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¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS

RICARDO FLORES MAGÓN

UNA MUERTE SIN GLORIA



Hacía una semana que los camaradas se habían lanzado a la Revolución, y Pedro se sentía triste. El deseaba estar al lado de aquellos leones que, rifle en mano, se encontraban en el campo de la acción luchando por la libertad humana. Se acordaba de la última reunión que tuvieron en su casa humilde de trabajador. Había sido en la noche; el aire frío se colaba por todas las rendijas, como para refrescar aquellos ánimos exaltados. José, el rezagador de la mina, hablaba con entusiasmo.

- Compañeros -dijo acariciando un vaso de vino-, a morir sin gloria aplastado por la mina para engordar al burgués, a morir en el campo de la acción en defensa de nuestros derechos como productores de la riqueza social, prefiero esto último, y, llevando a sus labios el vaso, bebió el contenido de un sorbo.

El aire tenía un quejido en cada resquicio, como si todas las víctimas de la explotación y de la tiranía se hubieran congregado aquella noche alrededor de la casucha para hacer oír sus penas.

Los coyotes aullaban melancólicos en la colina cercana, trasijados y nerviosos. El tecolote inquietaba, con sus notas lúgubres a los pajarillos en sus nidos.

Juan, el peón ferroviario, corpulento y falto de palabras, abrazó a José y dijo:

- Voy contigo, al mismo tiempo que caían de la mesa algunos platos, sacudida por la rudeza de las efusiones del peón.

El gato despertó asustado; en la pieza contigua lloró un niño; la lámpara de petróleo bostezó un humo espeso y hediondo.

José llenó de nuevo su vaso. Todos parecían poseídos de ese ardor propio de los corazones generosos que laten por un grande ideal.

El Manifiesto del 23 de septiembre de 1911, encuadernado en rojo, brillaba sobre la mesa proletaria. como un ascua.

- ¿Cuántos más vamos?, preguntó José.

Todos se pusieron en pie para significar que todos estaban dispuestos a lanzarse a la lucha. Sólo Pedro permaneció sentado. Las miradas asombradas de sus camaradas se volvieron hacia él, que, con la frente entre las manos, lloraba ...

- Tienes miedo, ¿eh?, dijo brutalmente Santiago, el pastor de borregas, haciendo una mueca de desprecio.

Todos veían a Pedro con lástima: la escena era singularmente penosa. De la pared pendía un retrato de Praxedis G. Guerrero.

El mártir, en actitud pensativa, miraba fijamente a aquel bello grupo de hijos del pueblo que se disponía a seguir sus huellas luminosas.

Pedro, emocionado hasta el llanto, se levantó vacilante como un borracho, a pesar de que él no había probado el vino -era temperante- y, con voz apagada, dijo:

- Yo no puedo ir con vosotros; Marta, mi compañera, se opone a que os acompañe: ella dice que tengo la obligación de mantener a nuestros hijos. Yo me quedo.

El frío arreciaba según avanzaba la noche, y el viento, quejumbroso, se lamentaba en cada rendija.

Manuel, el obrero tabaquero, tosía, y de su pecho oprimido se escapaba un rumor parecido al del agua hirviendo en una marmita. Todos se habían sentado menos él. Quería hablar; pero la tos ahogaba sus palabras. Por fin, exclamó:

- Sí, marchemos a la lucha, compañeros.

Tosió, escupió una masa viscosa y sanguinolenta, y prosiguió:

- En la mina morimos aplastados; en el taller nos espía la tisis; en el campo se muelen nuestros riñones; el andamio nos traiciona y nos despide al espacio; la cantera machaca nuestros huesos; la maquinaria nos mutila ... ¡todo en beneficio del burgués! ¿Por qué no, mejor, perder la vida combatiendo por nuestros derechos de productores que somos? ¿Por qué no, mejor, empuñar el rifle para arrebatar de las manos de la burguesía infame la riqueza natural y la que hemos producido nosotros mismos?

Praxedis, desde su cuadro, presidía aquella reunión de héroes.

El viento helado continuaba quejándose a través de las hendeduras.

Manuel tosió, y su tos pareció que provenía del fondo de un cántaro.

- ¿Oís?, gritó; el viento nos trae los lamentos de todos los que sufren; el llanto del niño, que quiere pan; la angustia del hijo ante sus ancianos padres, moribundos por falta de alimentos; el sufrimiento de la prostituta, forzada a vender su carne para llevar a sus hijos un mendrugo; el suspiro del presidiario, que se pudre en un rincón de su calabozo; la respiración fátigosa de los proletarios, que amasan, con su sudor y con su sangre, la fortuna del señor. ¡Rebelémonos!

- ¡A la lucha!, gritaron todos, y de aquellos pechos abnegados brotaron heroicas las notas de La Marsellesa Anarquista:

A la revuelta, proletarios;
Ya brilla el día de la redención ...

Las nubes se teñían de rosa, como avergonzadas de haber sido sorprendidas en su lecho por el Sol. Alboreaba; el tecolote había huido, espantado por la cercanía del día, y los pajarillos cantaban alegres, dichosos por la desaparición de su verdugo; los coyotes se escondieron en sus madrigueras, y el gato, roncando en su rincón, contraía nerviosamente la piel, mortificado por las moscas.

Desde entonces todo fue triste para Pedro. El fue el único que se quedó. Aquel día su tristeza se había quintuplicado. Muy de mañana se levantó y se dirigió a la mina. Sentía que se le oprimía el corazón.

- Mi deber -pensaba- era haber marchado con ellos. La mina puede desplomarse cualquier día y sepultarme bajo sus escombros, y entonces, ¿qué? Entonces quedaría mi familia sin pan, de la misma manera que habría quedado si me hubieran matado los defensores del sistema capitalista en los campos de la acción.

La negra boca de la mina se abría a sus pies, como la de un monstruo hambriento que bosteza impaciente por su ración de carne humana. Pedro echó una mirada a su alrededor, lanzó un suspiro y bajó a su trabajo.

Cinco horas después, unos hombres enmarañados y taciturnos depositaban, a los pies de Marta, el cuerpo machacado de Pedro.

Una roca lo había aplastado como a un ratón.

¡Una muerte sin gloria!

(De Regeneración, del número 207, fechado el 9 de octubre de 1915).
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