Índice de El paraiso perdido de John MiltonLIBRO QUINTOLIBRO SÉPTIMOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEXTO



Argumento

Rafael continúa su narración, y refiere cómo fueron enviados Miguel y Gabriel a combatir contra Satanás y sus ángeles. Se describe la primera batalla, a resultas de la cual, y a favor de la noche, se retira Satanás con los suyos; convoca un consejo e inventa unas máquinas infernales, con que en nuevo combate sostenido al siguiente día, consigue introducir algún desorden en las legiones de Miguel; pero éstas, por fin, arrancando de su asiento montes enteros, sepultan bajo ellos a las huestes satánicas y sus máquinas. No logran, sin embargo, acabar con la rebelión, y al tercer día envía Dios al Mesías, su Hijo, a quien había reservado la gloria de aquel triunfo. Se presenta éste en la plenitud del poder que le ha concedido su Padre, y ordenando a sus legiones que se mantengan inmóviles a sus lados, se lanza con su carro, fulminando rayos, en medio de sus enemigos, que incapaces de resistirlo, se ven perseguidos hasta los postreros atrincheramientos del Cielo, y al abrirse éste, caen precipitados con estrepitosa confusión al abismo que de antemano estaba preparado para servirles de castigo; con lo que el Mesías vuelve victorioso al seno de su Padre.




El Ángel intrépido continuó caminando toda la noche, sin que nadie lo persiguiera, y atravesando los vastos campos del Cielo, hasta que despertada la Aurora por las Horas que marchan circularmente, abrió con sus rosadas manos las puertas de la luz.

En el interior de la montaña santa y próxima al trono de Dios hay una gruta que en perpetua alternativa ocupan la luz y las tinieblas, cuya agradable sucesión forma lo que puede llamarse el día y la noche del Cielo. Se ausenta la luz, y por la puerta opuesta entra mansamente la oscuridad, hasta que llega el momento de extenderse por los celestes ámbitos, hasta que su mayor sombra pudiera tenerse aquí meramente por un crepúsculo. Ahora se acercaba la mañana rodeada del esplendor celeste con que brilla en la región suprema, y la Noche huía ante ella, acosada por los rayos que despedía el Oriente, cuando a los ojos de Abdiel apareció la inmensa llanura cubierta de fúlgidos escuadrones agrupados en orden de batalla, de carros, de armas resplandecientes, de fogosos bridones que reflejaban su brillo unos en otros; señales todas de guerra, pero de guerra que iba a estallar pronto, porque todos sabían ya las nuevas que él pensaba comunicarles.

Se introdujo gozoso entre aquellas falanges amigas, que lo recibieron con júbilo y ruidosas aclamaciones, como al único de tan inmensa muchedumbre de criminales que se había preservado de su perdición; y conduciéndolo al compás de sus aplausos a la santa montaña, lo presentaron ante el supremo trono, de donde, y de lo interior de una nube de oro, salió una voz que pronunció estas dulces palabras:

Siervo de Dios, has obrado bien; has combatido bien por la más noble causa, defendiendo la de la verdad solo contra tanta multitud de rebeldes, y haciéndote más temible con tus palabras de lo que son todos ellos por sus armas. Para dar testimonio de la verdad, has menospreciado el baldón universal, más difícil de sobrellevar que todas las violencias, cuidando sólo de hacerte grato a los ojos de Dios, y sin temor a que te califiquen de perverso. Fácil es ya el empeño en que vas a verte, auxiliado de toda una hueste amiga, y habiéndote con contrarios a cuya presencia volverás con tanta mayor gloria, cuanto más te vilipendiaron al separarte de ellos. Someterás por la fuerza a los que no quieren admitir la razón por ley, siendo como es tan justa, ni al Mesías por soberano, cuando reina por el derecho de sus propios méritos. Apréstate, Miguel, príncipe de los ejércitos celestiales, y tú, Gabriel, que lo igualas en ardor bélico; guíen uno y otro al combate a mis invencibles legiones; pónganse al frente de mis ejércitos santos. Que congregados por millares y por millones, lleguen a competir en número con los de esa muchedumbre rebelde y carente de Dios. Apresten fuego y armas mortíferas; den sin temor en ellos; y persiguiéndolos hasta la extremidad del firmamento, arrójenlos de la presencia de Dios, de su mansión bienaventurada, al lugar de su tormento, a los abismos del infierno, que abren ya su inflamado caos para que en él acabe su ruina.

Esto dijo la soberana voz, y al punto empezaron las nubes a agolparse sobre la montaña, y la espesa humareda con cuyos lóbregos remolinos luchaban furiosas llamas, anunciaba la ira que iba a estallar en breve. Con estruendo no menos espantoso resonó en la cumbre el penetrante acento de la trompeta aérea, que apenas oída de las celestes potestades, se agruparon en irresistible masa, moviéndose silenciosas aquellas brillantes legiones, al compás de armónicos instrumentos, poseídas de heroico ardor, digno de un alto empeño, y siguiendo a los inmortales caudillos que defendían la causa de Dios y de su Mesías. Marchan con inquebrantable firmeza, sin que basten a desordenar sus filas angostos valles, empinadas lomas, bosques ni ríos; que no es el suelo obstáculo a sus plantas, y los aires parecen ayudar a su veloz ímpetu. Y como cuando las aves de todo género cruzaban sucesivamente el aire y posaban su vuelo sobre el Edén, para que a cada cual impusieras tú su nombre, así iban atravesando los diversos espacios del cielo, y una y otra región, diez veces más anchurosas que toda la Tierra.

Por fin, al término del horizonte y en la parte del septentrión, se descubrió en todo su extenso ámbito una lengua de fuego, que semejaba un ejército en orden de batalla, y a menor distancia un bosque erizado de erguidas lanzas, cubierto de yelmos y escudos distintos, en que se veían pintados emblemas ostentosos. Eran los escuadrones de Satanás, que se movían con precipitada furia, imaginándose que aquel día, bien por fuerza de las armas, o bien por la sorpresa, habían de enseñorearse de la montaña del Eterno, y sentar en su trono al soberbio competidor, envidioso de su grandeza. Mas el resultado mostró cuán insensatos y vanos eran sus propósitos.

Al principio nos pareció extraño que unos ángeles hicieran la guerra a los otros, y que vinieran a descomunal batalla los mismos que asociados de continuo en unánime concierto de paz y amor, como hijos de un mismo y augusto Padre, entonaban alabanzas al Rey Eterno; pero sonó el grito de guerra, y el rumor fragoroso de la lid ahuyentó cualquier otro pacífico pensamiento.

Sobresaliendo de entre todos los suyos y exaltado como un Dios, se mostraba el renegado en su refulgente carro aparentando majestad divina, cercado de ardientes querubines y escudos de oro. Bajó de su ostentoso trono, a tiempo que entre una y otra hueste mediaba ya limitado trecho, tan limitado como terrible, y que puestas frente a frente, se extendían en formidable línea, prontas a acometerse; pero antes de llegar a este trance, se adelantó Satanás con resueltos e inmensos pasos a su sombría vanguardia, alto como una torre y ciñendo su armadura de diamante y oro. No pudo verlo Abdiel sin indignación; estaba entre los campeones más insignes, determinado a los más valerosos hechos; y se alentó a sí mismo exclamando:

¡Oh, cielo! ¡Que tal semejanza guarde aún con el Altísimo quien no conserva ya ni fe ni respeto alguno! ¿Por qué donde falta la virtud, no han de faltar asimismo la fuerza y el ardimiento, y por qué el más audaz, aunque parezca invencible, no ha de ser también el más débil? Confiado en la ayuda del Omnipotente, he de poner a prueba la fuerza de ese cuya insensatez y soberbia he probado ya, porque justo es que el que con la verdad ha triunfado, con las armas triunfe del mismo modo, venciendo en ambos combates; que cuando la razón lucha contra la fuerza, por más que sea empresa ardua y temeraria, la victoria debe estar de parte de la razón.

Discurriendo así, sale de entre sus compañeros armados, se encuentra a pocos pasos con su altivo enemigo, a quien aquella demostración enfurece más, y lo provoca resueltamente, diciéndole:

Temerario, aquí te esperamos. ¿Presumías llegar a la eminencia a que aspiras sin que nadie se te opusiera? ¿Presumías hallar indefenso el trono de Dios, y que lo hubiéramos abandonado temerosos de tu poder o aterrados por tus amenazas? ¡Insensato! No conoces cuán vano empeño es armarse contra un Señor Todopoderoso, que del más leve grano puede a cada momento sacar innumerables ejércitos que destruyan tus maquinaciones, y que con sólo extender su mano a inconmensurables límites lograría sin otro auxilio, al menor impulso, anonadarte a ti y confundir en tenebrosos abismos a tus legiones. Ya ves que no todos siguen tu ejemplo y que todavía hay quien abrigue fe y amor en su Dios, lo cual no veías cuando en medio de los tuyos, fascinados por su error, era yo el único que disentía de todos. Contempla ahora si tengo imitadores, y aunque tarde, convéncete de que son pocos los que aciertan y muchos los que desvarían.

A quien el perverso enemigo, lanzando una mirada desdeñosa, contestó de este modo:

En mala hora para ti, en buena para mi sed de venganza, eres el primero a quien encuentro después que huiste de mi presencia, ángel sedicioso. Vienes así a pagar tu merecido, a sufrir el rigor de la cólera que has provocado, porque tu lengua fue la primera que por espíritu de contradicción se desató en injurias contra la tercera parte de los dioses congregados para defender sus derechos, que no cederán a nadie por grande que sea su omnipotencia, mientras se sientan animados de su virtud divina. Te has adelantado sin duda a tus compañeros, ambicioso de obtener alguna ventaja sobre mí, para que este triunfo les hiciera confiar en mi vencimiento. He suspendido mi venganza, porque en no replicarte parecería que me obligabas a guardar silencio y porque está bien que te convenzas de que, para mí, libertad y cielo son una misma cosa, tratándose de espíritus celestiales, no de los que se avienen mejor con la servidumbre, espíritus abyectos, entretenidos en cánticos y festines. Estos son los que tú has armado, mercenarios del cielo, que siendo esclavos, intentan pelear contra la libertad; pero hoy han de ponerse en comparación los hechos de los unos con los de otros.

Y Abdielle replicó con entereza estas breves palabras:

¡Renegado! No desistes de tu error, ni te verás libre de él, porque cada vez se alejan más tus pasos de la verdad. En vano infamas con el nombre de servidumbre el homenaje que prescriben Dios o la Naturaleza, pues Dios y Naturaleza mandan que impere el que sea más digno, el superior a aquellos a quienes gobierna. Servidumbre es obedecer a un insensato, al que se rebela contra quien tanto puede, como es la de los tuyos al obedecerte. Ni tú mismo eres libre, sino esclavo de ti mismo, y nada importa que lleves tu insolencia hasta el punto de escarnecer nuestra sumisión. Reina, pues, en los infiernos, que serán tus dominios, mientras yo sirvo en el cielo al Señor por siempre bendito, y obedezco sus supremos mandatos como deben todos obedecerlos. Pero en el infierno te aguardan, no coronas, sino cadenas; y ya que, según has dicho, he venido huyendo hasta aquí, reciba tu arrogancia estas albricias con que te saludo.

Y al decir esto, ya había descargado un fuerte golpe, que no quedó en amago, sino que cayó de pronto, como una tempestad, sobre la orgullosa frente de Satanás, el cual, ni con la vista, ni con la rapidez del pensamiento, ni menos aún con su escudo pudo esquivarlo, antes lo obligó a retroceder diez largos pasos y a doblar una rodilla, sosteniéndose apenas en su robusta lanza; al modo que los vientos subterráneos o las desbordadas aguas arrancan de su asiento una montaña y la dejan medio inclinada con los pinos que cubren su superficie. Asombrados, o más bien furiosos, vieron los rebeldes tronos aquella humillación del que creían tan invencible; al tiempo que los nuestros prorrumpieron en un grito de alegría, presagio de su victoria e indicio del anhelo con que ansiaban el combate. Al punto ordena Miguel que suene la trompeta del arcángel, y pueblan sus ecos la vasta extensión del cielo, y el ejército fiel entona el Hosanna al Omnipotente.

Mas no se contentaron las huestes contrarias con permanecer en inacción, sino que se precipitaron furiosas a la batalla. Se levantó horrendo clamoreo, como nunca se había oído en el cielo hasta ese momento, formando asperísima discordancia el choque de las armas y las armaduras, y el crujir de los carros de bronce y los ardientes ejes de sus ruedas. ¿Quién podrá describir el tremendo choque? Volaban las flechas encendidas, silbando horriblemente sobre nuestras cabezas y cubriendo a los dos ejércitos con una bóveda de fuego, y bajo ella se lanzaban uno contra otro con fragoroso ímpetu e inextinguible rabia. Tronaba todo el cielo, y de haber existido la Tierra entonces, se hubiera conmovido hasta sus últimos cimientos. Pero ¿cómo no?, si de una y otra parte batallaban millones de ángeles denodados, de los cuales el más débil hubiera bastado por sí solo para turbar los elementos, y para armarse de la fuerza con que prevalecen en sus regiones. ¿Qué poder les estaba negado a aquellas falanges innumerables que entre sí luchaban, para llevar por dondequiera el espanto y la asolación de la guerra? Hubieran trastornado, ya que no destruido, hasta su mansión nativa, si el Eterno y omnipotente Rey desde sus altos alcázares del cielo no hubiera puesto freno y límites a sus fuerzas. Cada legión de por sí equivalía a un numeroso ejército; cada guerrero representaba en fuerza una legión; y en tan atroz refriega, el caudillo era soldado, el soldado capaz de alzarse a caudillo; que cada cual sabía bien cuándo había de avanzar, cuándo mantenerse a pie firme, o cambiar de batalla, o abrir y estrechar las temerosas filas, sin que en ninguno cupiese la resolución de la fuga o la retirada, ni demostración alguna por donde parecer temeroso, sino que cada uno confiaba en sí mismo, como si él solo dispusiera de la victoria.

Y ¡qué de hazañas dignas de eterno nombre se consumaron! Por ser tantas, no son para ser referidas. Ocupaba el combate infinito espacio, variando en cada momento en multitud de trances; y tan pronto luchaban los invictos guerreros en terreno firme, como alzaban el vuelo y se atacaban suspendidos de los contrastados aires, que semejaban voraz hoguera. Se mantuvo largo tiempo indecisa la batalla, hasta que Satanás, que aquel día desplegó una fuerza maravillosa, no hallando quien pudiera contrarrestarlo, y desbaratando las filas de los serafines, revueltos en lo más enconado de la pelea, divisó por fin la espada de Miguel, que deshacía y segaba escuadrones enteros de un solo golpe.

Blandía el Arcángel su terrible arma con ambas manos, moviéndola hacia todas partes con incontenible fuerza; donde asestaba su filo, todo era devastación y ruina. Le salió Satanás al paso para oponer resistencia a tan grande estrago, y se cubrió con el vastísimo círculo de su escudo, reforzado hasta por diez láminas de diamante. Al verlo el insigne Arcángel, suspendió el belicoso empeño, y lleno de júbilo, como quien esperaba terminar la guerra con la lanza rota del enemigo y encadenado a sus plantas, el rostro encendido y con airado ceño, empezó dirigiéndole estas palabras:

Recréate en el mal del que eres autor, y al que has dado origen con tu rebeldía, pues hasta su nombre era en el cielo desconocido, y míralo propagarse aquí, gracias a una guerra que si a todos es odiosa, será funesta para ti y para tus secuaces. ¿Qué has hecho de aquella bendita paz de que gozábamos, trocando nuestro estado natural en este tan miserable, producido por tu criminal soberbia? Y ¡que así hayas contaminado a tantos millones de ángeles, tan puros y fieles en otro tiempo, y hoy tan llenos de envidia y deslealtad! Pero no creas turbar la paz de esta mansión dichosa; el cielo te arrojará lejos de sus dominios, que como reino que es de bienaventuranza, no tienen cabida en él los malévolos ni los perturbadores. Huye, pues, y en pos de ti vaya el mal que has abortado; y tú y tus perversas falanges súmanse en el infierno, que es su funesta morada, y da allí rienda suelta a tus furores, sin aguardar a que mi vengadora espada anticipe tu castigo, ni a que más ejecutora aún la cólera del Señor, apresure los horrores de tu suplicio.

Y a esto replicó Satanás:

No pretendas intimidar con vanas amenazas a quien no has podido hacerlo con tus acciones. ¿Quién de los míos ha huido de tu presencia? Y si a tus golpes ha caído alguno, ¿no se ha recobrado al punto sin darse por vencido? Pues ¿cómo se promete tu arrogancia triunfar más fácilmente sobre mí, y que yo abandone esta empresa? No desvaríes, porque no ha de terminar así un empeño que tú llamas criminal, y que nosotros contemplamos como glorioso. Venceremos, sí, o convertiremos este cielo en el infierno que tú has inventado; y si no reinamos aquí, seremos siquiera libres. Esto te digo; y que no he de huir de ti, aunque apuradas tus fuerzas, venga en auxilio tuyo ese que se nombra Omnipotente. De lejos o de cerca, quiero pelear contigo.

Los dos enmudecieron; ambos se aprestaron a un combate indescriptible. ¿Como referirlo, ni aun con la lengua de los ángeles? ¿Con qué compararlo de lo que conocemos en la Tierra? ¿Qué imaginación humana podrá encumbrarse hasta las maravillas del poder divino? Porque dioses parecían; y en sus movimientos, en su reposo, en figura, en acciones y en el manejo de sus armas, dignos de conquistar el imperio de todo el Cielo. Giraban sus fulminantes espadas en el aire describiendo tremendos círculos, y sus escudos, uno enfrente de otro, relumbraban como dos grandes soles. Todo permanecía en espectativa, todo embargado de espanto. Se apartaron hacía ambos lados los ejércitos angélicos, dejando libre el espacio en que antes medían sus armas, porque hasta la conmoción que los combatientes imprimían al aire era peligrosa. Así -valiéndome de imágenes pequeñas para pintar cosas sublimes-, de esta manera trastornada la armonía de la naturaleza y puestas en guerra las constelaciones, veríamos dos planetas de siniestro aspecto lanzarse uno contra otro, y chocar furiosos en medio del firmamento, confundiendo en una sus esferas enemigas.

Levantaban a la vez ambos campeones sus temibles brazos, cuya fuerza era sólo comparable a la del Omnipotente, y ambos ideaban asestar un golpe que fuera el postrero y pusiera término a la batalla. Competían en vigor, en destreza y agilidad, mas la espada de Miguel, sacada de la armería de Dios, era de tan acerado temple, que nada podía resistir a su cortante filo. Paró con ella un furioso tajo de la de Satanás, rompiéndola en dos partes; y no bastando esto, le tiró una estocada, que penetrándole en el costado derecho, le abrió una enorme herida. Por primera vez sintió Satanás el dolor, y comenzó a agitarse en horribles contorsiones, porque el acero le destrozaba las entrañas; pero su etérea contextura no daba lugar a mayor estrago, y se repuso en su ser, saliendo de la herida copiosos borbotones de líquido purpúreo, de sangre, tal como puede animar los espíritus celestiales, que manchó toda su armadura, tan resplandeciente poco antes.

De todas partes acudieron a socorrerlo sus más aguerridos ángeles, poniéndose en su defensa, mientras otros lo trasladaban en los grandes escudos hasta el carro, distante un buen trecho del campo de batalla. En él lo depositaron, haciendo alardes de dolor y rabia, avergonzados de ver que no era tan invencible como creían, postrada su soberbia con tal desastre y desvanecida la confianza en que estaban de que su poder era igual al poder divino. Sin embargo, sanó muy pronto, porque los espíritus, en quienes todo es vida, existen por completo en cada una de sus partes, no como el frágil hombre en el conjunto de sus entrañas, de su corazón o su cabeza, del hígado o los riñones; no pueden morir sin reducirse a la nada; no es posible que el líquido de sus tejidos reciba una herida mortal, como no es posible que la reciba la fluidez del aire; son todo corazón, todo cabeza, ojos, oídos y sentidos e inteligencia; y a medida de su voluntad mudan de miembros, de color, de formas y de apariencia, reduciéndose o expandiéndose, según conviene mejor a sus deseos.

Al mismo tiempo se llevaban a cabo memorables acontecimientos por el lado en que combatía Gabriel, el cual con sus brillantes enseñas se adentraba resueltamente entre las espesas legiones que acaudillaba Moloc. En vano lo perseguía este soberbio príncipe, jurando que había de arrastrarlo encadenado a las ruedas de su carro, y blasfemando con impía lengua acerca de la sacrosanta divinidad de Dios; quedó hendido de un mandoble desde la cabeza a la cintura, y lanzando rabiosos quejidos, desapareció con su destrozada hueste. Otro tanto acontecía en los dos extremos de la batalla, donde Uriel y Rafael triunfaban de sus orgullosos enemigos Adrarnalec y Asmodeo, a pesar de sus gigantescas fuerzas y sus diamantinas armaduras, viéndose ambos tronos castigados cuando más prepotentes se creían, y caídos de su altivez, sin que sus armas y defensas los preservaran de huir cubiertos de horribles heridas. No se mostró Abdiel más tardado en escarmentar a la descreída muchedumbre, cayendo a impulsos de sus repetidos golpes Ariel, Arioc y Ramiel, que se distinguían por su violenta ferocidad.

Podría referirte las proezas de otros muchos millares de ángeles para perpetuar en la Tierra la memoria de sus nombres, pero estos bienaventurados se contentan con la gloria que disfrutan en el cielo, y no necesitan las alabanzas de los hombres. Y en cuanto a los adversarios, aunque no les neguemos su poder y esfuerzo bélico, ni la fama que ambicionaban, merecedores como se hicieron de la maldición que el cielo echó sobre ellos, dejémoslos yacer entre las tinieblas del olvido; porque la fuerza que se aparta de la verdad y de la justicia no es digna de estimación y honor, sino de reprobación y menosprecio; aspira a la gloria por medio de un vano orgullo, y a la reputación valiéndose de la infamia; quede, pues, condenada a silencio eterno.

Rendidos los principales caudillos, empezó el combate a declinar, multiplicándose los desastres, y comenzaron la derrota y la confusión. Se veían aquellos llanos cubiertos de despojos y armas despedazadas; los carros hechos trizas, los conductores y los caballos amontonados y envueltos en humo y en vivas llamas. Los pocos que subsistían en pie retrocedían azorados y comunicaban su desaliento a los ejércitos de Satanás, que apenas acertaban a defenderse, que por primera vez sentían la debilidad del temor y los dolores del sufrimiento, y que huían ignominiosamente, avergonzados de verse reducidos a tal extremo por el mal de su pecado y su rebeldía. Hasta entonces ignoraban lo que era miedo, cobardía y angustia.

¡En qué diferente situación se hallaban los santos inviolables! ¡Qué firme y entera avanzaba su falange, igual en sus filas, indestructible, segura de su victoria! Debía esta ventaja a su inocencia, que tan superior la hacía a sus enemigos. No había incurrido en el pecado de desobediencia, y se mantenía animosa en la confianza de quedar incólume, aun cuando la violencia de la refriega turbara a veces el orden de sus legiones.

Mientras tanto la noche comenzó su curso, y esparciendo su oscuridad por el cielo, dio tregua e impuso silencio al odioso estrépito de la guerra. Vencidos y vencedores se guarecieron bajo su tenebroso manto; Miguel y sus ángeles permanecieron en el campo de batalla, en torno del cual velaban multitud de querubines con antorchas encendidas; en la parte más lejana Satanás, rodeado de sus rebeldes huestes y oculto entre profundas tinieblas; y no pudiendo reposar un punto, luego que entró la noche, canvocó a consejo a sus potentados, y sin muestra alguna de desaliento, les habló así:

¡Los peligros que han enfrentado, queridos compañeros, la destreza de que han dado pruebas sin ser vencidos, los hacen merecedores, no ya de la libertad, que es galardón mezquino, sino de bienes que tenemos en más estima, del honor, el dominio, la gloria y el renombre. Todo un día han estado sosteniendo un combate dudoso, y la que en un día han hecho, ¿por qué no poder hacerlo durante una eternidad? Ha echado mano el Señor del cielo de cuanto poder disponía contra ustedes; de su mismo trono ha sacado las fuerzas que creyó suficientes para sameterlos a su voluntad, pero ¿lo han conseguido? No, y en esto debemos hallar la prueba de que no es tan previsor de lo futuro ni tan omnisciente como le creíamos. Es cierto que la inferioridad de nuestras armas nos ha perjudicado en parte y ocasionado dolores que antes no conociamos, pero una vez conocidos, los hemos menospreciado. Tenemos ya el convencimiento de que nuestra naturaleza celeste no está sujeta a trance mortal alguno, de que es imperecedera, pues aun debilitada por las heridas, sana muy pronto de ellas, y vuelve a cobrar su vigor anterior. A tan leve mal, fácil es aplicar remedia. Con armas más poderosas, con instrumentos más impetuosos que para la próxima batalla dispongamos, mejoraremos de fortuna y empeoraremos la de los enemigos, o por lo menos se igualará la disparidad que seguramente no ha puesto entre ellos y nasotros la naturaleza. Y si otra causa ignorada les ha concedido esa superioridad, pues conservamos enteros nuestros ánimos y cabal nuestra inteligencia, veamos e investiguemos los medios de descubrirla.

Dijo esto, y se sentó. Próximo a él estaba en la asamblea Nisroc, cabeza de lO's Principados, que había salido del combate acribillado de heridas y con las armas abolladas y hechas pedazos. Mostraba gesto sombrío, y le respondió:

Tú que nos libras de nueva servidumbre para procurarnos el pacífico goce de los derechos que como dioses nos son debidos, no dejas de comprender que siendo tales hemos de lamentar doblemente el vernos expuestos a dolorosas heridas, y forzados a pelear con desiguales armas contra un enemigo impasible e invulnerable. De esta contrariedad necesariamente ha de provenir nuestra ruina, porque ¿de qué nos sirve el valor y esta fuerza tan vigorosa, si uno y otra ceden al dolor, que lo rinde todo y deja desmayado al más poderoso brazo? Podríamos muy bien renunciar quizá al goce de todo placer, y no prorrumpir en quejas, y vivir tranquilos, que es la más dulce de las vidas, pero el dolor es el colmo de la miseria, el peor de los males, y cuando se hace excesivo, no hay paciencia que baste para soportarlo. Si alguno de nosotros acierta a inventar un arma que produzca dolorosa lesión en nuestros enemigos, invulnerables todavía, o una defensa tan eficaz como lo es la suya, me prestará un servicio no menos digno de gratitud que el que debemos al que nos procura la libertad.

A lo que con estudiada compostura respondió Satanás:

Pues ese invento desconocido aún, y que con razón estimas tan importante para nuestro triunfo, lo tengo ya. ¿Quién de nosotros, al contemplar la brillante superficie de este mundo celeste en que moramos, de este vastísimo continente, ornado de plantas, de frutos, de flores que exhalan ambrosía, de perlas y oro, puede ver con indiferencia tantas maravillas y no conocer que nacen allá en lo interior de profundos senos, entre negras y crudas masas, de una espuma espirituosa e ígnea, hasta que tocadas y vivificadas por un rayo del Cielo, se animan de pronto y exponen sus encantos a la influencia de la luz? Pues esos mismos gérmenes nos ofrecerá el abismo en su natural inercia y provistos de una llama infernal, los cuales comprimidos en tubos huecos, redondos y prolongados, con sólo aplicarles fuego por una de sus extremidades, se dilatarán ardiendo, y estallarán por fin con el estruendo del trueno, esparciendo entre nuestros enemigos tal estrago, que despedazándolos y destruyendo cuanto a su furor traten de oponer, temerán que hemos desarmado al Tonante de sus rayos, única arma terrible para nosotros. No será larga nuestra faena, y antes que asome el día, veremos cumplidos nuestros deseos. ¡Ánimo pues, nada teman! Consideren que la habilidad y la fuerza reunidas no hallan cosa difícil, y menos cosa de qué desesperar.

En cuanto pronunció estas palabras, se reanimaron los semblantes, y se abrieron los corazones a la esperanza. Causó admiración en todos semejante invento, extrañando cada cual que no se le hubiese ocurrido a él; tan fácil parece una vez descubierto lo que antes de descubrirse se hubiera tenido por imposible. Quizá en los futuros siglos, si la perversidad de tu raza llega a tanto, no faltará alguno de tus descendientes que con ánimo dañino o por sugestión diabólica invente una máquina parecida, y en castigo de sus crímenes destruya a los hijos de los hombres al hacerse la guerra y atentar mutuamente contra sus vidas.

Terminado el consejo, se aprestaron los rebeldes a la obra sin más tardanza. Nadie opuso reparo alguno, y todos dieron ocupación a sus manos. En un momento levantan la superficie del celeste suelo, descubren debajo las materias elementales de la naturaleza en su primitivo origen, hallan la espuma sulfurosa y nítrica, mezclan ambas entre sí, y calcinándolas diestramente, las reducen a negros y menudos granos, de que hacen mucha provisión. Rompen unos las ocultas venas de los minerales y de las rocas, que existen en el Cielo semejantes a las de la Tierra, y forjan tubos y balas que llevan consigo la destrucción; otros fabrican dardos incendiarios, que queman instantáneamente cuanto tocan; y antes que se acerque el día, durante el secreto de la noche, dan fin a sus trabajos, y con gran previsión disponen todo lo necesario para su disimulada empresa.

Apareció por fin en el oriente del Cielo la risueña aurora, y se levantaron los ángeles vencedores al toque de la trompeta que los llamaba a las armas, formándose en breve las espléndidas falanges, que ostentaban el áureo fulgor de sus brillantes cotas. Desde las colinas que recibían los primeros rayos del sol, espiaban algunos el espacio que en torno se extendía, mientras, desempeñando otros el oficio de exploradores, recorrían ligeramente armados todos los puntos, para averiguar a qué distancia se hallaba el enemigo, dónde estaba acampado, si había emprendido la fuga, si se ponía en movimiento o se conservaba inmóvil y apercibido para el combate. Se le descubrió por fin ya cercano, que avanzaba a paso lento, pero resueltamente, formando un solo y espeso grupo, y desplegando al viento sus estandartes; al tiempo que Zofiel, el más veloz de los alados querubines, retrocedía a toda prisa, gritando desde lo alto de los aires:

¡A las armas, guerreros! ¡A las armas y a combatir! ¡Ahí tienen al enemigo! Los que creíamos que se habían fugado vienen a evitamos la molestia de perseguirlos. No teman que por fin se salven. Una nube parece su espesa multitud, y que caminan animados de funesta resolución y de confianza. Que cada cual ciña su cota de diamante, y ajuste bien su casco y sostenga fuertemente su ancho escudo para poder manejarlo como convenga, pues a mi juicio no va a ser hoy día de menuda lluvia, sino de gran tormenta, que fulminará con rayos abrasadores.

De esta manera preparó a los que estaban ya prevenidos; y puestos en orden, desembarazados de impedimentos, y viendo tranquilos que se acercaba el instante de pelear, se movieron resueltamente. Ya se avistaba el enemigo. Avanzaba con largos y lentos pasos, formando un inmenso cuadro, dentro del cual llevaba sus infernales máquinas rodeadas de apiñados escuadrones que impedían que se descubriera el engaño. Al divisarse, se detuvieron los dos ejércitos, pero de pronto apareció Satanás al frente de los suyos, y en altas voces se expresó así:

¡Vanguardia! ¡A derecha e izquierda! Despliéguense de frente, para que cuantos nos odian puedan ver cómo ofrecemos paz y buen arreglo, y con qué sinceridad de corazón estamos dispuestos a recibirlos si aceptan nuestra propuesta y no nos vuelven la espalda por pura perversidad, que es lo que sospecho. Pero pongo al Cielo por testigo ... Ya ves, ¡oh, Cielo!, con qué lealtad obramos. ¡Ea, pues! Los que al efecto están destinados, desempeñen su oficio, hagan lo que dejo indicado, y bien fuerte para que todos puedan oírlo.

Al oír estas palabras engañosas y sarcásticas, los que formaban el frente se dividieron a derecha e izquierda, retirándose por ambos flancos, y descubrieron nuestros ojos un espectáculo tan nuevo como extraño: una triple fila de columnas tendidas sobre ruedas y hechas de bronce, de hierro o piedra -que en efecto parecían columnas, o más bien troncos huecos de encina u otros árboles, despojados de sus ramas y cortados en los montes-, pero horadadas en toda su longitud, ofrecían sus bocas algo de siniestro, que revelaba insidiosos planes. Al lado de cada columna, se veía un serafín, cuya mano blandía una pequeña vara que despedía fuego. Esto notábamos, y no sin sorpresa, perdiéndonos todos en conjeturas; aunque no duró mucho la incertidumbre, porque apenas aplicaron ligeramente y todos a la vez las varas a unos agujeros imperceptibles de las columnas, iluminó de pronto el cielo una explosión de fuego, vomitaron las cavernosas máquinas torrentes de humo, y con horrible estruendo, que ensordeció los aires, desgarrando sus entrañas, lanzaron la infernal e indigesta masa que contenían, con fragorosos truenos y una abrasadora lluvia de ardientes esferas. Iban dirigidas contra las filas del ejército vencedor, y era tal su furioso ímpetu, en medio de ellas, que no pudieron resistir su golpe los que se mantenían como firmes rocas, y cayeron ángeles y arcángeles a millares, revueltos entre sí y en el mayor desorden. Ni sus armas les fueron de provecho alguno, pues de no serles más bien embarazosas, fácilmente hubieran podido, como espíritus que eran, condensarse o esparcirse, y ponerse a salvo; pero ya sólo les quedaba la mengua de su derrota y total dispersión, tanto más segura, cuanto más extendían sus filas. ¿Qué remedio intentar? Si avanzaban se exponían a ser rechazados de nuevo y más vergonzosamente, añadiéndose al desastre el mayor escarnio de los enemigos, que ya se preparaban a descargar sus máquinas por segunda vez; y huir amedrentados era una resolución indigna.

Satanás los observaba lleno de regocijo en aquel trance, y burlándose de ellos, decía a los suyos:

¿Qué es eso? ¿Por qué no se acercan más nuestros animosos vencedores? ¿Qué se ha hecho del denuedo con que acometían? Pues ¿no les ofrecemos recibirlos con los brazos abiertos ¿puede hacerse más?- y les proponemos términos de acuerdos, y ellos, cambiando de opinión, no aceptan el ofrecimiento, y nos hacen ridículas contorsiones, ¿como si se propusieran armar una danza? Aunque para danzar, creo que se muestran un tanto atolondrados y bulliciosos; creo que será la alegría que les han causado nuestras pacíficas proposiciones; de modo que si se las repetimos, podemos prometemos completo éxito.

Y en tono no menos burlón añadió Belial:

Los términos, caudillo nuestro, en que se las hemos hecho, son de tanto peso y tan difíciles de entender, y con tan irresistible fuerza de raciocinio las hemos expuesto, que a lo mejor están todos esos guerreros algo pensativos y desconcertados. No es posible enterarse bien de ellas, sin que lo ocupen a uno de pies a cabeza, y por lo menos esta ocupación tiene la ventaja de indicamos que no andan muy derechos nuestros enemigos.

Con semejantes bromas los menospreciaban, creyéndose en su desvanecimiento superiores a todas las veleidades de la victoria. Se estimaban ya con su invención iguales en poderío al Eterno, y se burlaban de sus rayos y de sus legiones los breves momentos que duró su estrago, que no se prolongaron mucho, porque encendida en ira la divina hueste, echó mano de armas que bastaran para desbaratar el infernal invento. Y fue así que de pronto -admira el vigor, la fuerza maravillosa que Dios ha puesto en sus fieles ángeles- arrojan las armas, vuelan a las alturas, que con mil deliciosos valles alternan en el Cielo como en la Tierra, y raudos cual otros tantos rayos, toman a las montañas, las mueven y desarraigan de sus cimientos con todo el peso de sus rocas y bosques y torrentes, y cogiéndolas por sus cimas, las voltean entre sus manos.

Hubieras presenciado entonces el asombro y terror que se apoderó de los rebeldes, viendo que las montañas, invertida su base, se les venían encima, y que bajo ellas quedaban aplastadas con su triple fila las maldecidas máquinas, y todas sus esperanzas sepultadas entre tan inmensas moles. Sobre ellos al mismo tiempo llovían peñascos y promontorios enteros, que al caer oscurecian la luz, y entre cuyos escombros desaparecian legiones, armas y defensas; y las armas eran ya instrumentos de nuevo daño, porque al romperse herían a los que las empuñaban, ocasionándoles fuertes dolores e imponderables tormentos; y sólo se oían desesperados quejidos y horrorosos gritos, pugnando cada quien por librarse de la estrecha prisión que lo sujetaba, pues el pecado privaba a aquellos espíritus de la sutil fluidez y esencia que poco antes constituían su ser.

Pero los que quedaban ilesos se aprovecharon del ejemplo, y utilizando el mismo recurso, arrancaron los montes circunvecinos. Entonces comenzaron a volar por los aires, chocando unos con otros. Jamás pudo preverse lucha tan espantosa. ¡Con qué infernal rabia se combatía en los estrechos huecos que quedaban, y a pesar del pavor que aquellas tinieblas infundían! Las más cruentas guerras comparadas con la presente hubieran parecido un mero entretenimiento. El estruendo engendraba nueva confusión; la confusión producía mayor frenesí y estrago. Amenazaba desquiciarse el Cielo, y seguramente se hubiera consumado aquel día su ruina, si el Padre Omnipotente, cercado de esplendor en el incontrastable trono de su celestial santuario, pesando los acontecimientos y previendo aquella iniquidad, no la hubiera permitido para realizar sus inescrutables fines de glorificar a su consagrado Hijo, vengándolo de sus enemigos, y declarar que transfería en él su omnipotencia; por lo que, como asesor que era suyo, le dijo así:

Destello de mi gloria, Hijo amado, Hijo en cuya faz aparece visible lo invisible que como Dios yo tengo; tu mano, partícipe de mi omnipotencia, realizará lo que tengo decretado. Dos días han transcurrido, dos días según en el Cielo los contamos, desde que Miguel y sus Potestades han ido a subyugar a esos rebeldes. Tremendo ha sido el combate, como no podía menos de serlo armándose uno contra otro semejantes enemigos. Yo los he dejado entregados a ellos mismos, y ya sabes que al crearlos los hice iguales, y que no hay entre ellos más desigualdad que la del pecado, aunque ésta no se haya hecho notar, porque no he lanzado aún mi condenación; de manera que se perpetuaría esa lucha encarnizada, sin que llegara a decidirse su resultado. La guerra fatigosa ha dado ya cuanto puede dar; se ha soltado el freno a la más desesperada contienda; se han empleado los montes como armas arrojadizas, cosa ingrata para el Cielo y perjudicial a la naturaleza. Dos días han transcurrido; el tercero te pertenece a ti, porque a ti lo he destinado. Todo lo he consentido para que tuvieses tú la gloria de dar fin a esta cruda guerra, que nadie más que tú puede terminar. Yo he infundido en ti tal virtud y gracia tan eficaz, que los cielos y el infierno se postrarán ante tu poder incomparable. Tú has de terminar esa perversa rebelión de modo que todos confiesen que tú eres el más digno para entrar en la herencia universal, en la herencia que de derecho te corresponde como Rey que has recibido la unción sagrada. Así que tú ve, poseedor del mayor poder de tu poderoso Padre, asciende a mi carro; guía sus rápidas ruedas de modo que hagan temblar el Cielo hasta sus cimientos; lleva todas mis armas, mi arco, mi irresistible trueno; suspende mi espada de tu cintura augusta, para que persiguiendo a esos hijos de las tinieblas, los arrojes de todos los límites del Cielo a los más hondos abismos; y allí podrán menospreciar según les plazca a su Dios, y al Mesías, su ungido Rey.

Al pronunciar estas palabras, inundó completamente con rayos de luz a su Hijo, cuya indescriptible faz recibió toda la efusión del Padre; y lleno de su filial divinidad, le respondió:

Padre mío, superior a todos los celestes tronos, el primero, el más alto, el más santo y el mejor por excelencia, tu designio constante es glorificar a tu Hijo, como yo te glorifico también a ti, según es justo. Toda mi gloria y grandeza, toda mi felicidad consisten en que complaciéndote en mí, veas satisfecha tu voluntad, y yo cifraré en cumplida el colmo de mi ventura. Acepto como dones tuyos tu cetro y tu poder, los cuales dejaré mucho más complacido cuando vengan los tiempos en que todo tú estés en todo, y yo en ti para siempre, y en mí todos aquellos que te sean amados. Pero yo odio a los que tú odias, y puedo armarme de tu terror como me armo de tus misericordias, dado que soy tu imagen en todo. Ministro de tu poder, libraré en breve al Cielo de esos rebeldes, que caerán precipitados en la lóbrega mansión donde los aguardan cadenas, tinieblas y perpetuos remordimientos; porque ellos renegaron de la obediencia que te es debida, cuando el obedecerte a ti es la felicidad suprema. Separados entonces tus inmaculados santos de los ángeles impuros, y rodeando tu montaña santa, y yo su caudillo, entonaremos sinceros cánticos, himnos de la más alta alabanza.

Dijo así, e inclinándose sobre su cetro, se levantó del asiento de gloria que ocupaba a la diestra del Señor, al tiempo que la tercera aurora sagrada comenzaba a esparcir por el cielo sus resplandores. De repente, y con un ruido semejante al fragor impetuoso del huracán, se lanzó el carro de Dios Padre, despidiendo espesas llamas. Tenía sus ruedas unas dentro de otras, y no se movía por impulso ajeno, sino por el instinto de su propio espíritu; iba escoltado por cuatro custodios con aspecto de querubines. Cada uno de éstos mostraba cuatro rostros maravillosos, y sus cuerpos y alas estaban sembrados de innumerables ojos, refulgentes como estrellas; ojos que asimismo brillaban en las ruedas, las cuales despedían centellas; y sobre sus cabezas se alzaba un firmamento de cristal en que se veía un trono de zafiro matizado de purísimo ámbar y de los colores del arco iris.

Cubierto con la celeste armadura del radiante Urim, obra divinamente labrada, ocupa el Mesías su carro. A su derecha lleva la Victoria, que extiende sus alas de águila, y al costado el arco y el carcaj divino lleno de rayos de puntas triples. Lo envuelven en torno airados torbellinos de humo, de entre los cuales brotan las llamas de ardientes exhalaciones. Diez mil millares de ángeles lo acompañan y le rodean veinte mil carros de Dios -yo mismo oí contarlos-, que anuncian desde lejos su llegada. Sublimado sobre el firmamento de cristal y sostenido en alas de los querubines, se le veía en su trono de zafiro, y cuando los suyos lo descubrieron primero, se sintieron llenos de inefable júbilo al divisar ondeante en los aires enarbolado por ángeles el estandarte del Mesías, que era la enseña del Cielo. Bajo él congregó Miguel al instante sus legiones, extendidas en dos alas, que en breve rodearon al supremo caudillo formando un solo cuerpo.

Ya el divino poder le había preparado el camino del triunfo; a su mandato se regresaron las montañas a su primitivo asiento; oyeron su voz y la obedecieron; el cielo recobró su serena faz; los valles y las colinas se cubrieron de nuevas flores. Y vieron todos estos prodigios sus desventurados enemigos, y persistieron en su obstinación, reuniendo sus huestes para sostener otro combate. ¡Insensatos, que de la desesperación sacaban su confianza! ¡Que tal perversidad quepa en ánimos celestiales! Pero ¿hay prodigios que basten a humillar a los soberbios, o fuerza que pueda ablandar sus corazones endurecidos? Lo que más debiera convencerlos aumenta su pertinacia; se enfurecen doblemente al ver la gloria del Unigénito, y su magnificencia despierta en ellos mayor envidia. Su única aspiración es adquirir tanta grandeza, y vuelven a colocarse en orden de batalla, confiados en triunfar por la fuerza o por la astucia, y en vencer finalmente a Dios y su Mesías, y si no, hundirse para siempre en universal ruina; porque no es adecuado a su altivez huir ni retirarse ignominiosamente, sino provocar el postrer combate. Por lo que el Hijo de Dios, dirigiendo su voz a uno y otro lado, habló así a sus cohortes:

Permanezcan, ¡oh, santos!, en su gloriosa actitud, y ustedes, ángeles, continúen armados; hoy descansarán de sus fatigas. Han probado ya su fidelidad y se han mostrado leales a Dios, defendiendo su justa causa y ostentando como invencibles los dones que han recibido de él. Pero el castigo de esa maldecida horda queda reservado a otro brazo, porque la venganza corresponde al Señor o a aquel a quien la confía. Lo que hoy ha de suceder no será obra que lleven a cabo el número ni la muchedumbre; y si están atentos, contemplarán cómo me hago yo ministro de la indignación divina contra esos impíos; que no los han ofendido a ustedes, sino a mí, haciéndome objeto de su envidia. En mí tienen puesto su encono, porque el sumo Creador, de quien es el poder y la gloria de este imperio, me ha elevado a esta grandeza por efecto de su voluntad; y a mí, por lo tanto, me ha encomendado su castigo. Desean que cada uno probemos en nueva batalla nuestro poder, ellos contra mí solo, y yo solo contra todos ellos; y como la fuerza es su único recurso y no ambicionan otra cosa ni reconocen mayor virtud, que sea la fuerza la que decida.

Al terminar de decir esto, se revistió su faz de un aire tan sombrío, que infundía terror, y dando rienda suelta a su cólera, se precipitó sobre sus enemigos. Lo cubrieron al mismo tiempo con sus alas incrustadas de estrellas, que hacían más pavorosas las tinieblas de alrededor, los cuatro querubines que sostenían su carro. Ya giran las ruedas de éste con un estruendo parecido al de un torrente o un ejército numeroso, y arrebatado de su ardiente ímpetu, y formidable como la noche, vuela hacia sus contrarios. Se conmovía a su paso el tranquilo firmamento de uno a otro extremo, y todo retemblaba y vacilaba, excepto el trono de Dios. Pronto se vio entre ellos, y empuñando en su mano diez mil rayos, que arrojó delante de sí, quedaron acribillados de heridas los rebeldes. Se llenaron de pavor; perdieron todo aliento, toda esperanza de resistencia; se les cayeron las armas de las manos. Alfombra de sus plantas fueron los escudos, yelmos y aceradas frentes de todos aquellos tronos, potestades y serafines, que derribados ahora de su soberbia, hubieran deseado ver otra vez sobre ellos el peso de las montañas, para no ser blanco de tan implacable encono.

De los ojos de los cuatro querubines y de los innumerables que cubrían también las animadas ruedas, salían por todas partes rayos fulminantes. Un mismo espíritu los dirigía; cada uno de aquellos ojos era un horno encendido que lanzaba fuego contra los malvados, los cuales, carentes ya de fuerzas y del vigor que antes los animaba, caían vencidos, medrosos, confusos y aniquilados. Y sin embargo, no descargó el Hijo de Dios su rigor con ellos, contentándose con desatar a medias el trueno de su venganza, pues no se había propuesto destruirlos, sino expulsarlos de la celestial morada; y por eso les permitió reponerse de su postración y los ahuyentó como un rebaño de tímidas ovejas reunidas por el miedo. El terror y las furias los poseían; y al llegar a la muralla de cristal que formaba los límites del Cielo, se abrió éste de par en par y puso ante su vista la inmensa profundidad del infinito abismo que los aguardaba.

¡Qué espectáculo tan espantoso! El horror los hizo retroceder, pero mayor era aún el que los impelía hacia adelante. Ellos mismos iban precipitándose al llegar al borde de la celestial orilla, y la maldición eterna los empujaba para apresurar más su ruina. Oyó el infierno aquel fragoroso estrépito, como si se derrumbara el cielo del Cielo mismo, y hubiera huido amedrentado, si el inflexible Destino no hubiera ahondado bien sus negros ciimientos, ligándolos con cadenas indestructibles.

Nueve días estuvieron cayendo. Rugió trastornado el Caos, y sintió diez veces doblada su confusión con el estridente tumulto de aquel estrago, que acumuló tantas ruinas y destrozos. Por fin abrió el infierno su boca, los tragó a todos, y volvió a cerrarla; el infierno, propia morada suya, lugar de dolores y penas, sembrado de inextinguible fuego. Y el cielo se regocijó, ya pacificado, y unió de nuevo sus muros, reduciéndolos a sus límites.

Quedando vencedor por sí solo con la expulsión de sus enemigos, retiró el Mesías su carro triunfal; y enajenados de júbilo salieron a su encuentro todos los santos, que hasta entonces habían contemplado silenciosos e inmóviles sus admirables hechos. Marchaban rodeándolo con ramos de palmas, y cada una de aquellas brillantes jerarquías entonaba cánticos de triunfo, himnos al Rey victorioso, al Hijo, al heredero del Padre, al Señor cuyo dominio acataban, al más digno de poseerlo. Al compás de estas aclamaciones, atravesó por en medio del cielo hasta el palacio y templo de su omnipotente Padre, sublimado sobre su trono, que lo recibió en el esplendor de su gloria, donde está hoy sentado a su diestra, en inmortal bienaventuranza.

He aquí cómo, asemejando las cosas del Cielo a las de la Tierra, para satisfacer tus deseos, y a fin de que puedas aprovecharte de las lecciones de lo pasado, acabo de revelarte lo que en otro caso quizá hubiera ignorado para siempre la raza humana: la discordia y la guerra que se suscitó en los cielos entre las potestades angélicas, y la eterna ruina de los que llevados por una desmedida ambición, se asociaron con Satanás en su rebeldía, quien envidioso de tu felicidad, anhela hoy apartarte también de la obediencia a tu Creador, para que desheredado como él de tu dichoso estado, vengas a merecer su castigo y caigas en su perpetua miseria. Su mayor venganza, su único consuelo sería poder ultrajar al Altísimo, haciéndote a ti partícipe de su error y de su pena. No des nunca oído a sus tentaciones; prevén esto mismo a tu compañera; ten presente el terrible ejemplo que has oído, el castigo en que incurren los desobedientes. Ellos hubieran podido ser siempre venturosos, y se perdieron. No te olvides de esto, y teme ser contado entre los rebeldes.

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