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El cantar de Roldán

Autor anónimo

Cuarta parte


CLXXXI

Cuando ve Carlos que han muerto todos los infieles, los unos por el hierro y la mayoría ahogados, y el rico botín que han recogido sus caballeros, echa pie a tierra, el Rey gentil, y postrado en el suelo da gracias a Dios. Cuando se incorpora, se ha puesto ya el soL Y dice el emperador:

- Es hora de establecer nuestro campamento; para volver a Roncesvalles es ya muy tarde. Nuestros caballos están rendidos y maltrechos. Quitadles las sillas y los frenos y dejadlos refrescarse en estos prados.

- Bien dijisteis, señor -responden los francos.


CLXXXII

El emperador Carlos ha establecido su campamento.

Desmontan los franceses en el país desierto, desensillan a sus corceles y les quitan de la cabeza los frenos dorados. Los dejan sueltos por los prados, donde hallarán hierba fresca a profusión; no pueden recibir otros cuidados. Los más extenuados duermen tendidos en el suelo. Esa noche no se monta guardia en el campo.


CLXXXIII

El emperador se ha recostado en un prado. Junto a SU cabeza coloca su fuerte pica, el esforzado. No ha queridO esa noche desarmarse; conserva su blanca cota bruñida, y mantiene atado su yelmo de oro incrustado de piedras preciosas, y ciñe su costado su espada Joyosa, que jamás tuvo su par: cambia de color treinta veces por día.

Sabemos bien lo que aconteció con la lanza que hirió a Nuestro Señor en la cruz: Carlos posee la punta, por la gracia de Dios, y la ha hecho engastar en el pomo de oro; a causa de este honor y esta merced, ha recibido la espada el nombre de Joyosa. No deben echarlo en olvido los barones de Francia: de ahí tomaron su grito de guerra: ¡Montjoie! y por ello ningún pueblo puede ofrecerles resistencia.


CLXXXIV

Clara es la noche y rutilante la luna. Carlos está recostado, mas lo invade gran duelo por Roldán, y pesa en su corazón la muerte de Oliveros, de los doce pares y de los franceses: en Roncesvalles los ha dejado muertos y ensangrentados. Llora y se lamenta, sin poder contenerse, y suplica a Dios que salve sus almas.

Está exhausto y es inmenso su dolor. Se duerme, no puede más.

Por toda la pradera reposan los francos. Ningún caballo puede mantenerse en pie; el que quiere hierba, debe pacer echado. Mucho aprendió quien sufrió gran dolor.


CLXXXV

Carlos duerme, como un hombre atormentado por profundo pesar. Dios le manda a San Gabriel, encargándole velar sobre el emperador. Toda la noche, el ángel permanece a su cabecera. Por una visión, le anuncia que habrá de librar una batalla, y se la muestra bajo funestos augurios. Carlos alza la vista hacia el firmamento: contempla en él truenos y vendavales, granizadas, borrascas y tempestades prodigiosas, un aparato de fuegos y centellas que se abate, de repente, sobre su ejército. Se inflaman las lanzas de fresno y de manzano, y los escudos hasta sus blocas de oro puro.

Estallan las astas de las afiladas picas y se retuercen las cotas y los yelmos de acero. Carlos ve a sus cabalgaduras en gran aflicción. Aparecen después osos y leopardos que se aprestan a devorarlos, serpientes y reptiles, dragones y demonios. Y hay allí más de treinta mil grifos que se arrojan sobre los franceses, al tiempo que éstos gritan:

- ¡Acórrenos, Carlomagno!

Dolor y piedad conmueven al Rey; quiere ir hacia ellos, mas no puede. Entonces sale de una selva un gran león, lleno de rabia, de altivez y de audacia, y desafiando a su persona, lo ataca. Ambos ruedan cuerpo a cuerpo en la lucha, mas no puede distinguir Carlos cuál de los dos está debajo o encima. Y no se ha despertado el emperador.


CLXXXVI

Después de esta visión, otra lo asalta: se halla en Francia, en Aquisgrán, sobre una grada y tiene a un oso atado por dos cadenas. Del lado de la Ardeva ve llegar a treinta osos, hablando todos ellos como hombres.

- Señor -le decían-, ¡devolvédnoslo! No es justicia que lo retengáis por más tiempo. Es pariente nuestro, le debemos nuestra ayuda.

Desde su palacio, acude prestamente en lebrel. Sobre la hierba verde, ataca al oso más grande entre los demás. Contempla el Rey un combate maravilloso; mas no sabe cuál es el vencedor y cuál el vencido. He aquí lo que el ángel de Dios ha mostrado al barón. Carlos duerme hasta la mañana, cuando luce claro el día.


CLXXXVII

Huye hacia Zaragoza el Rey Marsil. Echa pie a tierra bajo un olivo, a la sombra, y confía a sus hombres su espada, su yelmo y su coraza. Se tiende sobre la hierba verde, miserablemente. Ha perdido su mano derecha, cercenada de un tajo; tanta sangre derrama por la herida, que se desmaya de angustia. Ante él, gime y llora su esposa Abraima, lamentándose, a gritos. Con ella, son más de veinte millas que maldicen a Carlos y a Francia, la dulce. Corren hacia una cripta, donde está la efigie de Apolo, y lo increpan, ultrajándolo con viles palabras:

- ¡Ah, dios maligno! ¿Por qué permites semejante agravio? ¿Por qué has consentido la ruina de nuestro Rey? ¡Mal pagas a los que te sirven con abnegación! Después lo despojan de su cetro y de su corona y lo cuelgan por las manos de una columna. Por tierra, ante sus pies, lo derriban, y con gruesos palos lo golpean y quebrantan. Luego le arrancan a Tervagán, su carbunclo, y arrojan a Mahoma en un foso, para que lo muerdan y lo pisoteen los cerdos y los perros.


CLXXXVIII

Ha vuelto en sí Marsil, después de su desmayo. Se hace llevar a su aposento abovedado; hay allí pinturas y signos trazados con diversos colores. Y la reina Abraima vierte lágrimas sobre él y se mesa los cabellos.

- - ¡Desdichada de mí! -murmura, y exclama luego en voz alta-: ¡Ah, Zaragoza! ¡Cuan desierta quedas al perder al Rey gentil que en su feudo te tenía! Gran felonía cometieron nuestros dioses, que lo desampararon esta mañana en la batalla. ¡El emir pasará por un cobarde si no acude a luchar contra esa intrépida turba, esos valientes orgullosos que en nada estiman sus vidas! Esforzado y pleno de soberbia es el emperador de la barba florida: si le presenta batalla el emir, no habrá de rehuirla. ¡Gran duelo es que no haya ninguno para darle muerte!


CLXXXIX

El emperador, merced a su gran poderío, siete años enteros permaneció en España. Castillos y ciudades conquistó en gran número. El Rey Marsil se esfuerza por resistirle. Desde el primer año mandó sellar sus breves, requiriendo la ayuda del emir de Babilonia, Baligán: un anciano cargado de días que vivió más que Virgilio y que Homero. Acude a Zaragoza a socorrer a Marsil: si tal no hace, el Rey renegará de sus dioses y de todos los ídolos que venera; observará la ley cristiana y tratará la paz con Carlomagno.

Mas el emir está lejos, ha tardado mucho. Lanzo su llamamiento a los pueblos de cuarenta reinos; ha hecho preparar sus grandes naves, embarcaciones ligeras y falúas, sus galeras y bajeles. Cerca de Alejandría, hay un puerto junto al mar: allí reúne toda su flota. Es en mayo, en los primeros días del estío, cuando se hacen a la mar todas sus tropas.


CXC

Poderosos son los ejércitos de esa raza odiada. Los infieles navegan a toda vela, reman y gobiernan el timón.

En la punta de los mástiles y de las altas proas, brillan numerosos carbunclos y linternas; tal resplandor arrojan desde la altura en la noche, que el mar se halla embellecido. Al aproximarse a la tierra de España, toda la costa centellea de luces. La noticia llega hasta Marsil.


CXCI

Las huestes sarracenas no detienen un instante su travesía. Dejan el mar y se adentran en las aguas dulces. Pasan ante Marbrisa y Marbrosa, y remontan el Ebro con todas sus naves. Innumerables linternas y carbunclos centellean, brindándoles gran claridad durante toda la noche. De madrugada, llegan a Zaragoza.


CXCII

El día luce claro, y brilla el sol. El emir ha descendido de su bajel. A su derecha avanza Espanelis, y diecisiete Reyes forman su cortejo; luego vienen condes y duques, cuyo número ignoro. Bajo un laurel, en medio de una explanada, se recubre la hierba verde con una alfombra de seda blanca y se dispone allí un trono, todo él de marfil. En él toma asiento Baligán, el sarraceno, y todos los demás quedan de pie. El soberano es el primero en tomar la palabra:

- ¡Oídme, libres y valerosos caballeros! El Rey Carlos, emperador de los francos, no tiene derecho a comer si no es por mi orden. A través de toda España me ha combatido en recia guerra, y ahora he de ir a presentarle batalla en Francia, la dulce. No cejaré durante toda mi vida hasta que él no reciba la muerte o se declare vencido.

En garantía de sus palabras, golpea con su guante diestro su rodilla.


CXCIII

Puesto que tal ha dicho, se promete firmemente que no dejará de ir, por todo el oro que hay bajo los cielos, a Aquisgrán, donde tiene Carlos sus cortes. Sus hombres lo elogian y lo aconsejan en igual forma. Llama entonces el emir a dos de sus caballeros; Clarifán es el uno y el otro Clariano.

- Sois hijos del Rey Maltrayén -les dice-, aquel que gustosamente solía prestarse para llevar mensajes. Os ordeno que vayáis a Zaragoza, para anunciarle de mi parte al Rey Marsil que acudo en su ayuda contra los franceses. Si la ocasión se me presenta, libraré una gran batalla. En fe de mis palabras, entregadle plegado este guante adornado con oro, para que se lo ponga en su mano diestra. Llevadle también esta varita de oro puro, y decidle que venga a mi para reconocer su feudo. He de ir a Francia, a hacerle la guerra a Carlos. Si no implora mi merced, rendido a mis plantas, y no reniega de la fe cristiana, le quitaré de la cabeza la corona.

- Bien dijisteis, señor -responden los infieles.


CXCIV

- ¡Barones, cabalgad! -ordena Baligán-. ¡Que lleve uno de vosotros el guante y el otro el bastón!

- ¡Así lo haremos, amado señor! -responden ellos.

Tanto cabalgan que al fin llegan a Zaragoza. Pasan bajo diez puertas, atraviesan cuatro puentes y recorren las calles donde se cruzan con los burgueses.

Al aproximarse a la parte alta de la ciudad, llega hasta ellos un fuerte rumor desde el palacio. Encuentran allí reunida a la turba sarracena, llorando, en medio de un gran clamoreo y sumida en profundo duelo; los infieles añoran a sus dioses, Tervagán, Mahoma y Apolo, y se dicen entre sí:

- ¡Pobres de nosotros! ¿Qué haremos ahora? ¡Un terrible azote nos abruma! Hemos perdido al Rey Marsil: el conde Roldán le cercenó ayer la mano diestra; y tampoco está a nuestro lado Jurfaret el Blondo. ¡Toda España será por siempre dominada!

Los dos mensajeros echan pie a tierra junto a las gradas.


CXCV

Dejan ambos los caballos bajo un olivo; dos sarracenos los toman de las riendas. Los mensajeros se agarran de sus mantos y suben luego a lo más alto del palacio. Cuando penetran en el aposento abovedado, hacen por amistad un saludo inoportuno:

- ¡Que Mahoma y Tervagán, que en sus manos nos tienen, y Apolo, nuestro señor, salven al Rey y guarden a la Reina!

- ¡Oigo palabras muy insensatas! -exclama Abraima-. Esos dioses que invocáis, nuestros dioses, nos han desamparado. En Roncesvalles hicieron tristes milagros: dejaron exterminar a nuestros caballeros y mi señor, que aquí veis, fue abandonado por ellos en la lid. Ha perdido la mano derecha; Roldán, el poderoso conde, fue quien se la cortó. ¡Extenderá Carlos su señorío por toda España! ¿Qué será de mí, desdichada? ¡Ay!, ¿no habrá nadie, pues, que me dé muerte?


CXCVI

Clariano responde:

- Señora, ¡no pronunciéis tan vanas palabras! Somos mensajeros de Baligán, el sarraceno. Él promete socorrer a Marsil, y en prenda de ello le envía su guante y su bastón. Tenemos en el Ebro cuatro millanchones, bajeles, barcazas y rápidas galeras, y tantas naves que no puedo hacer su cuenta. El emir es fuerte y poderoso. Irá a Francia, en busca de Carlomagno. Está en su ánimo darle muerte o avasallarlo.

- ¿Por qué ir tan lejos? -exclama Abraima-. Podéis topar a los franceses más cerca de aquí. Son ya siete años los que lleva el emperador en este país; es intrépido y buen adversario; antes moriría que huir de un campo de batalla. No hay bajo el cielo Rey a quien tema más de lo que se temería a una criatura. ¡Carlos no recela de hombre viviente!


CXCVII

- ¡Basta! -dice el Rey Marsil; y añade, hablando a los mensajeros-: Señores, dirigíos a mí. Ya lo veis, la muerte me acongoja, y no tengo hijo ni hija, ni heredero. Tenía uno, y me lo mataron ayer noche. Decidle a mi señor que venga a verme. El emir tiene derechos sobre la tierra de España. Se la devuelvo en franquía, si la quiere, ¡pero que la defienda contra los franceses! Le daré también un buen consejo en cuanto a Carlomagno: dentro de un mes será prisionero del emir. Le llevaréis las llaves de Zaragoza, y le diréis que si da fe a mis palabras, así sucederá.

- Bien hablasteis, señor -responden ellos.


CXCVIII

- Carlos, el emperador, ha dado muerte a mis hombres -prosigue Marsil-; asoló mis tierras, forzó y violó mis ciudades. Esta noche se detuvo a orillas del Ebro; está a siete leguas de aquí, las he contado. decidle al emir que conduzca a ese lugar su ejército. Por vuestro intermedio le mando este mensaje: ¡que presente batalla al momento!

Les hace entrega de las llaves de Zaragoza. Los mensajeros se inclinan ambos, piden licencia y se disponen a regresar.


CXCIX

Los dos mensajeros han montado sus corceles. Abandonan la ciudad con premura y se van hacia el emir presa de gran ansiedad. Le presentan las llaves de la ciudad de Zaragoza, y dice Baligán:

- ¿Qué nuevas me traéis? ¿Dónde está 'Marsil, a quien mandé comparecer ante mí?

- Está herido de muerte -responde Clariano-. Se encontraba ayer el emperador en el paso de los desfiladeros, porque deseaba regresar a Francia, la dulce. Había formado una retaguardia digna de él, ya que con ella se quedó el conde Roldán, su sÓbrino, y Oliveros y los doce pares, y veinte mil hombres de Francia, todos ellos caballeros. Les presentó batalla el valeroso Rey Marsil, y vinieron a encontrarse él y Roldán. Éste le infirió tal golpe con su espada Durandarte, que le separó del cuerpo la mano derecha. También dio muerte a su hijo, que Marsil tanto amaba, y a los barones que con él estaban. Se retiró Marsil huyendo, incapaz de resistirIe, y el emperador lo ha perseguido con gran violencia. El Rey os ruega que le prestéis ayuda; os devuelve en franquía el reino de España.

Se queda pensativo Baligán. Es tan grande su duelo que casi se vuelve loco.


CC

- Señor emir -dice Clariano-, ayer en Roncesvalles se libró una batalla. Roldán halló la muerte, y con él el conde Oliveros, y los doce pares que tanto amaba Carlos; veinte mil de sus franceses perecieron. El Rey Marsil perdió la mano diestra y el emperador le ha dado caza con violencia: no queda en esta tierra un caballero que no haya sido muerto por el hierro o se haya ahogado en el Ebro. Los franceses han acampado en sus riberas: se encuentran en esta comarca tan cerca de nosotros que, si vos lo queréis, muy dura ha de serles la retirada.

La mirada de Baligán se torna altanera; su corazón rebosa de alegría y entusiasmo. Se yergue en su trono y exclama:

- ¡Barones, apresuraos! ¡Dejad las naves y cabalgad vuestros corceles! Si el viejo Carlomagno no se da a la fuga, el Rey Marsil tendrá pronto venganza: ¡Por la mano que perdió le entregaré la cabeza del emperador!


CCI

Los infieles de Arabia han abandonado sus navíos, y van jinetes en los corceles y los mulos. Dieron ya comienzo a su cabalgata; ¿qué otra cosa podrían hacer?

El emir, que a todos ha puesto en movimiento, llama a Gemalfín, uno de sus fieles:

- A ti confío el mando de todas mis huestes -le dice, y monta después en su caballo bayo.

Cuatro duques lo acompañan. Tanto cabalga que al fin avista Zaragoza. Echa pie a tierra en un zaguán de mármol y cuatro condes le sujetan el estribo. Por las gradas sube hasta el palacio, y Abraima corre a recibirlo, diciéndole:

- ¡Desdichada de mí! ¡En mala hora nací, señor, que he perdido a mi Rey con tal menoscabo!

Cae a los pies del emir, que la levanta, y suben ambos a la cámara, llenos de aflicción.


CCII

Cuando el Rey Marsil distingue a Baligán, llama a dos sarracenos de España y les ordena:

- Tomadme en vuestros brazos e incorporadme.

Con su mano izquierda toma uno de sus guantes y dice:

- Señor Rey, emir, os devuelvo todas mis tierras, y Zaragoza, con el feudo que de ella depende. He venido a mi perdición, y conmigo he perdido a todo mi pueblo.

- Gran pesadumbre siento por ello -responde el emir-; mas no puedo demorar por más tiempo junto a vos: sé que Carlos no me esperará. No obstante, acepto vuestro guante.

Abismado en su dolor, se aleja llorando. Desciende las gradas del palacio, monta su corcel y retorna hacia sus huestes hincando espuelas. Cabalga con tal premura que deja atrás a los otros, y grita a cada instante:

- ¡Adelante, sarracenos! ¡Ya apresuran su huida los francos!


CCIII

De madrugada, al primer albor del día, Carlos, el emperador, se ha despertado. San Gabriel, que por mandato de Dios lo guarda, alza la mano y traza sobre él el signo de la cruz. El Rey se yergue, se despoja de todas sus armas y, como él, todos los de su ejército se desarman a su vez. Después montan en sus corceles y con gran brío, cabalgan por las largas huellas y los anchos caminos. Van a contemplar la prodigiosa catástrofe de Roncesvalles, donde tuvo lugar la batalla.


CCIV

Carlomagno ha llegado a Roncesvalles, y vierte llanto por los muertos que allí encuentra.

- Señores -dice a sus franceses-, id al paso, porque es necesario que me adelante a vosotros, por mi sobrino, que anhelo encontrar. Estaba yo en Aquisgrán, el día de una fiesta solemne, cuando mis valerosos caballeros se vanagloriaban de recios asaltos y grandes batallas que más tarde llevarían a cabo. Entonces oí decir a Roldán que si había de hallar la muerte en un reino extranjero, se adelantaría a sus hombres y sus pares en terreno enemigo, y se lo encontraría con la faz vuelta hacia el adversario: así habría muerto victorioso, el esforzado.

Un poco más lejos de lo que se puede arr9jar un palo, separándose de los demás, el emperador sube a un collado.


CCV

Mientras va Carlos en busca de su sobrino, ¡tantas hierbas del prado y tantas flores encuentra enrojecidas por la sangre de nuestros barones! La piedad lo invade, y no puede contener las lágrimas. Llega finalmente a la sombra de dos árboles. Sobre tres rocas reconoce los golpes de Roldán y entre la hierba verde contempla a su sobrino que yace. ¿Quién se asombrará, si se estremece de dolor? Baja del caballo, acude corriendo. Entre sus manos toma el cuerpo ... Tanto lo abruma la angustia que sobre él se desmaya.


CCVI

Ha vuelto en sí el emperador. El duque Naimón, el conde Acelino, Godofredo de Anjeo y su hermano Thierry lo toman en sus brazos, lo incorporan bajo un pino. Carlos mira a tierra y ve a su sobrino tendido.

Con gran dulzura, dice sobre él su lamento:

- ¡Roldán, amigo mío! ¡Que Dios te haga merced! Jamás hombre alguno conoció un caballero que como tú entablara las grandes batallas y lograse la victoria. Mi prestigio comienza a declinar.

No puede contenerse Carlos por más tiempo, y pierde el sentido.


CCVII

El emperador ha vuelto de su desmayo. Cuatro de sus barones lo sostienen en sus manos. Mira a tierra, y ve a su sobrino tendido. Su cuerpo sigue siendo hermoso, pero ha perdido el color; han girado en las órbitas sus ojos, y los invaden las tinieblas. Con amor y fe, Carlos dice sobre él su lamento:

- ¡Roldán, amigo mio. ¡Que Dios coloque tu alma entre las flores, en el paraíso, junto a los que disfrutan de la gloria! ¡Mal señor fue el que a España te llevó!

No habrá de despuntar un día en que por ti no sufra.

¡Cómo van a decaer mi fuerza y mis bríos! Ya no habrá nadie para defender mi honor; me parece no tener ya ni un solo amigo bajo el cielo. ¡Entre los parientes que conmigo quedan, ninguno tiene tu valor!

A puñados se arranca los cabellos. Cien mil franceses sienten tan agudo dolor que ni uno soló deja de derramar lágrimas.


CCVIII

- Roldán, amigo mío, a Francia tornaré. Cuando llegue a Laon, mi dominio privado, de muchos reinos acudirán vasallos extranjeros y me preguntarán: ¿dónde está el conde capitán? Yo les responderé que halló la muerte en España. Ya mi reino estará siempre marcado por el dolor, y no viviré un día sin llorar y gemir.


CCIX

- ¡Roldán, amigo mío, valiente, gallarda juventud! Cuando me encuentre en Aquisgrán, mi dominio, vendrán los vasallos a conocer las nuevas. Yo se las diré, extrañas y penosas: ¡Ha muerto mi sobrino, aquel que conquistó para mí tantos territorios! Contra mí se alzarán en rebelión los sajones, los húngaros y los búlgaros, y tantos otros pueblos malditos; los romanos y los de Apulia, y todos los de Palermo, los de África y los de Califerna. Comenzarán entonces mis penas y calamidades. ¿Quién conducirá mis huestes con tal denuedo, ahora que ha muerto aquel que siempre las guió? ¡Ah, Francia, cuan desolada quedas! ¡Es tan grande mi duelo que más quisiera estar muerto!

El emperador mesa su barba blanca y con ambas manos se arranca los cabellos de la cabeza! Cien mil franceses quedan por tierra sin sentido.


CCX

- ¡Roldán, amigo mío, que Dios se apiade de ti! ¡Que acoja tu alma en el paraíso! ¡Aquel que te dio muerte, a Francia dejó desamparada! ¡Tan agudo es mi dolor que quisiera morir! ¡Ay, mis caballeros, que por mí perdisteis la vida! ¡Plegue a Dios, el hijo de María Santísima, que antes de alcanzar los grandes puertos de Cize, mi alma se separe de mi cuerpo en este día, para ser colocada entre vuestras almas, y mi carne sepultada con la vuestra!

Llora y se mesa la barba blanca. Y dice el duque Naimón:

- ¡Grande es la angustia de Carlos!


CCXI

- Señor emperador -dice Godofredo de Anjeo-, ¡no deis rienda suelta a este dolor! Haced buscar por todo el campo los nuestros, a quienes los de España dieron muerte en la lid. Ordenad que se les dé sepultura en una misma fosa.

Y responde el Rey:

- Tocad vuestro olifante, para que la orden sea dada.


CCXII

Godofredo de Anjeo ha tocado su olifante. Echan pie a tierra los franceses, tal como lo ha dispuesto Carlos.

Al momento llevan a una fosa común a todos los amigos que encuentran muertos. En el ejército hay obispos y abades en gran número, monjes, canónigos y sacerdotes tonsurados; ellos les dan la absolución en nombre de Dios y los bendicen. Queman después mirra y tomillo, inciensan los cuerpos con esmero y los entierran con todos los honores. Luego los dejan: ¿qué más podrían hacer por ellos ahora?


CCXIII

El emperador hace preparar a Roldán, a Oliveros y al arzobispo Turpín para la sepultura. Ante sus ojos, manda abrir a los tres y ordena que se recojan sus corazones en un cendal de seda y se guarden en un ataúd de mármol blanco. Luego toman los cuerpos de los tres barones y los envuelven en pieles de ciervo, no sin antes haberlos lavado con aromas y vino. El Rey llama a Tibaldo y Gebuino, al conde Milón y a Atón, el marqués, y les dice:

- Llevadlos en tres carros.

Los tres están bien cubiertos con lienzos de seda de Calada.


CCXIV

El emperador se dispone a regresar, y he aquí que ante él surge la vanguardia de los sarracenos. De la tropa más cercana se destacan dos mensajeros que, en nombre del emir, le anuncian la batalla:

- Rey soberbio, no habrás de retornar tan pronto. ¡Mira como tras de ti cabalga Baligán! Poderosos son los ejércitos que trae consigo de Arabia. ¡Antes de la noche pondremos a prueba tu valor!

Carlos, el Rey, lleva la mano a su barba y queda pensativo, recordando su duelo y todo lo que perdió.

Pasea sobre sus mesnadas una mirada llena de fiereza y exclama con voz fuerte y clara:

- ¡Barones franceses! ¡A caballo y a las armas!


CCXV

El emperador se arma el primero. Con gran premura reviste su cota, se anuda el yelmo y ciñe Joyosa, cuyo centelleo ni el mismo sol puede apagar. Suspende de su cuello un escudo de Biterna, y toma su pica, enarbolándola. Monta después en Tencedor, su buen corcel, que conquistó en los vados de Marsona cuando desarzonó y derribó muerto a Malpalín de Narbona.

Suelta las riendas a su montura, le hinca repetidamente las espuelas y se lanza al galope a la vista de cien mil hombres. E invoca a Dios y al apóstol de Roma.


CCXVI

Por todo el campo, los de Francia echan pie a tierra; son más de cien mil los que se arman a la vez. Tienen equipos a su gusto, sus corceles son briosos y lucidas sus armas. Saltan gallardamente sobre sus monturas. Si llega la hora, se prometen librar batalla. Ondean los gonfalones hasta tocar los yelmos. Al contemplar Carlos tan cabal prestancia, llama a Tocerán de Provenza, al duque Naimón y a Antelmo de Maguncia, diciéndoles:

- Podemos contar con estos valientes. ¡Insensato el que entre ellos sienta algún temor! Si no renuncian a la lucha los árabes, espero cobrarme muy cara la muerte de Roldán.

Y responde el duque Naimón:

- ¡Así lo quiera Dios!


CCXVII

Carlos llama a Rabel y Guinemán y les dice:

- Señores, os lo ordeno, tomad los puestos de Roldán y Oliveros: lleve uno de vosotros la espada y el otro el olifante. Cabalgad los primeros, delante de los demás, y con vosotros quince mil franceses, todos ellos bachilleres y de los más valientes entre nuestros valientes. Otros tantos habrán de seguiros, al mando de Gebuino y Lorenzo: El duque Naimón y Jocerán, el conde, disponen los dos cuerpos de batalla en arrogante formación. Cuando llegue la hora, muy dura habrá de ser la contienda.


CCXVIII

Los dos primeros cuerpos de batalla se constituyen de franceses. Más tarde se establece el tercero, compuesto de vasallos de Baviera: se estima su número en veinte mil caballeros. Nunca por su lado habrá de ceder la línea de combate. Excepto los de Francia, que conquistan los reinos, no hay gente bajo el cielo que Carlos quiera más. El conde Ogier el Danés, buen guerrero, será su jefe, porque es muy gallarda la tropa.


CCXIX

Cuenta ya Carlos, el emperador, con tres cuerpos de batalla. El duque Naimón forma entonces el cuarto con barones de gran denuedo: son oriundos de Alemania y se calcula su número en veinte mil. Poseen buenos corceles y magníficas armas. Jamás por miedo a morir retrocederán un paso. Herman, duque de Tracia, será su guía; antes prefiere la muerte a cometer una villanía.


CCXX

El duque Naimón y Jocerán, el conde, disponen que el quinto cuerpo de batalla esté compuesto por normandos. Todos los franceses estiman su número en veinte millares. Tienen bellas armas y buenos corceles ligeros; antes morirán que rendirse. No hay bajo el cielo pueblo que más valga para la lid. Ricardo el Viejo los conducirá y habrá de dar recios golpes con su afilada pica.


CCXXI

El sexto cuerpo está integrado por bretones. Se reúnen allí treinta mil caballeros, que galopan como cumplidos barones: llevan pintadas las astas de sus lanzas y ondean en la punta los gonfalones. El señor que los manda tiene por nombre Eudes. Llama al conde Nevelón, a Tibaldo de Reims y al marqués Atón, diciéndoles:

- Conducid mi mesnada, os dejo ese honor.


CCXXII

Ya tiene formados el emperador seis cuerpos de batalla. El duque Naimón establece entonces el séptimo, con gente del Poitou y barones de Auvernia. Habrá allí unos cuarenta mil caballeros. Tienen buenos corceles y magníficas armas. Se reúnen aparte en un valle, al pie de una colina y Carlos los bendice con su mano diestra. Jocerán y Gaucelmo habrán de mandarlos.


CCXXIII

En cuanto al octavo cuerpo de batalla, Naimón lo ha formado con flamencos y con barones de Frisia; son más de cuarenta mil caballeros. Allí donde ellos se encuentren, jamás decaerá el combate. Y dice el Rey:

- Buen servicio me habrán de hacer éstos. Reinaldo y Aimón de Galicia los conducirán como nobles caballeros.


CCXXIV

Naimón y Jocerán han formado con valientes el noveno cuerpo de batalla. Son caballeros de Lorena y Borgoña, y hay allí unos cincuenta mil bien contados, con el yelmo atado y vestidos con la cota. Tienen fuertes picas, de asta corta. Si los árabes no rehuyen la lucha, hallarán en ellos recios adversarios, cuando arremetan. Los guiará Thierry, duque de Argona.


CCXXV

Barones de Francia integran el décimo cuerpo de batalla. Hay allí cien mil de nuestros mejores capitanes. Gallarda es su figura, su porte altivo; son floridas sus sienes y blancas sus barbas. Los cubren armaduras y cotas de doble malla, y ciñen espadas de Francia y de España. Sus bien cincelados escudos están adornados con inmumerables marcas. Han montado a caballo y piden combatir a los gritos de ¡Montjoie! Con éstos va Carlomagno. Godofredo de Anjeo es portador del oriflama. Había pertenecido a San Pedro y se llamaba Romano, mas cambió su nombre por el de Montjoie.


CCXXVI

El emperador baja de su caballo. Sobre la hierba se prosterna, la faz contra la tierra. Vuélvela luego hacia el sol naciente e invoca a Dios de todo corazón:

- ¡Padre Verdadero! Defiéndeme en este día, Tú que salvaste a Jonás del vientre de la ballena, Tú que perdonaste al Rey de Nínive y libraste a Daniel del horrible suplicio en la fosa de los leones, Tú que protegiste a los tres niños en el horno ardiente. ¡Válgame tu amor en este día! ¡Si te place, concédeme por tu gracia que pueda vengar a mi sobrino Roldán!

Terminada su oración, se yergue Carlos y traza sobre su frente el signo que fortalece. Vuelve luego a montar su rápido corcel, cuyo estribo le han sujetado Naimón y Jocerán. Toma su escudo y su tajante pica.

Su cuerpo es noble, gallarda y airosa su apostura. Tiene el rostro claro y sereno. Seguidamente, cabalga, firme sobre los estribos. Al frente y a retaguardia suenan los clarines; más agudo que los otros, se eleva el sonido del olifante. Y lloran los de Francia por la ausencia de Roldán.


CCXXVII

Gallardamente cabalga el emperador. Su barba le cubre el pecho, fuera de la cota. Por amor a él imítanle los demás: así habrán de reconocerse los cien mil franceses de su cuerpo de batalla. Salvan los montes y las cumbres rocosas, los valles profundos y los siniestros desfiladeros. Dejan atrás los puertos y las comarcas salvajes. Penetran en España y toman posición en una planicie.

Retornan hacia Baligán sus enviados. Un sirio le dice el mensaje:

- Hemos visto a Carlos, el Rey soberbio. Orgullosos son sus hombres y no habrán de faltarle. Armaos al punto: libraréis batalla.

- Espléndida se anuncia -dice Baligán-. ¡Haced sonar vuestros clarines para que lo sepan mis sarracenos!


CCXXVIII

Por todo el ejército hacen resonar los tambOFes y las bocinas, y el toque agudo y claro de los olifantes. Desmontan los infieles para armarse. No desea el emir mostrarse lento: se cubre con su cota de faldopes bruñidos y ata su yelmo guarnecido de oro y de pedrerías.

Después ciñe su espada a su costado izquierdo; en su vanidad, le ha encontrado nombre. Como ha oído hablar de la espada de Carlos, él llama a la suya Preciosa; tal es su grito de guerra en las batallas, y lo hace corear por sus caballeros. Suspende después a su cuello uno de sus escudos, grande y ancho; la bloc a es de oro con los bordes de cristal; la correa es de buen paño de seda bordado de círculos. Enarbola su pica, que llama Maltet; el asta es tan gruesa como una maza, el hierro sería carga suficiente para un mulo.

Baligán monta sobre su caballo; Márcules de Ultramar le ha sujetado el estribo. Tiene el esforzado muy grande la horcajadura, las caderas estrechas y anchos los costados; amplio y bien modelado el pecho, robustos los hombros, muy clara la tez y altanero el semblante. Su cabello ensortijado es tan blanco como flor de primavera, y muchas veces ha probado su denuedo. ¡Dios!, ¡qué barón, si cristiano fuera! El emir azuza su corcel: brota clara la sangre bajo la espuela.

Se lanza al galope y salta un foso cuya anchura puede calcularse en cincuenta pies. Los infieles exclaman:

- ¡Para defender las fronteras está hecho este barón! ¡No hay francés que al pretender combatirlo no pierda, quiéralo o no, su vida! ¡Muy loco está Carlos si no ha batido en retirada!


CCXXIX

El emir tiene el aspecto de un verdadero barón. Como flor blanca es su barba. Es doctor muy sabio en su ley y se muestra soberbio e intrépido en la lid. Su hijo Malprimís es también cumplido caballero. Es de alta estatura y fuerte; tiene la traza de sus antepasados.

- ¡Vamos, pues, señor! ¡Adelante! -le dice al padre-. ¡Mucho me sorprenderá que topemos con Carlos!

Y responde Baligán:

- Lo encontraremos, porque es muy valiente. Muchas crónicas dicen de él grandes alabanzas. Pero ya no tiene a su sobrino Roldán, no bastarán sus fuerzas para enfrentarnos.


CCXXX

Y añade Baligán:

- Malprimís, hijo gentil, el otro día hallaron la muerte Roldán, el buen vasallo, y Oliveros, el valeroso y noble, y con ellos los doce pares que tanto amaba Carlos. Fueron muertos veinte mil combatientes de los de Francia. A todos los demás no les otorgo el valor de un guante. En verdad, regresa el emperador: me lo anunció el sirio, mi mensajero. Diez grandes cuerpos de batalla se encaminan hacia aquí. El que toca el olifante es de gran bravura. Su compañero le responde con un cuerno de sonido claro, y ambos cabalgan los primeros; con ellos van quince mil franceses de los bachilleres que Carlos llama sus hijos. Tras de éstos, otros tantos se aproximan, que muy gallardamente combatirán.

- Un don os pido -dice Malprimís-: ¡otorgadme que sea yo quien dé el primer golpe!


CCXXXI

- Malprinús, hijo mío -responde Baligán-, os concedo lo que me habéis pedido. Al momento acometeréis a los franceses. Llevaréis con vos a Torleu, el Rey persa y Dapamor, otro Rey leude. Si lográis echar por tierra su inmenso orgullo, os daré una parte de mi reino, desde el Jordán hasta Valmarqués.

- ¡Gracias os sean dadas, señor! -responde Malprimís.

Se adelanta, recibe el don, la tierra que fue del Rey Florián. En mala hora la acepta: nunca había de verla. Nunca será investido de este feudo ni llegará a poseerlo.


CCXXXII

Cabalga el emir entre las filas de sus huestes. Su hijo, el de la alta estatura, lo sigue. Al momento, el Rey Torleu y el Rey Dapamor establecen treinta cuerpos de batalla; el número de caballeros es asombroso: el menor escuadrón cuenta con cincuenta mil. Forman el primero los de Butrinto, y el segundo los de Misnia, de grandes cabezas; les crecen en el espinazo, a lo largo de la espalda, cerdas como tienen los puercos. El tercero está compuesto de nubios y de blas, y el cuarto de brucios y de esclavones, y el quinto de sármatas y serbios, y el sexto de armenios y moros. Forman el séptimo los de Jericó, el octavo los de Nigricial el noveno los kurdos y el décimo los de Balida la Fuerte. Es una raza que jamás persiguió el bien. Jura el emir, con todos los juramentos que conoce, por los milagros de Mahoma y por su cuerpo:

- ¡Muy loco está Carlos de Francia, que hacia nosotros cabalga! Si no la rehuye, tendrá la batalla. Jamás volverá a ostentar la corona de oro.


CCXXXIII

Organizan después otros diez escuadrones de combate. Está compuesto el primero de feos cananeos, que vinieron de Valfuida a campo traviesa; el segundo de turcos, el tercero de persas y el cuarto de petchenecos.

Forman el quinto los soltras y los ávaros, el sexto los ormaleses y los egeos, el séptimo los del pueblo de Samuel, el octavo los de Brusa, el noveno los de Clavers y el décimo los de Occián la Desierta: componen una turba que jamás sirvió a Dios. Nunca oiréis hablar de peores felones. Tienen la piel tan dura como el hierro, y por eso no necesitan loriga ni yelmo. Son recios y porfiados en la lucha.


CCXXXIV

Ha organizado el emir otros diez cuerpos de batalla. El primero está formado de gigantes de Malprosa, el segundo de hunos y el tercero de húngaros; el cuarto se compone de los de Baldisa la Luenga, el quinto de los de Valpenosa y el sexto de los de Marosa. El séptimo lo integran lituanos y astrimonios, el octavo los de Argólide, el noveno los de Clarbona y el décimo los de Fronda, de luengas barbas. Es una turba que jamás quiso a Dios. Los anales de los francos enumeran de esta guisa treinta cuerpos de ejército.

Imponentes son las huestes, en las que pregonan las bocinas. Los infieles cabalgan con denuedo.


CCXXXXV

El emir es señor de gran poderío. Hace llevar ante él su dragón, el estandarte de Tervagán y de Mahoma, y una imagen de Apolo, el felón. Diez cananeos cabalgan escoltándolos; en voz alta van sermoneando de esta suerte:

- ¡Aquel que de nuestros dioses espere la salvación, que los sirva y los adore con todo respeto!

Los infieles inclinan la cabeza; sus yelmos centelleantes se humillan hasta tierra.

Y dicen los franceses:

- ¡Truhanes, muy pronto habrá de llegaros la muerte! ¡Que este día siembre la confusión entre vosotros! ¡Vos, Dios nuestro, defended a Carlos! ¡Que SU nombre quede vencedor de esta batalla!


CCXXXVI

El emir es un jefe de mucho juicio. Llama a su. hijo y a los dos Reyes y les dice:

- Señores barones, cabalgaréis al frente. Habréis de tomar el mando de todos mis cuerpos de ejército, pero quiero conservar a mi lado tres de ellos, entre los mejores: el primero de turcos, el segundo de ormaleses y el tercero de gigantes de Malprosa. Junto a mí estarán los de Occián; ellos acometerán a Carlos y a los franceses. Si el emperador viene a justar conmigo, le separaré la cabeza de los hombros. ¡Créalo bien! No habrá de caberle otra suerte.


CCXXXVII

Grandes son los ejércitos, gallardos los cuerpos de batalla. No hay entre franceses y moros ni monte ni valle, ni collado, ni selva ni bosque que pueda disimular una hueste: se contemplan frente a frente, sobre la tierra llana.

Y dice Baligán:

- ¡Adelante, mis sarracenos! ¡Cabalgad para buscar la lucha!

Amborio de Oliferna es portador de la insignia. Al verla, los infieles claman ¡Preciosa!, que es su grito de guerra.

Y dicen los franceses:

- ¡Sea este día el de vuestra perdición! -Y añaden luego, con voz potente-: ¡Montjoie!

El emperador hace tocar los clarines, y el olifante, que a todos conforta. Los infieles dicen:

- Magnifico es el ejército de Carlos. Será una batalla de gran violencia y reciedumbre.


CCXXXVIII

Anchuroso es el llano y a lo lejos se extiende la comarca. Centellean los yelmos de oro guarnecidos de piedras preciosas, y los escudos y las cotas bruñidas, y las picas y los gonfalones atados a los hierros. Pregonan los clarines; sus voces son muy claras, y muy agudas las notas del olifante.

El emir llama a su hermano Canabeu, el Rey de Floredea dueño de las tierras hasta Valsevré. Le muestra los cuerpos de ejército de Carlos y le dice:

- ¡Ved el orgullo de Francia, la celebrada! El emperador cabalga lleno de soberbia. Forma la retaguardia con esos ancianos que ostentan sobre las armaduras sus barbas tan blancas como nieve sobre hielo. Éstos darán recios golpes con sus espadas y sus lanzas. Tendremos una batalla dura y encarnizada; nunca se verá otra semejante.

Al frente de sus mesnadas, más lejos de lo que se podría arrojar una vara pelada, cabalga Baligán, gritando:

- ¡Vamos, sarracenos, que yo os señalaré el camino!

Enarbola su pica, cuya punta dirige hacia Carlos.


CCXXXIX

Carlos el grande, cuando ve el emir y el dragón, la enseña y el estandarte, y cuán poderosa es la hueste de los árabes, y cómo cubren toda la comarca menos el terreno en que se mantiene, exclama con sonora voz, el Rey de Francia:

- Barones francos, sois buenos vasallos; ¡en tantas grandes batallas habéis lidiado! Ved los infieles: son felones y cobardes. Su ley no vale un dinero. Si esta turba es numerosa, ¿qué nos importa, señores? Aquel que no quiera seguirme al instante, ¡que se vaya!

Después clava las espuelas en su corcel. Tencedor da cuatro brincos y dicen los franceses:

- ¡Este Rey es un bravo! ¡Cabalgad, barones, ninguno de nosotros habrá de faltarle!


CCXL

El día es claro y centellea el sol. Magníficos son los ejércitos, poderosos los cuerpos de batalla. Los de vanguardia se acometen. El conde Rabel y el conde Guinemán dejan sueltas las riendas a sus ligeros corceles y clavan con fuerza las espuelas en sus costados. Los francos arremeten entonces al galope y corren a herir con sus tajantes picas.

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