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Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos

Rainer Maria Rilke

KISMET


Ancho y pesado, Král el fuerte estaba sentado al borde del camino de tierra surcado de carriles. Tjana se acurrucaba junto a él. Tenía apretado su rostro de niña entre sus manos morenas y aguardaba, con los ojos muy abiertos, espiando en silencio. Ambos contemplaban el crepúsculo de otoño. Delante de ellos, en el prado pálido y pobre, estaba parado el carromato verde; lanas multicolores flotaban suavemente sobre la puerta. Un humo liviano y azulado se elevó de la angosta chimenea de palastra y temblando se disipó en el aire. Más lejos, sobre las colinas que parecían formar largas ondas rasas, el caballo de tiro fatigado parecía chapotear y ramoneaba a cortas dentelladas rápidas el escaso retoño que quedaba. A veces se detenía, alzaba la cabeza y con sus buenos ojos pacientes miraba el mismo crepúsculo en que se encendían y saludaban las ventanitas del pueblo.

- Sí -dijo Král, con un aire de salvaje resolución- Es por tu causa que él está allí.

Tjana guardó silencio.

- Si no, ¿qué vendría a hacer aquí Prokopp? -agregó Král, con enojo.

Tjana encogió los hombros, arrancó con un vivo gesto algunas largas briznas de una hierba plateada y, jovial, las tornó entre sus dientes blancos y brillantes. Siempre silenciosa, parecía contar las luces del pueblo.

Se elevó el Ave María, allá lejos.

La débil campanita precipitaba su movimiento, como impaciente por terminar. El sonido se detuvo de golpe y se hubiera dicho que en el aire quedaba suspendida una queja. La joven bohemia echó sus graciosos brazos hacia atrás y se apoyó contra la cuesta. Escuchaba el canto vacilante de los grillos y la voz lasa de su hermana que cantaba una canción de cuna en el interior del carromato.

Ambos prestaron oidos durante algunos momentos. Después el niño se puso a llorar en el carromato, con largos sollozos desesperados. Tjana volvió la cabeza hacia el gitano y le dijo, burlona:

- ¿Qué esperas para ir a ayudar a tu mujer, Král? El niño llora.

Král agarró la mano de la muchacha:

- Es por ti que ha venido Prokopp -refunfuñó.

La muchacha meneó la cabeza con un aire sombrío.

- Lo sé.

Entonces Král el fuerte asió su otra mano y la apretó contra la tierra. Tjana estaba como crucificada. Mordió sus labios hasta sangrarlos para no gritar. Amenazador, él se había inclinado sobte ella. Tjana nada veía ya del crepúsculo otoñal. Sólo lo veía a él, con sus hombros anchos y poderosos. Era tan grande, sobre ella, que le ocultaba el carromato, el pueblo y el cielo pálido. Cerró un instante los ojos y sintió: Král significa rey. Sí, en efecto es un rey.

Pero al mismo tiempo sintió el dolor quemándole las muñecas como una humillación. Se sobresaltó, desprendióse con una violenta sacudida y se irguió ante Král, furiosos y chispeantes los ojos.

- ¿Qué quieres? -preguntó él con una voz sorda.

Tjana sonrió.

- Danzar.

Levantó sus graciosos brazos de frágil muchacha y lenta y ligeramente los hizo girar como si sus manos morenas fueran a trocarse en alas. Inclinó la cabeza hacia atrás, muy atrás, dejando flotar sus cabellos negros y pesados, y ofreció su extraña sonrisa a la primera estrella que aparecía. Sus pies desnudos, de tobillos finos, buscaban un ritmo, como a tientas; en su joven cuerpo había un deseo de mecedura y de caricias, de goce consciente y de abandono sin voluntad, como deben experimentarlo las flores de tallos delgados cuando el crepúsculo las roza.

Temblorosas las rodillas, Král estaba de pie ante ella. Veía el bronce pálido de los hombros desnudos de la bailarina. Y sentía confusamente, Tjana danza el amor.

Cada sople que atravesaba los prados parecía confundirse con sus movimientos, como una ligera caricia, y todas las flores soñaban en su primer sueño mecerse e inclinarse de ese modo. Tjana se acercaba más y más a Král y se inclinó hacia él, tan extrañamente que los brazos del hombre parecían paralizados por su muda contemplación. Estaba de pie como un esclavo y escuchaba latir su corazón. Tjana lo rozaba como un aliento, el ardor de su movimiento muy próximo lo alcanzaba como una onda. En seguida ella retrocedió muy atrás, sonrió con una expresión de orgullo vencedor y sintió: Sin embargo, no es un rey.

El gitano recobraba poco a poco sus sentidos y la perseguía como a una imagen de ensueño, a tientas y secretamente. De pronto se detuvo. Algo se unía y se mezclaba al movimiento mecedor de Tjana. Un canto ligero y flotante que parecía desde largo tiempo contenido en su danza y que, como saliendo de un largo sueño, parecía florecer en cadencias más y más ricas pletóricas.

La bailarina vacilaba. Todos sus movimientos se hacían más lentos, más suaves, como si estuviera al asecho. Miró a Král y ambos sintieron ese canto como un peso que los paralizaba. A su pesar, sus ojos se volvieron en la misma dirección y vieron a Prokopp que avanzaba. La delgada silueta de su cuerpo de hombre mozo dibujábase sobre el crepúsculo gris de plata. Caminaba, como inconsciente, con paso somnolento, y sacaba las notas de su dulce canción de una simple flauta rústica. Lo vieron acercarse. De pronto Král se lanzó a su encuentro y arranco la flauta de los labios del joven. Prokopp, con presencia de ánimo, asió con sus viriles manos los brazos del agresor, los apretó con fuerza y sostuvo con ojo interrogador la mirada hostil y ardiente de Král.

Los hombres permanecieron así, cara a cara. Alrededor de ellos era el silencio. El carromato verde parecía mirar la comarca, a través de los resplandores turbios de sus lumbreras, como con ojos tristes que esperaban.

Sin decir palabra, los dos gitanos se soltaron de pronto. Král con una cólera terca, el joven frente a él, con una confesión suavemente interrogadora en sus ojos sombríos. Bajo la mirada de los hombres, Tjana se había desplomado. Parecíale que debía ir hacía Prokopp, abrazarlo y preguntarle: ¿De dónde viene esa canción? Pero ya no tenía fuerza para ello. Estaba acurrucada al borde del camino, inerte, como una criatura que tiene frío, y guardaba silencio. Sus labios callaban. Sus ojos callaban.

Los hombres aguardaron un momento, luego Král echó al otro una mirada hostil y provocadora y tomó la delantera. Prokopp parecía vacilar. Tjana vió los ojos tristes del joven gitano despedirse de ella. Ella se estremeció. Después la silueta delgada y ágil se hizo más y más imprecisa y acabó pot desaparecer en la dirección en que Král se había marchado. Tjana oyó los pasos perderse en los prados. Retuvo el aliento, escuchando en la noche.

Un soplo recorrió la llanura, cálido y apacible como el aliento de un niño dormido. Todo estaba claro y silencioso; y de ese vasto silencio se destacaban los sones ligeros de la joven noche: el zurrido de los viejos tilos, un arroyo en alguna parte, y la pesada caída de una mañana madura en la hierba de otoño.
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