en Aquisgrán, en la capilla. Es el gran día de una fiesta solemne, la del barón San Silvestre, al decir de muchos. Entonces da comienzo el juicio, y he aquí lo que acaeció al traidor Ganelón. El emperador lo ha hecho arrastrar ante él.


CCLXXII

- Señores barones -dice Carlomagno, el Rey-; juzgadme a Ganelón según derecho. Él me siguió con el ejército hasta España: me ha arrebatado veinte mil de mis franceses, y mi sobrino, que nunca más veréis, y Oliveros, el esforzado y cortés; ha traicionado a los doce pares por dinero.

Dice Ganelón:

- ¡Caiga la deshonra sobre mí, si trato de ocultarlo! Roldán me perjudicó en mi oro y en mis bienes, y por eso busqué su muerte y su ruina. Mas no concedo que exista en ello la menor traición.

- Habremos consejo -responden los francos.


CCLXXIII

Ante el Rey, permanece erguido Ganelón. Tiene gallardo el cuerpo y de buen color el semblante; si fuera leal, se le tomaría por un caballero. Mira a los de Francia, a todos los jueces y a treinta de sus parientes que responden por él; después grita con voz alta y fuerte:

- ¡Por el amor de Dios, barones, escuchadme! Con el ejército, señores, seguí al emperador. Lo servía con buena fe y amor. Roldán, su sobrino, me tomó aversión y me condenó a la muerte y al dolor. Fui enviado como mensajero al Rey Marsil, mas por mi habilidad logré salvarme. Desafié al valeroso Roldán y a Oliveros, y a todos sus compañeros: Carlos y sus nobles barones escucharon mis palabras. ¡Tomé venganza, mas no traicioné!

- Habremos consejo -responden los francos.


CCLXXIV

Ganelón ve que ha dado comienzo su gran juicio.

Treinta de sus parientes están allí, con él. A uno de ellos recurren todos los demás; es Pinabel, del castillo de Sórnese. Discurre bien y sabe decir sus razones como conviene. Es valeroso cuando se trata de defender sus armas. Le dice Ganelón:

- ¡Amigo, arrancadme a la muerte! ¡Apartadme de este juicio!

- Pronto estaréis salvado -responde Pinabel-. Si hay un francés que juzgue que merecéis la horca, pónganos frente a frente en el campo el emperador: mi espada de acero le dará el mentís.

Ganelón, el conde, se inclina a sus pies.


CCLXXV

Bávaros y sajones han entrado en consejo, y también los del Poitou, de Normandía y de Francia. Hay allí gran número de alemanes y germanos; los de Aúvernia son los más corteses. Bajan la voz a causa de Pinabel y se dicen los unos a los otros:

- Conviene dejar así las cosas. Suspendamos el juicio y roguemos al Rey que absuelva por esta vez a Ganelón; que éste lo sirva en el futuro con toda lealtad y todo amor. Roldán está muerto, nunca más lo verán nuestros ojos; ni oro ni riquezas podrán devolvérnoslo. ¡Gran locura cometería quien quisiera combatir!

Ni uno solo de los presentes deja de aprobarlo, excepto Thierry, el hermano de monseñor Godofredo.


CCLXXVI

Hacia Carlomagno vuelven sus barones, y dicen al Rey:

- Señor, os lo suplicamos, absolved al conde Ganelón. ¡Que os sirva en el futuro con todo amor y toda lealtad! Perdonadle la vida, porque es muy noble señor. Ni oro ni riquezas habrían de devolveros a Roldán.

Y les responde el Rey:

- Sois unos felones.


CCLXXVII

Cuando ve Carlos que todos le han fallado, baja la cabeza, presa de dolor, y exclama:

- ¡Desdichado de mí!

Mas he aquí que ante él se presenta un caballero, Thierry, hermano de Godofredo, un duque angevino.

Tiene delgado el cuerpo, menudo y esbelto; los cabellos negros, y moreno el rostro. No es demasiado alto, pero tampoco de corta estatura. Dice cortésmente al emperador:

- Buen Rey y señor, no os apenéis de ese modo. Os he servido durante largos años, bien lo sabéis. Por fidelidad al ejemplo que me dieron mis antepasados, es mi deber sostener la acusación en este juicio. Aun si Roldán hubiera perjudicado a Ganelón, se hallaba a vuestro servicio: eso debía bastar para su salvaguardia. Felonía cometió Ganelón al traicionarlo: contra vos se mostró perjuro y vil. Por esto juzgo yo que merece la horca y la muerte, y su cuerpo debe ser tratado como el de un felón que traicionó. Sí tiene un pariente que me quiera desmentir, quiero defender al instante mi juicio con esta espada que llevo ceñida.

- Bien dijisteis -exclaman los francos.


CCLXXVIII

Ante el Rey avanza Pinabel. Es alto y robusto, de gran valor y agilidad; el que reciba un golpe de él, habrá llegado a su fin. Le dice al Rey:

- Señor, es ésta vuestra audiencia: ¡ordenad, pues, que no se haga tanto ruido! Veo aquí presente a Thierry, que ha dado su juicio. Yo deseo desmentirlo y combatiré contra él.

Le entrega al Rey, en el puño, un guante de piel de ciervo; es el de la mano derecha.

El emperador responde:

- Exijo buenos rehenes.

Treinta parientes se ofrecen en leal garantía.

- Os pondré a vos en libertad bajo caución -dice el Rey a Pinabel.

Coloca bajo severa guardia a los rehenes hasta que se haga justicia.


CCLXXIX

Al ver Thierry que habrá de combatir, presenta a Carlos su guante derecho. El emperador lo pone en libertad bajo caución, y luego hace disponer cuatro bancos en la plaza. En ellos toman asiento los que habrán de enfrentarse.

Al juicio de todos, se han desafiado según las reglas. Ogier de Dinamarca es el que ha acordado el doble reto. Después piden los adversarios sus caballos y sus armas.


CCLXXX

Puesto que están dispuestos a contender, ambos se confiesan, y son absueltos y bendecidos. Escuchan sus misas y reciben la comunión. Dejan a las iglesias cuantiosas ofrendas.

Después, los dos vuelven ante Carlos. Han calzado sus espuelas, se cubren con sus blancas lorigas, fuertes y ligeras, y se atan sus claros yelmos. Ciñen sus espadas, cuyas empuñaduras son de oro puro, cuelgan de sus cuellos los escudos acuartelados, toman en el puño diestro sus tajantes picas y se acomodan en las sillas de sus rápidos corceles. Entonces vierten llanto cien mil caballeros, que por amor a Roldán, se apiadan de Thierry. Mas Dios sabe bien cómo terminará esto.


CCLXXXI

Bajo Aquisgrán es muy espaciosa la pradera; allí habrán de enfrentarse los dos barones. Ambos son animosos y de gran denuedo, y sus corceles se muestran ligeros y briosos. Los espolean con fuerza y dejan sueltas las riendas. Con todo ímpetu corren al ataque.

Los escudos se rompen y vuelan en pedazos; se desgarran las lorigas, estallan las cinchas. Las monturas resbalan y caen por tierra las sillas. Y cien mil hombres lloran al contemplarlos.


CCLXXXII

Los dos caballeros han dado contra el suelo. Prestamente se incorporan sobre sus pies. Pinabel es robusto, ágil y ligero. Se provocan el uno al otro; ya no tienen sus corceles. Con sus espadas guarnecidas de oro puro, se golpean repetidamente los yelmos de acero. Son tan recios los mandobles que terminan por partirlos.

Gran angustia oprime a los caballeros franceses. Y Carlos exclama:

- ¡Ah, Dios mío! ¡Haced que resplandezca el derecho!


CCLXXXIII

Pinabel dice:

- ¡Date por vencido, Thierry! Seré tu vasallo con toda lealtad y todo amor; a tu antojo te colmare de mis riquezas, ¡mas logra un acuerdo entre el Rey y Ganelón!

- No tardará mi decisión -responde Thierry.

- ¡Quede yo deshonrado si consiento en ello! ¡Que en este día señale Dios el derecho entre nosotros!


CCLXXXIV

Dice Thierry:

- Pinabel, muy denodado eres; te muestras alto y robusto, tus miembros están bien modelados y tus pares conocen todos tu valor: ¡renuncia a esta contienda! Te reconciliaré con Carlomagno. En cuanto a Ganelón, se le hará justicia, ¡y en forma tal que se hablará de ella hasta el fin de los días!

- ¡No plegué a Dios, nuestro Señor! -responde Pinabel-. Quiero sostener a todos mis parientes. No me rendiré a ningún hombre vivo. ¡Prefiero morir a merecer tal reproche!

Y recomienzan a herir con sus espadas los yelmos incrustados de oro. Al cielo brotan las claras centellas.

Nadie podría separarlos. No puede terminar este combate sin la muerte de un hombre.


CCLXXXV

Pinabel de Sorence ostenta gran denuedo. Hiere a Thierry sobre el yelmo de Provenza. Saltan chispas, la hierba se enciende. Le presenta la punta de su hoja de acero, que se desliza por su frente y por su rostro. La mejilla derecha quedó ensangrentada. Le hiende la cota hasta más abajo del vientre. Dios lo protege.

Pinabel no lo ha derribado muerto.


CCLXXXVI

Advierte Thierry que está herido en el rostro. Su sangre se derrama clara sobre la hierba del prado. Golpea a Pinabel sobre su yelmo de acero bruñido, lo parte y lo hiende hasta el nasal. Hace derramarse los sesos del cráneo; sacude la hoja en la herida y lo derriba muerto. Por este lance obtiene la victoria en la batalla.

Los franceses gritan:

- ¡Dios hizo un milagro! Es justicia que Ganelón sea ahorcado, y con él los parientes que han respondido por él.


CCLXXXVII

Cuando Thierry hubo ganado la pelea, viene hacia él, el emperador Carlos. Cuatro de sus barones lo acompañan: el duque Naimón, Ogier de Dinamarca, Godofredo de Anjeo y Guillermo de Blaye.

El Rey ha estrechado a Thierry entre sus brazos. Con las anchas pieles de marta de su manto, le enjuga el rostro; después lo arroja y se cubre con otro. Con grandes cuidados desarman al caballero. Lo izan en una mula árabe y lo llevan alegremente y con gran aparato. Retornan a Aquisgrán los barones y echan pie a tierra en la plaza. Entonces da comienzo la ejecución de los otros.


CCLXXXVIII

Llama Carlos a sus duques y a sus condes, y les dice:

- ¿Qué me aconsejáis hacer con los que he retenido? Habían venido a las cortes para defender a Ganelón, y se han entregado como rehenes de Pinabel.

- Ninguno tiene derecho a la vida -responden los francos.

El Rey llama a Basbrún, un veedor a su servicio, y le dice:

- Ve y ahorca a esos del árbol maldito. Por esta barba de pelos encanecidos, si se escapa uno solo, hallarás muerte y perdición.

- ¿Qué otra cosa podría hacer? -responde Basbrún. Con cien sargentos, los arrastra a viva fuerza; son treinta los que perecieron por la horca.

El que traiciona pierde a los otros consigo.


CCLXXXIX

Entonces se retiran bávaros y alemanes, potevinos, bretones y normandos. Todos están de acuerdo, y los franceses los primeros, en que Ganelón debe perecer en medio de terrible angustia.

Se traen cuatro corceles, y a ellos se atan los pies y manos de Ganelón. Los caballos son veloces y briosos. Ante ellos, cuatro sargentos los azuzan hacia un arroyo que atraviesa el campo. Ganelón ha llegado a su perdición. Todos sus nervios se distienden, todos los miembros de su cuerpo se desgarran; sobre la hierba verde se derrama clara su sangre. Ha hallado Ganelón la muerte que merece un felón probado. Cuando un hombre traiciona a otro, no es justo que saque de ello vanidad.


CCXC

Cuando hubo tomado venganza el emperador, llama a sus obispos de Francia, de Baviera y Alemania, y les dice:

- Mora en mi casa una noble prisionera. Ha escuchado tantos sermones y parábolas, que desea creer en Dios y pide hacerse cristiana. Bautizadla, para que vaya a Dios su alma.

- Encontradle madrinas -responden ellos.

En las fuentes de Aquisgrán es bautizada la Reina de España; le han puesto por nombre Juliana. Cristiana se ha hecho por verdadero conocimiento de la Santa Ley.


CCXCI

Cuando hizo justicia el emperador y apaciguó su gran enojo, convirtió a Abraima al cristianismo.

Huye el día, la noche se torna oscura. El Rey se ha retirado a su aposento abovedado. Por mandato de Dios, San Gabriel viene a decirle:

- ¡Carlos, alza tus ejércitos por todo tu imperio! Irás de viva fuerza a la tierra de Bira a socorrer al Rey Viviano en su ciudad de Orfa a la que han puesto sitio los infieles. ¡Allí te llaman y te invocan los cristianos!

El emperador hubiera deseado no ir.

- ¡Dios! -exclama-. ¡Cuántos sinsabores trae mi vida!

Brotan lágrimas de sus ojos y se mesa su barba blanca.


(Aquí termina la gesta que Turoldo firma)

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