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NOTICIAS DE NINGUNA PARTE

William Morris

CAPÍTULO DUODÉCIMO
Sistema de vida



- Pues bien -dije-. ¿Podéis darme noticias del orden que, según me habéis dicho, sucedió al gobierno entre vosotros?

- Ciudadano -respondió-: aunque hemos simplificado mucho nuestra vida quitando de ella los enojos del convencionalismo y todas las vergonzosas necesidades que causaban tantas penas a nuestros progenitores, es tan compleja que no puedo describirla minuciosamente; lo mejor es que la estudiéis viviendo entre nosotros. Más fácilmente puedo deciros lo que no hacemos que lo que hacemos.

- ¿Pues?

- Es el mejor modo de entendernos. Hace cerca de ciento cincuenta años que vivimos así, y es tradición o hábito entre nosotros el proceder siempre del modo más práctico. Nos es fácil vivir sin molestarnos mutuamente, y aunque nos seria fácil hacerlo, ello nos causaría mayor fastidio que abstenernos; ésta es, en suma, la base de nuestra vida, de la sociedad presente.

- Mientras que en los tiempos antiguos -dije- era muy difícil vivir sin litigar y sin molestar. ¿No es esto lo que queríais decir, mostrándome el reverso de la medalla de vuestras buenas instituciones?

- Sí -respondió-. Tan difícil era, que a los que se conducían rectamente con sus semejantes se los celebraba como santos y como héroes, y merecían grande reverencia.

- ¿Durante su vida?

- No; después de muertos.

- Pero, volviendo a los tiempos presentes, no querréis decir que nadie falta a las buenas reglas de la fraternidad. ¿No es así?

- No quiero decir eso. Pero cuando hay transgresiones, todos, tanto los perjudicados como los demás, las dan su justo valor, considerándolas como errores de amigo y no como actos habitualmente perpetrados por individuos forzados a ser enemigos de la Sociedad.

- Veo que queréis decir que no tenéis delincuentes.

- ¿Cómo podría haberlos desde el momento que no existe una clase de privilegiados que haga surgir enemigos del Estado por medio de la injusticia?

- Creo entender, por algo que me habéis dicho hace poco, que la ley civil ha sido abolida. ¿No es verdad?

- Fue abolida por sí misma, amigo mío. Como os he dicho, los Tribunales de justicia eran instituciones defensoras de la propiedad privada, porque nadie ha pretendido que la fuerza bruta hiciera equitativas las relaciones entre los hombres. Ahora bien, abolida la propiedad privada, todas las leyes y todos los crímenes legales a ella inherentes tuvieron, naturalmente, fin. La máxima: No robarás fue traducida así: Debes trabajar para ser feliz. ¿Y es necesario imponer esto por la fuerza?

- Bien; comprendido, y de acuerdo con vosotros; pero ¿cómo os las componéis con los delitos de violencia cuando se verifican (y no habéis excluido su posibilidad)? ¿No es necesaria una ley penal?

- En el sentido que la entendéis no tenemos ninguna ley penal. Examinemos la cuestión más intrínsecamente y veamos dónde se originan los delitos de violencia. En los tiempos pasados la mayor parte de esos delitos se derivaban de las leyes de la propiedad privada, las cuales vedaban la satisfacción de las necesidades naturales a todos los hombres, excepto a unos cuantos privilegiados. Todo esto, que era causa de violentos delitos, ha desaparecido. También muchos actos violentos nacían de una perversión artificial, de las pasiones sensuales, de los celos y de miserias semejantes; pero mirando fríamente veréis que en el fondo de este género de pasiones predominaba la idea (una idea hecha ley) de que la mujer fuese una propiedad del hombre ya como marido, ya como padre o hermano, ya en otra forma. Esta idea se ha desvanecido naturalmente al mismo tiempo que la propiedad privada, como se han desvanecido las ideas relativas a la perdición de las mujeres que satisfacían sus deseos naturales en una forma ilegal, porque aun este convencionalismo era una consecuencia de la propiedad privada. Otra fuente de delitos y de violencias era la tiranía de la familia, que fue objeto de tantas novelas y de tantas historias en lo pasado; pero también ésta se derivaba de la propiedad privada. Naturalmente, todo esto ha concluído desde que la familia dejó de ser un lazo coercitivo, sea legal o social, y se convirtió en recíproca simpatía y en mutuo afecto, y cada cual, hombre o mujer, es libre para hacer lo que quiere. Además, nuestros principios de honradez y de pública estimación son asaz diferentes de los antiguos. Por ejemplo, el éxito que se basaba en desacreditar a los semejantes desapareció para siempre. Hoy cada cual es libre de cultivar su especial tendencia hasta donde le parece, y todos le animan a hacerlo. Así hemos destruído la envidia, torvo sentimiento, que los poetas, con mucha razón, habían unido al odio; y con ella han desaparecido el dolor y la ira que la acompañaban, y que en los hombres ardientes y apasionados, es decir, de naturaleza altiva y enérgica, degeneraban a menudo en violencia.

- Así que -dije- ahora retiráis vuestra afirmación, diciendo que entre vosotros no hay violencias.

- No, no la retiro. Como os decía, a veces hay violencias que la ira ocasiona. Un hombre golpea a otro, que devuelve los golpes, y, en la peor hipótesis, la riña termina en homicidio. Pero en tal caso nosotros, sus semejantes, ¿vamos a agravar la situación del superviviente? ¿Hemos de suponer que el género humano sea tan ruín que deba vengar al muerto, cuando sabemos que si éste hubiera sido herido nada más él mismo hubiese acabado por perdonar a quien le causó daño? ¿Acaso la muerte del homicida va a dar la vida al muerto o a curar el dolor que ocasionó su pérdida?

- Sí, pero reflexionad; ¿no os parece que la seguridad de la sociedad debe garantizarse con algún castigo?

- ¡Eh, ciudadano, habéis puesto el dedo en la llaga! Ese castigo de que los hombres hablaban con tanta sabiduría y ponían en práctica tan estultamente, no era más que la expresión de su miedo. Y era lógico que tuviesen miedo, porque ellos, los legisladores de la sociedad, vivían como una banda armada en un país hostil. Pero nosotros, que vivimos entre amigos, no necesitamos ni temer ni castigar. Indudablemente, que si nosotros, por temor de una herida ocasional o de un raro homicidio, estableciéramos solemne y legalmente una sanción penal, seríamos una sociedad de feroces cobardes. ¿No os parece, ciudadano?

- Opino lo mismo, considerando la cosa de vuestro punto de vista.

- Además, debéis saber que cuando se comete alguna violencia confiamos en una posible expiación del culpable, que aun él mismo desea. Pero, pensad bien si es posible que la sociedad considere como una expiación la destrucción o la severa pena infligida a un individuo que por un momento se dejó arrebatar de la ira. Esto constituiría una nueva ofensa a la sociedad.

- Pero suponed -repliqué- que haya un hombre habitualmente violento y que mate una persona al año.

- Ese es un hecho desconocido. En una sociedad donde no hay ningún castigo que evitar ni ninguna ley que vencer, el remordimiento sigue naturalmente a la transgresión.

- ¿Y cómo os arregláis para los actos menores de violencia? -pregunté-. Porque hasta ahora sólo hemos hablado de las grandes tragedias.

- Si el transgresor no es un enfermo o un loco (en cuyo caso debe estar vigilado siempre, hasta que se cure de su enfermedad o locura), es indudable que el dolor y la humillación deben seguir en él al daño, y así lo hará entender la sociedad si no lo comprende; y si expía su falta tras una declaración de arrepentimiento, ¿os parece difícil que la sociedad diga: perdono?

- ¿Y eso os parece bastante?

- Sí; y es cuanto podemos hacer. Si, en cambio, torturásemos a aquel hombre, sus remordimientos se trocarían en cólera y la humillación que en otro caso le probaría la injusticia por él cometida desaparecería ante el deseo de vengarse de la injusticia que le hacíamos sufrir. Además, habiendo pagado con una pena legal podría considerarse en libertad para delinquir de nuevo. ¿Habríamos de cometer semejante locura? Recordad que Cristo condenó la pena legal diciendo: Anda, y no peques más. Aparte de que en una sociedad de iguales nadie querría ser carcelero ni verdugo, aunque sean muchos los enfermos y los médicos.

- Así que consideráis el delito como un espasmo nervioso con el cual nada tiene que ver un código penal.

- Exactamente. Y porque, como os he dicho, somos gente sana, esos males no nos afligen con frecuencia.

- Pero aunque no tenéis leyes civiles, ni leyes penales, ¿tendréis leyes mercantiles, es decir, reglas para el cambio de productos? Porque ese cambio es necesario, aunque no exista la propiedad.

- Materialmente no tenemos nada de lo que se llamaría cambio individual, como habéis podido ver esta mañana adquiriendo unos objetos; pero, naturalmente, hay reglas para los mercados, que varían según las necesidades y que son dadas por el uso general; pero, como todos de acuerdo las aprueban y nadie hace objeciones contra ellas, no se tomó providencia alguna para imponerlas, y por eso no se llaman leyes. En la ley, sea civil, sea criminal, la ejecución sigue al juicio, y es preciso que alguno padezca. Cuando veis al juez en el estrado, no podéis por menos de percibir a través de él, cual si fuera de cristal, el esbirro que aprisiona y el soldado que mata. Semejantes locuras harían muy plácidos nuestros mercados, ¿verdad?

- Sin duda que ése sería un modo de convertir el mercado en un campo de batalla, en el cual los hombres estarían expuestos a las balas y a las bayonetas como en un combate. En vez de esto, por lo que he visto, el comercio entre vosotros, sea en grande, sea en pequeño, se reduce a una ocupación placentera.

- Ciertamente, ciudadano -respondió-. Además, aunque casi todos nosotros seríamos desdichados si no pudiésemos trabajar y crear con nuestras manos objetos bellos en abundancia, hay muchas personas cuyo mayor deleite es administrar y ordenar las cosas, evitando las averías y cuidando de que no se rompan demasiado pronto. Tales personas están satisfechas con su ocupación, tanto más cuanto que la desempeñan en el sistema presente, no como aquellos calculadores llamados comerciantes, que se adjudicaban una parte de lo que se quitaba a la gente útil. ¿Tenéis algo más que preguntarme ahora?
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