Indice de ¿Para qué sirve la autoridad? y otros cuentos de Ricardo Flores Magón Por Tierra y Libertad ¿Para qué sirve la autoridad?Biblioteca Virtual Antorcha

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS

RICARDO FLORES MAGÓN

¡JUSTICIA!



El gobernante, el burgués y el clérigo sesteaban aquella tarde a la sombra de un fresno que lucía vigoroso en el cañón de la sierra.

El burgués, visiblemente agitado, estrujaba entre sus manos regordetas un cuadernito rojo, y decía entre suspiro y suspiro:

- Todo lo he perdido: mis campos, mis ganados, mis molinos, mis fábricas; todo se encuentra en poder de los desarrapados.

El gobernante, temblando de rabia, decía:

- Esto es el acabóse; ya nadie respeta la autoridad.

Y el clérigo elevaba los ojos al cielo y decía compungido:

- ¡Maldita razón; ella ha matado la fe!

Los tres personajes pensaban, pensaban, pensaban ...

La noche anterior habían hecho irrupción en el pueblecillo unos cincuenta revolucionarios, a quienes los proletarios del lugar habían recibido con los brazos abiertos, y mientras buscaban al gobernante, al burgués y al clérigo para exigirles estrecha cuenta de sus actos, éstos huyeron al cañón en busca de refugio.

- Nuestro imperio sobre las masas ha terminado, dijeron a una voz el gobernante y el burgués.

El clérigo sonrió, y dijo con tono convencido:

- No os amilanéis. Cierto es que la fe pierde terreno; pero yo os aseguro que, por medio de la Religión, podemos recuperar todo lo perdido. Por lo pronto parece que las ideas contenidas en ese maldito cuaderno han triunfado en el pueblecillo, y triunfarán ciertamente si permanecemos inactivos. No niego que esas malditas ideas gozan de simpatías entre la plebe; pero otros las rechazan, sobre todo las que atacan directamente a la Religión, y entre estos últimos es entre quienes debemos fomentar un movimiento de reacción. Afortunadamente pudimos escapar los tres, que, si hubiéramos perecido en las manos de los revolucionarios, las viejas instituciones habrían muerto con nosotros.

El burgués y el gobernante sintieron como si se les hubiera librado de terrible carga.

Los ojos del burgués chispearon, encendidos por la codicia.

¡Cómo! ¿Con que sería posible para él volver a disfrutar de la posesión de sus campos, de sus ganados, de sus molinos y de sus fábricas? ¿No habría sido todo otra cosa que una cruel pesadilla? ¿Volvería a tener bajo su poder a todos los habitantes de la comarca, gracias a los buenos oficios de la Religión?

Y, poniéndose en pie, sacudió el puño en la dirección del pueblecillo, cuyo caserío blanqueaba alegre a los rayos de un sol de mayo.

El gobernante, emocionado, dijo con convicción:

- Yo siempre he creído que la Religión es el más firme apoyo del principio de autoridad. La Religión enseña que Dios es el primer jefe, y los gobernantes somos sus lugartenientes en la tierra. La Religión condena la rebeldía porque considera que los gobernantes están sobre los pueblos por la voluntad de Dios. ¡Viva la Religión!

Enardecido por sus propias palabras, el gobernante arrebató de las manos del burgués el cuadernito rojo, lo hizo añicos y arrojó los pedazos en dirección del pueblecillo, como reto a los nobles proletarios insurreccionados.

- ¡Perros! -gritó, - ¡recibid eso con mi saliva!

Los trocitos del papel volaron alegres arrastrados por el viento, como mariposillas juguetonas. Era el Manifiesto de 23 de septiembre de 1911.

Las primeras sombras de la noche comenzaban a subir del valle, y a la luz crepuscular podía verse ondear, sobre una casita del pueblecillo, una bandera roja que ostentaba en letras blancas esta inscripción: Tierra y Libertad.

El gobernante, el burgués y el clérigo gritaron agitando los puños hacia el pueblecillo:

- ¡Nido de víboras, pronto te aplastaremos!

Todavía lucían por Occidente los últimos brochazos que dio el sol al despedirse; las ranas preludiaban su acostumbrada serenata, libres, felices, ignorantes de las miserias que hacen sufrir al hombre. En el fresno, una pareja de cenzontles se cantaban sus libres amores, sin jueces, sin curas, sin escribanos. La belleza apacible de la hora invitaba al corazón humano a manifestar todas sus torturas, y a los sentimientos a materializarse en una obra de arte ...

Haciendo estremecer hasta las rocas, un grito formidable bajó rodando por la cañada: ¡Quién vive!

El gobernante, el burgués y el clérigo temblaron, presintiendo su fin. La noohe había acabado de sacar de su baúl todos sus crespones; los cenzontles enmudecieron; las ranas callaron; una ráfuga de aire agitó siniestramente las ramas del fresno, y en las tinieblas, pavoroso, volvió a resonar el grito faotídico: ¡Quién vive!

Los tres personajes recordaron en un segundo todos sus crímenes: ellos habían gozado todas las delicias de la vida a costa del sufrimiento de los humildes; ellos habían mantenido a la humanidad en la ignorancia y en la miseria, para poder satisfacer sus apetitos.

Un rumor de pisadas enérgicas se acercaba a ellos: eran los soldados del pueblo, los soldados de la Revolución Social. Una descarga de fusilería hizo rodar, sin vida, a los representantes de la hidra de tres cabezas: Autoridad, Capital y Clero.

(De Regeneración del número 192, fechado el 13 de junio de 1914).
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