Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimosegundoCapítulo vigésimocuartoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

*****

LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo vigésimotercero

En el que se conocerá el rancho del gavilán, que era el castillo feudal de Guzmán


Cuando Guzmán llegó a su casa, Blanca había vuelto en sí completamente y pudo bajarse del caballo sin auxilio de nadie. Lo que le había pasado durante aquella noche fatal le parecía una pesadilla, pero al verse allí sola y a merced de aquel hombre, comprendía cuán terrible era su situación.

La casa de Guzmán era un rancho situado en lo más escarpado de una montaña, rodeado de barrancas profundísimas; no podía llegarse a él sino por una penosa y angosta vereda, que podía desde la puerta de la casa explorarse hasta una gran distancia, merced a las sinuosidades del terreno.

Detrás de la casa seguía el bosque, pero espeso, tupido, impenetrable casi; era una retirada segura para un lance apurado.

El barranco que cruzaba a la derecha de la casa tenía una profundidad espantosa, y nadie se atrevía siquiera a acercarse a la orilla, porque aquellas rocas cortadas como a pico, aquel torrente que se azotaba, por decirlo así, entre las peñas del fondo, aquellas espumas a las que casi nunca herían los rayos del sol, causaban vértigos, aquel abismo atraía.

El rancho se llamaba de El Gavilán y era el cuartel general de Guzmán, el jefe de los ladrones de aquel rumbo.

Dos o tres mujeres andrajosas y sucias salieron a recibir a los recién venidos.

— Queremos desayunarnos —les dijo Guzmán sin saludar—; que nos preparen algo, pero antes a ver si hay ropa que le venga a esta señora para que se quite la que trae puesta, porque viene la pobrecita mojada hasta los huesos.

Doña Blanca oyó esto, pero no se movió; tenía miedo de todo.

— Anda vida mía —le dijo Guzmán, tomándola un brazo— anda.

Doña Blanca se desprendió de la mano de aquel hombre y le dirigió una mirada de indignación.

— Vamos, señora —dijo una de las mujeres.

Blanca no contestó y se sentó sobre una piedra.

— Si no quiere, déjenla por ahora, ahí se amansará. Yo voy a mudarme que tengo frío: el desayuno.

Guzmán se entró a la casa, haciendo al retirarse una seña al criado que como un centinela vino a colocarse al lado de doña Blanca.

La pobre joven meditaba con la frente apoyada en sus manos. ¿Qué sería de ella en poder de aquel hombre? ¿De dónde podría venirle la salvación? Levantó el rostro y miró al cielo, y sus miradas se perdieron en el espacio.

Media hora permaneció así, hasta que sintió que la tocaban familiarmente en la espalda. Era Guzmán que se había cambiado el traje y que salía de la casa vestido como un caballero, con una ropilla y unos gregüescos de vellorí pardo y unas calzas finísimas de cuero de venado.

— ¿Quieres desayunarte, alma mía?

Doña Blanca no contestó.

— Vamos, toma alguna cosa, entra al menos en la casa, el sol comenzará pronto a calentar y puede hacerte mal.

Doña Blanca ni le miraba siquiera.

— Entonces si no quieres entrar, yo comeré aquí; que me has causado tanta pasión que no quiero abandonarte ni un momento.

Guzmán habló a las mujeres y poco después, allí mismo, habían tendido en el suelo y a los pies de Blanca, una soberbia servilleta de damasco y habían servido el desayuno.

Las tazas, los platos, las jarras, todo era de plata ricamente cincelado, todo de mucho lujo; aquel hombre debía de ser muy rico.

Las mujeres se retiraron y Guzmán quedó solo con doña Blanca.

— Toma alguna cosa, ángel mío —decía Guzmán—. Mira, aquí serás más que la virreina; aquí tú sola mandarás y tendrás cuanto quieras, porque soy muy rico, mucho. Si ves que vivo en esta casa tan triste, es porque no tengo a quien darle gusto, pero viniendo tú todo cambiará. ¿Me oyes? Porque yo conozco que a ti te voy a querer de veras. Oyeme, mi vida: muchas mujeres han venido aquí y han hecho poderíos por agradarme, pero me han cansado, nunca he podido llegar a quererlas, y a ti te he de querer mucho, porque has de ser buena y yo tengo necesidad de querer a una mujer buena.

Guzmán estaba enternecido, y Blanca concibió alguna esperanza.

— Si queréis una mujer buena —contestó— ¿por qué me habéis traído así, por fuerza? ¿Qué conseguiréis con tener aquí contra su voluntad a una pobre mujer que no os ama, que no puede amaros?

— ¿Amas a otro? —dijo Guzmán con furor.

— ¿Para qué queréis saberlo? Basta con que os diga que no os puedo amar.

— Pero me amarás, serás mía.

— No lo esperéis.

— ¡Ah! más soberbias que tú han llegado aquí muchas y han acabado por llorar el día que las he despachado a sus casas.

— Mal me conocéis si me confundís con esas mujeres —contestó indignada Blanca.

— Oyeme, no quiero que nos incomodemos tan pronto; toma algo, paloma mía, estás muy débil, toma algo y hablaremos después; quizá me convenzas, y te deje yo volver libre a la casa de Bárbara.

Doña Blanca quiso probar con aquel hombre la dulzura.

— Sí, os acompañaré, tomaré algo con vos, pero es necesario que vayáis reflexionando que vuestra acción no es buena. ¿Qué pretendéis de mí, de una pobre mujer sin amparo? Si no fuera mi situación tan triste, si yo tuviera algún amparo sobre la tierra, no sería tan cruel lo que pensáis contra mí; pero quizá la única esperanza que me queda sobre la tierra seréis vos. Sed mi amigo, mi protector; no os empeñéis en ser mi verdugo.

Guzmán miró fijamente a doña Blanca. Sus ojos pardos brillaron bajo sus cejas negras y espesas de una manera extraña.

— ¡Ah! tú sabes mucho, mucho; casi, casi me estás enterneciendo. Calla, y no me hables así.

Doña Blanca sintió que su corazón se dilataba con la esperanza. Calló por un momento y comenzó a tomar una taza de leche.

Guzmán había concluido y las mujeres llegaron a retirar todo lo que había servido para el desayuno. Pero doña Blanca observó con terror que habían dejado cerca de Guzmán una botella.

Blanca permaneció silenciosa, pero a poco su terror subió de punto porque vio salir de la casa al criado y a las mujeres y alejarse hasta perderse por la vereda. Quedaba enteramente sola con Guzmán.

Guzmán se llevó a la boca la botella y dio un trago como para adquirir valor.

— Oyeme —dijo limpiándose los labios— yo te quiero y necesito que tú me quieras también; yo soy mozo y sabes que soy rico, podemos ser aquí muy felices.

— Pero ...

— Escúchame. Yo sé que andas prófuga, que te persigue la justicia, la Inquisición tal vez, porque tú llevas en tu cuerpo las señales del tormento, aquí nadie es capaz de alcanzarte; quiéreme, sé mía, por bien, estás en mi poder, ninguno podrá libertarte, y si resistes, fuerza tengo para obligarte a sucumbir.

— Oídme, por Dios —contestó Blanca—. Es verdad que estoy en vuestro poder, que ando prófuga, pero la historia de mis desgracias enternecería a un tigre. Sola en el mundo, el destino me ha arrebatado a todos mis protectores. Doña Beatriz de Rivera, mi madrina, murió; luego encontré amparo en don Melchor Pérez de Varáis y en su mujer doña Isabel, pero más tarde supe por mi último amigo, por el negro Teodoro, que doña Isabel, mi protectora, era una aventurera llamada Luisa, y entonces ya no me quedaron sobre la tierra más que gentes que pasajeramente se interesan por mí. ¿Por qué vos no habéis de ser el ángel protector de mi vida? Sois bueno, generoso, fuerte, sed mi abrigo, ved en mí una mujer que necesita de apoyo y no una víctima, un juguete de vuestras pasiones ... ¿Me oís ...?

Guzmán había escuchado en silencio a Blanca y tenía la cabeza inclinada. De repente tomó la botella y volvió a llevarla a sus labios.

Doña Blanca se estremeció.

— Siempre he pensado en que seas mía.

— ¿Pero no os conmueve mi llanto ni mis súplicas?

— Todas las mujeres son lloronas.

— Mirad que os lo pido de rodillas —dijo Blanca arrodillándose.

El manto que la cubría cayó de su espalda y quedó descubierto su cuello blanco y torneado.

Guzmán volvió a tomar otro trago y se quedó mirando a Blanca.

- De veras que eres linda —le dijo—. ¿Y quieres que mirándote esa garganta y esos hombros te dejara ir como tú lo supones?

Doña Blanca se cubrió precipitadamente, pero ya no era tiempo.

— ¿Para qué te tapas? —dijo Guzmán queriendo quitarle el manto—. ¿Para qué te tapas? Ven acá, comenzaré por darte un beso.

Y extendió su mano para acariciarla.

Doña Blanca se retiró bruscamente y volvió el rostro como buscando amparo, pero estaba sola, completamente sola; no se oía más ruido que el rumor del viento entre la fronda y los ecos del torrente que se despeñaba en las profundidades de la barranca de La monja maldita.

Guzmán se paró vacilante; sus facciones anunciaban que había llegado a un estado temible de embriaguez. Doña Blanca al verle en aquella situación perdió toda esperanza.

Doña Blanca, retrocediendo, se encontró detenida por un árbol, y Guzmán pudo asirla de la falda.

— ¿A dónde vas? ¿A dónde vas? —balbucía aquel hombre—. Ven acá, si hoy vas a ser mía.

— ¡Por Dios, dejadme! ¡Por Dios! Por vuestra madre, por lo que más améis en el mundo ...

— Si tú eres lo que más amo en el mundo, ven aquí, no me hagas enojar ...

— ¡Por Dios! ¡Por el amor de vuestra madre! —repetía Blanca.

— Vamos ¿qué tiene que ver Dios, ni mi madre en esto? Si Dios no quisiera no estarías en mi poder.

Guzmán había logrado detener a Blanca y había pasado su brazo al derredor de su cuello y acercaba ya su rostro al de la doncella, pero ésta logró desprenderse de él y se retiró.

Sin embargo, poco había ganado, porque en aquella lucha habían venido a colocarse cerca de la barranca, y la joven se refugió encima de una peña que se aranzaba sobre el abismo.

— ¡Hola! —decía Guzmán—, te resistes, pero ya has caído y tú sola te entregas: a ver ahora por dónde te vas.

Blanca miró por todos lados y sólo encontró delante de ella aquel hombre, con ojos inyectados y el aliento fatigado, ebrio de pasión y de vino, en derredor el abismo, rocas que alzaban entre las espumas sus erizadas frentes de granito, y sobre su cabeza un cielo azul, puro, tranquilo e indiferente. Blanca pensó entonces en un milagro.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimosegundoCapítulo vigésimocuartoBiblioteca Virtual Antorcha