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II

-¿Así es,compadre, que no has estado nunca en la cabaña nueva del diácono? -decía el cosaco Chub, saliendo a la puerta de la suya, a un campesino alto y flaco que vestía una pelliza corta y que llevaba tales barbas que al menos haría dos semanas no las tocó el pedazo de guadaña con que generalmente se afeitan los mujiks que carecen de navaja de afeitar-. Allí habrá ahora buena bebida -contnuó Chub, haciendo un gesto de satisfacción-; es menester que no lleguemos tarde.

Diciendo esto, Chub se arregló la faja, que le ajustaba la pelliza, se encasquetó el gorro y empuñó el látigo, miedo y terror de los perros importunos; pero levantando la cabeza paróse:

- ¡Qué diablo! ¡Mira, mira, Panás!

-¿Qué? -dijo el compadre levantando a su vez la cabeza.

-¿Cómo qué? ¡Que no hay luna!

-¡Qué diablo! Pues es verdad que no hay luna.

-¡Sí, es de verdad que no la hay! -dijo de nuevo Chub con un cierto enfado que le causaba la inquebrantable indiferencia de su compadre-. No te inquieta esto, según veo.

-¡Y qué le voy a hacer!

-¿Quién diablos se habrá interpuesto? ¡Ojalá no pueda el perro que sea tomar un vaso de aguardiente por la mañana! -continuó Chub secándose con la manga el bigote-. Parece esto enteramente cosa de duendes. Precisamente hace un rato, estando sentado ahí dentro, miraba por la ventana y me dije: ¡Qué maravilla de noche! Estaba todo tan claro, y la luna hacía brillar de un modo tan extraordinario la nieve, que se podían distinguir todos los detalles como si fuese de día. Sólo tuve tiempo de salir de casa, y ¡ya ves, como si me hubiesen sacado los ojos! ¡Así se rompa quien sea los dientes comiendo un grechanik (11) seco!

Chub siguió gruñendo Y profiriendo injurias durante largo rato, y mientras tanto echaba sus cuentas sobre lo que decidiría. Tenía mucho deseo de echar un parrafillo en casa del diácono, donde sin duda ya estarían el alcalde, el bajo, que venía de la ciudad, y el embarnizador Mikita, que cada quince días iba al mercado de Poltava y que contaba tales chistes que le hacían a uno morir de risa. En su imaginación Chub veía ya el varenez servido. Todo esto, es cierto, era sumamente atractivo; pero la obscuridad de la noche le hacía emperezarse; ¡con lo dados que son a la pereza los cosacos! Qué bueno sería estar ahora acostado sobre la chimenea (12), con las piernas encogidas, fumando tranquilamente su pipa y escuchando, medio adormilado, las canciones y las coliadki de las jóvenes bulliciosas y de los muchachos que a bandadas se agolpaban bajo las ventanas. Sin duda, de haber estado solo hubiese optado por esto último; pero siendo dos, no se hacía tan pesado ni daba tanto miedo salir, a pesar de la obscuridad de la noche. Además,no gustaba de aparecer perezoso ni cobarde ante los demás. Cuando hubo agotado los improperios contra el espíritu desconocido, se dirigió de nuevo a su compadre y le dijo:

-¡Asi es que no hay Luna, compadre!

-¡No, no la hay!

-¡Es realmente extraordinario! Dame un poco de tabaco para sorber ... Es un buen tabaco éste. ¿Dónde lo compras?

-¡Qué ha de ser bueno! -respondió el compadre cerrando su tabaquera de abedul llená de dibujos-. Con este tabaco no sería capaz de estornudar ni siquiera uua gallina vieja.

-Recuerdo -continuó Chub- qué el difunto tabernero Zuzulia me trajo una vez tabaco de Nejin, ¡Un tabaco buenísimo! Entonces, compadre, ¿qué te parece que hagamos? Está esto como boca de lobo.

-Pues quizá sea mejor que nos quedemos en casa -dijo lentamente el compadre agarrando el tirador de la puerta.

Chub seguramente hubiese decidido lo mismo si el compadre no lo hubiera dicho; pero al oírle sintió como si le empujasen a llevar la contraria.

-No, compadre, echemos a andar, pues es imposible faltar a la invitación.

Y no acababa de decirlo cuando ya estaba arrepentido y molesto consigo mismo. Le fastidiaba muchísimo salir en semejante noche; pero ai mismo tiempo no gustaba de seguir los consejos de nadie y quería salirse siempre con la suya. El compadre, sin dejar traslucir la más mínima contrariedad, cpmo hombre a quien le es completamente indiferente salir o quedarse en casa, miró a su alrededor, rascóse la espalda con el látigo y los dos se pusieron en camino.

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