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CAPÍTULO XXV

EN MÉXICO

Heme aquí -dijo Enrique, una vez instalado en la capital-. ¡Valor, el mundo es mío! estando mi padre conmigo, nada temo. Ahora, a trabajar. No he sido periodista, ni mucho menos, mas he oído referir las contrariedades, sufrimientos y penurias de los que se dedican a tan noble pero espinosa carrera; mas ¿qué importa? Es preciso vivir de algún modo.

El público recibió con aplausos lo que redactaba.

Inflexible en sus escritos, sin pertenecer a la oposición, justo y recto; encomiando siempre lo bueno, sin que por ese motivo pudiera decirse que la subvención inspiraba sus escritos.

Así pasaba Enrique la vida; pero no tan sobrado de fondos para que pudiera ser verdaderamente feliz.

Don Martín, aunque su salúd mejoraba, no salía a paseo, sino cuando Enrique lo acompañaba y si alguna vez lo hacía solo, escogía siempre las calles poco transitadas. Temía encontrarse a cada paso con algún amigo, para que no se apercibiesen de la escasez de sus fondos. Espléndido y bastante franco antes, le daba pena y vergüenza no poder obsequiar a sus conocidos.

¡Como si la pobreza sea motivo de rubor! ¡Pero así es el mundo! y adelante ...

Después de año y medio, Enrique apuró su inteligencia, en cuyo tiempo vivía con pobreza, pero trabajando con gusto y sin descanso, porque veía a don Martín que no estaba enfermo, lo cual era su única ambición y que nada faltara al autor de sus días; sin embargo, aunque los esfuerzos de Enrique eran grandes, no pudo conseguir que su padre recobrase completamente la salud. Su enfermedad, como él lo había dicho, no tenía remedio.

La ciencia no puede curar el alma.

El frío intenso que se dejó sentir en el mes de enero agravó el mal, porque nacido y criado en clima cálido, no le sentaba el frío. No se aventuraba por ese motivo a salir de su habitación, donde solo, no tenía más distracción que sus recuerdos; su pensamiento, siempre fijo en los días venturosos de mejores tiempos, agravó su situación, porque para él, tan delicado y tan caballeroso, le daba pena vivir a expensas de su hijo.

Acostumbrado al trabajo y a respirar el aire libre del campo, estaba como en una bartolina, sin aire, sin libertad y sin dinero.

Enrique, en los días que sus ocupaciones se lo permitían, estaba siempre en las habitaciones que su padre tenía, para consolarlo, agotando sus frases de cariño y ternura.

Después que escribía algún editorial o revista, se acercaba a su padre para leer lo que había escrito, esperando que diese su parecer. Vehemente y fuerte en varios párrafos, el señor Sedeño templaba el ardor juvenil.

- ¿Qué escribes, Enrique? -preguntó una vez don Martín al ver que la pluma de su hijo corría sin interrupción, deslizando de un lado para otro las cuartillas de papel.

- Defiendo, padre mío, al pueblo infeliz a quien la maldita leva le obliga a ser soldado por fuerza, cuando debiera sedo voluntariamente. A un pueblo libre se le convence, no se le lleva al matadero para que sea carne de cañón ...

- Enrique -interrumpió el señor Sedeño-, el gobierno tiene sagrados deberes que cumplir. Al congreso es a quien debe dar respuesta de sus operaciones y a él solo toca juzgar sus actos. Con lo que estás escribiendo pones trabas al gobierno y solapadamente estás ayudando a sus enemigos. Además, quiero que tengas presente que estás ofendiendo al primer magistrado de la nación que pertenece a nuestra raza.

Enrique quedó un momento pensativo diciendo luego:

- Está bien, señor, el gobierno jamás tendrá queja alguna de mí. Las circunstancias por las que atraviesa el país me obligan a callar; ayudemos con el silencio a la salvación de la República.

Don Martín tuvo un gran participio en los triunfos que Enrique obtenía en el periodismo, pues aceptaba con gusto las observaciones rectas y justas que se le hacían, rectificando sus conceptos.

La enfermedad de don Martín se hacía más grave a medida que el tiempo avanzaba; todas las medicinas fueron infructuosas y cuando febrero tocaba a su fin, vimos a Enrique junto al cadáver de su padre, llorando la pena de verse solo en el mundo.

¿Qué le quedaba ya?

Nada, sólo el dolor del buen hijo por la ausencia de un padre querido.

Macario y Juan supieron la gravedad de don Martín y se apresuraron a reunir lo más que pudieron, para llevar a México alguna cantidad con que Enrique sufragara sus gastos.

Muy a tiempo llegaron, porque tal vez Enrique, sin dinero, apenas hubiera tenido, para su padre, un pobre sepulcro.

Muchos de sus amigos y compañeros de periodismo no lo abandonaron; con él lloraron su orfandad. Era forzoso que así fuera, porque es imposible que almas grandes no se comprendan, y por eso, con el hermano de corazón, depositaron sus lágrimas en la tumba de un ciudadano honrado, padre de un campeón decidido de la prensa liberal.

Enrique, húerfano y solo, sin amparo, sin afectos de familia, tomó una resolución heroica digna de un buen mexicano: defender a la patria con la espada, ya que lo había hecho con la pluma.

Arregló sus papeles, saldó sus compromisos, se despidió de sus amigos y después que depositó un beso en la lápida que cubría la tumba de su padre, emprendió su marcha, llegando a Jantetelco quince días después del fallecimiento de don Martín, acompañado de Juan y de Macario.

No se dirigió a su casa, sino dando un pequeño rodeo, tomó el rumbo del camposanto.

- Juan -dijo al mozo-, ten la bondad de ir a casa y decirle a mi tía que en el panteón la espero, para despedirme de ella, porque sólo vengo a decir adiós a mi familia.

El mozo fue a cumplir con lo ordenado.

Momentos después, Enrique, arrodillado ante los sepulcros de doña Juana y Sara, que estaban juntos, sombrero en mano, derramando lágrimas tiernas, cumplía como creyente sus deberes religiosos.

A poco se levantó, depositando unas flores del campo en los sepulcros que encerraban los restos de los seres a quienes había amado tanto.

Una última mirada al llegar a la puerta del panteón, fue el adiós más expresivo que dirigió a aquel bendito donde quedaban los pedazos de su corazón.

Doña Gertrudis esperaba ya, sin interrumpir a su sobrino.

Al verse ambos, se abrazaron con grandísimo cariño y ternura, sin poder contener las lágrimas. La señora pudo decir solamente: Toma y le entregó un objeto; era una medalla que Sara había llevado al cuello desde niña. Enrique la vio, y su tía, completando el pensamiento, le dijo: de Sara.

El joven no podía articular palabra; pero en señal de gratitud abrazó con efusión a su tía, besándole las manos.

Por fin hizo un esfuerzo para desprenderse de sus manos y llamó:

- Juan, Macario, a caballo.

- ¿A dónde vas, hijo querido? -preguntó la señora.

Teniendo Enrique aún las manos de doña Gertrudis entre las suyas, contestó señalando el oriente.

- Allá. A Puebla. A defender a mi patria, adiós.

La señora se cubrió la cara con su mascada para enjugar su llanto.

De un salto, Enrique se puso a caballo y picando espuelas, tomó la dirección de Atlixco pata incorporarse al ejército de la República.

En Puebla se dio de alta con Macario y Juan en la brigada de Oaxaca. Quiso estar al lado de esos bravos soldados que en el Molino del Rey, con el invicto Antonio de León o bien en el Garrapatero, Ixcapa, Pachuca, Jalatlaco, etcétera, han dado pruebas que saben pelear y tienen orgullo de haber visto siempre las espaldas a los sicarios del retroceso.

Allí recibió su bautismo de sangre, cubriéndose de gloria en la memorable jornada que tanto honra la historia de mi patria: 5 de mayo de 1862.

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