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CAPÍTULO XVIII

FALLO INAPELABLE

A la sazón que merodeaban los plateados por Jonacatepec, se encontraba de jefe político, en esa población un individuo llamado Marcos Reza. Obraba enteramente de acuerdo con los bandidos, pues mientras estos hacían sus correrías por el sur, Reza los perseguía por oriente, negando escolta a los comerciantes, o auxilio cuanto se le pedía.

Anualmente se celebra una feria o romería en el pueblo de Tepaltzingo (Distrito de Jonacatepec) el tercer viernes de cuaresma.

El comercio se hace allí en gran escala. Según cálculos aproximados no bastarían diez o doce mil pesos para comprar las jícaras de Olinalá o las garrochas que allí se llevan para su venta, siendo un real el valor de estas últimas y cuatro pesos el par, cuando más, el de las primeras.

Géneros, sombreros poblanos galoneados, sarapes, y sobre todo, rebozos de Tenancingo, constituyen los principales efectos del comercio, sin contar con los puestos de mercerías, machetes, frenos, sillas, espuelas, etcétera, etcétera.

Los comerciantes de Tenancingo que son los importadores de rebozos a la feria, acostumbraban reunirse formando un grupo respetable para defenderse en caso dado. Casi nunca se les robaba; porque la autoridad de Jonacatepec los protegía poniendo escoltas en el camino; pero habiendo aparecido los plateados y protegidos por Reza fueron asaltados en el paraje llamado Los Potochillos, cerca de la ranchería del Meco.

Diez y siete comerciantes murieron en el asalto, siendo despojados de todos los rebozos que llevaban.

Al día siguiente que llegaron los cadáveres a Tepaltzingo fue grande la consternación del vecindario y comerciantes que concurrieron a la feria increpando todos al jefe político.

Pero la indignación no tuvo límites, cuando dos días después se formó qna barraca de petates en la plaza donde públicamente se expendían los rebozos por cuenta de Reza, pues quien los vendía era un íntimo amigo suyo; y a tal grado llegó su cinismo, que la policía prohibía a los plateados vender allí rebozos para no perjudicarse en la venta de los que le habían tocado en el reparto y compraba a bajo precio a los ladrones para después venderlos él por su cuenta.

Este hecho, como era natural, llegó a conocimiento de Sánchez, quien se indignó terriblemente y juró hacer un escarmiento, prometiéndose que Reza sería castigado como se castigaba a los bandidos.

Poco tiempo después de este acontecimiento, dispuso Reza dar un paseo en la capital, para disfrutar del dinero que había reunido como cómplice de los plateados.

Martín Sánchez, se encontraba en Yecapixtla y contra el parecer de dos personas que hicieron el viaje juntos con Reza, quiso pasar por dicha población pudiendo haberlo evitado tomando otro camino. Reza se alojó en una posada, mas bien no tuvo conocimiento Sánchez de que aquél se encontraba en Yecapixtla, se dirigió a verlo para invitarlo a comer.

El jefe político, se sorprendió bastante con la presencia de Sánchez; pero vista la pacífica actitud de éste que llegó solo y que lo invitaba tan de buena voluntad, se tranquilizó aceptando el convite.

Tales fueron las muestras de afecto y de tan fina manera fue tratado Reza durante la comida, que olvidó por completo sus temores y aun estaba seguro que aquél ignoraba todo.

Al concluir la comida y tomando café, se entabló un diálogo bastante original, que transcribo tal como pasó.

Sánchez.- ¿Qué dice Jonacatepec, don Marcos? ¿todavía andan por allá los malos?

Reza.- Nada, don Martín, sí, andan por allá algunos ladrones; pero yo los persigo tenazmente.

Sánchez.- 0iga, pues mire usted lo que son las cosas, aseguran que usted es compadre de los plateados, ¿qué dice usted?

Reza.- Mentira, don Martín, chismes de las gentes.

Sánchez.- Dicen que le participan a usted los plateados cuando roban algo ¿qué dice usted?

Reza.- Mienten, don Martín, todo es nulo.

Sánchez.- Se sabe que usted ayudó al robo de los tenancingueños, y que por cuenta de usted se vendieron los rebozos en la feria de Tepaltzingo, ¿qué dice usted?

Reza.- ¡Ah, qué gente, don Martín! ¡qué gente! ¿Cómo había de ser eso cuando soy jefe político?

Sánchez.- Pues por eso don Marcos, por eso me llama la atención que sea usted ladrón y sinvergüenza.

Al decir estas últimas palabras, se le abalanzó y sin dade tiempo, le sujetó las manos para que no pudiera hacer uso de las armas. Dos o tres soldados que ya estaban listos, se apresuraron a desarmar a Reza. Luego que éste quedó desarmado continuó Sanchez su interrumpido diálogo.

- Siéntese, don Marcos, no se enoje, no tenga miedo, que tenemos mucho que hablar.

- Señor don Martín -dijo indignado Reza-, tenga usted presente que soy jefe político y ni usted ni nadie tiene derecho sobre mí.

- Bueno amigo, bueno -contestó Sánchez con mucha calma-, pero con todo y eso, lo voy a fusilar hoy mismo, ¿qué dice usted?

- Lo que digo, es que comete usted un atentado infame y no será usted quien se atreverá a tanto.

- ¿Conque soy infame, no? pues mire usted don Marcos, usted sí es infame y rete infame, porque está de acuerdo con los bandidos y usted pone los planes y ellos ejecutan. Y siendo usted la autoridad ha cometido tanto crimen, que merecería usted no sólo ser fusilado, sino frito, como querían hacer conmigo en Zacualpam los compañeros de usted. Mire usted don Marcos, voy a decide todo lo que han hecho los plateados abusando de la autoridad de usted.

Minuciosamente relató Sánchez a Reza todos los crímenes, que se habían cometido con su entero conocimiento y a ciencia y a paciencia de él y lo que éste creía ignorado por todos, Sánchez lo sabía perfectamente. Por supuesto que a cada hecho que le relató, siempre usaba del estribillo ¿qué dice usted?

Reza estaba pálido, con los ojos bajos y comprendió por la relación de los hechos, que su causa estaba perdida.

Por fin después de concluir la verídica y terrible acusación le dijo:

- Pues ya ve usted, don Marcos que tengo razón de fusilarlo ¿quiere usted confesarse? ¿quiere escribir o necesita algo? pues hágalo, porque dentro de media hora tengo que cumplir con mi deber, lo siento, don Marcos, pero sólo usted tiene la culpa.

- Muchachos -llamó Sánchez, presentándose ocho o diez hombres-. Aquí se quedan cuidando a este amigo; voy a disponer las cosas porque tenemos que despacharlo para el otro barrio. Si quiere escribir denle tinta, pluma y papel -luego dirigiéndose a Reza agregó-: Ya vengo don Marcos.

- Pero, señor don Martín ...

- Nada, amigo -interrumpió éste-, examine su conciencia y verá si tengo razón -y volteándole la espalda, salió sin querer oír más.

Reza quedó custodiado paseándose por la habitación. En aquellos momentos pasaba el individuo de Axhitlán, Macario Vargas, gran protector de Sánchez.

Creyó el prisionero que éste pudiera salvarlo y se dirigió a él solicitando que interpusiera su influencia con Chagollan en la seguridad de que así se salvaría.

Vargas oyó con calma la pretensión de Reza y así que éste concluyó de hablar, dijo Vargas, en tono cariñoso y en mal castellano:

- Padrecito, por tu culpa han muerto muchos hombres honrados, varias familias se han quedado huérfanas y en la miseria; ¿te acuerdas de esos diez y siete infelices de Tenancingo? venían a buscar su vida trabajando.

¡Ah, don Marcos! si hubieras ayudado a don Martín no te verías como hoy te ves. Mucho pudiera hacer por ti, si fueras hombre bueno; pero siendo pícaro yo te mataría, si Chagollan te pusiera libre; porque tú eres más malo que todos los plateados juntos. Siquiera otros pelean, pero tú ...

No digo más ... ¿tienes familia? dímelo, que haré lo que se pueda por ella. Si no tienes a quién hacerle falta, ponte bien con Dios y ruega porque se acaben los plateados que tanto mal nos hacen, lo único que puedo es cumplir con algún encargo.

Reza perdió toda esperanza.

Media hora después, la fuerza de Sánchez conducía a Marcos Reza a las afueras de la población y cerca de un puente, camino de México, se cumplió con la orden.

Aún existe en el lugar una cruz de madera rodeada de piedras pequeñas, que según es costumbre se aglomeran en cada cruz, porque algunas personas que transitan a pie depositan una piedra y siguen su camino. Parece muy extraña la conducta de Sánchez, pero nunca se tuvo noticia que procediera con parcialidad ni con informes malos, siempre lo hacía cuando tenía el convencimiento íntimo y estaba seguro de obrar con rectitud y justicia. Es verdad que sus procedimientos no estaban arreglados a la ley; pero dadas las circunstancias era preciso hacerlo de ese modo pues era bien triste la situación de aquellos pueblos; sólo así se podía contrarrestar tanto mal como hacían los plateados.

En prueba de lo dicho, vamos a presentar a uno de tantos plateados.

Juan Meneses, llegó una mañana a Yautepec y se dirigió a una fonda en la calle principal; pidió que le sirvieran un almuerzo; estando sentado esperando, llegó también un arriero a desayunarse. El mozo sirvió primero a éste porque lo que solicitó estaba hecho y el almuerzo de Meneses demandaba algunos minutos.

Indignado bastante por que se había dado preferencia al arriero y llamando al mozo le increpó con palabras duras y le insultó demasiado. El pobre mozo quiso satisfacer al bandido; pero éste sin oír las razones justas que se le daban disparó un balazo en la cabeza al sirviente que cayó redondo; se dirigía ya al arriero para hacer otro tanto con él, pero pudo escaparse y no obstante Meneses disparó su arma sobre el arriero. Montó a caballo el bandido, desató su reata y lazando al desgraciado mozo de los pies lo llevó arrastrando por toda la plazuela donde hoy existe el jardín, presenciando con horror varias personas el hecho sangriento y lo hacía más repugnante, la calma del bandido que cantaba indiferente como si llevara lazado a algún animal u objeto cualquiera.

Satisfecho el feroz asesino, quitó la reata dejando al mozo tirado en la mitad de la plazuela y muy tranquilamente emprendió su marcha para Cuautla.

En el camino, como una hora después, encontró en el callejón de Cocoyoc a un carretón vacío guiado por un jornalero de la hacienda. El caballo que montaba el bandido se asustó con el vehículo por lo que le picó con las espuelas arremetiéndolo sobre las mulas, por desgracia, una de éstas le dio una coz, entonces el bandido enfurecido, echó mano del machete y dio varios machetazos en la cabeza a las mulas. El carretonero le reclamó con palabras suplicatorias, aquel acto; pero Meneses que no le gustaba que nadie le suplicara aunque fuera en tono cariñoso, sacó la pistola y dio un balazo al pobre hombre que ningún mal le había hecho. No contento con este crimen atroz, casi muertas las mulas y el carretonero agonizando sobre el carro, se bajó del caballo, reunió tlazple (zacate de caña) y varejones secos, aglomeró todo debajo del carretón y le prendió fuego contemplando con calma su bárbaro proceder. Satisfecho el bandido siguió su marcha para Cuautla. En la Huamuchilera cerca de Xochimilcaltzingo encontró a un individuo montado en una yegua y sin más motivo que porque cabalgaba sobre aquel animal, después de burlarse de él, le disparó un tiro matando también a la yegua. No se ha podido averiguar el motivo que tenía para odiar a todo aquel que caminaba en yegua, pues no una sino varias veces, cometió el mismo crimen, por el mismo motivo.

Inmediatamente después y sin cuidar de que algún transeúnte se ocupara de su víctima que agonizante quedó tirado en el camino, continuó su marcha.

En Cuautla, llegó a una fonda y pidió que se le sirviera la comida sin dar la menor muestra de inquietud por el crimen atroz que acababa de cometer.

Siempre que llegaba a una fonda dejaba su cabalgadura fuera, pues el caballo estaba tan perfectamente educado que ni escapaba aunque le pegaran, ni dejaba que nadie sino sólo su amo se le acercase. Cuando Meneses llegaba a alguna tienda penetraba a caballo; no se tomaba la molestia de bajarse. Tenía por costumbre silbar una sonatita de tierra caliente como la petenera o la iguana y esto hizo al sentarse para comer, silbaba la liebre llevando el compás con los dedos dando golpecitos en la mesa y a poco tarareaba un corrido mientras le traían la comida. Servida ésta, comió con apetito y en la tarde emprendió su marcha para Jonacatepec.

Ya cerca de este punto y antes de llegar, como a una legua se encuentra el pueblecito de Amacuitlapilco, allí tenía Meneses una amasia por lo que se dirigió a la casa de ésta. Desgraciadamente encontró de visita a un compadre de la mujer.

- ¿Qué hace este hombre aquí? -dijo señalando al aludido sin dignarse siquiera a saludar.

La mujer, que pertenecía a la clase ínfima, le contestó:

- Pos de visita.

- Pues toma tu visita -la dijo, desenvainando su machete y le dio un fuerte machetazo en la cabeza. Se dirigía sobre el visitante; pero éste al desenvainar aquél su machete, se salió violentamente de la pieza. Meneses después que buscó con la vista al compadre y no encontrándolo volvió nuevamente contra la mujer dándole más golpes hasta que satisfizo su brutal ferocidad.

Llamó a la criada que era una anciana del mismo pueblo para que le sirviera la cena. La pobre vieja, que había presenciado la escena, se presentó temblando.

- Dame de cenar -le dijo el bandido.

- No hay más que frijoles, señor amo, porque la carne se acabó.

- ¿Se acabó la carne? pues trae un cuchillo y le cortas un pedazo a esa -señalando la amasia-, verás como hay carne.

La anciana salió para la cocina y de allí con gran dificultad, como pudo, se escapó por la ventana y se ocultó en la barranca aprovechándose de la oscuridad.

Como este bandido que con intervalo de pocas horas en un mismo día, cometió tan horrorosos crímenes, así era la generalidad de los plateados, tan sanguinarios y crueles como Meneses.

No se crea que hay exageración en este relato; pues viven aún personas que conocieron a los plateados y saben lo que dejo asentado.

Por esto Sánchez era inexorable y duro en los castigos que imponía. Era preciso escarmentar de un modo severo a los bandidos. Al obrar de otra manera, con lenidad y consideraciones, hubiera sido ineficaz la persecución.

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