Índice de El paraiso perdido de John MiltonLIBRO CUARTOLIBRO SEXTOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO QUINTO



Argumento

Al comenzar el nuevo día Eva le dice a Adán sobre lo que soñó. Él la oye con disgusto; pero trata de consolarla. Salen a su trabajo cotidiano, dirigiendo antes a Dios su plegaria de la mañana. Para que el hombre no pueda alegar alguna disculpa, Dios envía a Rafael para que le recuerde su obediencia y le manifieste el uso que ha de hacer de la libertad, le diga de la proximidad del enemigo, quién es éste y cuál la causa de su enemistad, con todo lo demás que a Adán le importa saber. Entonces Rafael baja al Paraíso; se describe su celestial hermosura. Al descubrirlo Adán, sale a recibirlo, lo conduce a su gruta y le brinda las frutas más sabrosas que al efecto ha cogido Eva con su mano. Conversan amigablemente entre sí, y Rafael desempeña su comisión hablando a Adán de su estado, de la condición de su enemigo; y satisfaciendo a sus preguntas, le declara quién es éste y por qué se porta así, empezando su relato por la primera rebelión de Satanás en el cielo, el origen de ella, cómo se retrajo a las partes del Norte con sus legiones, y las incitó a rebelarse contra Dios, logrando que todos lo siguieran, excepto el serafín Abdiel, que contradice sus razones, se opone a él y por último lo abandona.




Ya la aurora dirigía sus pasos a la región de Levante, dejando marcadas en el cielo sus sonrosadas huellas, y sembrando la tierra de orientales perlas, cuando, como lo tenía por costumbre, despertó Adán, cuyo sueño, ligero como el aire, favorecido por una digestión pura y por dulces y suaves vapores, fácilmente se disipaba al menor ruido de las hojas, de los brumosos arroyuelos, a que da movimiento el alba, y de las aves vocingleras que revoloteaban entre los árboles. Pero se sorprendió por lo mismo de hallar a Eva adormecida aún, el cabello descompuesto y encendidas sus mejillas, como por efecto de un sueño desasosegado; e incorporándose medio apoyado sobre su costado, para fijar mejor su amorosísima mirada en aquella hermosura que, dormida o despierta, así lo enajenaba con sus encantos, suavemente estrechó su mano; y con una voz tan dulce como la de Céfiro cuando acaricia a Flora, murmuró a su oído estas palabras:

Despierta, hermosa, alma mía, supremo bien que me otorga el cielo, delicia de mi corazón; despierta, mira que alumbra ya la mañana, que la frescura del campo nos está llamando, y que desperdiciamos estas primicias del día, y no vemos cómo crecen nuestras tiernas plantas, cómo se abren las flores de los naranjos, y la mirra destila su licor, y su bálsamo la caña, mientras la naturaleza se reviste de colores, y la abeja extrae de los pétalos sus almibarados jugos.

Eva despierta al oír esto, mira con asombro a Adán, y apretándolo entre sus brazos, le dice:

¿Eres tú, consuelo mío, colmo de mi ventura, único ser en quien se recrea mi pensamiento? ¡Con qué placer vuelvo a verte y vuelvo a gozar del día! Porque has de saber que esta noche -como no he pasado ninguna hasta ahora- he tenido un sueño, si sueño puede llamarse, porque no he pensado en ti, como pienso siempre, ni en nuestras últimas labores, ni en las próximas, sino en ofensas y cuidados que hasta esta penosa noche no había sentido mi ánimo; he tenido un sueño en que me parecía que introduciéndose en mi oído una voz afectuosa me invitaba a pasearme. De pronto creí que era la tuya, y me decía: ¿Por qué duermes, Eva? Esta es la hora del placer, de la frescura y del silencio, silencio solamente interrumpido por el canoro pájaro de la noche, que la pasa en vela modulando sus amorosos trinos; esta es la hora en que la Luna completamente redondeada y en la plenitud de su dulce claridad, ahuyenta la sombra que lo encubre todo; inútiles encantos, si la vista no goza de ellos. El cielo veía también y tiene abiertos sus ojos; ¿sabes para qué? Para contemplarte a ti, prodigio de la naturaleza, a ti cuya presencia alegra, y cuya beldad no puede menos de embelesar a cuantos la ven. Me levanté, creyendo que eras tú el que me hablabas, mas no te vi; eché a andar deseosa de encontrarte, y atravesé, o por lo menos así me pareció, muchos caminos, hasta que de repente llegué junto al árbol de la ciencia prohibida, que se me representó hermosísimo, más hermoso que durante el día. Estaba mirándolo maravillada, cuando a su lado noté que había una figura con alas, como las que a menudo vemos bajar del cielo; sus húmedos cabellos estaban rociados de ambrosía. Contemplaba también el árbol, y exclamó: ¡Oh, preciosa planta! ¡Que tan cargada te veas de fruto, y nadie, ni Dios ni hombre, quiera aliviarte de él, ni gustar de su dulzura! ¿Tan despreciable es la ciencia? Si no es por envidia, ¿qué otra causa puede haber para esta prohibición? Aunque lo prohíba quien sea, nadie me impedirá privarme más tiempo de este placer. De otra manera, ¿por qué estás aquí? Esto dijo, y sin dudar más, con mano atrevida tomó y comió. Quedé horrorizada al oír estas palabras, y mucho más viendo la temeraria acción que las acompañaba; pero él, arrebatado de entusiasmo, siguió diciendo: ¡Oh, divino fruto!, dulce en extremo, y más dulce todavía por ser vedado! Se te niega, sin duda, para que seas alimento exclusivo de los dioses, pues si lo fueras de los hombres,los convertirías en divinidades. Y ¿por qué no han de aspirar a ser dioses los humanos? ¿No se acrecienta el bien a medida que se comunica? Lejos de perder en ello su creador, sería objeto de nuevas adoraciones. Ven, pues, feliásima criatura, Eva hermosa y angelical; gusta como yo de este fruto, que si hoy eres feliz, llegarás a serio el doble; gusta de él, y serás una nueva deidad entre los dioses, y tu imperio no se limitará a la Tierra, sino que tendrás por mansión el aire, como nosotros, o podrás remontarte por tu propia virtud al cielo, y verás la vida que viven los dioses, y tú vivirás como ellos. Y hablando en esta forma, se acercó a mí, y llevó a mis labios parte del fruto que había arrancado. Su dulce y sabrosa fragancia excitó de tal modo mi apetito que no pude evitar probarlo; y al momento sentí que nos trasladábamos ambos a la región de las nubes, desde donde vi extenderse a mis pies la inmensidad de la Tierra, magnífico y variado espectáculo; y admirada de mi vuelo, me asombré también del cambio que había experimentado y de la incalculable altura a que me hallaba; cuando repentinamente desapareció mi guía, y a mí se me figuró que caía precipitada al suelo y que llegaba a él adormecida. ¡Con qué júbilo he despertado, y visto que todo ha sido la ilusión de un sueño!

Contó así Eva lo que había soñado durante la noche; y contristado Adán al oído, le respondió:

Perfecta imagen y amada mitad de mí mismo; ese desasosiego que ha agitado esta noche tu mente mientras dormías, también ahora me aflige a mí. No sé por qué recelo que ese sueño extraordinario traiga algún mal consigo; pero ¿de dónde provendrá ese mal? En ti, que eres tan pura, ni sombra de él puede darse; pero oye lo que voy a decirte. Hay en el alma varias facultades inferiores, sometidas a la Razón como a su soberana. Entre ellas ejerce el principal oficio la Imaginación, que de todos los objetos exteriores que perciben los sentidos cuando están despiertos, forma ilusiones y visiones aéreas, las cuales agrupa o desvanece la Razón, produciendo así todo cuanto afirmamos o negamos, todo aquello que distinguimos con el nombre de ciencia o de opinión. Cuando la naturaleza se entrega al reposo, la Razón se retrae también a su más oculto seno; y acontece con frecuencia que aprovechándose la Imaginación de este retraimiento, como continuamente está en vela, procura imitarla, forjándose allá mil trazas y desvaríos; pero ordenando mal los objetos, especialmente durante el sueño, sólo produce pensamientos aislados, y confunde los hechos presentes con los pasados y los remotos. Sí en este sueño que me refieres, juzgo descubrir cierta semejanza con los asuntos de que tratamos en nuestra última conversación, aunque revestidos de extraños accidentes; por lo que esto no debe causarte ningún sobresalto. Puede introducirse un mal pensamiento en el ánimo, tanto del hombre como de los espíritus celestiales, indeliberadamente y sin que llegue a contaminarlo; y esto me inspira la confianza de que ese sueño que tal aversión te ha inspirado mientras dormías, no consentirás nunca que se realice cuando estés despierta. Aleja, pues, de ti toda tristeza; que no empañe alguna nube la claridad de esos ojos, más brillante y serena que la que en su primera sonrisa envía al mundo la aurora. Levantémonos, y volvamos nuevamente a nuestras dulces faenas, nuestros bosques y fuentes, y al cuidado de las flores que entreabren ahora sus cálices y exhalan los suavísimos aromas que han guardado durante la noche, para que te deleites mejor con ellos.

Así consoló Adán a su bella esposa, y ella en efecto quedó consolada; pero en medio de su silencio se deslizó de sus ojos una dulce lágrima que enjugó con sus cabellos; y al ver que asomaban otras a sus cristalinas fuentes, las atajó Adán con un beso, correspondiendo de este modo a aquella tímida demostración de un remordimiento que se alarmaba con la sola idea de la culpa, sin ser culpable.

Dejando en el olvido sus temores, se apresuraron a salir al campo; y apenas traspusieron el umbral de su mansión, a la que servían de techumbre espesos y copudos árboles, y se hallaron al aire libre, a la luz del día y del sol, que al aparecer en su carro, tocaba con las ruedas la superficie del océano, y cuyos rayos impregnados de rocío y paralelos a la Tierra, doraban la vasta región oriental del Paraíso y los fértiles llanos del Edén, se postraron humildemente para adorar a su Creador, comenzando la acostumbrada plegaria que todas las mañanas le dirigían de varios modos, sin que sus himnos carecieran jamás de variedad ni de santo entusiasmo, ya fueran recitados o cantados de improviso; pues en sonora prosa o numeroso ritmo fluía de sus labios una elocuencia tan natural, que no necesitaba de los dulces acordes del arpa ni del laúd; y dieron así principio:

Éstas, Padre del bien, Omnipotente Señor, son tus gloriosas obras. Obra es de tus manos esta fábrica del Universo, tan maravillosamente bella; y tú mismo ¡qué admirable eres! Tu inefable grandeza se encumbra sobre esos cielos, invisible para nosotros, confusamente vislumbrada en tus más pequeñas obras, en las cuales, sin embargo, se descubre tu bondad, superior a toda idea, y tu poder divino. Celébrenlo ustedes, que pueden hacerlo más dignamente, espíritus angélicos, hijos de la luz; ustedes, que lo contemplan de cerca, y que en torno de su trono, en la eternidad de un día sin noche, y en concertados coros elevan cánticos de alegría; ustedes, que están en el cielo. Unan también sus alabanzas, criaturas de la Tierra, en honor del que es principio y fin, Y centro y ser al mismo tiempo infinito. Y tú, la más brillante de las estrellas, última que recorres la vía nocturna, si no perteneces más bien al alba, precursora del día, que con tu fulgente diadema coronas la risueña frente de la mañana, ensálzalo asimismo en tu luminosa esfera, a la hora apacible en que asoma la luz de Oriente.

Sol, vista y alma de este anchuroso mundo, ríndele homenaje como superior a ti, y en tu incesante giro proclama sus alabanzas, cuando apareces en el cielo, cuando te ostentas en tu apogeo y cuando te ocultas a nuestros ojos. Luna, que acompañas unas veces al Sol en su oriente, y otras te apartas de él, huyendo con las estrellas fijas en su movible órbita; y ustedes, planetas errantes en número de cinco, que al compás de armónicos sonidos se mueven en misteriosa danza, publiquen la gloria de aquel que de las tinieblas sacó la luz. Aire y los demás elementos que fueron los primeros que engendró en su seno la Naturaleza; pues su cuádruple virtud recorre bajo innumerables formas un árculo perpetuo, e influyen e inspiran la vida en todo, que su continuo movimiento sirva para tributar al Supremo Creador himnos cada vez más nuevos y más variados. Y ustedes, nieblas y exhalaciones, que surgen de las montañas o de los vaporosos lagos, negras o cenicientas, hasta que el sol dora con sus rayos la orilla de sus ropajes, surjan para honrar el nombre del magnífico autor del mundo, y tapicen de nubes el incoloro espacio del firmamento, o derramen su fecunda lluvia en la sedienta tierra, que en su ascensión o su descenso proclamen siempre sus alabanzas. Alábenlo también con manso murmullo o rugiendo impetuosamente, oh vientos que soplan de los cuatro ángulos de la Tierra; y ustedes, excelsos pinos, árboles y plantas de toda especie, inclinen sus cabezas y agiten sus ramas en señal de adoración. Hónrenlo asimismo al son susurrante de sus aguas, fuentes y líquidos arroyuelos. Que unan a las demás sus voces todas las criaturas vivientes. Aves, que cantando se remontan hasta las puertas del cielo, sublimen su gloria en sus melodías y llévenla en sus alas; y los que se deslizan por entre las olas, y los que vagan por la tierra, ya hollándola majestuosa, ya arrastrándose humildemente, sean testigos de que mi lengua no enmudece ni por el día ni por la noche, y de que mi voz resuena en las colinas, en los valles, en las fuentes y en la fresca sombra de las enramadas, que de mí aprenden sus alabanzas. ¡Bendito seas, Señor del Universo! Que tu bondad, como hasta aquí, nos dispense únicamente bienes; y si la noche ha producido o encubierto algún mal, ahuyéntalo, como la luz ahuyenta las tinieblas en este momento.

Esta plegaria tan fervorosa expresaba su inocencia, y al terminarla recobraron sus ánimos la profunda paz y la acostumbrada calma. Se apresuraron a volver a sus faenas campestres de la mañana, por entre prados cubiertos de rocío y de flores, y llegaron a un grupo de árboles frutales que por su excesivo crecimiento extendían su espeso ramaje más de lo conveniente, y necesitaban que una mano experta reformara su estéril extensión. Acercan también la vid al olmo para unirlos entre sí; la cual, como amante esposa lo ciñe con sus flexibles brazos, y le ofrece en dote sus racimos, y embellece con ellos su inútil hojarasca. Viéndolos así ocupados, el supremo Rey del cielo se apiadó de ellos, y llamando a Rafael, el espíritu amigable que se dignó de viajar con Tobías, y favoreció su matrimonio con la doncella siete veces casada, le dijo:

Rafael, ya sabes la perturbación que, fugándose del infierno y atravesando el tenebroso abismo, ha movido Satanás en el Paraíso terrestre, y la iniquidad que ha causado esta noche a los dos humanos que allí viven, proponiéndose con la ruina de ellos labrar a la vez la de su descendencia. Ve, pues, allá; emplea el resto del día en conversar con Adán, como entre sí conversan los amigos. Lo encontrarás en un sitio sombrío y retirado que lo preserva del calor del mediodía, y donde con el alimento y el descanso repara las fuerzas gastadas en sus diarias fatigas. Háblale de modo que le hagas comprender su dichoso estado; que de su voluntad depende su dicha, de su voluntad, que aunque libre, es también cambiante, por lo que debe andar precavido y desconfiado, para que no llegue a perderse por exceso de confianza en su seguridad. Háblale asimismo de los riesgos a que está expuesto, de quién debe recelar, y del enemigo que, por haber sido expulsado hace poco del cielo, procura que los demás se hagan también indignos de tal ventura, no empleando para este fin la violencia, que le sería perjudicial, sino el engaño y la seducción. Prevenlo, en suma, de cuanto debe hacer, no sea que actuando voluntariamente, alegue después que ha obrado por sorpresa, por falta de consejo y de previsión.

Esto ordenó el Padre Eterno; con lo que dejó enteramente satisfecha su justicia. No demoró un instante el alado Ministro el cumplimiento de aquel mandato, y de entre la innumerable multitud de serafines en que estaba, cubierto por sus grandiosas alas, alzó el rápido vuelo y cruzó por en medio del firmamento. Se apartan a uno y otro lado las angélicas legiones para abrirle paso a través del camino del Cielo, hasta llegar a las puertas, las cuales se abren de par en par por sí solas, girando sobre sus goznes de oro, que con tan divino arte el sabio Creador de todo las había dispuesto. Desde allí, ni nubes ni astro alguno se interponen a sus miradas, y ve la Tierra, pequeña como es en sí y semejante a los demás globos luminosos, y ve el jardín de Dios coronado de cedros por encima de las más altas montañas. Así, aunque con menos claridad, contempla el observador durante la noche, por medio de los cristales de Galileo, tierras y regiones imaginarias en lo interior de la Luna; y así descubre el piloto como una mancha nebulosa al aparecérsele, las islas de Delos y Samos entre las Cícladas.

Prosigue el Ángel bajando con acelerado vuelo, y cruza la inmensidad del espacio aéreo, y surca mundos y mundos, seguro de sus fuertes alas, ora impelido por los vientos del polo, ora sacudiendo velozmente el movible aire; hasta que llegando al límite a que pueden las águilas remontarse, lo miraban todas las aves asombradas como al fénix, único en su especie cuando para depositar sus preciosas cenizas en el fulgente templo del Sol, encaminaba su vuelo a la egipcia Tebas. Descendiendo después sobre la cumbre oriental del Paraíso, recobra su aspecto de alado serafín. Seis alas velan sus divinas formas; las dos que cubren sus anchos hombros, le caen sobre el pecho como un magnífico manto real; las dos de en medio ciñen su talle como una zona estrellada y orlan sus riñones y cintura con menudas plumas de oro y tornasoles copiados de los del cielo; y las otras dos resguardan sus pies, adheridas a sus talones, con plumas esmaltadas del color del firmamento. Se mostraba semejante al hijo de Maya, y al sacudir sus plumas, llenaba de celestial fragancia el anchuroso espacio que en torno lo rodeaba.

Lo reconocieron de inmediato las legiones de ángeles que custodiaban el Edén, y lo recibieron con el honor debido no sólo a su dignidad, sino a su misión sublime, porque desde luego adivinaron toda la importancia de la que iba a desempeñar. Pasó por delante de sus esplendentes tiendas, y entró en el bienaventurado campo, atravesando odoríferas florestas de mirra y casia, de nardos y bálsamos, que sobrepasaban en dulzura a todo encarecimiento, porque exuberante allí y risueña como en su primavera, la naturaleza desplegaba todos sus encantos juveniles y vertía a manos llenas sus más gratos tesoros en medio de aquel silvestre espectáculo, superior a toda perfección artística.

Sentado a la entrada de su fresca gruta, lo vio Adán conforme iba adelantándose por en medio de la aromática floresta. Desde su mayor elevación, lanzaba directamente el Sol sus encendidos rayos hasta lo más profundo de la tierra, dando calor excesivo para Adán; y Eva estaba en el interior de su albergue, pues era la hora en que acostumbraba preparar para su comida los sabrosos frutos, que con sólo ser gustados, eran deleite del apetito, y al mismo tiempo despertaban la sed del néctar que la leche, el jugo de ciertas frutas o los racimos de la vid les suministraban. Llamó, pues, Adán a su esposa, diciendo:

Ven, Eva, corre, verás un objeto digno de contemplarse; por la parte de oriente, entre los árboles y caminando en esta dirección, viene una figura ¡oh, qué radiante! Parece una segunda aurora que brilla en la mitad del día. Algún mandato del cielo nos trae quizá, y se dignará de ser hoy nuestro huésped. Apresúrate a ofrecerle las mejores provisiones que guardes; no escasees prodigalidad alguna, y recíbelo con todo el honor debido a un mensajero celeste. A nuestros bienhechores debemos corresponder con sus propios dones, y mostrarnos liberales de lo que tan liberalmente se nos concede, ya que la naturaleza multiplica aquí sus inagotables tesoros, y que al desprenderse de ellos para hacerse más fecunda, nos enseña a no ser avaros.

A esto respondió Eva:

Adán mío, a quien Dios ha consagrado como modelo de la Tierra que animó Él mismo: el cuidado de guardar lo que ha de servimos para alimento, es inútil aquí donde las estaciones se encargan de proveemos de todo, a no ser aquellos frutos que mejoran reservándose, porque pierden así su humedad superflua. Pero no omitiré solicitud alguna, y juntaré de cada planta, de cada árbol, de cada sabroso fruto lo que más digno me parezca para agasajar a ese angelical huésped, el cual se convencerá de que Dios ha derramado sus beneficios en la tierra como en el cielo.

Y sin perder más tiempo, se dispone a proceder con la mayor diligencia y a desempeñar sus quehaceres hospitalarios, pensando en cómo escoger lo más delicado, lo que más se acomodara al gusto, sin mezclar cosas extrañas ni de mal aspecto, sino de una agradable variedad que contribuyera a aumentar su agrado. Discurre de un lado a otro, y de los más tiernos tallos arranca cuanto la Tierra, madre universal, produce en la India oriental y en la de Occidente, en las orillas del Ponto, en las costas de África o en el país en que reinó Alcinóo; frutos de toda especie, de dura cáscara, de blanda piel, unos lisos, otros vellosos. De ellos hace mucho acopio, que amontona con mano pródiga; exprime los dorados racimos, que le dan un licor inofensivo y grato, y de simientes y dulces almendras que tritura, saca almibarada crema. No carece de vasos puros que contenían una y otra bebida; y por fin cubre el suelo de rosas y arbustos olorosos, que para serlo no habían necesitado de fuego.

Mientras tanto se adelanta nuestro primer padre a recibir a su divino huésped, sin más séquito que sus cabales perfecciones, que constituían toda su grandeza, incomparablemente mayor que la enojosa pompa que arrastran los príncipes tras de sí, con tantos corceles ricamente enjaezados y tantos palafreneros cuajados de oro, que deslumbran a la multitud, dejándola estupefacta. Llegó, pues, Adán a su presencia, y sin mostrar ningún temor, sino con la sumisión y afable respeto que a su superior naturaleza se debía, inclinándose respetuosamente, le dijo:

Espíritu celestial, pues no es posible que hermosura tanta provenga más que del cielo; ya que descendiendo de los supremos tronos, te dignas de abandonar por breve tiempo aquellas mansiones venturosas para honrar estas otras con tu presencia, haznos a los dos que aquí vivimos, a quienes el Soberano del mundo ha otorgado la posesión de morada tan espaciosa, la merced de reposar en este fresco albergue, tomando asiento, y gustando los más sazonados frutos de este Jardín, hasta que ceda el calor del mediod!a, y más benigno el sol, vaya declinando.

Y el Angel, con la mayor dulzura, le respondió:

A esto he venido, Adán. Tal como has sido creado, dueño de una mansión como la presente, bien puedes invitar aun a los mismos espíritus celestiales a que con frecuencia te visiten. Llévame, pues, a ese apartado recinto cubierto de sombra; tengo para estar contigo desde esta hora del mediodía hasta que comience la noche.

Y se encaminaron ambos a la campestre vivienda, que como el asilo de Pomona, se cobijaba entre fragantes flores. Allí estaba Eva, sin otra gala ni adorno que ella propia, más encantadora que la Ninfa de los bosques y que la más bella de aquellas tres diosas que en el monte Ida sostuvieron desnudas la competencia de su hermosura; estaba para servir al divino huésped, y no necesitaba de otro velo ni defensa que su virtud, sin que ningún pensamiento !mpuro alterara la calma de su semblante.

¡Salve!, le dijo el Angel, empleando la santa salutación que después se dirigió a la bendita María, segunda Eva. ¡Salve, madre del género humano! Tu fecundo seno dará al mundo más hijos que los frutos con que los árboles del Señor colman esa mesa. La mesa era un alto y espeso césped, cercado de asientos de suave musgo, y sobre su ancha y cuadrada superficie se extendían las producciones todas del otoño, aunque allí otoño y primavera se daban la mano. Entablaron los comensales su plática reposadamente, sin temor de que se les enfriaran los manjares; y nuestro padre empezó diciendo:

Te ofrecemos, divino extranjero, gustar de estos regalos, que nuestro Creador, de quien sin tasa ni medida procede todo perfecto bien, ha mandado a la tierra que nos ceda para nuestro alimento y nuestro placer; manjares insípidos quizá para naturalezas espirituales; mas yo únicamente sé que el Padre celestial alimenta a todos.

A esto el Ángel contestó:

Pues lo que Él -alabado sea eternamente-, lo que Él da al Hombre, que en parte es también espiritual, bien puede ser manjar agradable para los espíritus más puros; que la inteligencia de éstos necesita de alimento como la razón de ustedes, pues una y otra llevan en sí las facultades subalternas de los espíritus, como son oír, ver, oler, tocar y gustar; y el gusto depura, digiere y asimila las sustancias, convirtiendo las corpóreas en incorpóreas. Es indudable que todo lo creado tiene necesidad de alimento con que sostenerse y repararse; entre los elementos, el más grosero mantiene siempre al más puro, la tierra al agua, la tierra y el agua al aire, y el aire a los etéreos fuegos, empezando por la Luna, que como más vecina a la Tierra, presenta en su redonda faz esas manchas, que son vapores todavía impuros que no se han transformado en sustancias; mas no por eso deja la Luna de desprender de su húmedo continente alimento para otras esferas superiores. El Sol, que comunica su luz a todos los astros, recibe de ellos sus acuosas exhalaciones y absorbe durante la noche el licor del océano. Aunque los árboles de vida que tenemos en el cielo nos den frutos de ambrosía, y las vides destilen néctar, y aunque al amanecer extraigamos dulce rocío de entre las hojas, y el suelo ofrezca granos de perlas a nuestras plantas, de tal manera ha prodigado aquí Dios sus bondades en la variedad de los placeres que gozan, que bien puede esta mansión compararse con el cielo; y así no creas que deje de quedar mi gusto satisfecho.

Entonces se sentaron y fueron comiendo de las viandas, y el Ángel no en la apariencia ni figuradamente, como es común opinión de los teólogos, sino con todo el incentivo de un verdadero apetito; así que el calor digestivo transformó los manjares en su sustancia angélica, y la parte redundante salió a través de la espiritual por medio de la transpiración. Ni esto debe causar asombro, cuando por medio del carbón ardiente transforma, o cree posible transformar, el empírico alquimista la escoria más vil en el oro más puro, cual si saliera de la mina. Desnuda Eva, hacía oficios de sirviente, y apuradas las copas, las coronaba de nuevo con licores a cual más gratos. ¡Oh, inocencia digna del Paraíso! Nunca como entonces hubieran tenido disculpa los hijos de Dios en enamorarse de la hermosura; pero en aquellos corazones no cabía el amor impúdico, ni se comprendían los celos, infierno de los amantes ofendidos.

Una vez satisfecha, mas no ahita, tanto en manjares como en bebidas, la necesidad de la naturaleza, concibió de pronto Adán el deseo de no perder la ocasión con que tan importante conferencia le brindaba para saber qué más había en el mundo superior al suyo, qué seres poblaban el cielo, cuya excelencia se distinguía tanto sobre la suya, cuyas esplendentes formas eran una emanación de la Divinidad y cuyo envidiable poder excedía en tanto grado al del Hombre; y con respetuosa prudencia se insinuó así:

Veo, conciudadano de Dios, hasta dónde llega tu bondad, por el honor que nos has dispensado al dignarte visitar nuestra humilde morada y probar los frutos de la Tierra, que no son manjar digno de los ángeles; mas los has aceptado de tal modo, que no parece que puedas mostrarte más complacido al tomar parte en el celestial banquete; y sin embargo, ¡qué comparación cabe!

Y el Mensajero divino repuso:

Adán, hay un Ser Omnipotente de quien proceden todas las cosas, y en quien refluye todo aquello que no viene a estado de depravación. Todo lo creó perfecto en su origen con variedad de formas, con diversos grados de sustancia y vida en los vivientes; pero todo se completa y espiritualiza y depura a medida que más se aproxima a Él o a aquella esfera de acción que a cada cosa está designada, hasta que los cuerpos llegan a espíritus en la proporción debida a cada especie. Así de la raíz de una planta nace esbelto su verde tallo, y de éste las hojas más delicadas, y de las hojas, en fin, la flor primorosamente esmaltada, que exhala aromáticas esencias. Y así las plantas y los frutos que dan alimento al Hombre, siguiendo una escala gradual, se transforman en espíritus vitales, o animales o intelectuales, que armonizados entre sí, producen la vida, el sentimiento, la imaginación y la inteligencia, de donde el alma adquiere la razón; la razón, que constituye su esencia, ya proceda discursivamente, ya por medio de la intuición. El discurso suele ser más propio de ustedes, los humanos; la intuición, de nosotros, los celestiales; diferimos en el grado de razón, mas no en cuanto a su naturaleza, que es siempre idéntica. No te admires, pues, de que yo haya aceptado los alimentos que Dios ha hecho a propósito para ti, porque, como tú en la tuya, los convierto yo en mi sustancia propia. Tiempo vendrá quizá en que los hombres lleguen a participar de la dignidad angélica, y en que gusten del manjar celestial juzgándolo adecuado a su subsistencia; en que sus cuerpos, así sustentados, se despojen un día de todo lo que no es espiritual, y se remonten alados a la región etérea, como nosotros, y puedan habitar libremente aquí o en la celestial morada, si dan entonces muestras de ser obedientes y conservan entero, inalterable y fiel el amor que deben al que los ha hecho descendencia suya. Entretanto gocen de cuantos dones les concede su dichoso estado; que por ahora en vano aspirarían a más.

¡Qué bien, generoso espíritu y benigno huésped, repuso el padre de la raza humana, qué bien nos has trazado el camino que puede conducirnos a nuestra enseñanza, y la escala de la naturaleza que recorre desde el centro a la circunferencia, y cómo la contemplación de las cosas creadas basta para elevarnos de una en otra hasta la majestad de su Creador! Pero dime: ¿qué has querido dar a entender con lo de si dan muestras de ser obedientes? ¿Es posible que no lo seamos, que nos olvidemos del amor a Aquel que nos ha sacado del polvo, estableciéndonos aquí y colmándonos de cuantos bienes puede concebir o apetecer el anhelo humano?

Y el Ángel le replicó:

Hijo del Cielo y de la Tierra, escucha. A Dios eres deudor de toda tu felicidad, pero el proseguir disfrutando de ella, de ti depende, es decir, de tu obediencia, en la cual debes mantenerte fiel, porque es la prenda de tu ventura; tenlo presente. Dios te ha hecho perfecto, pero no inmutable; te ha hecho bueno, pero te deja árbitro de perseverar o no en esta bondad; te ha dotado de un albedrío libre por su naturaleza, no sujeto al misterioso destino ni a la inflexible necesidad. Por eso el homenaje que exige es voluntario, y no forzoso, pues de ser arrancado por la fuerza, ni lo aceptaría, ni sería homenaje. ¿Cómo un corazón esclavizado ha de mostrar que se somete voluntariamente a su servidumbre, si cohibido por el destino, carece de toda elección posible? Nosotros también, y cuantas angélicas legiones asisten al trono de Dios, ciframos nuestro estado de bienaventuranza, como ustedes el suyo, en la obediencia, ya que no tenemos otra seguridad. Libremente servimos, porque libremente amamos; de nuestra voluntad depende el amar o no, y en ella por consiguiente estriba nuestra elevación o nuestra ruina. Por incurrir en la desobediencia, cayeron algunos desde los cielos hasta el profundo abismo. ¡Oh!, ¡y qué caída! ¡En qué miserable extremo, y desde qué gloria tan sublime!

A lo cual respondió nuestro primer padre:

Con la mayor atención he escuchado tus palabras, divino maestro, y me han deleitado más que los armónicos acentos de los vecinos montes cuando repiten por la noche los cantos de los querubines. Ni se me oculta que hemos sido creados libres tanto para querer como para obrar; y no olvidaremos nunca el amor que debemos a nuestro Creador y la obediencia a su único mandamiento, que tan justo es en efecto, pues así lo comprendo y lo ha persuadido siempre mi reflexión. Pero lo que dices que ha ocurrido en el cielo me hace dudar de mí mismo, y me inspira el deseo de oír, si te dignas de referirlo, la relación completa del caso, que debe ser muy extraño y digno de escucharse con religioso silencio. Aun tenemos día sobrado; que apenas ha llegado el Sol a la mitad de su carrera y comenzado la otra mitad en el ancho árculo del cielo.

A este ruego de Adán condescendió Rafael, después de una breve pausa, diciendo:

En arduo empeño me pones, padre de los hombres, arduo y triste a la vez; porque ¿cómo representar al sentido humano las invisibles hazañas de los espíritus guerreros, y cómo referir sin pena la ruina de tantos gloriosos seres, y tan perfectos mientras guardaron fidelidad? ¿Cómo, por fin, revelar los secretos de un mundo que quizá no es lícito descubrir? Mas por tu bien debe permitirse todo. Pondré al alcance de tu comprensión lo que es superior a ella, dando a lo espiritual formas corpóreas, por donde mejor se entienda; pues si la Tierra es una sombra del Cielo, ¿qué extraño que se asemejen más de lo que es posible imaginar las cosas de acá abajo a las celestiales?

No existía este mundo aún, y reinaba el lóbrego caos donde hoy giran las celestes esferas, donde la Tierra se asienta ahora equilibrada sobre su centro, cuando un día -porque el tiempo, no obstante la eternidad, aplicado al movimiento mide cuanto es capaz de duración por medio de lo presente, lo pasado y lo futuro-, cuando un día, digo, de los que completan el grande año celeste, fueron por mandato supremo convocadas todas las angélicas legiones, y acudiendo desde los más apartados ámbitos del Universo rodearon el trono del Omnipotente, presididas por sus gloriosos capitanes. Se enarbolaban allí mil y más enseñas, banderas y estandartes, que entre las primeras filas y la retaguardia ondeaban al aire, sirviendo para distinguir las diferentes jerarquías, órdenes y grados, o para ostentar en los blasones de sus brillantes campos sagrados recuerdos y memorables hechos de virtud y amor. Y cuando acabaron de formar un círculo de inconmensurable extensión, incluyéndose una rueda en otra, el Infinito Padre a cuyo lado se sentaba el Hijo en el seno de su bienaventuranza, cual desde una montaña de ardiente fuego que no deja ver su cima por la excesiva claridad que luce en ella, pronunció estas palabras:

Oigan todos ustedes, ángeles, hijos de la luz, tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades; oigan mi decreto, que ha de ser para siempre irrevocable. En este día he engendrado al que declaro mi único Hijo, y sobre este santo monte acabo de consagrarlo. A mi diestra lo tengo; véanlo. Desde hoy será su superior, pues por mí mismo he jurado que todas las rodillas se doblarán en el Cielo ante El, y que lo reconocerán todos por soberano. Vivan unidos, como una sola alma, bajo el imperio de este representante de mi grandeza, y sean perpetuamente dichosos; pues quien lo desobedezca, me desobedecerá a mí, romperá los vínculos que nos unen, y desde aquel día, apartado de Dios y de su visión beatifica, caerá en las más hondas tinieblas, en el profundo abismo, donde tiene reservado un lugar que ocupará sin fin y sin esperanza de redención.

Así habló el Señor Todopoderoso, y todos parecieron acoger dócilmente sus palabras, aunque en realidad no todos sentían lo mismo. Aquel día, como uno de los más solemnes, se pasó en cánticos y danzas en torno del sagrado monte; místicas danzas, que la estrellada esfera de los planetas y los astros fijos imita antes que otra alguna en sus intrincados, excéntricos y revueltos laberintos, tanto más regulares, sin embargo, cuanto mayor es su irregularidad en la apariencia; y de sus movimientos procede armonía tan divina y tan dulce en sus mágicos acordes, que el mismo Dios los escucha embelesado.

Se acercaba entretanto la noche -que también nosotros tenemos mañana y tarde, no porque nos sean necesarias, sino porque su variedad es más agradable-, y terminadas las danzas, sentimos el deseo de regalarnos con dulcísimos manjares; y puestos en círculos como estábamos, aparecieron las mesas llenas de angélicos alimentos, de líquidos rubíes y néctar, fruto de las deliciosas vides que cultiva el cielo, rebosando en vasos de perlas, diamantes y oro macizo. Recostados sobre flores y coronados de guirnaldas comían allí y bebían, y en dulce consorcio se llenaban de inmortalidad y júbilo, mas sin llegar a hastiarse, porque la plenitud es allí el límite del exceso, se hallaban en presencia del bondadosísimo Señor, que al otorgarles tantos dones a manos llenas toma parte en su regocijo. Entretanto la ambrosía de la noche, exhalándose entre nubes desde el alto monte de Dios, fuente de la luz como de la sombra, había trocado la faz del fulgente cielo en un crepúsculo agradable, pues nunca extiende allí la noche más tenebroso velo, y un blando rocío iba adormeciendo todos los ojos, excepto los de Dios, siempre vigilantes. Diseminados poco después los ejércitos angelicales por la llanura del Cielo, mucho más extensa que la de la Tierra, si se aplana su superficie, que tales son los divinos atrios, se dispersaron en legiones y curias, acampando a orillas de arroyos cristalinos y entre árboles de vida; y bajo innumerables e improvisados pabellones, como en otros tantos tabemáculos, gozaban los celestiales espíritus del sueño, arrullados por los frescos céfiros; gozaban del sueño todos, menos los que durante el transcurso de la noche se empleaban en cantar melodiosos himnos alrededor del trono del Señor.

Pero no velaba con este objeto Satanás, que así se llama ahora, porque su primitivo nombre no se oye ya en el cielo; Satanás, uno de los primeros, si no el más distinguido de los arcángeles, grande por su poder, su favor y su dignidad, que envidioso del puesto a que el Padre Omnipotente elevaba aquel día a su Hijo, proclamándolo como Mesías y ungiéndolo como Rey, no podía reprimir su orgullo, indignado de que así se le postergara. Cediendo entonces a su malevolencia y a su soberbia, no bien mediada la noche, llegó la hora en que la oscuridad era mayor y en que por lo mismo brindaba más al sueño y al recogimiento, determinó alejarse con todas sus legiones, dando aquella muestra de menosprecio a la supremacía de Dios, de cuyo culto y obediencia se separaba desde aquel momento; y despertando al que lo seguía en autoridad, lo llevó aparte, y le dijo así:

¿Tú también, compañero mío, estás durmiendo? ¿Es posible que pueda el sueño cerrar tus párpados? ¿No te acuerdas ya de lo que se decretó ayer, del decreto que hace tan poco pronunciaron los labios del Señor del Cielo? Tú tienes por costumbre no ocultarme ninguno de tus pensamientos, como acostumbro yo a confiarte también los míos. Y si despiertos tú y yo somos uno mismo, ¿por qué el sueño ha de hacer que nos desunamos? Ves que se nos imponen nuevas leyes; dictadas éstas por un poder soberano, pueden producir en nosotros los vasallos nuevos propósitos, nuevos consejos para tratar de eventualidades que acaso sobrevendrán; pero no es conveniente discurrir aquí más sobre este punto. Congrega a los de los millares de huestes que acaudillamos, diles que por mandato superior, antes que la oscura noche haya retirado sus sombrías nubes, debo, junto con los que enarbolan sus banderas bajo mis órdenes, encaminarme con apresurado vuelo a las regiones que poseemos en el norte, y disponer allí lo necesario para recibir dignamente a nuestro Rey, el gran Mesías, y ejecutar lo que tenga a bien mandarnos, porque en breve aparecerá triunfante en medio de todas las jerarquías celestes, a las cuales impondrá sus leyes.

Mientras el pérfido arcángel hablaba así, iba inspirando malignas prevenciones en el incauto ánimo de su compañero, que conforme le había prescrito, llamó a la vez, o unos tras otros, a los principales a quienes mandaba; les indicó que se le había ordenado trasladar a otro punto el gran pendón que los distinguía, antes de que la sombría noche abandonara el cielo; y para tomar el tiento a su lealtad, les insinuó el motivo de aquella marcha con ciertas vaguedades y reticencias, propias para agriar y torcer sus ánimos. Obedecieron todos, como lo tenían de costumbre, la señal y superior mandato de su gran adalid, que bien merecía el nombre de grande siendo tanta en el cielo su dignidad; les seducía su esplendor, como seduce a los astros que le siguen el de la estrella de la mañana, y la impostura de que se había valido arrastró en pos de sí a la tercera parte de las huestes celestiales.

Mientras tanto los ojos del Eterno, cuya mirada penetra los más recónditos designios, descubrieron desde la cima del santo monte, alumbrado de noche por las lámparas de oro que arden en su presencia, pero sin necesitar de su luz, la rebelión que se preparaba; vieron cómo iba cundiendo entre aquellas lucidas cohortes, y la resistencia que su innumerable muchedumbre se aprestaba a hacer a su voluntad suprema; y sonriendo, dirigió a su único Hijo estas palabras:

¡Hijo mío, en quien veo resplandecer la plenitud de mi gloria, heredero de mi omnipotencia! Pues se va a atentar contra ésta, nos importa pensar cómo defenderla y con qué armas hemos de sostener el eterno derecho que poseemos a la divinidad y al imperio de todo lo creado. Se alza un enemigo que pretende erigir un trono igual al nuestro, allá en las vastas regiones del Septentrión; y no contento con esto, medita cómo aventurar al trance de una batalla nuestro poder y nuestro derecho. Preparémonos, pues, y en tan temeroso riesgo armémonos prontamente de cuantas fuerzas podamos disponer, empleándolas en defendernos, no sea que por desprevenidos caigamos de nuestra sublime altura, de nuestro santuario, de la cima de nuestro monte.

A lo que con reposado, puro, inefable y sereno aspecto, radiante de divinidad, respondió el Hijo:

Omnipotente Padre, que con razón haces desprecio de tus enemigos, y que contemplándote seguro, te burlas de sus vanos intentos y de su inútil y tumultuosa audacia; con esto acrecentarán mi gloria; su odio redundará en honor mío, cuando vean que el soberano poder que se me ha otorgado aniquila todo su orgullo, y experimenten la habilidad de mi brazo en subyugar a los que se rebelan; y entonces dirán si debo ser considerado como el último de los cielos.

Mientras hablaba así el Hijo, caminaba Satanás en apresurado vuelo con sus secuaces; ejército más innumerable que las estrellas de la noche o las matutinas gotas de rocío que, como relucientes perlas, engasta el Sol en las plantas y las flores. Atraviesan una y otra región, los poderosos reinos de los serafines, de las potestades y de los tronos en sus triples grados; comparados tus dominios, Adán, con aquellas regiones, serían lo que tu jardín con respecto a toda la Tierra, a todos los mares, al globo entero, desplegado en toda su longitud. De esta manera llegan por fin a las extremas partes del norte, y Satanás a su mansión regia, fabricada en lo más alto de un monte, que se divisaba a lo lejos como una montaña sobrepuesta a otra con pirámides y torres hechas de agramilado diamante y de rocas de oro; que tal era el palacio del célebre Lucifer, según en su lenguaje llaman los hombres a esta clase de construcciones; pues para afectar mayor igualdad con Dios, imitando el nombre de la montaña en que acababa de proclamarse al Mesías rey de los Cielos, él llamó a la suya montaña de la Alianza. Y convocando en torno de ella a todos sus seguidores con pretexto de que así se le ordenaba para consultarlos sobre el ostentoso recibimiento que habían de hacer a su Soberano luego que se presentara, y valiéndose del arte con que sabía fingir el acento de la verdad, cautivó su atención, diciéndoles:

Tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, títulos magníficos, si no son vanos desde el momento en que por un decreto se ha concedido a otro tan gran poder, que nos eclipsa a todos al ser consagrado por rey supremo. El es la causa de la atropellada marcha que esta noche hemos traído; él la de que aquí estemos congregados de improviso, con el único objeto de acordar cómo más dignamente hemos de recibir y qué honores nuevos hemos de rendir al que viene a imponernos un tributo de postración, una humillación servil, que hasta ahora no se nos había exigido. Postrarnos ante uno, era demasiado; ¡qué duro debe sernos este doble culto ofrecido no sólo al que es superior, sino al que se nos dice ahora que es su imagen! Y ¿qué acontecería si despertaran nuestros ánimos a mejor acuerdo y se determinaran a sacudir tal yugo? ¿Humillarán las frentes, y doblarán temblando sus rodillas? No será así; creo conocerlos bien; y asimismo se reconocerán ustedes como naturales e hijos de este cielo, que antes no ha poseído nadie; y si no somos todos iguales, todos somos libres, igualmente libres, porque la diferencia de clases y dignidades no se opone a la libertad, que, por el contrario, se concilia con ellas. ¿Quién, pues, ni razonable ni justamente podrá alzarse con la monarquía sobre los que de derecho son iguales suyos, si no en poder y esplendor, al menos en libertad? ¿Quién se atrevería a dictarnos leyes o mandamientos, cuando por estar exentos de crimen no necesitamos de ley alguna? Y menos debiera atreverse a hacerla el que no puede ser nuestro soberano ni exigir que le adoremos sin vilipendiar la regia dignidad en virtud de la cual estamos destinados a gobernar, y no a ser siervos.

Todos escuchaban su audaz discurso sin contradecirlo, cuando levantándose el serafín Abdiel, celosísimo adorador de la divinidad y dócil como ningún otro a sus mandatos, inflamado en santa indignación, atajó así aquel furioso torrente:

¡Oh, blasfemo, insolente y falso! No era de esperar que se oyeran semejantes palabras en el cielo, y menos proferidas por ti, ingrato, que tan encumbrado te hallas sobre tus iguales. ¿Cómo puede tu sacrilega astucia condenar ese justo decreto promulgado y jurado por el Señor? Ordena que ante su único Hijo, que por derecho propio empuña el cetro regio, doblen todos los que habitan el cielo la rodilla, y honrándole como es debido, le confiesen por legítimo Soberano; y ¿esto dices que es injusto, porque lo es reducir con leyes a los libres, y lo es que uno solo impere sobre sus iguales y obtenga un poder que nadie puede heredar después? ¿Pretendes dictar leyes a Dios? ¿Vas a disputar sobre los fueros de la libertad con el mismo que te ha hecho lo que eres, y que al crear conforme a su voluntad las potestades celestes, ha limitado las condiciones de su existencia? Muy experimentada tenemos su bondad; mucho sabemos con cuánta solicitud procura nuestra dicha y nuestra grandeza, y que lejos de empequeñecernos, quiere, por el contrario, sublimar nuestro venturoso estado uniéndonos más estrechamente bajo una misma cabeza. Y, puesto que, como afirmas, fuera injusto que el que es igual reine como monarca sobre sus iguales, ¿osas tú, por grande y glorioso que seas, y aunque cifraras en ti solo todo el esplendor de las angélicas naturalezas, igualarte a ese unigénito Hijo, por quien, como Verbo suyo, el Padre Omnipotente lo creó todo, y te creó a ti mismo, y a todos esos espíritus celestes, coronados de gloria en diferentes grados y glorificados con los nombres de tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, que constituyen nuestra esencia? No nos humillará su reinado, antes acrecentará nuestro lustre, porque siendo nuestro príncipe, no podrá menos de identificarse con nosotros; sus leyes serán las nuestras, y cuantos honores le tributemos vendrán a recaer en nosotros mismos. Así que desiste de tu insensato encono; no perviertas a los que te escuchan, y apresúrate a calmar la cólera del Padre y la cólera del Hijo; que no es difícil obtener el perdón cuando se implora a tiempo.

Con este fervor se expresaba el Angel, mas era inútil su celo, que se tenía por extemporáneo, por poco digno y propio de espíritus apocados; de lo que lisonjeándose el renegado, más ensoberbecido que antes, le replicó:

¿Que fuimos creados, dices, y que como producto de segunda mano, el Padre transfirió este cuidado a su Hijo? ¡Idea peregrina y nueva! Bueno fuera saber de quién has aprendido esta doctrina. ¿Cuándo se efectuó esta creación? ¿Recuerdas tú cuándo saliste de la nada, y cómo te dio el ser ese tu Creador? Porque nosotros no conocemos tiempo alguno en que no hayamos sido lo que somos, ni nada que nos haya precedido. Engendrados fuimos por nosotros mismos y elevados por nuestra propia virtud vivificadora, cuando llegado el momento fatal, adquirieron las cosas su complemento, y nosotros, frutos ya sazonados, tuvimos por patria al Cielo. Nuestro poder procede de nosotros únicamente, y nuestro brazo ejecutará tales empresas, que muestre bien si hay otro que se le iguale. Entonces verás si tenemos necesidad de recurrir a súplicas, y si rodeamos el trono del Omnipotente como adoradores o como agresores. Y ahora lleva, refiere estas nuevas a tu ungido Príncipe; y apresura el vuelo, antes que un funesto obstáculo te lo impida.

Esto dijo, y aquellas innumerables huestes aplaudieron sus palabras con un ronco murmullo, parecido al que en el hondo mar forman las olas; mas no por eso perdió su intrepidez el flamígero Serafín, pues aunque solo y cercado de enemigos, se sintió con sobrado aliento para añadir:

¡Oh, espíritu apartado de Dios, espíritu maldito, contrario a toda virtud! Veo inminente tu perdición, y veo a tu desventurada tropa envuelta en tus pérfidos desvíos, participar a un mismo tiempo de tu crimen y tu castigo. No, no te inquiete ya el deseo de sacudir el yugo del Divino Mesías; no abrigues más confianza en las leyes de la indulgencia; otras serán las que contra ti se lancen, y leyes irrevocables. Ese cetro de oro a que pretendes sustraerte, se trocará en azote de hierro que quebrante y reduzca a la nada tu desobediencia. Seguiré el consejo que me has dado, mas no por temor a tus advertencias y amenazas, sino para huir de estas tiendas malvadas, que la inminente cólera del Señor abrasará en repentino incendio, sin distinguir de inocentes ni de culpables. Teme tú el trueno que va a estallar sobre tu cabeza, y el rayo devorador que te consuma. Gimiendo entonces, conocerás al que te ha creado, porque no podrás menos de conocer al que te aniquile.

Estas palabras pronunció el serafín Abdiel, único dechado de fidelidad entre aquella multitud de infieles, único que conservaba su fe, su amor y su celo, y que se mostraba firme, resuelto, inaccesible a toda seducción y a todo temor contra la rebeldía que se fraguaba. Ni el número ni el ejemplo fueron poderosos para hacerlo abjurar de la verdad, ni siquiera viéndose solo, para que decayera su constante ánimo. Largo trecho anduvo entre las legiones, sufriendo los improperios con que al paso lo injuriaban; pero sobreponiéndose a sus insultos y menospreciando sus amenazas, abandonó con desdeñosa indiferencia aquellas altivas torres que muy pronto iban a ser derrumbadas.

Índice de El paraiso perdido de John MiltonLIBRO CUARTOLIBRO SEXTOBiblioteca Virtual Antorcha