Indice de Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos de Rainer Maria Rilke Kismet Muda compañíaBiblioteca Virtual Antorcha

Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos

Rainer Maria Rilke

GENERACIONES


En nuestras habitaciones, el jueves huele a tomate, el domingo a pato asado, y cada lunes el olor es de lejía. Tales son los días: el rojo, el grasiento. el jabonoso. Además, hay los días detrás de la puerta acristalada; o más exactamente un día único de frío, de seda y de madera de sándalo. Ahí la luz es tamizada, fina, plateada, ínmóvil; el hollín, el tumulto y todo lo que vuela no penetran hasta ahí como en las otras habitaciones. Y sin embargo, sólo la puerta acristalada los retiene; pero es como veinte puertas de bronce, o como un puente de una longitud infinita, o como un río de barca poco seguro, de una a otra ribera.

Rara vez penetra alguien ahí, y reconoce, uno tras otro, hundidos en la oscuridad crepuscular, encima del sofá, grandes, con marcos de oro, al abuelo y a la abuela. Son bustos ovales, angostos, pero uno y otro modelo han alzado allí sus manos, por fatigosa que haya podído ser la postura. Y esos bustos no serían retratos sin esas manos tras las cuales ellos han vivido, dulcemente, modestamente, todos los días de la vida. Esas manos conocieron la vida, el trabajo, la nostalgia y la zozobra, han sido alegres y jóvenes, han envejecido y se han cansado, en tanto que ellas mismas eran sólo los espectadores piadosos y respetuosos de tal destino.

Tienen gestos de ociosidad. en alguna parte, lejos de la vida; dijérase que no han tenido nada más que hacer que volverse poco a poco semejantes el uno al otro. Y en sus marcos de oro encima del sofá, se asemejan como hermano y hermana. Pero he aquí de pronto sus manos sobre las vestimentas negras del domingo. y ellas los traicionan.

Una, duramente crispada y sin escrúpulos, dice: Siete hijos. ¡Oh! Y he aquí que el rubio nieto está ahí escuchando a las manos, y piensa: Esa mano es como mi padre -y es la dura, la nudosa-. Y ante la mano pálida, siente que es como su madre. La semejanza es grande; y el muchacho sabe que a sus padres no les gusta nada verse así; por eso es que vienen rara vez al salón. Están en su lugar en las habitaciones colmadas de luz, en el cambiar de los días, ora rojos de tomates, ora sofocantes de vapores de jabón. Porque la vida es así. Y todo esto queda inscripto en sus rasgos, como antaño en las manos de los abuelos. Dos pares de manos, esto es lo que son, y nada más.

Detrás de la puerta acristalada, hay extraños pensamientos. Los altos espejos semi-ciegos, repiten sin cesar, como si debieran aprenderlo de memoria: el abuelo, la abuela. Y los álbumes, encima de la mesa de tejer, están repletos de esas imágenes: abuelo, abuela, abuelo, abuela. Naturalmente, las sillas rígidas se mantienen respetuosamente alrededor; como si justamente acabaran de ser presentadas la una a la otra y cambiaran las primeras cortesías: Encantada, o ¿Pensáis quedaros mucho tiempo aquí? Luego callan y dicen todas juntas: Os lo suplico, y cuando el reloj comienza; Tinguiliguin, y ella canta con su voz frágil y apagada, un minueto. La canción flota por un momento encima de los objetos y se hunde de inmediato en los numerosos espejos sombríos, y reposa en ellos como la plata en los mares.

El nieto permanece en un rincón, semejante a un Van Dyck. Le gustaría tener un nombre tal que pudiera ser cantado por el mecanismo del reloj, porque de súbito tiene este sentimiento: la lucha y la enfermedad, y también las zozobras, y el pan cotidiano, y los días de lejía, y todo lo que habita con nosotros en las habitaciones estrechas, fuera de aquí, no es la vida. La vida real es semejante a ese Tinguiliguin ... Ella es capaz de tomar y dar, de hacer de un hombre un mendigo o un rey, de tornarlo triste o profundo, según su gusto, pero no puede desfigurar el rostro con la inquietud o la cólera, y no puede -¡perdona, abuelo!- no puede tampoco hacer manos duras y feas como las tuyas.

Era un sentimiento vasto y oscuro, en el niño rubio. Una suerte de plano de fondo delante del cual permanecían otros pequeños pensamientos infantiles semejantes a soldados de plomo. Sin embargo, sentía esto, lo sufría; tal vez lo viviría un día.
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