Presentación de Omar CortésCapítulo cuartoCapítulo sextoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo quinto

Cómo Luisa conoció que su situación era desesperada


Atada llevaron los alguaciles a Luisa, y como ciertamente no creyeron que fuese una mujer, la pusieron en la parte de la cárcel destinada a los hombres y la encerraron, por calcularla como un loco furioso, en un calabozo solitario.

Luisa no recordaba sino que había estado en una pieza oscura y que no había comido en mucho tiempo, y después nada.

En aquella época el diablo era a quien de todo se culpaba, los hechizos y los encantamientos entraban en todo; y como era caso tan raro en el que aquella mujer se encontraba, juzgóse hechizada o encantada por sus enemigos.

La historia de aquel nuevo preso referida por los alguaciles a los que estaban en la cárcel, voló de boca en boca y poco después todos sabían que habí a allí un negrito que tenía la locura de decirse la esposa del corregidor, y todos los pillos de la cárcel ansiaban por conocerlo y por reír un rato a su costa divirtiendo así el fastidio de la prisión.

Luisa tenía hambre, y hasta el medio día no se abrió la puerta del calabozo y dos hombres muy sucios y medio desnudos entraron siguiendo al carcelero; el uno llevaba un saco grande henchido de trozos de carne de res cocida, y el otro un canasto de pan.

El carcelero entregó a Luisa una torta y una ración de carne, sin ceremonia de ninguna especie.

El carcelero y los que le acompañaban se reían maliciosamente, y en la puerta se apiñaban los otros presos mostrando en sus semblantes la curiosidad y la burla.

— Tomad, señora corregidora —dijo con marcado sarcasmo el carcelero.

— Oyeme— le dijo Luisa atrayéndolo de una mano— si me consigues que hable yo siquiera un momento con el Capitán General don Pedro de Vergara, y si envías a llamar a don Melchor Pérez de Varáis, prometo hacerte tan rico como no lo has soñado nunca.

— ¿Será muy rica mi señora corregidora? —preguntó el carcelero sonriéndose.

— Sí —contestó Luisa— muy rica soy.

— ¿Pero muy rica?

— Mucho, mucho. Tú lo verás, te daré oro, piedras preciosas, cuanto quieras, pero envía a llamar de mi parte al Capitán General y a mi esposo.

— ¿Y vendrán?

— Inmediatamente.

— Bueno, pues ahora mismo voy a llamarles yo.

— ¿De veras?

— Ya lo veréis, esperadlos.

El carcelero salió y cerró la puerta. Luisa quedaba muy consolada, pero sintió helarse su sangre cuando al través de la puerta oyó que aquel hombre decía a los que había allí:

— Este pobre negrito está loco de remate; pero mientras lo tengan aquí fuerza será llevarle el barreno para que no se ponga furioso.

A pesar del hambre que la devoraba, Luisa no pudo probar un bocado. Se sentó en un rincón y se puso a llorar de rabia.

La anécdota circuló por la ciudad, y llegó, como era natural, a los oídos de don Pedro de Vergara, que gobernaba en nombre de la Audiencia.

Don Melchor creyó que Luisa, satisfecha con su venganza, se había separado ya de él, según se lo había ofrecido, y esperó dos días. Luisa no apareció y don Melchor, de acuerdo con la Audiencia, determinó volverse a su provincia de Metepec.

Quiso dar su despedida al Capitán General, a quien tanto debía, y se encaminó a Palacio. Don Pedro de Vergara Gaviria estaba con su secretario en el acuerdo cuando don Melchor se presentó.

— Señor don Melchor —dijo alegremente don Pedro— cuánto me alegra el veros por aquí, que hace poco que de vos nos ocupábamos.

— Venía a despedirme y a tomar órdenes de V. E., que pienso salir mañana. Dios mediante, para la provincia de Metepec.

— Cuánto me alegro —contestó Vergara— y supongo que no llevaréis con vos a vuestra esposa.

Vergara hacía referencia a la anécdota del negro, que suponía al alcance de don Melchor; pero éste, preocupado con la desaparición, supuso que estaba en conocimiento del Capitán General aquel lance, y le turbó de manera que apenas pudo contestar.

—No ... No, señor, me voy solo ...

— Pues es lástima, porque os ha pasado en esto el lance más divertido de que haya memoria: supongo que conoceréis todos los detalles del asunto.

— No ... no, señor ... —contestó don Melchor sudando de congoja.

— ¡Oh, pues sentaos, que esta historia, por curiosa, merece que la sepáis de la cruz a la fecha, porque es la de moda en México. Figuraos que vuestra pretendida esposa ... — y don Pedro reía.

— ¡Jesús! —pensó don Melchor: ya averiguaron que Luisa no es mi mujer legítima.

— Pues figuraos —continuó Vergara, dejando de reír— que, como os iba diciendo, vuestra pretendida esposa, que dice llamarse Luisa, también es en este momento la diversión de todos los presos.

— ¡Está en la cárcel pública! —exclamó espantado don Melchor.

— Sí, en la cárcel de los hombres.

— ¡De los hombres! —dijo más asombrado el corregidor.

— ¿Pues en dónde, si ha resultado que es un hombre?

— ¡Ave María Santísima! —dijo don Melchor levantándose, y luego pensó: ¿es un hombre? El demonio anda en esto.

— Sentaos, sentaos. Razón tenéis para semejante espanto; pero yo creía que ya lo sabríais todo.

— Nada absolutamente, nada.

— El señor secretario os lo referirá, que aunque yo oí la relación por curiosa, me place volver a escucharla, y si queréis luego iremos a la cárcel a ver a vuestra esposa ...

Y al decir esto el licenciado Vergara reía con todas sus ganas, y don Melchor comenzaba a sentirse amostazado.

El secretario tosió, se acomodó bien en su sitial y comenzó a contar al asombrado don Melchor cuanto sabía de la historia del negrito que se decía esposa del corregidor de México y alcalde mayor de la provincia de Metepec.

Crecía el espanto de don Melchor al par que la risa de don Pedro y del secretario, y lo que para ellos era sólo una locura graciosa, para el corregidor era una cosa misteriosa e incomprensible, que coincidía con la desaparición de Luisa.

El secretario terminó su relación y don Melchor quedó pensativo.

— ¿Qué os parece? —preguntó el licenciado Vergara.

— Extraño lance —respondió distraído don Melchor— extraño lance ...

— Vamos, veo que os preocupa esa tontera.

— No puedo negarlo: hay en todo esto algo de misterioso que yo no puedo comprender.

— Iremos, si gustáis, a la cárcel para ver de cerca a ese negrito.

— Tendría en ello mucho placer, quizá se disiparía esta nube que envuelve mi pensamiento.

— Pues vamos, seguidme.

El licenciado Vergara se levantó, y seguido del secretario y de don Melchor, se dirigió a la cárcel que se había formado en las casas del cabildo, porque el incendio del día del tumulto había destruido la que estaba en el Palacio de los virreyes.

Don Melchor y el licenciado Vergara llegaron hasta la puerta de la prisión; entonces don Melchor pensó que tal vez iba a pasar alguna escena ridicula, que iba él también a servir de diversión a los carceleros y a los presos y se detuvo.

— Sabe V. E. —dijo al licenciado Vergara— que no creo conveniente entrar.

— ¿Por qué?

— He pensado que quizá algo vaya a pasar y sea yo también la fábula de la ciudad.

— ¿Pero qué pudiera ser eso?

— Cualquier lance ridículo. Si V. E. me lo permite prefiero esperar aquí a que vuelva.

— Como gustéis, pero no veo inconveniente ...

— Esperaré a V. E.

Don Melchor quedó en la puerta y el licenciado Vergara penetró en las prisiones.

En medio del silencio más profundo y respetuoso de los presos, el Capitán General llegó hasta el calabozo que ocupaba Luisa y que le fue abierto con mil ceremonias.

Quizá a la luz del día, sin prevención y con los conocimientos de estos tiempos, Vergara y cualquiera tal vez, hubieran conocido que el color de Luisa no era el de un negro, y que aquel color no podía ser natural. Pero en la penumbra del calabozo, y ya preocupados con la historia del alcalde y de los alguaciles, todo el mundo se empeñaba en que Luisa era un negro y se habrían incomodado si se les hubiese querido convencer de lo contrario.

Ahora también, pero más entonces, era más fácil convencer al pueblo de que existía un hecho milagroso que sacarle de un error, y preferían buscar la explicación de una cosa mejor en lo maravilloso que en las causas naturales.

Luisa conoció inmediatamente a don Pedro de Vergara y se arrojó a sus pies.

— Señor, señor, amparadme, defendedme; me pasa una cosa espantosa, de la que no hay ejemplo.

— Alzate, hijo mío —dijo con benevolencia el licenciado Vergara— ¿qué quieres? ¿Qué te pasa?

— Señor ¿no me reconocéis? Yo soy Luisa, Luisa la esposa de don Melchor Pérez de Varáis ...

— Pero hombre ¿cómo puedes tú ser la esposa de don Melchor?

— Señor, soy mujer, no sé lo que me ha pasado pero soy Luisa, señor.

— ¿Tú eres mujer? —dijo sonriéndose el licenciado Vergara.

— Os lo juro, señor —contestó con desesperación Luisa.

El licenciado seguía sonriendo.

— Mirad —dijo ella de repente, y en un rato de desesperación abriendo su ropilla y mostrando al licenciado su seno desnudo.

— ¿Dudáis aún?

— No, en verdad —contestó Vergara, comenzando a vacilar entonces.

— Pues bien, señor, soy Luisa. Os daré señas más exactas, que sólo siendo quien soy puedo saber. ¿Recordáis nuestras reuniones en el aposento en que estaba retraído don Melchor? ¿Recordáis que os dijo una noche el señor Arzobispo que era yo una de las mujeres fuertes de la Biblia, la noche en que entré a hablar a solas con él? ¿Lo recordáis, señor?

— Sí —dijo el licenciado Vergara, espantado de aquellas reminiscencias.

— ¿Os acordáis, señor, también, que allí acordamos el modo de promover el tumulto, y la excomunión del virrey, y la presencia de Su Ilustrísima en la audiencia?

— Sí, sí. ¿Per o cómo sabéis vos eso?

— Porque yo soy Luisa, porque allí estaba yo siempre.

— Pero entonces ese cambio de color y de cara ¿cómo me lo explicáis?

— No lo sé, no puedo explicarlo, se pierde mi razón, recuerdo sólo que me metieron a un aposento oscuro, allí estuve sin comer, dormí, y al despetar estaba yo ya como me veis.

El licenciado quedó pensativo, y de repente dijo:

— Que llamen a don Melchor Pérez de Varáis que estar debe a la puerta, y que se le diga que es aquí de suma importancia su presencia.

— ¡Ah! —exclamó Luisa— don Melchor está ahí, que venga, él me conocerá, yo os lo aseguro ...

— Esperad un poco —dijo el licenciado.

— ¿Os vais? —preguntó Luisa tristemente.

— No, afuera esperaré.

Vergara salió a esperar a don Melchor y Luisa quedó encerrada en el calabozo.

— ¿Qué manda V. E.? —dijo llegando el Corregidor.

— Os he enviado a llamar porque ese que dicen ser negro es una negra, y no sé qué pensar acerca de ella según me ha hablado. Tales cosas me refiere y tales noticias secretas, que fuerza será que esa mujer tenga pacto con el demonio, sino fuera la misma Luisa, pero yo estoy seguro de que no es ella porque la conocí bien en los días que estuvisteis en Santo Domingo.

— ¿Y qué dispone V. E.?

— Entrad solo con ella y que os hable, que secretos tales podrá deciros, que os convenza; y vos me diréis lo que os parece, que quizá sólo vos podáis hallar el hilo de este ovillo.

Don Melchor entró solo al calabozo y la puerta volvió a cerrarse. El licenciado Vergara quedó afuera esperando con impaciencia el resultado.

Transcurrió así largo tiempo, y comenzaba ya Vergara a impacientarse, cuando don Melchor salió del calabozo extraordinariamente pálido y espantado.

— ¿Qué hay? —preguntó don Pedro.

— Dispénseme a solas una palabra V. E.

Se apartaron los dos de los que les rodeaban, y don Melchor dijo conmovido:

— Señor, si Dios no me ayuda creo que voy a volverme loco. Creo que esta mujer no es Luisa, y sin embargo me ha recordado cosas tan secretas de mi vida íntima, que ella sola podría saber. ¿Dígame V. E., puede una persona tener pacto con un demonio que le revele secretos tan ignorados?

— Evidentemente ¿pero estáis seguro de que no es Luisa?

— Sí, señor, y aunque algunas veces creía yo reconocer sus facciones, su voz, sus maneras, todo, todo, temblaba al considerar que pueden éstas ser también artes y amaños del demonio.

— Puede ser así.

— Entonces, señor ¿qué hacemos?

— Pues lo más prudente me parece irnos de aquí a consultar directamente con el señor Inquisidor mayor, para descargo de nuestra conciencia y mejor servicio de Dios.

— Tiene razón V. E.

— Pues vamos.

Y los dos se dirigieron a la Inquisición, y el calabozo volvió a cerrarse a pesar de los gritos de Luisa que se oían en toda la prisión.