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VIII

Oksana quedó largo rato pensando en las extrañas palabras del herrero. Algo le decía allá en sus adentros que le había tratado con demasiada crueldad. ¿Y si realmente se decidiera a suicidarse? ¡Quién podría saberlo! O tal vez su dolor y despecho le empujasen a fijarse en otra muchacha cualquiera, a quien proclamaría, para hacerle enojo, ¡la más bella de la aldea! Pero no, estaba segura de que sólo la quería a ella. Era tan bonita que de fijo no habría de traicionarle. Tal vez habría fingido enfado y dolor, y pudiera ser que no pasasen diez minutos sin que le viese volver más rendido que nunca. Verdaderamente que le trataba de un modo muy brusco; cuando volviese habría de permitirle, aunque demostrase enfado, que te diese un beso. ¡Qué contento se pondría entonces! Después de hacerse estas reflexiones, se puso a bromear con sus amigas.

-Esperad- dijo una de éstas-; el herrero ha dejado olvidados aquí los sacos. ¡Mira qué grandísimos son! Ha sido más afortunado que nosotras, pues sin duda lo han regalado un cuarto de carnero, ydepe de haber en ellos infinidad de salchichones, pasteles y otras mil cosas. ¡Qué riqueza! Con lo que hay ahí podremos comer durante todas las fiestas hasta saciarnos.

-¿Son los sacos del herrero? -dijo Oksana-. Pues vamos a llevárnoslos inmediatamente a mi cabaña y verémos lo que contienen.

Esta proposición fue aprobada por unanimidad y con gran algarabía.

-¡Pero si no es posible moverlos! -dijeron al intentar levantarlos.

-Aguardad -dijo Oksana-; traeremos un trineo, los colocaremos encima y así los Ilevaremos mejor.

Y las muchachas corrieron a buscarlo.

Mientras tanto, los prisioneros se cansaban de estar dentro de los sacos. A pesar de que el diácono había hecho un gran agujero para poder escapar; le detenía la gente; pues ¿cómo intentar salir delante de todo el mundo y que le vieran en trance tan ridículo? Por ello decidió esperar, gimiendo de vez en vez cuando le acariciaban las rudas botas de Chub. Tanto más deseaba éste verse libre, cuanto que debajo sentía algo que le estorbaba grandemente. Pero cuando oyó lo que resolvían su hija y las muchachas no chistó ni se movió, pensando en llegar a su casa con más comodidad, ya que para llegar a su cabaña había que andar lo menos unos cien pasos o quizá el doble. Además, si salía, tendría que componerse, abrocharse la pelliza, atarse la faja- ¡cuánto trabajo!-, y luego ¡la gorra!, que se había dejado olvidada en casa de Soloja ... Era mejor que las muchachas le llevasen en coche.

Pero no sucedió lo que esperaba. Mientras las jóvenes se fueron en busca del trineo, el compadre flaco salió de la taberna muy malhumorado. La tabernera no le quiso dar nada fiado. Pensó quedarse allí un rato para ver si llegaba algún noble caritativo que le convidase; pero como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, ninguno llegó, pues como todos eran buenos cristianos se habían quedado en sus casas para comer la cutiá en familia. Echó a andar reflexionando sobre la corrupción de costumbres y el corazón insensible de la judía que vendía el vino, cuando tropezó con los sacos y se paró lleno de asombro.

¡Vaya con los sacos que han dejado en medio de la carretera! -dijo mirando a su alrededor-. De seguro que también guardan pedazos de lomo. ¡Qué suerte la del que recibió tanta cosa! ¡Qué sacos tan enormes! No me vendrían mal si estuviesen llenos de pasteles y grechaniki ... y aunque sólo lo estuviesen de pan. Seguramente que la dichosa judía me habría de dar por cada uno de ellos un octavo de aguardiente. Es menester cogerlos lo más pronto posible, antes de que llegue alguien y pueda verme.

Y se echó sobre los hombros el saco donde iban Chub y el diácono; pero pesaba tanto, que se consideró impotente para llevarlo.

-No. no es fácil que lo pueda llevar solo -se dijo-. ¡Ah! Aquí viene uno muy a propósito para ayudarme: el tejedor Chapuvalenko. ¡Hola, Ostap!

-¡Hola! -dijo, parándose, el tejedor.

-¿Adónde vas?

-No sé; a donde me lleven los pies.

-Ayúdame, hombre, a llevar estos sacos. Alguien los dejó en medio de la carretera al terminar las coliadki. Nos repartiremos su contenido.

-¿Estos sacos? ¿Qué hay en ellos, pan o pasteles?

-¡Pues creo que deben de tener de todo!

Entonces arrancaron unos palos de una valla próxima, pusieron sobre ellos el saco y se lo cargaron sobre los hombros.

-¿Adónde lo llevaremos? -dijo, al echar a andar, el tejedor-. ¿Te parece que a la taberna?

-Eso mismo estaba yo pensando; pero no sé si la maldita judía nos creerá, o si podrá llegar a pensar que lo hemos robado. Además, apenas hace un rato que salí de allí. Mejor será que lo llevemos a mi cabaña. Nadie nos molestará, porque seguramente mi mujer no está en ella.

-¿Estás seguro de ello? -preguntó el prudente tejedor.

-¡Gracias a Dios, hasta la hora presente no he perdido el juicio! -contestó el compadre-. Por nada del mundo quisiera encontrarla. Imagino que estará de chismorreo con las comadres hasta que amanezca ...

-¿Quién va? -preguntó la mujer del compadre, abriendo la puerta interior de la cabaña al oír el ruido producido por los dos amigos al entrar en el pasillo con el saco.

El compadre se quedó de una pieza y exclamó, dejando caer los brazos con desencanto:

-¡Caramba!

Esta mujer era uno de los muchos tesoros que hay en el mundo. Al igual que su marido, casi nunca se encontraba en casa, pues se pasaba el día chismorreando en las de las comadres y viejas que no tenían nada que hacer. Alababa la comida, que engullía con grandes muestras de gula. Por las mañanas, que era cuando veía a su marido, armaba con éste las grandes peIoteras. Su cabaña estaba aún más gastada que los charovari del escribano del distrito. El tejado tenía trozos en que le faltaba totaImente la paja. De la valla del huerto apenas si quedaba un resto, pues casi todos los aldeanos a quienes cogia de camino a la cabaña no tomaban al salir de su casa bastón o estaca con que defenderse de Ios perros, pues esperaban coger una de la valla del compadre, ya que la cabaña estaba siempre abandonada. El horno se encendía cuando más tres días seguidos.

Todo lo que esta esposa ejemplar adquiría pordioseando lo guardaba bajo siete llaves, y las más de las veces había de quitar a viva fuerza a su marido lo que no tuvo tiempo de empeñar en la taberna. El compadre, a pesar de su caIma habitual, no gustaba de ceder, y casi siempre había lucha; pero le tocaba la peor parte y salía con muestras evidentes en forma de cardenales ...; y, sin embargo, ella salía por otro lado a contar a las viejas y comadres la conducta de su marido, de quien había recibido, decía, hasta golpes.

Después de todo esto se comprenderá el espanto del compadre y de su amigo ante la inesperada aparición. Soltando con rapidez el saco en el suelo, pretendieron cubrirlo con los faldones; pero ya era tarde, pues la mujer, a pesar de su deficiente vista, había advertido el saco.

-¡Perfectamente! -dijo con aire que semejaba el gozo del ave de rapiña-. ¡Qué suerte tuvisteis de recoger tanto! Así le pasa siempre a las personas honradas; pues quiero creer que esto no sea producto del robo. ¡Quiero ver lo que hay en él inmediatamente! ¿Estáis oyendo? ¡Hacedme ver al instante lo que contiene el saco!

-Que te lo diga, si quiere, el demonio; pero no seremos nosotros los que te lo enseñemos -dijo el compadre cobrando ánimos.

-¿A ti qué te importa ni qué tienes que ver con esto? Nos lo dieron a nosotros y no a ti -añadió el tejedor.

-¡Ah, pues lo que es tú, maldito borracho, has de dejármelo ver! -exclamó la vieja, dando a su marido un puñetazo en la barbilla y echándose sobre el saco.

Los dos amigos se aprestaron a la lucha y defendieron la presa valerosamente, obligando a la vieja a retirarse; pero apenas tuvieron tiempo de reponerse, cuando se presentó de nuevo en el pasillo blandiendo un hurgón, y con pasmosa agilidad dió a su marido en las manos y al tejedor en la espalda y se encontró junto al saco.

-¿Por qué la habremos dejado? -dijo el tejedor volviendo en sí.

-¡Qué gracia tienes! ¿Que por qué la hemos dejado? ¿Por qué la has dejado tú? -dijo flemáticamente el compadre.

-Según veo, tienes un hurgón de hierro -dijo el tejedor después de unos minutos de silencio y frotándose la espalda-; mi mujer se compró, ya hace mucho, uno en la feria que le costó un kopá; pero aquél no hace daño ...

Mientras tanto, la victoriosa mujer, poniendo el candil en el suelo, desató el saco y miró al fondo. Pero, sin duda, sus ojos gastados, que con tanta facilidad lo habían descubierto, la engañaban esta vez.

-Aquí hay un cerdo entero -exclamó palpando con júbilo.

¡Un cerdo! ¿Oyes? ¡Un cerdo entero! -dijo, dando un empujón al compadre, el tejedor-. ¿Ves? ¡Por culpa tuya! ...

-¿Y qué le vamos a hacer? -contestó éste encogiéndose de hombros.

-¡Cómo! ¡Seremos unos tontos si se lo dejamos! Es preciso quitarle el saco. ¡Vamos!

Y avanzando hacia ella le dijo airadamente:

-Vete, ¡fuera de aquí! ¡Este cerdo nos pertenece!

-¡Anda, bruja, márchate y deja esto, que no es tuyo! -le dijo, acercándose, el compadre.

La mujer tomó de nuevo el hurgón; pero en aquel momento Chub salió del saco, poniéndose en el centro del pasillo y desperezándose como persona que despierta de un largo sueño.

La mujer del compadre dió un grito, recogiéndose con las manos la falda, y todos, sin darse cuenta, abrieron la boca de par en par.

-¿Qué ha dicho esta tonta? ¡Un cerdo! No, no es un cerdo -agregó el compadre, mirando con ojos desencajados.

-¡Vaya con el hombre que había dentro del saco! -dijo el tejedor apartándose, influído aún por el terror-. Di lo que te parezca; habla de una vez, si quieres; pero esto es arte del diablo, pues este hombrón no cabe por la ventana.

-¡Si es el compadre! -dijo el otro mirándole fijamente.

-¿Y qué te creías tú? -dijo Chub con una risita-. ¿Verdad que he sabido engañaros con maestría? Pues ya que quisisteis comerme como si fuera lomo, esperad, que voy a daros un alegrón: en el saco hay algo que si no es un cerdo será un lechoncillo u otro animal cualquiera. Debajo de mí había una cosa que se movía constantemente.

El tejedor y el compadre se precipitaron hacia el saco, y la dueña de la casa le agarró por el lado opuesto. La pelea hubiese comenzado de nuevo si en aquel momento no hubiera salido el diácono, quien se decidió a salir en vista de que ya era imposible zafarse del escándalo.

La comadre, estupefacta, le soltó el pie que le tenia cogido.

-¡Otro aún! -gritó el tejedor asustado-. ¡Cáspita, cómo está el mundo! ... ¡Pierde uno la cabeza ante estas cosas! ... Ya no son pasteles ni salchichones los que echan en los sacos, ¡sino hombres!

-¡El diácono! -pronunció Chub, aun más asombrado que los otros-. ¡Parece mentira! ¡Vaya con Soloja! ¡Tener hombres escondidos en los sacos! ... ¡Por eso vi tantos en la cabaña! Ahora comprendo todo: ¿habrá escondido dos hombres en cada uno? ¡Y yo que creía que era a mí solo a quien ... ! ¡Vaya, vaya!

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