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LIBRO I

XIV

Critica Periquillo los bailes y hace una larga y útil digresión hablando de la mala educación que dan muchos padres a sus hijos y de los malos hijos que apesadumbran a sus padres

Cansados de bailar y de beber, se acabó el baile como todos se acaban. A las doce poco más de la noche, se fueron yendo los más prudentes, o los menos tontos que no trataban de desvelarse. Los demás que se quedaron, fuérase porque extrañaban el bullicio de los que se habían ido, o porque se habían cansado ya, apenas se levantaban a bailar. Las velas estaban muy bajas y pidiendo su relevo, y los músicos (que no descuidan en empinar la copa en tales ocasiones) ya no atinaban a tocar bien el son que les pedían; y aun había alguno de ellos que rascaba su bandolón abajo del puente.

Januario, como tan diestro en estas escuelas, me dijo:

- Hombre, ¡qué entristecida se ha dado el baile y tan temprano!

- ¿Y qué hemos de hacer? -le dije yo.

- ¿Cómo qué? Alegrarlo -me respondió.

- ¿Y con qué se alegra? -le pregunté.

- Con una friolera. ¿Hay aguardiente?

- -le dije.

- ¿Y azúcar y limones?

- También.

- Pues manda que lo pongan todo en la recámara.

Hice lo que me dijo Januario, quien en un momento hizo una mezcla de aguardiente, azúcar y limón, que llaman ponche; mandó poner nuevas luces en las pantallas, y comenzó a dar a los músicos y a los asistentes de aquel brebaje condenado a pasto y sin medida, con cuya diligencia se puso aquello de los demonios.

Al principio bailaban con algún orden, y sabían algunos lo que tocaban y otros lo que saltaban; pero en cuanto el aguardiente endulzado comenzó a hacer su operación, se acabaron de trastornar las cabezas; se hizo a un lado el tal cual respetillo y moderación que había habido; las mujeres escondieron la vergüenza y los hombres el miramiento.

Las principales consideraciones que debe tener presente el que hace un baile me parece que se pueden reducir a las siguientes:

1. Que las mujeres concurrentes sean honestas, de buena vida, y nunca solteras o mujeres libres, sino hijas de familia o casadas, y que vayan con sus padres o maridos, para que el respeto de éstos las contenga y contenga a los jóvenes libertinos.

2. Que, con conocimiento, jamás se convide a ninguno de éstos, por exquisita que sea su habilidad, pues menos malo será que se baile mal que no que se seduzca bien. Ordinariamente estos mozos bailadores, o como les dicen, útiles, son unos pícaros de buen tamaño; no llevan a un baile más de dos objetos: divertirse y chonguear (es su voz). Este chongueo no es más que sus seducciones o llanezas. Si pueden, pervierten a la doncella y hacen prevaricar a la casada, y todo esto sin amor, sino por un mero vicio o pasatiempo.

Ellos, a más no poder, y cuando se les cierran los oídos de las jóvenes, no se dan por vencidos ni se entristecen. Como sus adulaciones y diligencias en cualquier seducción no son por amor sino por vicio, no se les da cuidado de los desaires, ni se entibian por no hallar correspondencia. Nada menos. Siguen brincando y saltando muy serenos, contentándose con lo que ellos llaman caldo.

Este caldo ... ¡alerta, casados y padres de familia que sabéis lo que es el honor, y lo queréis conservar como es debido!, este caldo es el manoseo que tienen con vuestras hijas y mujeres (Refiérese a los bailes como el llamado alemanda, en los cuales las parejas aprovechaban para el cachondeo), las licencias pasan mil veces de las manos a las bocas, convirtiéndose los manoseos claros en ósculos furtivos, que las menos escrupulosas no llevan a mal, y las que se llaman prudentes y honradas disimulan y sufren por evitar pendencias.

Lo peor es que estos manoseos y tentadas acompañadas de las riquezas y dichitos que se acostumbran, son para muchas mujeres como el pecado venial para las almas, con la diferencia que el pecado venial entibia y dispone a las almas para el pecado mortal, y los manoseos o caldos de que hablamos encienden y disponen a algunas jóvenes para dar al traste con su honor, el de sus padres y maridos. Ningún escrúpulo está por demás para evitar estos excesos.

La tercera consideración que podían tener los que hacen o dan un baile era que no hubiera en ellos licor espirituoso. En caso de ser preciso por costumbre o cariño obsequiar a los concurrentes, sería menos malo hacerlo con soletas y nieve de leche, limón, tamarindo, etc., de esta clase, que no con merendatas y vino, aguardiente, ponche y otros licores semejantes, que ofuscando el cerebro facilitan el trastorno de la razón y alteran la constitución física de ambos sexos, cuyas resultas, cuando menos, no escapan de ser deseos, pensamientos consentidos y delectaciones amorosas, y en tal y tal persona algo más y más pecaminoso.

La cuarta y última consideración que se debía tener era que los bailes durasen cuando más hasta las doce de la noche. Esta es una hora más que regular para irse a recoger cada uno a su casa bastante divertido, si es racional; porque lo que pasa de esa hora ya no debe llamarse diversión, sino vicio, incomodidad y tontería.

A solas estas cuatro reglillas quisiera yo que se sujetaran los que dan un baile, y me parece (bien que no lo aseguro) que no se arrepentirían de su observancia.

Dejando a todos que hagan lo que quieran en sus casas, volviendo a la mía, digo: que ya fatigados de saltar, beber y charlar, se fueron poniendo en quietud a más no poder, porque los más no se podían tener en pie.

Los músicos arrumbaron sus instrumentos junto a las sillas, y ellos se acostaron en ellas lo mejor que pudieron; las mujeres se amontonaron en el estrado, y los hombres se pusieron a contar cuentos y a hablar ociosidades para no dormirse, pues no tardaba en amanecer, como deseaban, para irse a tomar café.

Las disposiciones no eran muy malas; pero ellos ni ellas eran dueños de sí, sino el aguardiente que los narcotizaba más y más a cada minuto.

Con esto, unos hablando y otros oyendo simplezas, se fueron quedando dormidos, unos por un lado y otros por otro; siendo de los primeros Januario.

Es verdad que el zaguán estaba cerrado y yo tenía la llave, por lo que bien me podía haber acostado; pero me detenía el considerar que en casa no había más que mi madre, yo y una criada buena, pero vieja y dormilona, que no madrugaba si el mundo se volcara de arriba abajo.

Uno de los perjuicios que la embriaguez acarrea al que la tiene es exponerlo a la irrisión de cualquiera, como les sucedió a éstos conmigo; pues a unos les tizné las caras, a otros les escondí varias cosas, a otros los cosí unos con otros y a todos les hice mil maldades.

Amaneció el día, corrió el ambiente fresco, abrí el balcón, y a vista de la luz y al sonido de las campanas y del ruido de la gente que andaba por las calles, fueron despertando; y mirándose unos a otros las caras llenas de jaspes y labores, no podían contener la risa, especialmente las mujeres, las que lo mismo fue levantarse que oír, con dolor de su corazón; tronar sus vestidos y aun verlos hechos pedazos.

Dormí como un podenco hasta las doce del día, a cuya hora me levanté y hallé a la pobre vieja cocinera hecha un Bernardo contra los bailadores.

- Señora -decía a mi madre-, ¿no es brava sin razón la de estos perdularios, que, después de haber tragado y divertídose todo el día, pusieran la casa como la han puesto? Mire usted, señora, todo el día se me ha ido en limpiar sus porquerías; porque ¡Jesús! ¡Cómo estaba todo! Era un asco. Un vómito por el corredor, una suciedad por la escalera, otra por el otro lado; hasta la sala, señora, hasta la sala estaba hecha una zahurda. ¡Ah, tú! ¡Qué gente tan sucia y tan grosera! Pero lo que yo más he sentido, señora, han sido las macetas. Mire su merced cómo las han puesto. Todas están destrozadas. ¡Ay, qué gente va a los bailes de tan mal natural, que no contentas con tragar, divertirse, emborracharse y emporcar la casa, todavía hacen mil maldades como ésta!

Mi madre consoló a la viejecita diciéndole:

- Dice usted bien, nana Felipa, son unos pícaros, indecentes, groseros y malcriados los que hacen tanto mal en las mismas casas en que se divierten; pero ya, por ahora, no hay remedio. Ya usted sabe que mi marido no era amigo de estas jaranas, y así yo no tenía experiencia de semejantes groserías; pero le empeño a usted mi palabra, en que será la primera y la última.

No me gustó mucho esta sentencia, porque como ni yo gastaba el dinero, ni trabajaba en nada de la función, hubiera querido que siguieran los bailecitos en mi casa, a lo menos tres veces a la semana.

Sin embargo, no me metí por entonces en otra cosa más que en reírme de la vieja, y a la tarde a buena hora tome mi sombrero y me salí para la calle.

Dos años sobrevivió mi madre a la muerte de mi amado padre, y fue mucho, según las pesadumbres que le di en ese tiempo, y de que me arrepiento cada vez que me acuerdo.

Constantemente disipado, vago y mal entretenido, no pensando sino en el baile, en el juego, en las mujeres y en todo cuanto directamente propendía a viciar mis costumbres más y más.

El dinerito que había en casa no bastaba a cumplir mis deseos. Pronto concluyó. Nos vimos reducidos a mudarnos a una vivienda de casa de vecindad, pero como ni aun ésta se pudo pagar, a pocos días puse a mi madre en un cuarto bajo e indecente, lo que sintió sobremanera; como que no estaba acostumbrada a semejante trato.

¡Ah, lágrimas de mi madre, vertidas por su culpa y por la mía! Si a los principios, si en mi infancia, si cuando yo no era dueño absoluto de los resabios de mis pasiones, me hubiera corregido los primeros ímpetus de ellas y no me hubiera lisonjeado con sus mimos, consentimientos y cariños, seguramente yo me hubiera acostumbrado a obedecerla y respetarla; pero fue todo lo contrario, ella celebraba mis primeros deslices y aun los disculpaba con la edad, sin acordarse que el vicio también tiene su infancia en lo moral, su consistencia y su senectud lo mismo que el hombre en lo físico. Él comienza siendo niño o trivial, crece con la costumbre y fenece con el hombre, o llega a su decrepitud cuando al mismo hombre, en fuerza de los años, se le amortiguan las pasiones.

¿Qué provecho no hubiera resultado a mi madre y a mí si no se hubiera opuesto tantas veces a los designios de mi padre, si no le hubiera embarazado castigarme, y si no me hubiera chiqueado tanto con su imprudente amor? ¡Ah! Yo me habría acostumbrado a respetarla, me hubiera criado timorato y arreglado, y bajo este sistema no hubiera yo padecido tantos trabajos en el mundo, ni mi madre hubiera sido víctima de mis desobediencias y vilipendios.

Lo más sensible es que este funesto caso no carece de ejemplares. Hijos de viudas consentidoras casi siempre son hijos perdidos y malcriados, y madres de semejantes hijos, ¿qué han de ser sino unas mujeres desgraciadas?

Toda esta lastimosa catástrofe se excusaría con educar bien y escrupulosamente a los niños. ¿Y a cuántos puntos se pueden reducir las principales obligaciones de los padres acerca de la buena educación de sus hijos? A tres, en sentir de un varón apostólico que floreció en México (Refiérese al padre de la Compañía de Jesús, Juan Martínez de la Parra). A saber: a enseñarles lo que deben saber, a corregirles lo mal que hacen y a darles buen ejemplo. Tres cosas muy fáciles al decirse, pero muy difíciles al practicarse, atendiendo la multitud de hijos malcriados y llenos de vicios que notamos; mas no porque sean difíciles de observarse, porque el yugo del Señor es suave, sino porque los tales padres y madres ni remotamente se aplican a practicar los tres preceptos insinuados; antes parece que a propósito se desvían de ellos cuanto pueden.

Si es en la instrucción, se contentan con darles la muy superficial, por, medio de unos maestros o ayos mercenarios (1) que acaso, viendo el chiqueo de los padres, no tratan mas que de lisonjear al pupilo con harto daño de él y de sus conciencias.

Si es en la corrección, ya hemos dicho el abandono de estos padres, y especialmente de las madres.

Últimamente, si es en el ejemplo, ¿cuál es el ordinario, que ven los hijos en sus casas? Lujo en las personas, excesos en la mesa, orgullo con los criados, altanería y desprecio con los pobres.

Todo esto se remediaba con la buena educación, y ésta desde temprano. El consejo es del Espíritu Santo, que dice: Sí tienes hijos, instrúyelos desde su niñez. (Eccl., capítulo VII). El árbol se ha de enderezar cuando es vara, no cuando se robustece y es tronco. Los médicos dicen que los remedios se deben aplicar al principio de las enfermedades, antes que tomen cuerpo, antes que se vicie toda la sangre y corrompa los humores. Los diestros cirujanos componen el hueso luego que se disloca, y lo entablan luego que advierten la fractura; porque si no, cría babilla, y se imposibilita la cura.

El buen ejemplo mueve más que los consejos, las insinuaciones, los sermones y los libros. Todo esto es bueno, pero, por fin, son palabras, que casi siempre se las lleva el viento. La doctrina que entra por los ojos se imprime mejor que la que, entra por los oídos. Los brutos no hablan, y, sin embargo, enseñan a sus hijos, y aun a los racionales, con su ejemplo. Tanta es su fuerza.

No hay que admirarse de que el hijo del borracho sea borracho; el del jugador, tahúr; el del altivo, altivo, etc., porque si eso aprendió de sus padres, no es maravilla que haga lo que vio hacer. El hijo del gato caza ratón, dice el refrán.

Por eso entre los lacedemonios se acostumbraba castigar en los padres los delitos de los hijos, disculpando en éstos la falta de advertencia acriminando en aquéllos la malicia o la indolencia.

Cuando ponderamos lo mal que hacen los padres cuando faltan a las obligaciones que tienen contraídas respecto de los hijos, no disculpamos a éstos de sus desacatos e inobediencias. Unos y otros hacen mal, y unos y otros trastornan el orden natural, infringen la ley y perjudican las sociedades en que viven, y no enmendándose, unos y otros se condenan, pues como se lee en los sagrados libros: los hijos recogen la leña, y los padres encienden el fuego.

En verdad que Dios dice que el hijo malcriado será el oprobio y la confusión de sus padres; pero también están llenas de anatemas las divinas letras contra tales hijos. Oíd algunas que constan en los Proverbios y el Eclesiástico:

Se extinguirá la vida del que maldice a su padre; y pronto, quedará entre las tinieblas del sepulcro. Mala será la fama; o se verá deshonrado el que menosprecia a su madre. El que aflige a su padre o huye de su madre será ignominioso e infeliz. La maldición de ésta destruye hasta los cimientos de la casa de los malos hijos, y, por último: Devoren los cuervos carniceros el cadáver y sáquenle los ojos al que se atreva a burlarse de su padre.

Horrorizan estas maldiciones; pero, y qué, ¿habrá hijos tan inicuos, ingratos y desalmados que las merezcan? Esto mismo dudó Salón, y por eso, cuando dio leyes a los atenienses y les señaló el castigo a todos los delitos, no lo señaló al hijo ingrato y parricida, diciendo que no se persuadía pudiera haber tales hijos. ¡Ah! Nosotros no podemos fingirnos esta duda, porque vemos mil hijos que ni merecen este nombre, según son de perversos e ingratos con sus padres.

Por el contrario, prodiga Dios las bendiciones de los hijos buenos, amantes y obedientes a sus generadores. Dice que vivirán largo tiempo sobre la T ierra, que la bendición del padre afirma las casas de los hijos, esto es, su felicidad temporal. Que de la honra que tributaren al padre, resultará la gloria del hijo o su buen nombre. Que el Señor se acordará del buen hijo en el día de su tribulación, que atenderá sus oraciones, que les perdonará sus pecados, y en fin, que les acompañará la bendición de Dios eternamente.

Es tan justo, debido y natural el amor, respeto y gratitud que los hijos deben a los padres, que los mismos paganos, que no conocieron el verdadero Dios, ni se impusieron en sus bendiciones y amenazas, nos lo dejaron recomendado no sólo con sus plumas sino con sus obras.

Pero los malos hijos no sólo no veneran a sus padres, sino que los insultan, y, lejos de socorrerlos y alimentarlos, les disipan cuanto tienen, los abandonan y los dejan perecer en la miseria. ¡Ay de tales hijos! Y ¡ay de mí!, que fui uno de ellos, y a fuerza de disgustos y sinsabores di con mi pobre madre en la sepultura, como lo veréis en el capítulo que sigue.


Notas

(1) Hablamos aquí de los padres decentes y bien nacidos que obran de este modo, no de la gente vulgar que no abriga ningunos sentimientos regulares, pues a éstos no los corrige la crítica ni la persuasión. Estos bárbaros que llevan al hijo a que los cuide cuando el aguardiente los arroja por las calles; otros que los llevan al juego y aun juegan con ellos; otros en cuyas pocilgas jamás se oyen sino maldiciones, juramentos, riñas y obscenidades, etc.; éstos no sólo no pueden dar a sus hijos buena educación ni buen ejemplo, porque son unos brutos racionales, sino que por esta misma razón siempre los imbuyen en sus errores y preocupaciones, y con sus perversos ejemplos les forman un corazón de demonios. Esta es una triste verdad, pero verdad que si se quisiera desmentir, hablaran en su favor las pulquerías, tabernas, billarcitos, cárceles y calles de esta ciudad, que no están llenas de otra polilla que de estos haraganes y viciosos. ¡Qué cosa tan grande fuera el hacerlos útiles al Estado y a sí mismos! ¿Qué providencias más conducentes para el caso de encargarle de sus hijos, proporcionándoles por amor y por fuerza la buena educación?, ¿y qué arbitrio, a mi parecer, más fácil para ello que el proyecto de las escuelas gratuitas que propuse en el tomo tercero de mi Pensador Mexicano, números 7, 8 y 9? Yo aseguro que practicado en todas sus partes, dentro de diez años nuestra plebe no fuera tan necía, viciosa e inútil como hoy. Esto sería hacer de las piedras hijos de Abraham.

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