Indice de ¿Para qué sirve la autoridad? y otros cuentos de Ricardo Flores Magón ¡Bandidos! CosechandoBiblioteca Virtual Antorcha

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS

RICARDO FLORES MAGÓN

EXPROPIACIÓN



La noche anterior habíase reunido la peonada. Ya aquello no era vivir; los amos nunca habían sido tan insolentes ni tan exigentes. Era necesario que aquello acabase de una vez. El hombre que había estado conversando con ellos una semana antes, tenía razón: los amos son los descendientes de los primeros bandidos que, con el pretexto de civilizarlos, habían llegado en son de guerra, despojando de sus tierras a los indios, sus antepasados, para convertirlos en peones. ¡Y qué vida la que habían arrastrado por siglos! Tenían que resignarse a aceptar maíz y frijol agorgojados, para su alimentación, ¡ellos que levantaban tan frescas y abundantes cosechas! ¿Se moría una res en el campo? Esa era la única vez que probaban la carne, carne hedionda ya; pero que el amo se hacía pagar a precios de plaza sitiada. ¿Había mujeres bonitas entre los esclavos? El amo y los hijos del amo tenían el derecho de violarlas. ¿Protestaba algún peón? ¡Iba a dar derechito al Ejército para defender el sistema que lo tiranizaba!

Hacía ocho días que había estado con ellos un hombre que ni se supo por dónde había llegado, ni se supo después por dónde ni cuándo se había ido. Era joven; sus manos, duras y fuertes, no dejaban lugar a duda de que era un trabajador; pero, por el extraño fulgor de sus ojos, se descubría que algo ardía tras de aquella frente, tostada por la intemperie y surcada por una arruga que le daba el aire de hombre inteligente y reflexivo. Ese hombre les había hablado de esta manera:

Hermanos de miseria, levantad la frente. Somos seres humanos iguales a los demás seres humanos que habitan la Tierra. Nuestro origen es común, y la tierra, esta vieja tierra que regamos con nuestro sudor, es nuestra madre común, y, por lo mismo, tenemos el derecho de que nos alimente. nos dé la leña de sus bosques y el agua de sus fuentes a todos sin distinción, con una sola condición: que la fecundemos y la amemos. Los que se dicen dueños de la tierra, son los descendientes de aquellos bandidos que, a sangre y fuego, la arrebataron a nuestros antepasados, hace cuatro siglos, cuando ocurrieron aquellos actos de incendiarismo, de matanzas al por mayor, de estupros salvajes que la Historia consigna en este nombre: Conquista de México. Esta tierra es nuestra, compañeros de cadena: ¡tomémosla para nosotros y para todos nuestros descendientes!

Desde ese día no se hablaba de otra cosa entre la peonada que de tomar la tierra, quitársela a los amos de cualquier manera. La cuestión era tomarla, levantar para ellos la cosecha, lanzar a los amos noramala y continuar los trabajos de la hacienda, libres ya de sanguijuelas. De ahí en adelante sería todo para los que trabajaban.

Desde entonces los amos notaron que los peones ya no se quitaban el sombrero en su presencia, y que había cierta digna firmeza en sus miradas: presintieron la catástrofe. Cuando el humilde levanta la frente, el soberbio la abate. El espíritu de rebeldía, por tantos años dormido dentro de los robustos pechos de los esclavos, había sido despertado por las sinceras palabras del joven propagandista. En los jacales se conspiraba. Reunidos alrededor de la lumbre, los campesinos y las campesinas, hablando en voz baja, discutían las palabras del joven agitador.

Sí, la tierra es nuestra madre común, y debe ser nuestra; pero ¿cómo llegaremos a tenerla?, preguntaban los más irresolutos. La pediremos al Gobierno, aconsejaban los que pasaban por sensatos; pero los más jóvenes, y sobre todo las mujeres, protestaban contra esas resoluciones cobardes y votaban por emplear la violencia. Recordad, decían los más exaltados, que cuantas veces hemos pedido justicia o hemos protestado contra alguna infamia de nuestros amos, el Gobierno ha tomado los mejores de nuestros hermanos para encerrarlos en los cuarteles y en los presidios.

Y entonces, consultando su memoria, cada uno de aquellos hombres y de aquellas mujeres exponían ejemplos de esa naturaleza, que daban la razón a los exaltados. Se acordaban de Juan, que fue sacado de su jacal a altas horas de la noche y fusilado cuando apenas habían caminado media legua de las casitas, solamente porque no permitió al amo que abusase de su compañera. Los ánimos se enardecían al recordar tantas infamias pasadas y al comunicarse las presentes.

Un cojo dijo: Perdí mi pierna y mi brazo militando bajo las órdenes de Madero, y aquí estoy, cargado de familia y sin saber si mañana tendré para que mis hijos tengan un pedazo de tortilla que llevarse a sus boquitas.

Otro dijo: Hoy me ordenó el amo que matase las cinco gallinas que tengo en mi corralito, pues de lo contrario las tomará él para el corral de la hacienda.

Otro más expuso: Ayer me dijo mi hija que el señorito la ha amenazado con hacer que su padre me mande a presidio si no le entrega su cuerpo.

Conversaciones parecidas había en los demás jacales. Se hablaba de lo duro del trabajo y lo miserable de la paga, y, tiritando, se acercaban al fuego.

Como pudieron acordaron tener una reunión general. Esta se llevó a efecto en la noche, en una cañada cercana. El frío era intenso; pero aquella masa humana no lo sentía; el ansia de ser libres ardía en todos los pechos.

Los prudentes abogaban todavía por enviar una comisión ante el Gobierno para que pidieran tierra para todos; pero entonces se levantaba un vocerío formidable: No, no queremos tratar con nuestros verdugos. ¡Muera el Gobierno y mueran los ricos! Y las mujeres, con los niños en brazos, hablaban del hambre y la desnudez que sufrían, por la cobardía de los hombres. ¡No más hambre!, gritaban. ¡A tomar la hacienda!, volvían a gritar. Y los dueños se cernían amenazadores; los andrajos flotaban al aire como negras banderas de venganza. Los cantiles multiplicaban la intensidad de aquel formidable vocerío.

¡A la casa de la hacienda!, gritaron unas mujeres, y emprendieron vertiginosa carrera hacia el caserío, de donde el viento traía el ladrido de los perros inquietos, como si adivinaran el grandioso acto de justicia social que pocos minutos después debería ser consumado.

A las mujeres siguieron los hombres, llegaron. al caserío, tomaron sus azadones, sus palas, lo que pudieron: y siguieron, envueltos en la sombra, su carrera hacia la casa de la hacienda ...

Una descarga cerrada recibió a los asaltantes; pero unas cuantas flechas Regeneración, bien dirigidas, arrasaron la fortaleza de los burgueses en unos cuantos minutos, pereciendo en sus ruinas los descendientes de aquellos bandidos que, a sangre y fuego y estuprando virginidades, habían despojado de la tierra a los indios cuatro siglos antes ...

Cuando los fulgores del incendio se disiparon, una claridad como de pétalos de rosa, diluídos en leche, comenzó a aparecer por el Oriente: el sol surgió al fin más brillante, más hermoso, como contento de iluminar las frentes de hombres libres, después de siglos de no alumbrar otra cosa que los lomos enlodados del rebaño humano.

Era digno de verse aquel gentío. Unos se dedicaban a contar las cabezas de ganado; otros hacían un recuento del número de seres humanos de la localidad; otros inventariaban las tiendas y los graneros; y cuando el sol descendía por la tarde incendiando las nubes; cuando los pajarillos se refugiaban en las copas de los árboles, ya sabían todos con qué recursos contaba la comunidad, y ésta ya se había puesto de acuerdo para reanudar los trabajos por su propia cuenta, y libres, para siempre, de amos.

(De Regeneración, del número 68, fechado el 16 de diciembre de 1911).
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