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PEPITA JIMÉNEZ

Cartas a mi sobrino

Tercera parte


19 de mayo

Gracias a Dios y a usted por las nuevas cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy los necesito más que nunca.

Razón tiene la mística doctora Santa Teresa cuando pondera los grandes trabajos de las almas tímidas que se dejan turbar por la tentación: pero es mil veces más trabajoso el desengaño para quienes han sido, como yo, confiados y soberbios.

Templos del Espíritu Santo son nuestros cuerpos, mas si se arrima fuego a sus paredes, aunque no ardan, se tiznan.

La primera sugestión es la cabeza de la serpiente. Si no la hollamos con planta valerosa y segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderse en nuestro seno.

El licor de los deleites mundanos, por inocentes que sean, suele ser dulce al paladar, y luego se trueca en hiel de dragones y veneno de áspides.

Es cierto: ya no puedo negárselo a usted Yo no debí poner los ojos con tanta complacencia en esta mujer peligrosísima.

No me juzgo perdido; pero me siento conturbado.

Como el corzo sediento desea y busca el manantial de las aguas, así mi alma busca a Dios todavía. A Dios se vuelve para que le dé reposo, y anhela beber en el torrente de sus delicias, cuyo ímpetu alegra el Paraíso, y cuyas ondas claras ponen más blanco que la nieve; pero un abismo llama a otro abismo, y mis pies se han clavado en el cieno que está en el fondo.

Sin embargo, aún me quedan voz y aliento para clamar con el Salmista: ¡Levántate, gloria mía! Si te pones de mi lado, ¿quién prevalecerá contra mí?

Yo digo a mi alma pecadora, llena de quiméricas imaginaciones y de vagos deseos, que son sus hijos bastardos: ¡Oh, hija miserable de Babilonia, bienaventurado el que te dará tu galardón; bienaventurado el que deshará contra las piedras a tus pequeñuelos!

Las mortificaciones, el ayuno, la oración, la penitencia serán las armas de que me revista para combatir y vencer con el auxilio divino.

No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya he hablado a usted. Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una llama funesta; como los de Amón cuando se fijaban en Tamar; como los del príncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina.

Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido. La imagen de ella se levanta en el fondo de mi espíritu, vencedora de todo. Su hermosura resplandece sobre toda hermosura; los deleites del cielo me parecen inferiores a su cariño; una eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranza infinita que vierte sobre mí en un momento con una de estas miradas, que pasan cual relámpago.

Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo solo en mi cuarto, en el silencio de la noche, reconozco todo el horror de mi situación, y formo buenos propósitos, que luego se quebrantan.

Me prometo a mí mismo fingirme enfermo, buscar cualquier otro pretexto para no ir a la noche siguiente a casa de Pepita, y sin embargo voy.

Mi padre, confiado hasta lo sumo, sin sospechar lo que pasa en mi alma, me dice cuando llega la hora:

- Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luego que despache al aperador.

Yo no atino con la excusa, no hallo el pretexto, y en vez de contestar:

- No puedo ir-, tomo el sombrero y voy a la tertulia.

Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano, y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser se muda. Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, y ya no pienso más que en ella. Tal vez soy yo mismo quien provoca las miradas si tardan en llegar. La miro con insano ahínco, por un estímulo irresistible, y a cada instante creo descubrir en ella nuevas perfecciones. Ya los hoyuelos de sus mejillas cuando sonríe, ya la blancura sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya la pequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modelado de la garganta.

Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bien entro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente que estoy dominado por una maga, cuya fascinación es ineluctable.

No es ella grata a mis ojos solamente, sino que sus palabras suenan en mis oídos como la música de las esferas, revelándome toda la armonía del universo y hasta imagino percibir una sutilísima fragancia, que su limpio cuerpo despide, y que supera al olor de los mastranzos que crecen a orillas de los arroyos y al aroma silvestre del tomillo que en los montes se cría.

Excitado de esta suerte, no sé cómo juego al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque estoy todo en ella.

Cada vez que se encuentran nuestras miradas, se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan, se me figura que se unen y compenetran. Allí se descubren mil inefables misterios de amor, allí se comunican sentimientos que por otro medio no llegarían a saberse, y se recitan poesías que no caben en lengua humana, y se cantan canciones que no hay voz que exprese ni acordada cítara que module.

Desde el día en que vi a Pepita en el Pozo de la Solana, no he vuelto a verla a solas. Nada le he dicho ni me ha dicho, y sin embargo nos lo hemos dicho todo.

Cuando me sustraigo a la fascinación, cuando estoy solo por la noche en mi aposento, quiero mirar con frialdad el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio en que voy a sumirme, y siento que me resbalo y que me hundo.

Me recomienda usted que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía. Me recomíenda usted que piense en lo inestable, en lo inseguro de nuestra existencia, y en lo que hay más allá. Pero esta consideración y esta meditación ni me atemorizan ni me arredran. ¿Cómo he de temer la muerte cuando deseo morir? El amor y la muerte son hermanos. Un sentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por el objeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporar toda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos; quedarme muerto mirándola, aunque me condene.

Lo que es aún eficaz en mí contra el amor, no es el temor, sino el amor mismo. Sobre este amor determinado, que ya veo con evidencia que Pepita me inspira, se levanta en mi espíritu el amor divino, en consurrección poderosa. Entonces todo se cambia en mí, y aun me promete la victoria. El objeto de mi amor superior se ofrece a los ojos de mi mente como el sol que todo lo enciende y alumbra llenando de luz los espacios; y el objeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que vaga en el ambiente y que el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor, todo su atractivo, no es más que el reflejo de ese sol increado, no es más que la chispa brillante, transitoria, inconsistente, de aquella infinita y perenne hoguera.

Mi alma, abrasada de amor, pugna por criar alas, y tender el vuelo, y subir a esa hoguera, y consumir allí cuanto hay en ella de impuro.

Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante. No sé cómo el mal que padezco no me sale a la cara. Apenas me alimento; apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpados, suelo despertar azorado, como si me hallase peleando en una batalla de ángeles rebeldes y de ángeles buenos. En esta batalla de la luz contra las tinieblas, yo combato por la luz; pero tal vez imagino que me paso al enemigo, que soy un desertor infame; y oigo la voz del águila de Patmos que dice: Y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz; y entonces me lleno de terror y me juzgo perdido.

No me queda más recurso que huir. Si en lo que falta para terminar el mes, mi padre no me da su venia y no viene conmigo, me escapo como un ladrón; me fugo sin decir nada.




23 de mayo

Soy un vil gusano y no un hombre; soy el oprobio y la abyección de la humanidad; soy un hipócrita.

Me han circundado dolores de muerte, y torrentes de iniquidad me han conturbado.

Vergüenza tengo de escribir a usted, y no obstante le escribo. Quiero confesárselo todo.

No logro enmendarme. Lejos de dejar de ir a casa de Pepita, voy más temprano todas las noches. Se diría que los demonios me agarran de los pies y me llevan allá sin que yo quiera.

Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita. No quisiera hallarla sola. Casi siempre se me adelanta el excelente padre vicario, que atribuye nuestra amistad a la semejanza de gustos piadosos, y la funda en la devoción, como la amistad inocentísima que él le profesa.

El progreso de mi mal es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto del templo y va aumentando su velocidad en la caída, así va mi espíritu ahora.

Cuando Pepita y yo nos damos la mano, no es ya como al principio. Ambos hacemos un esfuerzo de voluntad, y nos transmitimos, por nuestras diestras enlazadas, todas las palpitaciones del corazón. Se diría que, por arte diabólico, obramos una transfusión y mezcla de lo más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir circular mi vida por sus venas, como yo siento en las mías la suya.

Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy lejos, la odio. A su vista, en su presencia, me enamora, me atrae, me rinde con suavidad, me pone un yugo dulcísimo.

Su recuerdo me mata. Soñando con ella, sueño que me divide la garganta como Judith al capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del Cantar de los Cantares, y la llamo con voz interior, y la bendigo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos, paloma mía y hermana.

Quiero libertarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espíritu se infunde en mí al punto que la veo, y me posee, y me domina, y me humilla.

Todas las noches salgo de su casa diciendo: ésta será la última noche que vuelva aquí; y vuelvo a la noche siguiente.

Cuando habla, y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su boca; cuando sonríe, se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en el corazón y le alegra.

A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso nuestras rodillas, y he sentido un indescriptible sacudimiento.

Sáqueme usted de aquí. Escriba usted a mi padre que me dé licencia para irme. Si es menester, dígaselo todo. ¡SOcórrame usted! ¡Sea usted mi amparo!




30 de mayo

Dios me ha dado fuerzas para resistir y he resistido.

Hace días que no pongo los pies en casa de Pepita, que no la veo.

Casi no tengo que pretextar una enfermedad porque realmente estoy enfermo. Estoy pálido y ojeroso; y mi padre, lleno de afectuoso cuidado, me pregunta qué padezco y me muestra el interés más vivo.

El reino de los cielos cede a la violencia, y yo quiero conquistarle. Con violencia llamo a sus puertas para que se me abran.

Con ajenjo me alimenta Dios para probarme, y en balde le pido que aparte de mí ese cáliz de amargura; pero he pasado y paso en vela muchas noches, entregado a la oración, y ha venido a endulzar lo amargo del cáliz una inspiración amorosa del espíritu consolador y soberano.

He visto con los ojos del alma la nueva patria, y en lo más íntimo de mi corazón ha resonado el cántico nuevo de la Jerusalén celeste.

Si al cabo logro vencer, será gloriosa la victoria; pero se la deberé a la Reina de los Ángeles, a quien me encomiendo. Ella es mi refugio y mi defensa; torre y alcázar de David, de que penden mil escudos y armaduras de valerosos campeones; cedro del Líbano que pone en fuga a las serpientes.

En cambio, a la mujer que me enamora de un modo mundanal, procuro menospreciarla y abatirla en mi pensamiento, recordando las palabras del Sabio y aplicándoselas.

Eres lazo de cazadores, le oigo; tu corazón es red engañosa y tus manos redes que atan: quien ama a Dios huirá de ti, y el pecador será por ti aprisionado.

Meditando sobre el amor, hallo mil motivos para amar a Dios y no amarla.

Siento en el fondo de mi corazón una inefable energía que me convence de que yo lo despreciaría todo por el amor de Dios: la fama, la honra, el poder y el imperio. Me hallo capaz de imitar a Cristo; y si el enemigo tentador me llevase a la cumbre de la montaña y me ofreciese todos los reinos de la tierra, porque doblase ante él la rodilla, yo no la doblaría: pero cuando me ofrece a esta mujer, vacilo aún y no le rechazo. ¿Vale más esta mujer a mis ojos que todos los reinos de la tierra; más que la fama, la honra, el poder y el imperio?

¿La virtud del amor, me pregunto a veces, es la misma siempre, aunque aplicada a diversos objetos, o bien hay dos linajes y condiciones de amores? Amar a Dios me parece la negación del egoísmo y del exclusivismo. Amándole, puedo y quiero amarlo todo por él, y no me enojo ni tengo celos de que él lo ame todo. No estoy celoso ni envidioso de los santos, de los mártires, de los bienaventurados, ni de los mismos serafines. Mientras mayor me represento el amor de Dios a las criaturas y los favores y regalos que les hace, menos celoso estoy y más le amo, y más cercano a mí le juzgo, y más amoroso y fino me parece que está conmigo. Mi hermandad, mi más que hermandad con todos los seres, resalta entonces de un modo dulsísimo. Me parece que soy uno con todo, y que todo está enlazado con lazada de amor por Dios y en Dios.

Muy al contrario, cuando pienso en esta mujer y en el amor que me inspira. Es un amor de odio, que me aparta de todo, menos de mí. La quiero para mí; toda para mí y yo todo para ella. Hasta la devoción y el sacrificio por ella son egoístas. Morir por ella sería por desesperación de no lograrIa de otra suerte, o por esperanza de no gozar de su amor por completo, sino muriendo y confundiéndome con ella en un eterno abrazo.

Con todas estas consideraciones procuro hacer aborrecible el amor de esta mujer; pongo en este amor mucho de infernal y de horriblemente ominoso; pero como si tuviese yo dos almas, dos entendimientos, dos voluntades y dos imaginaciones, pronto surge dentro de mí la idea contraria; pronto me niego lo que acabo de afirmar, y procuro conciliar locamente los dos amores. ¿Por qué no huir de ella y seguir amándola sin dejar de consagrarme fervorosamente al servicio de Dios? Así como el amor de Dios no excluye el amor de la patria, el amor de la humanidad, el amor de la ciencia, el amor de la hermosura en la naturaleza y en el arte, tampoco debe excluir este amor, si es espiritual e inmaculado. Yo haré de ella, me digo, un símbolo, una alegoría, una imagen de todo lo bueno y hermoso. Será para mí, como Beatriz para Dante, figura y representación de mi patria, del saber y de la belleza.

Esto me hace caer en una horrible imaginación, en un monstruoso pensamiento. Para hacer de Pepita ese símbolo, esa vaporosa y etérea imagen, esa cifra y resumen de cuanto puedo amar por bajo de Dios, en Dios y subordinándolo a Dios, me la finjo muerta, como Beatriz estaba muerta cuando Dante la cantaba.

Si la dejo entre los vivos, no acierto a convertirla en idea pura, y para convertirla en idea pura, la asesino en mi mente.

Luego la lloro, luego me horrorizo de mi crimen, y me acerco a ella en espíritu, y con el calor de mi corazón le vuelvo la vida, y la veo, no vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nubes de color de rosa y flores celestiales, como vio el feroz Gibelino a su amada en la cima del Purgatorio, sino consistente, sólida, bien delineada en el ambiente sereno y claro, como las obras más perfectas del cincel helénico, como Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión, y bajando llena de vida, respirando amor, lozana de juventud y de hermosura, de su pedestal de mármol.

Entonces exclamo desde el fondo de mi conturbado corazón: Mi virtud desfallece; Dios mío, no me abandones. Apresúrate a venir en mi auxilio. Muéstrame tu cara y seré salvo.

Así recobro las fuerzas para resistir a la tentación. Así renace en mí la esperanza de que volveré al antiguo reposo no bien me aparte de estos sitios.

El demonio anhela con furia tragarse las aguas puras del Jordán, que son las personas consagradas a Dios. Contra ellas se conjura el infierno y desencadena todos sus monstruos. San Buenaventura lo ha dicho: No debemos admiramos de que estas personas pecaron, sino de que no pecaron. Yo, con todo, sabré resistir y no pecar. Dios me protege.




6 de junio

La nodriza de Pepita, hoy su ama de llaves, es, como dice mi padre, una buena pieza de arrugadillo: picotera, alegre y hábil como pocas. Se casó con el hijo del Maestro Cencias, y ha heredado del padre lo que el hijo no heredó: una portentosa facilidad para las artes y los oficios. La diferencia está en que el Maestro Cencias componía un husillo de lagar, arreglaba las ruedas de una carreta o hacía un arado, y esta nuera suya hace dulces, arropes y otras golosinas. El suegro ejercía las artes de utilidad; la nuera las del deleite, aunque deleite inocente o lícito al menos.

Antoñona, que así se llama, tiene o se toma la mayor confianza con todo el señorío. En todas las casas entra y sale como en la suya. A todos los señoritos y señoritas de la edad de Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea, los llama niños y niñas, y los trata como si los hubiera criado a sus pechos.

A mí me habla de mira, como a los otros. Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me ha dicho varias veces que soy un ingrato, y que hago mal en no ir a ver a su señora.

Mi padre, sin advertir nada, me acusa de extravagante; me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el operador.

¡Ojalá no hubiera ido!

Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra.

Yo no estreché la suya; ella no estrechó la mía, pero las conservamos unidas un breve rato.

En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza.

Había adivinado toda mi lucha interior; presumía que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla era firme e invencible.

No se atrevía a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios entreabiertos, manifestó cuánto lo deploraba.

Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no era para ella, ni ella para mí? ¡Qué importaba separarnos para siempre!

Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores: la persuadió de la irrevocable sentencia.

De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas.

No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo, aunque lo supiera?

Acerqué mis labios a su cara para enjugar el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso.

Inefable embriaguez, desmayo fecundo en peligros invadió todo mi ser y el ser de ella. Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre mis brazos.

Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la tos del padre vicario que llegaba, y nos separamos al punto.

Volviendo en mí, y reconcentrando todas las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar con estas palabras, que pronuncié en voz baja e intensa, aquella terrible escena silenciosa:

- ¡El primero y el último!

Yo aludía al beso profano; mas, como si hubieran sido mis palabras una evocación, se ofreció en mi mente la visión apocalíptica en toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto el primero y el último, y con la espada de dos filos que salía de su boca me hería en el alma, llena de maldades, de vicios y de pecados.

Toda aquella noche la pasé en un frenesí, en un delirio interior, que no sé cómo disimulaba.

Me retiré de casa de Pepita muy temprano.

En la soledad fue mayor mi amargura.

Al recordarme de aquel beso y de aquellas palabras de despedida, me comparaba yo con el traidor Judas, que vendía besando, y con el sanguinario y alevoso asesino Joab, cuando al besar a Amasá, le hundió el hierro agudo en las entrañas.

Había incurrido en dos traiciones y en dos falsías. Había faltado a Dios y a ella.

Soy un ser abominable.




11 de junio

Aún es tiempo de remediarlo todo. Pepita sanará de su amor y olvidará la flaqueza que ambos tuvimos.

Desde aquella noche no he vuelto a su casa.

Antoñona no parece por la mía.

A fuerza de súplicas he logrado de mi padre la promesa formal de que partiremos de aquí el 25, pasado el día de San Juan, que aquí se celebra con fiestas lucidas, y en cuya víspera hay una famosa velada.

Lejos de Pepita, me voy serenando, y creyendo que tal vez ha sido una prueba este comienzo de amores.

En todas estas noches he rezado, he velado, me he mortificado mucho.

La persistencia de mis plegarias, la honda contrición de mi pecho han hallado gracia delante del Señor, quien ha mostrado su gran misericordia.

El Señor, como dice el Profeta, ha enviado fuego a lo más robusto de mi espíritu, ha alumbrado mi inteligencia, ha encendido lo más alto de mi voluntad, y me ha enseñado.

La actividad del amor divino, que está en la voluntad Suprema, ha podido en ocasiones, sin yo merecerlo, llevarme hasta la oración de quietud afectiva. He desnudado las potencias inferiores de mi alma de toda imagen, hasta de la imagen de esa mujer; y he creído, si el orgullo no me alucina, que he conocido y gozado en paz, con la inteligencia y con el afecto, del bien supremo que está en el centro y abismo del alma.

Ante este bien todo es miseria; ante esta hermosura es fealdad todo; ante esta felicidad, todo es infortunio; ante esta altura todo es bajeza. ¿Quién no olvidará y despreciará por el amor de Dios todos los demás amores?

Sí, la imagen profana de esa mujer saldrá definitivamente y para siempre de mi alma. Yo haré un azote durísimo de mis oraciones y penitencias, y con él la arrojaré de allí, como Cristo arrojó del templo a los condenados mercaderes.




18 de junio

Ésta será la última carta que yo escriba a usted.

El 25 saldré de aquí sin falta. Pronto tendré el gusto de dar a usted un abrazo.

Cerca de usted estaré mejor. Usted me infundirá ánimo y me prestará la energía de que carezco.

Una tempestad de encontradas afecciones combate ahora mi corazón.

El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy escribiendo.

Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He estado frío, severo, como debía estar: pero ¡cuánto me ha costado!

Ayer me dijo mi padre que Pepita está indispuesta y que no recibe.

Enseguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad.

¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba? ¿Por qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he hecho creer que la quería? ¿Por qué mi boca infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó con las llamas del infiemo?

Pero no: mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro pecado.

Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe remediarse.

El 25, repito, partiré sin falta.

La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme.

Escondí esta carta, como si fuera una maldad escribir a usted.

Sólo un minuto ha estado aquí Antoñona.

Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita fuera corta.

En tan corta visita, me ha dicho mil locuras que me afligen profundamente.

Por último, ha exclamado, al despedirse, en su jerga medio gitana:

- ¡Anda, fullero de amor, indinote; maldecido seas; malos chuqueles te tagelen el drupro, que has puesto enferma a la niña, y con tus retrecherías la estás matando!

Dicho esto, la endiablada mujer me aplicó de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas, seis o siete feroces pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo. Después se largó echando chispas.

No me quejo: merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas hechas ascuas.

¡Dios mío, haz que Pepita me olvide: haz, si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa!

¿Puedo pedirte más, Dios mío?

Mi padre no sabe nada; no sospecha nada. Más vale así.

Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos.

¡Qué mudado va usted a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma!

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