Índice de Pepita Jiménez de Juan ValeraTercera parte de Cartas de mi sobrinoSegunda parte de ParalipómenosBiblioteca Virtual Antorcha

PEPITA JIMÉNEZ

Paralipómenos

Primera parte


No hay más cartas de don Luis de Vargas que las que hemos trascrito. Nos quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores, y esta sencilla y apasionada historia no acabaría, si un sujeto, perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que sigue.

Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa que sólo nosotros, ella, don Luis, el señor deán y la discreta Antoñona, sabemos hasta lo presente.

Más bien hubieran podido extrañarse la vida alegre, las tertulias diarias y hasta los paseos campestres de Pepita, durante algún tiempo. El que volviese Pepita a su retiro habitual era naturalísimo.

Su amor por don Luis, tan silencioso y tan reconcentrado, se ocultó a las miradas investigadoras de doña Casilda, de Currito y de todos los personajes del lugar que en las cartas de don Luis se nombran. Menos podía saberlo el vulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le pasaba por la imaginación, que el teólogo, el santo, como llamaban a don Luis, rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido el terrible y poderoso don Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante, esquiva y zahareña viudita.

A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio.

Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba, y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueña.

De esta suerte se hizo Antoñona la confidente de Pepita, la cual hallaba gran consuelo en desahogar su corazón con quien, si era vulgar o grosera en la expresión o en el lenguaje, no lo era en los sentimientos y en las ideas que expresaba y formulaba.

Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a don Luis, sus palabras, y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados pellizcos, con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última vez que estuvo a verle.

Pepita, no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a don Luis con embajadas, pero ni sabía siquiera que hubiese ido.

Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto, porque así lo quiso.

Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa.

Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a don Luis, ya Antoñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo hicieron, miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona.

Poco tuvo, pues, la señora que confiar a una criada tan penetrante y tan zahorí de cuanto pasaba en lo más escondido de su pecho.

A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza nuestra narración.

Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin que llamase ella.

Los muebles de aquella sala eran de poco valor, pero cómodos y aseados. Las cortinas y el forro de los sillones, sofás y butacas, eran de tela de algodón pintada de flores; sobre una mesita de caoba había recado de escribir y papeles; y en un armario, de caoba también, bastantes libros de devoción y de historia. Las paredes se veían adornadas con cuadros, que eran estampas de asuntos religiosos; pero con el buen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil en un lugar de Andalucía, de que dichas estampas no fuesen malas litografías francesas, sino grabados de nuestra Calcografía, como el Pasmo de Sicilia de Rafael, el San Ildefonso y la Virgen, la Concepción, el San Bernardo y los dos medios puntos de Murillo.

Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil y bronce, y muchos cajoncitos donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas flores. Colgadas en la pared había, por último, algunas macetas de loza de la Cartuja sevillana, con geranio, hiedra y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios y jilgueros.

Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el médico y el padre vicario, y donde a prima noche entraba sólo el aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho.

Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros.

Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores.

Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien.

Al fin llegó y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el padre vicario.

Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre vicario en una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación.

- Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme?

A esta serie de preguntas cariñosas, empezó a contestar Pepita con un hondo suspiro. Después dijo:

- ¿No adivina usted mi enfermedad? ¿No descubre usted la causa de mi padecimiento?

El vicario se encogió de hombros y miró a Pepita con cierto susto, porque nada sabía, y le llamaba la atención la vehemencia con que ella se expresaba.

Pepita prosiguió:

- Padre mío, yo no debí llamar a usted, sino ir a la iglesia y hablar con usted en el confesionario, y allí confesar mis pecados. Por desgracia no estoy arrepentida; mi corazón se ha endurecido en la maldad, y no he tenido valor ni me he hallado dispuesta para hablar con el confesor, sino con el amigo.

- ¿Qué dices de pecados, ni de dureza de corazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de ser los tuyos, si eres tan buena?

- No, padre, yo soy mala. He estado engañando a usted, engañándome a mí misma, queriendo engañar a Dios.

- Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decir disparates.

- ¿Y cómo no decirlos, cuando el espíritu del mal me posee?

- ¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres son los demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno de ellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamón, o el espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amores impuros.

- Pues de los tres soy víctima: los tres me dominan.

- ¡Qué horror! ... Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es de un delirio.

- ¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es, por mi culpa, lo contrario. Soy avarienta, porque poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de caridad que debiera hacer; soy soberbia, porque he despreciado a muchos hombres, no por virtud, no por honestidad, sino porque no los hallaba acreedores a mi cariño. Dios me ha castigado; Dios ha permitido que ese tercer enemigo, de que usted habla, se apodere de mí.

- ¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy que mi amigo don Pedro de Vargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal don Pedro! Te declaro que me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro como estaba.

- Pero si no es don Pedro de Vargas de quien estoy enamorada.

- ¿Pues de quién entonces?

Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta; la abrió; miró para ver si alguien escuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; se acercó luego al padre vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimas en los ojos, dijo casi al oído del buen anciano:

- Estoy perdidamente enamorada de su hijo.

- ¿De qué hijo? -interrumpió el padre vicario, que aún no quería creerlo.

- ¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenética mente enamorada de don Luis.

La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro del cándido y afectuoso sacerdote.

Hubo un momento de pausa. Después dijo el vicario:

- Pero ese es un amor sin esperanza: un amor imposible. Don Luis no te querrá.

Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita, brilló un alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por la tristeza, se abrio con suavidad, dejando ver las perlas de sus dientes y formando una sonrisa.

- Me quiere -dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus escrúpulos.

Aquí subieron de punto la consternación y el asombro del padre vicario. Si el santo de su mayor devoción hubiera sido arrojado del altar y hubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho cien mil pedazos, no se hubiera el vicario consternado tanto. Todavía miró a Pepita con incredulidad, como dudando de que aquello fuese cierto y no una alucinación de la vanidad mujeril. Tan de firme creía en la santidad de don Luis y en su misticismo.

- ¡Me quiere! -dijo otra vez Pepita, contestando a aquella incrédula mirada.

- ¡Las mujeres son peores que pateta! -dijo el vicario-. Echáis la zancadilla al mismísimo mengue.

- ¿No se lo decía yo a usted? ¡Yo soy muy mala!

- ¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La misericordia de Dios es infinita. Cuéntame lo que ha pasado.

- ¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero, que le amo, que le adoro; que él me quiere también, aunque lucha por sofocar su amor y tal vez lo consiga; y que usted, sin saberlo, tiene mucha culpa de todo.

- ¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de que tengo yo mucha culpa?

- Con la extremada bondad que le es propia, no ha hecho usted más que alabarme a don Luis, y tengo por cierto que a don Luis le habrá usted hecho de mí mayores elogios aún, si bien harto menos merecidos. ¿Qué había de suceder? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinte años?

- Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato. He contribuido poderosamente a esta obra de Lucifer.

El padre vicario era tan bueno y tan humilde que, al decir las anteriores frases, estaba confuso y contrito, como si él fuese el reo y Pepita el juez.

Conoció Pepita el egoísmo rudo con que había hecho cómplice y punto menos que autor principal de su falta al padre vicario, y le habló de esta suerte:

- No se aflija usted, padre mío; no se aflija usted, por amor de Dios. ¡Mire usted si soy perversa! ¡Cometo pecados gravísimos y quiero hacer responsable de ellos al mejor y más virtuoso de los hombres! No han sido las alabanzas que usted me ha hecho de don Luis sino mis ojos y mi poco recato los que me han perdido. Aunque usted no me hubiera hablado jamás de las prendas de don Luis, de su saber, de su talento y de su entusiasta corazón, yo lo hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo no soy tan tonta ni tan rústica. Me he fijado además en la gallardía de su persona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de sus modales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, en suma, que me parece amable y deseable. Los elogios de usted han venido sólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarle. Me han encantado porque coincidían con mi parecer y eran como el eco adulador, harto amortiguado y debilísimo, de lo que yo pensaba. El más elocuente encomio que me ha hecho usted de don Luis no ha llegado, ni con mucho, al encomio que sin palabras me hacía yo de él a cada minuto, a cada segundo, dentro del alma.

- ¡No te exaltes, hija mía! -interrumpió el padre vicario.

Pepita continuó con mayor exaltación:

- ¡Pero qué diferencia entre los encomios de usted y mis pensamientos! usted veía y trazaba en don Luis el modelo ejemplar del sacerdote, del misionero, del varón apostólico; ya predicando el Evangelio en apartadas regiones y convirtiendo infieles, ya trabajando en España para realzar la cristiandad, tan perdida hoy por la impiedad de los unos y la carencia de virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo, en cambio, me le representaba galán, enamorado, olvidando a Dios por mí, consagrándome su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi sostén, mi dulce compañero. Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba con robársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del cielo, que roba la joya más rica de la venerada Custodia. Para cometer este robo he desechado los lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido galas profanas; he abandonado mi retiro y he buscado y llamado a mí a las gentes; he procurado estar hermosa; he cuidado con infernal esmero de todo este cuerpo miserable, que ha de hundirse en la sepultura y ha de convertirse en polvo vil; y he mirado, por último, a don Luis con miradas provocantes, y al estrechar su mano he querido transmitir de mis venas a las suyas este fuego inextinguible en que me abraso.

- ¡A y, niña, niña! ¡Qué pena me da lo que te oigo! ¡Quién lo hubiera podido imaginar siquiera!

- Pues hay más todavía -añadió Pepita-. Logré que don Luis me amase. Me lo declaraba con los ojos. Sí; su amor era tan profundo, tan ardiente como el mío. Su virtud, su aspiración a los bienes eternos, su esfuerzo varonil trataban de vencer esta pasión insana. Yo he procurado impedirlo. Una vez, después de muchos días que faltaba de esta casa, vino a verme y me halló sola. Al darme la mano lloré; sin hablar me inspiró el infierno una maldita elocuencia muda, y le di a entender mi dolor porque me desdeñaba, porque no me quería, porque prefería a mi amor otro amor sin mancilla. Entonces no supo él resistir a la tentación y acercó su boca a mi rostro para secar mis lágrimas. Nuestras bocas se unieron. Si Dios no hubiera dispuesto que llegase usted en aquel instante, ¿qué hubiera sido de mí?

- ¡Qué vergüenza, hija mía! ¡Qué vergüenza! -dijo el padre vicario.

Pepita se cubrió el rostro con ambas manos y empezó a sollozar como una Magdalena. Las manos eran, en efecto, tan bellas, más bellas que lo que Don Luis había dicho en sus cartas. Su blancura, su transparencia nítida, lo afilado de los dedos, lo sonrosado, pulido y brillante de las uñas de nácar, todo era para volver loco a cualquier hombre.

El virtuoso vicario comprendió, a pesar de sus ochenta años, la caída o tropiezo de don Luis.

- ¡Muchacha -exclamó-, no seas extremosa! ¡No me partas el corazón! Tranquilízate. don Luis se ha arrepentido, sin duda, de su pecado. Arrepiéntete tú también, y se acabó. Dios os perdonará y os hará unos santos. Cuando don Luis se va pasado mañana, clara señal es que la virtud ha triunfado en él, huye de ti, como debe, para hacer penitencia de su pecado, cumplir su promesa y acudir a su vocación.

- Bueno está eso -replicó Pepita-; cumplir su promesa ... acudir a su vocación ... ¡Y matarme a mí antes! ¿Por qué me ha querido, por qué me ha engreído, por qué me ha engañado? Su beso fue marca, fue hierro candente con que me señaló y selló como a su esclava. Ahora, que estoy marcada y esclavizada, me abandona, y me vende, y me asesina. ¡Feliz principio quiere dar a sus misiones, predicaciones y triunfos evangélicos! ¡No será! ¡Vive Dios que no será!

Este arranque de ira y de amoroso despecho aturdió al padre vicario.

Pepita se había puesto de pie. Su ademán, su gesto tenían una animación trágica. Fulguraban sus ojos como dos puñales; relucían como dos soles. El vicario callaba y la miraba casi con terror. Ella recorrió la sala a grandes pasos. No parecía ya tímida gacela, sino iracunda leona.

- Pues qué -dijo encarándose de nuevo con el padre vicario-, ¿no hay más que burlarse de mí, destrozarme el corazón, humillármele, pisoteármele después de habérmelo robado por engaño? ¡Se acordará de mí! ¡Me la pagará! Si es tan santo, si es tan virtuoso, ¿por qué me miró prometiéndomelo todo con su mirada? Si ama tanto a Dios, ¿por qué hace mal a una pobre criatura de Dios? ¿Es esto caridad? ¿Es religión esto? No; es egoísmo sin entrañas.

La cólera de Pepita no podía durar mucho. Dichas las últimas palabras, se trocó en desfallecimiento. Pepita se dejó caer en una butaca, llorando más que antes, con una verdadera congoja.

El vicario sintió la más tierna compasión; pero recobró su brío al ver que el enemigo se rendía.

- Pepita, niña -dijo-, vuelve en ti: no te atormentes de ese modo. Considera que él habrá luchado mucho para vencerse; que no te ha engañado; que te quiere con toda el alma, pero que Dios y su obligación están antes. Esta vida es muy breve y pronto se pasa. En el cielo os reuniréis y os amaréis como se aman los ángeles. Dios aceptará vuestro sacrificio y os premiará y recompensará con usura. Hasta tu amor propio debe estar satisfecho. ¡Qué no valdrás tú cuando has hecho vacilar y aun pecar a un hombre como don Luis! ¡Cuán honda herida no habrás logrado hacer en su corazón! Te baste con esto. ¡Sé generosa; sé valiente! Compite con él en firmeza. Déjale partir; lanza de tu pecho el fuego del amor impuro; ámale como a tu prójimo, por el amor de Dios. Guarda su imagen en tu mente, pero como la criatura predilecta, reservando al Creador la más noble parte del alma. No sé lo que te digo, hija mía, porque estoy muy turbado; pero tú tienes mucho talento y mucha discreción, y me comprendes por medias palabras. Hay además motivos mundanos poderosos que se opondrían a estos absurdos amores, aunque la vocación y promesa de don Luis no se opusieran. Su padre te pretende; aspira a tu mano, por más que tú no le ames. ¿Estará bien visto que salgamos ahora con que el hijo es rival del padre? ¿No se enojará el padre contra el hijo por amor tuyo? Mira cuán horrible es todo esto, y domínate por Jesús Crucificado y por su bendita Madre María Santísima.

- ¡Qué fácil es dar consejos! -contestó Pepita sosegándose un poco-. ¡Qué difícil me es seguirlos, cuando hay como una fiera y desencadenada tempestad en mi cabeza! ¡Si me da miedo de volverme loca!

- Los consejos que te doy son por tu bien. Deja que don Luis se vaya. La ausencia es gran remedio para el mal de amores. Él sanará de su pasión entregándose a sus estudios y consagrándose al altar. Tú, así que esté lejos don Luis, irás poco a poco serenándote, y conservarás de él un grato y melancólico recuerdo, que no te hará daño. Será como una hermosa poesía que dorará con su luz tu existencia. Si todos tus deseos pudieran cumplirse ... ¿quién sabe? Los amores terrenales son poco consistentes. El deleite que la fantasía entrevé, con gozarlos y apurarlos hasta las heces, nada vale comparado con los amargos dejos. ¡Cuánto mejor es que vuestro amor, apenas contaminado y apenas impurificado, se pierda y se evapore ahora, subiendo al cielo como nube de incienso, que no el que muera, una vez satisfecho, a manos del hastío! Ten valor para apartar la copa de tus labios, cuando apenas has gustado el licor que contiene. Haz con ese licor una libación y una ofrenda al Redentor divino. En cambio, te dará él de aquella bebida que ofreció a la Samaritana; bebida que no cansa, que satisface la sed y que produce vida eterna.

- ¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Qué bueno es usted! Sus santas palabras me prestan valor. Yo me dominaré; yo me venceré. Sería bochornoso, ¿no es verdad que sería bochornoso que don Luis supiera dominarse y vencerse, y yo fuera liviana y no me venciera? Que se vaya. Se va pasado mañana. Vaya bendito de Dios. Mire usted su tarjeta. Ayer estuvo a despedirse con su padre y no le he recibido. Ya no le veré más. No quiero conservar ni el recuerdo poético de que usted habla. Estos amores han sido una pesadilla. Yo la arrojaré lejos de mí.

- ¡Bien, muy bien! Así te quiero yo, enérgica, valiente.

- ¡Ay, padre mío! Dios ha derribado mi soberbia con este golpe; mi engreimiento era insolentísimo, y han sido indispensables los desdenes de ese hombre para que sea yo todo lo humilde que debo. ¿Puedo estar más postrada ni más resignada? Tiene razón don Luis: yo no le merezco. ¿Cómo, por más esfuerzos que hiciera, habría yo de elevarme hasta él, y comprenderle, y poner en perfecta comunicación mi espíritu con el suyo? Yo soy zafia aldeana, inculta, necia; él no hay ciencia que no comprenda, ni arcano que ignore, ni esfera encumbrada del mundo intelectual a donde no suba. Allá se remonta en alas de su genio, y a mí, pobre y vulgar mujer, me deja por acá, en este bajo suelo, incapaz de seguirle ni siquiera con una levísima esperanza y con mis desconsolados suspiros.

- Pero Pepita, por los clavos de Cristo, no digas eso ni lo pienses. ¡Si don Luis no te desdeña por zafia, ni porque es muy sabio y tú no le entiendes, ni por esas majaderías que ahí estás ensartando! Él se va porque tiene que cumplir con Dios; y tú debes alegrarte de que se vaya, porque sanarás del amor, y Dios te dará el premio de tan grande sacrificio.

Pepita, que ya no lloraba y que se había enjugado las lágrimas con el pañuelo, contestó tranquila:

- Está bien, padre; yo me alegraré; casi me alegro ya de que se vaya. Deseando estoy que pase el día de mañana, y que, pasado, venga Antoñona a decirme cuando yo despierte: Ya se fue don Luis. Usted verá cómo renacen entonces la calma y la serenidad antigua en mi corazón.

- Así sea -dijo el padre vicario, y convencido de que había hecho un prodigio y de que había curado casi el mal de Pepita, se despidió de ella, y se fue a su casa, sin poder resistir ciertos estímulos de vanidad al considerar la influencia que ejercía sobre el noble espíritu de aquella preciosa muchacha.

Pepita, que se había levantado para despedir al padre vicario, no bien volvió a cerrar la puerta y quedó sola, de pie, en medio de la estancia, permaneció un rato inmóvil, con la mirada fija, aunque sin fijada en ningún objeto, y con los ojos sin lágrimas. Hubiera recordado a un poeta o a un artista la figura de Ariadna, como la describe Catulo, cuando Teseo la abandonó en la isla de Naxos. De repente, como si lograse desatar un nudo que le apretaba la garganta, como si quebrase un cordel que la ahogaba, rompió Pepita en lastimeros gemidos, vertió un raudal de llanto, y dio con su cuerpo, tan lindo y delicado, sobre las losas frías del pavimento. Allí, cubierta la cara con las manos, desatada ya la trenza de sus cabellos, y en desorden la vestidura, continuó en sus sollozos y en sus gemidos.

Así hubiera seguido largo tiempo, si no llega Antoñona. Antoñona la oyó gemir, antes de entrar y verla, y se precipitó en la sala. Cuando la vio tendida en el suelo, hizo Antoñona mil extremos de furor.

- ¡Vea usted -dijo-, ese zángano, pelgar, vejete, tonto, qué maña se da para consolar a sus amigas! Habrá largado alguna barbaridad, algún buen par de coces a esta criaturita de mi alma, y me la ha dejado aquí medio muerta, y él se ha vuelto a la iglesia, a preparar lo conveniente para cantarle el gorigori, y rociarla con el hisopo y enterrármela sin más ni más.

Antoñona tendría cuarenta años, y era dura en el trabajo, briosa y más forzuda que muchos cavadores. Con frecuencia levantaba poco menos que a pulso una corambre con tres arrobas y media de aceite o de vino y la plantaba sobre el lomo de un mulo, o bien, cargaba con un costal de trigo y lo subía al alto desván, donde estaba el granero. Aunque Pepita no fuese una paja, Antoñona la alzó del suelo en sus brazos, como si lo fuera, y la puso con mucho tiento sobre el sofá, como quien coloca la alhaja más frágil y primorosa para que no se quiebre.

- ¿Qué soponcio es éste? -preguntó Antoñona-. Apuesto cualquier cosa a que este zanguango de vicario te ha echado un sermón de acíbar y te ha destrozado el alma a pesadumbres.

Pepita seguía llorando y sollozando sin contestar.

- ¡Ea! Déjate de llanto y dime lo que tienes. ¿Qué te ha dicho el vicario?

- Nada ha dicho que pueda ofenderme -contestó al fin Pepita.

Viendo luego que Antoñona aguardaba con interés a que ella hablase, y deseando desahogarse con quien simpatizaba mejor con ella y más humanamente la comprendía, Pepita habló de esta manera:

- El padre vicario me amonesta con dulzura para que me arrepienta de mis pecados; para que deje partir en paz a don Luis; para que me alegre de su partida; para que le olvide. Yo he dicho que sí a todo. He prometido alegrarme de que don Luis se vaya. He querido olvidarle y hasta aborrecerle. Pero mira, Antoñona, no puedo; es un empeño superior a mis fuerzas. Cuando el vicario estaba aquí juzgué que tenía yo bríos para todo, y no bien se fue, como si Dios me dejara de su mano, perdí los bríos, y me caí en el suelo desolada. Yo había soñado una vida venturosa al lado de este hombre que me enamora; yo me veía ya elevada hasta él por obra milagrosa del amor; mi pobre inteligencia en comunión perfectísima con su inteligencia sublime; mi voluntad siendo una con la suya; con el mismo pensamiento ambos; latiendo nuestros corazones acordes. ¡Dios me lo quita y se le lleva, y yo me quedo sola, sin esperanza ni consuelo! ¿No es verdad que es espantoso? Las razones del padre vicario son justas, discretas ... Al pronto me convencieron. Pero se fue y todo el valor de aquellas razones me parece nulo; vano juego de palabras, mentiras, enredos y argucias. Yo amo a don Luis, y esta razón es más poderosa que todas las razones. Y si él me ama, ¿por qué no lo deja todo, y me busca, y se viene a mí, y quebranta promesas y anula compromisos? No sabía yo lo que era amor. Ahora lo sé: no hay nada más fuerte en la tierra y en el cielo. ¿Qué no haría yo por don Luis? Y él por mí nada hace. Acaso no me ama. No, don Luis no me ama. Yo me engañé: la vanidad me cegó. Si don Luis me amase, me sacrificaría sus propósitos, sus votos, su fama, sus aspiraciones a ser un santo y a ser una lumbrera de la Iglesia; todo me lo sacrificaría. Dios me lo perdone ... es horrible lo que voy a decir, pero lo siento aquí en el centro del pecho, me arde aquí, en la frente calenturienta; yo por él daría hasta la salvación de mi alma.

- ¡Jesús, María y José! -interrumpió Antoñona.

- ¡Es cierto; Virgen santa de los Dolores, perdonadme, perdonadme ... estoy loca ... no sé lo que digo y blasfemo!

- Sí, hija mía, ¡estás algo empecatada! ¡Válgame Dios y cómo te ha trastornado el juicio ese teólogo pisaverde! Pues si yo fuera tú, no lo tomaría contra el cielo, que no tiene la culpa, sino contra el mequetrefe del colegial, y me las pagaría o me borraría el nombre que tengo. Ganas me dan de ir a buscarle y traértele aquí de una oreja y obligarle a que te pida perdón y a que te bese los pies de rodillas.

- No, Antoñona. Veo que mi locura es contagiosa y que tú deliras también. En resolución, no hay más recurso que hacer lo que me aconseja el padre vicario. Lo haré aunque me cueste la vida. Si muero por él, él me amará, él guardará mi imagen en su memoria, mi amor en su corazón; y Dios, que es tan bueno, hará que yo vuelva a verle en el cielo, con los ojos del alma, y que allí nuestros espíritus se amen y se confundan.

Antoñona, aunque era recia de veras y nada sentimental, sintió al oír esto que se le saltaban las lágrimas.

- Caramba, niña -dijo Antoñona-, vas a conseguir que suelte yo el trapo a llorar y que berree como una vaca. Cálmate, y no pienses en morirte, ni de chanza. Veo que tienes muy excitados los nervios. ¿Quieres que traiga una taza de tila?

- No, gracias. Déjame ... ya ves como estoy sosegada.

- Te cerraré las ventanas, a ver si duermes. Si no duermes hace días, ¿cómo has de estar? ¡Mal haya el tal don Luis y su manía de meterse cura! ¡Buenos supiripandos te cuesta!

Pepita había cerrado los ojos; estaba en calma y en silencio, harta ya de coloquio con Antoñona.

Ésta, creyéndola dormida, o deseando que durmiera, se inclinó hacia Pepita, puso con lentitud y suavidad un beso sobre su blanca frente, le arregló y plegó el vestido sobre el cuerpo, entornó las ventanas para dejar el cuarto a media luz y se salió de puntillas, cerrando la puerta sin hacer el menor ruido.

Mientras que ocurrían estas cosas en casa de Pepita, no estaba más alegre y sosegado en la suya el señor don Luis de Vargas.

Su padre, que no dejaba casi ningún día de salir al campo a caballo, había querido llevarle en su compañía; pero don Luis se había excusado con que le dolía la cabeza, y don Pedro se fue sin él. Don Luis había pasado solo toda la mañana, entregado a sus melancólicos pensamientos y más firme que roca en su resolución de borrar de su alma la imagen de Pepita y de consagrarse a Dios por completo.

No se crea, con todo, que no amaba a la joven viuda. Ya hemos visto por las cartas la vehemencia de su pasión; pero él seguía enfrenándola con los mismos afectos piadosos y consideraciones elevadas de que en las cartas da larga muestra y que podemos omitir aquí para no pecar de prolijos.

Tal vez, si profundizamos con severidad en este negocio, notaremos que contra el amor de Pepita no luchaban sólo en el alma de don Luis el voto hecho ya en su interior, aunque no confirmado, el amor de Dios, el respeto a su padre de quien no quería ser rival, y la vocación, en suma, que sentía por el sacerdocio. Había otros motivos de menos depurados quilates y de más baja ley.

Don Luis era pertinaz, era terco: tenía aquella condición que bien dirigida constituye lo que se llama firmeza de carácter, y nada había que le rebajase más a sus propios ojos que el variar de opinión y de conducta. El propósito de toda su vida, lo que había sostenido y declarado ante cuantas personas le trataban, su figura moral, en una palabra, que era ya la de un aspirante a santo, la de un hombre consagrado a Dios, la de un sujeto imbuido en las más sublimes filosofías religiosas, todo esto no podía caer por tierra sin gran mengua de don Luis, como caería, si se dejase llevar del amor de Pepita ]iménez. Aunque el precio era sin comparación mucho más subido, a don Luis se le figuraba, que si cedía iba a remedar a Esaú y a vender su primogenitura, y a deslustrar su gloria.

Por lo general, los hombres solemos ser juguete de las circunstancias; nos dejamos llevar de la corriente y no nos dirigimos sin vacilar a un punto. No elegimos papel, sino tomamos y hacemos el que nos toca; el que la ciega fortuna nos depara. La profesión, el partido político, la vida entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo caprichoso y no esperado de la suerte.

Contra esto se rebelaba el orgullo de don Luis con titánica pujanza. ¿Qué se diría de él, y sobre todo qué pensaría él de sí mismo, si el ideal de su vida, el hombre nuevo que había creado en su alma, si todos sus planes de virtud, de honra y hasta de santa ambición, se desvaneciesen en un instante, se derritiesen al calor de una mirada, por la llama fugitiva de unos lindos ojos, como la escarcha se derrite con el rayo débil aún del sol matutino?

Estas y otras razones de un orden egoísta militaban también contra la viuda, a par de las razones legítimas y de sustancia; pero todas las razones se revestían del mismo hábito religioso, de manera que el propio don Luis no acertaba a reconocerlas y distinguirlas, creyendo amor de Dios, no sólo lo que era amor de Dios, sino asimismo el amor propio. Recordaba, por ejemplo, las vidas de muchos santos, que habían resistido tentaciones mayores que las suyas, y no quería ser menos que ellos. Y recordaba, sobre todo, aquella entereza de San Juan Crisóstomo, que supo desestimar los halagos de una madre amorosa y buena, y su llanto y sus quejas dulcísimas y todas las elocuentes y sentidas palabras que le dijo para que no la abandonase y se hiciese sacerdote, llevándole para ello a su propia alcoba y haciéndole sentar junto a la cama en que le había parido. Y después de fijar en esto la consideración, don Luis no se sufría a sí propio en no menospreciar las súplicas de una mujer extraña, a quien hacía tan poco tiempo que conocía, y el vacilar aún entre su deber y el atractivo de una joven, tal vez más que enamorada, coqueta.

Pensaba luego don Luis en la alteza soberana de la dignidad del sacerdocio a que estaba llamado, y la veía por cima de todas las instituciones y de las míseras coronas de la tierra: porque no ha sido hombre mortal, ni capricho del voluble y servil populacho, ni irrupción o avenida de gente bárbara, ni violencia de amotinadas huestes movidas de la codicia, ni ángel, ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismo Paráclito quien la ha fundado. ¿Cómo por el liviano incentivo de una mozuela, por una lagrimilla quizás mentida, despreciar esa dignidad augusta, esa potestad que Dios no concedió ni a los arcángeles que están más cerca de su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la oscura plebe, y ser uno del rebaño, cuando ya soñaba ser pastor, atando y desatando en la tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y perdonando los pecadps, regenerando a las gentes por el agua y por el espíritu, adoctrinándolas en nombre de una autoridad infalible, dictando sentencias que el Señor de las Alturas ratifica luego y confirma, siendo iniciador y agente de tremendos misterios, inasequibles a la razón humana, y haciendo descender del cielo no como Elías, la llama que consume la víctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho carne y el torrente de la gracia que purifica los corazones y los deja limpios como el oro?

Cuando don Luis reflexionaba sobre todo esto, se elevaba su espíritu, se encumbraba por cima de las nubes en la región empírea, y la pobre Pepita Jiménez quedaba allá muy lejos, y apenas si él la veía.

Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación y el alma de don Luis tocaba a la tierra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan joven, tan candorosa y tan enamorada, y Pepita combatía dentro de su corazón contra sus más fuertes y arraigados propósitos, y don Luis temía que diese al traste con ellos.

Así se atormentaba don Luis con encontrados pensamientos que se daban guerra, cuando entró Currito en su cuarto, sin decir oxte ni moxte.

Currito, que no estimaba gran cosa a su primo mientras no fue más que teólogo, le veneraba, le admiraba y formaba de él un concepto sobrehumano desde que le había visto montar tan bien en Lucero.

Saber teología y no saber montar desacreditaba a don Luis a los ojos de Currito; pero cuando Currito advirtió que sobre la ciencia y sobre todo aquello que él no entendía, si bien presumía difícil y enmarañado, era don Luis capaz de sostenerse tan bizarramente en las espaldas de una fiera, ya su veneración y su cariño a don Luis no tuvieron límites. Currito era un holgazán, un perdido, un verdadero mueble, pero tenía un corazón afectuoso y leal. A don Luis, que era el ídolo de Currito, le sucedía como a todas las naturalezas superiores con los seres inferiores que se les aficionan. Don Luis se dejaba querer; esto es, era dominado despóticamente por Currito en los negocios de poca importancia. Y como para hombres como don Luis casi no hay negocios que la tengan en la vida vulgar y diaria, resultaba que Currito llevaba y traía a don Luis como un zarandillo.

- Vengo a buscarte -le dijo-, para que me acompañes al casino, que está animadísimo hoy y lleno de gente. ¿Qué haces aquí solo, tonteando y hecho un papamoscas?

Don Luis, casi sin replicar, y como si fuera mandato, tomó su sombrero y su bastón, diciendo:

- Vámonos donde quieras -y siguió a Currito que se adelantaba, tan satisfecho de aquel dominio que ejercía.

El casino, en efecto, estaba de bote en bote, gracias a la solemnidad del día siguiente, que era el día de San Juan. A más de los señores del lugar, había muchos forasteros, que habían venido de los lugares inmediatos para concurrir a la feria y velada de aquella noche.

El centro de la concurrencia era el patio, enlosado de mármol, con fuente y surtidor en medio y muchas macetas de don-pedros, gala-de-Francia, rosas, claveles y albahaca. Un toldo de lona doble cubría el patio, preservándole del sol. Un corredor o galería, sostenida por columnas de mármol, le circundaba; y así en la galería, como en varias salas a que la galería daba paso, había mesas de tresillo, otras con periódicos, otras para tomar café o refrescos; y, por último, sillas, banquillos y algunas butacas. Las paredes estaban blancas como la nieve del frecuente enjalbiego, y no faltaban cuadros que las adornasen. Eran litografías francesas iluminadas, con circunstanciada explicación bilingüe escrita por bajo. Unas representaban la vida de Napoleón I, desde Toulon a Santa Elena; otras, las aventuras de Matilde y MalekAdel; otras, los lances de amor y de guerra del Templario, Rebeca, Lady Rowena e Ivanhoe; y otras, los galanteos, travesuras, caídas y arrepentimientos de Luis XIV y la señorita de la Valiere.

Currito llevó a don Luis y don Luis se dejó llevar a la sala donde estaba la flor y nata de los elegantes, dandies y cocodés del lugar y de toda la comarca. Entre ellos descollaba el conde de Genazahar, de la vecina ciudad de ... Era un personaje ilustre y respetado. Había pasado en Madrid y en Sevilla largas temporadas, y se vestía con los mejores sastres, así de majo como de señorito. Había sido diputado dos veces y había hecho una interpelación al gobierno sobre un atropello de un alcalde-corregidor.

Tendría el conde de Genazahar treinta y tantos años; era buen mozo y lo sabía, y se jactaba además de tremendo en paz y en lides, en desafíos y en amores. El conde, no obstante, y a pesar de haber sido uno de los más obstinados pretendientes de Pepita, había recibido las enconfitadas calabazas que ella solía propinar a quienes la requebraban y aspiraban a su mano.

La herida que aquel duro y amargo confite había abierto en su endiosado corazón, no estaba cicatrizada todavía. El amor se había vuelto odio, y el conde se desahogaba a menudo, poniendo a Pepita como chupa de dómine.

En este ameno ejercicio se hallaba el conde, cuando quiso la mala ventura que don Luis y Currito llegasen y se metiesen en el corro, que se abrió para recibirlos, de los que oían el extraño sermón de honras. Don Luis, como si el mismo diablo lo hubiera dispuesto, se encontró cara a cara con el conde, que decía de este modo:

- No es mala pécora la tal Pepita Jiménez. Con más fantasía y más humos que la infanta Micomicona, quiere hacernos olvidar que nació y vivió en la miseria, hasta que se casó con aquel pelele, con aquel vejestorio, con aquel maldito usurero, y le cogió los ochavos. La única cosa buena que ha hecho en su vida la tal viuda es concertarse con Satanás para enviar pronto al infierno a su galopín de marido y librar la tierra de tanta infección y de tanta peste. Ahora le ha dado a Pepita por la virtud y por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! Sabe Dios si estará enredada de ocultis con algún gañán, y burlándose del mundo como si fuese la reina Artemisa.

A las personas recogidas, que no asisten a reuniones de hombres solos, escandalizará sin duda este lenguaje; les parecerá desbocado y brutal hasta la inverosimilitud; pero los que conocen el mundo confesarán que este lenguaje es muy usado en él, y que las damas más bonitas, las más agradables mujeres, las más honradas matronas, suelen ser blanco de tiros no menos infames y soeces, si tienen un enemigo, y aun sin tenerle, porque a menudo se murmura, o mejor dicho, se injuria y se deshonra a voces para mostrar chiste y desenfado.

Don Luis, que desde niño había estado acostumbrado a que nadie se descompusiese en su presencia, ni le dijese cosas que pudieran enojarle, porque durante su niñez le rodeaban criados, familiares y gente de la clientela de su padre que atendían sólo a su gusto, y después en el Seminario, así por sobrino del deán, como por lo mucho que él merecía, jamás había sido contrariado, sino considerado y adulado, sintió un aturdimiento singular, se quedó como herido por un rayo cuando vio al insolente conde arrastrar por el suelo, mancillar y cubrir de inmundo lodo la honra de la mujer que amaba.

¿Cómo defenderla, no obstante? No se le ocultaba que, si bien no era marido, ni hermano, ni pariente de Pepita, podía sacar la cara por ella como caballero; pero veía el escándalo que esto causaría, cuando no había allí ningún profano que defendiese a Pepita, antes bien todos reían al conde la gracia. Él, casi ministro ya de un Dios de paz, no podía dar un mentís y exponerse a una riña con aquel desvergonzado.

Don Luis estuvo por enmudecer e irse; pero no lo consintió su corazón, y pugnando por revestirse de una autoridad que ni sus años juveniles, ni su rostro, donde había más bozo que barbas, ni su presencia en aquel lugar consentían, se puso a hablar con verdadera elocuencia contra los maldicientes y a echar en rostro al conde, con libertad cristiana y con acento severo, la fealdad de su ruin acción.

Fue predicar en desierto o peor que predicar en desierto. El conde contestó con pullas y burletas a la homilía; la gente, entre la que había no pocos forasteros, se puso de lado del burlón, a pesar de ser don Luis el hijo del cacique; el propio Currito, que no valía para nada y era un blandengue, aunque no se rió, no defendió a su amigo; y éste tuvo que retirarse, vejado y humillado bajo el peso de la chacota.

- ¡Esta flor le falta al ramo! -murmuró entre dientes el pobre don Luis cuando llegó a su casa y volvió a meterse en su cuarto, mohíno y maltratado por la rechifla, que él se exageraba y se figuraba insufrible. Se echó de golpe en un sillón, abatido y descorazonado, y mil ideas contrarias asaltaron su mente.

La sangre de su padre, que hervía en sus venas, le despertaba la cólera y le excitaba a ahorcar los hábitos, como al principio le aconsejaban en el lugar, y dar luego su merecido al señor conde; pero todo el porvenir que se había creado se deshacía al punto, y veía al deán, que renegaba de él; y hasta el Papa, que había enviado ya la dispensa pontificia para que se ordenase antes de la edad, y el prelado diocesano, que había apoyado la solicitud de la dispensa en su probada virtud, ciencia sólida y firmeza de vocación, se le aparecían para reconvenirle.

Pensaba luego en la teoría chistosa de su padre sobre el complemento de la persuasión de que se valían el apóstol Santiago, los obispos de la Edad Media, don Íñigo de Loyola y otros personajes, y no le parecía tan descabellada la teoría, arrepintiéndose casi de no haberla practicado.

Recordaba entonces la costumbre de un doctor ortodoxo, insigne filósofo persa contemporáneo, mencionada en un libro reciente escrito sobre aquel país; costumbre que consistía en castigar con duras palabras a los discípulos y oyentes cuando se reían de las lecciones o no las entendían; y, si esto no bastaba, descender de la cátedra sable en mano y dar a todos una paliza. Este método era eficaz principa]mente en la controversia, si bien dicho filósofo había encontrado una vez a otro contrincante del mismo orden que le había hecho un chirlo descomunal en la cara.

Don Luis, en medio de su mortificación y mal humor, se reía de lo cómico del recuerdo; hallaba que no faltarían en España filósofos que adoptarían de buena gana el método persiano; y si él no le adoptaba también, no era a la verdad por miedo del chirlo, sino por consideraciones de mayor valor y nobleza.

Acudían, por último, mejores pensamientos a su alma y le consolaban un poco.

- Yo he hecho muy mal -se decía-, en predicar allí; debí haberme callado. Nuestro Señor Jesucristo lo ha dicho: No deis a los perros las cosas santas, ni arrojéis vuestras margaritas a los cerdos, porque los cerdos se revolverán contra vosotros y os hollarán con sus asquerosas pezuñas. Pero no; ¿por qué me he de quejar? ¿Por qué he de volver injuria por injuria ¿Por qué me he de dejar vencer de la ira? Muchos santos padres lo han dicho: La ira es peor aún que la lascivia en los sacerdotes. La ira de los sacerdotes ha hecho verter muchas lágrimas y ha causado males horribles. Esta ira, consejera tremenda, tal vez los ha persuadido de que era menester que los pueblos sudaran sangre bajo la presión divina, y ha traído a sus encarnizados ojos la visión de Isaías, y han visto y han hecho ver a sus secuaces fanáticos al manso Cordero convertido en vengador inexorable, descendiendo de la cumbre de Edón, soberbio con la muchedumbre de su fuerza, pisoteando a las naciones como el pisador pisa las uvas en el lagar, y con la vestimenta levantada, y cubierto de sangre hasta los muslos. ¡Ah no, Dios mío! Voy a ser tu ministro; Tú eres un Dios de paz, y mi primera virtud debe ser la mansedumbre. Lo que enseñó tu hijo en e] sermón de la Montaña tiene que ser mi norma. No ojo por ojo, ni diente por diente, sino amar a nuestros enemigos. Tú amaneces sobre justos y pecadores, y derramas sobre todos la lluvia fecunda de tus inexhaustas bondades. Tú eres nuestro Padre, que estás en el cielo y debemos ser perfectos como Tú, perdonando a quienes nos ofendan, y pidiéndote que los perdones porque no saben lo que se hacen. Yo debo recordar las bienaventuranzas. Bienaventurados cuando os ultrajaren y persiguieren y dijeren todo mal de vosotros. El sacerdote, el que va a ser sacerdote, ha de ser humilde, pacífico, manso de corazón. No como la encina, que se levanta orgullosa hasta que el rayo la hiere, sino como las yerbecillas fragantes de las selvas y las modestas flores de los prados, que dan más suave y grato aroma cuando el villano las pisa.

En estas y otras meditaciones por el estilo transcurrieron las horas hasta que dieron las tres, y don Pedro, que acababa de volver del campo, entró en el cuarto de su hijo para llamarle a comer. La alegre cordialidad del padre, sus chistes, sus muestras de afecto, no pudieron sacar a don Luis de la melancolía ni abrirle el apetito. Apenas comió, apenas habló en la mesa.

Si bien disgustadísimo con la silenciosa tristeza de su hijo, cuya salud, aunque robusta, pudiera resentirse, como don Pedro era hombre que se levantaba al amanecer y bregaba mucho durante el día, luego que acabó de fumar un buen cigarro habano de sobremesa, acompañándole con su taza de café y su copita de aguardiente de anís doble, se sintió fatigado y, según costumbre, se fue a dormir sus dos o tres horas de siesta.

Don Luis tuvo buen cuidado de no poner en noticia de su padre la ofensa que le había hecho el conde de Genazahar. Su padre, que no iba a cantar misa y que tenía una índole poco sufrida, se hubiera lanzado al instante a tomar la venganza que él no tomó.

Solo ya don Luis, dejó el comedor para no ver a nadie, y volvió al retiro de su estancia para abismarse más profundamente en sus ideas.

Abismado en ellas estaba hacía largo rato, sentado junto al bufete, los codos sobre él y en la derecha mano apoyada la mejilla, cuando sintió cerca ruido. Alzó los ojos Y vio a su lado a la entrometida Antoñona, que había penetrado como una sombra, aunque tan maciza, y que le miraba con atención y con cierta mezcla de piedad y de rabia.

Antoñona se había deslizado hasta allí sin que nadie lo advirtiese, aprovechando la hora en que comían los criados y don Pedro dormía, y había abierto la puerta del cuarto y la había vuelto a cerrar tras sí con tal suavidad, que don Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, no hubiera podido sentirla.

Antoñona venía resuelta a tener una conferencia muy seria con don Luis; pero no sabía a punto fijo lo que iba a decirle. Sin embargo había pedido, no se sabe si al cielo o al infierno, que desatase su lengua y que le diese habla, y habla no chabacana y grotesca como la que usaba por lo común, sino culta, elegante e idónea para las nobles reflexiones y bellas cosas que ella imaginaba que le convenía expresar.

Cuando don Luis vio a Antoñona arrugó el entrecejo, mostró bien en el gesto lo que le contrariaba aquella visita y dijo con tono brusco:

- ¿A qué vienes aquí? Vete.

- Vengo a pedirte cuenta de mi niña -contestó Antoñona sin turbarse-, y no me he de ir hasta que me la des.

Enseguida acercó una silla a la mesa y se sentó en frente de don Luis con aplomo y descaro.

Viendo don Luis que no había remedio, mitigó el enojo, se armó de paciencia y, ya con acento menos cruel, exclamó:

- Di lo que tengas que decir.

- Tengo que decir -prosiguió Antoñona-, que lo que estás maquinando contra mi niña es una maldad. Te estás portando como un tuno. La has hechizado; le has dado un bebedizo maligno. Aquel angelito se va a morir. No come, ni duerme, ni sosiega por culpa tuya. Hoy ha tenido dos o tres soponcios sólo de pensar en que te vas. Buena hacienda dejas hecha antes de ser clérigo. Dime, condenado, ¿por qué viniste por aquí y no te quedaste por allá con tu tío? Ella, tan libre, tan señora de su voluntad, avasallando la de todos y no dejándose cautivar de ninguno, ha venido a caer en tus traidoras redes. Esta santidad mentida fue, sin duda, el señuelo de que te valiste. Con tus teologías y tiquis-miquis celestiales, has sido como el pícaro y desalmado cazador que atrae con el silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha.

- Antoñona -contestó don Luis-, déjame en paz. Por Dios, no me atormentes. Yo soy un malvado, lo confieso. No debí mirar a tu ama. No debí darle a entender que la amaba; pero yo la amaba y la amo aún con todo mi corazón, y no le he dado bebedizo, ni filtro, sino el mismo amor que le tengo. Es menester, sin embargo, desechar, olvidar este amor. Dios me lo manda. ¿Te imaginas que no es, que no está siendo, que no será inmenso el sacrificio que hago? Pepita debe revestirse de fortaleza y hacer el mismo sacrificio.

- Ni siquiera das ese consuelo a la infeliz -replicó Antoñona- . Tú sacrificas voluntariamente en el altar a esa mujer que te ama, que es ya tuya; a tu víctima; pero ella, ¿dónde te tiene a ti para sacrificarte? ¿Qué joya tira por la ventana, qué lindo primor echa en la hoguera, sino un amor mal pagado? ¿Cómo ha de dar a Dios lo que no tiene? ¿Va a engañar a Dios y a decirle: Dios mío, puesto que él no me quiere, ahí te lo sacrifico; no le querré yo tampoco? Dios no se ríe; si Dios se riera, se reiría de tal presente.

Don Luis, aturdido, no sabía qué objetar a estos raciocinios de Antoñona, más atroces que sus pellizcos pasados. Además, le repugnaba entrar en metafísicas de amor con aquella sirvienta.

- Dejemos a un lado -dijo-, esos vanos discursos. Yo no puedo remediar el mal de tu dueña. ¿Qué he de hacer?

- ¿Qué has de hacer? -interrumpió Antoñona, ya más blanda y afectuosa y con voz insinuante-. Yo te diré lo que has de hacer. Si no remediares el mal de mi niña, le aliviarás al menos. ¿No eres tan santo? Pues los santos son compasivos y además valerosos. No huyas como un cobardón grosero, sin despedirte. Ven a ver a mi niña, que está enferma. Haz esta obra de misericordia.

- ¿Y qué conseguiré con esa visita? Agravar el mal en vez de sanarle.

- No será así; no estás en el busilis. Tú irás allí, y, con esa cháchara que gastas y esa labia que Dios te ha dado, le infundirás en los cascos la resignación, y la dejarás consolada, y, si le dices que la quieres y que por Dios sólo la dejas, al menos su vanidad de mujer no quedará ajada.

- Lo que me propones es tentar a Dios; es peligroso para mí y para ella.

- ¿Y por qué ha de ser tentar a Dios? Pues si Dios ve la rectitud y la pureza de tus intenciones, ¿no te dará su favor y su gracia para que no te pierdas en esta ocasión en que te pongo con sobrado motivo? ¿No debes volar a librar a mi niña de la desesperación y traerla al buen camino? Si se muriera de pena por verse así desdeñada, o si rabiosa agarrase un cordel y se colgase de una viga, créeme, tus remordimientos serían peores que las llamas de pez y azufre de las calderas de Lucifer.

- ¡Qué horror! No quiero que se desespere. Me revestiré de todo mi valor; iré a verla.

- ¡Bendito seas! Si me lo decía el corazón. ¡Si eres bueno!

- ¿Cuándo quieres que vaya?

- Esta noche a las diez en punto. Yo estaré en la puerta de la calle aguardándote y te llevaré donde está.

- ¿Sabe ella que has venido a verme?

- No lo sabe. Ha sido todo ocurrencia mía; pero yo la prepararé con buen arte, a fin de que tu visita, la sorpresa, el inesperado gozo, no la hagan caer en un desmayo. ¿Me prometes que irás?

- Iré.

- Adiós. No faltes. A las diez de la noche en punto. Estaré a la puerta.

Y Antoñona echó a correr bajo la escalera de dos en dos escalones y se plantó en la calle.

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