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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo segundo

Don Melchor Pérez de Varais


En la portería del convento de Santa Teresa, un caballero y una señora esperaban con impaciencia el momento en que se pudiera hablar a las religiosas.

Debían ser personas las dos de mucha distinción porque, además de ir ambos ricamente vestidos, el caballero ostentaba insignias de nobleza y era saludado con profundo respeto por cuantos al pasar acertaban a verle.

Muestras daban ya de impaciencia aquellas personas, cuando al través del torno se escuchó una voz que decía:

— Señor corregidor.

— Madre —contestó el que esperaba.

— Dice vuestra señoría que trae orden de su Ilustrísima para hablar a solas con Sor Blanca.

— Sí que digo, y aquí está la orden.

— ¿Podéis mostrármela?

— Aunque desconfianza es esa que ofenderme pudiera, por ser vos como sois, esposa de Cristo y retirada del mundo, no se os puede tener a mal. Tomad la orden del señor arzobispo.

El corregidor puso un pliego en el torno, que giró, y la monja que estaba en el interior tomó el pliego.

— Que sea permitido —dijo la monja en voz alta— al señor Alcalde Mayor de la provincia de Metepec y corregidor de esta ciudad de México, el Caballero de la Orden de Santiago don Melchor Pérez de Varáis, hablar a solas con Sor Blanca del Corazón de Jesús.

— Exactamente —dijo don Melchor.

— Pero aquí agrega Su Ilustrísima que debe acompañar al señor corregidor en esta visita, la señora su esposa doña Isabel de Santiestevan, para que no cause escándalo al público ni a la Comunidad el que una religiosa hable a solas con un mundano.

— Y aquí estoy, Madrecita —dijo la señora, que había permanecido en silencio— yo soy doña Isabel de Santiestevan, esposa de don Melchor Pérez de Varáis.

— Entonces, hacedme la gracia de esperar un poco, que voy a que os abran un lugar a donde podáis hablar con Sor Blanca.

— Muy bien —dijo el corregidor.

— Verdaderamente, estoy ansiosa de arreglar el negocio de esa pobre criatura— dijo doña Isabel a su marido.

— ¿Conocéisla?

— No, pero me interesa sin haberla visto nunca.

— Pobrecita; la fortuna es que casi todo le ha salido a pedir de boca.

En este momento se abrió una de las puertas que estaban inmediatas al lugar en que hablaban don Melchor y su mujer, y una monja les hizo seña de que pasaran. Entraron ambos v la monja se retiró.

Poco después apareció Sor Blanca.

Aunque iba completamente cubierta había algo en su modo de andar, en su talle, en todo, que indicaba, que denunciaba, por decirlo así, que era una mujer tan hermosa como desgraciada.

Los dos esposos se levantaron con respeto al verla entrar.

— ¿Conque sois vos? —dijo la monja, con un acento dulcísimo— ¿mi noble protector don Melchor Pérez de Varáis?

— Sor Blanca, nada me tenéis que agradecer, porque vuestras desgracias os hacen acreedora a todo género de consideraciones, y además porque mi esposa doña Isabel es quien por vos ha tomado particular empeño desde que leyó la primera de vuestras epístolas.

— Sí, Sor Blanca —dijo doña Isabel— la relación que hacíais de vuestras penas a mi esposo buscando su protección, me interesaron de tal manera que desde entonces no he cesado de trabajar hasta que, ya lo veis, estamos a punto de conseguirlo todo.

— ¡Dios lo permita para la salvación de mi alma! —exclamó Sor Blanca.

— Ahora —agregó doña Isabel— mi esposo, que es grande amigo del señor Arzobispo, ha conseguido una orden para que podamos hablaros a solas, con el objeto de que digáis a mi marido cuanto más os parezca necesario para que el señor arzobispo resuelva.

— Ya sabéis, Sor Blanca —dijo don Melchor— que nuestras cartas a Roma han producido muy buen efecto, y Su Santidad ha enviado un breve al señor Arzobispo de México, facultándole para que dentro de un año pueda relajar y anular vuestros votos.

— Lo sé, y os viviré, don Melchor, eternamente reconocida. De edad de dieciséis años he tomado el velo impulsada por la tirana voluntad de mi hermano don Pedro de Mejía, que tan gran empeño mostraba por verme profesa. Sin vocación para esta santa vida, mi existencia aquí es el tormento más agudo y más continuado que verse pueda; ni pienso más que en mi libertad, ni anhelo más que en dejar estos respetables hábitos, que pesan para mí como si fueran de bronce. Siete años he pasado tras estos muros, siete años de lágrimas y casi de desesperación. Dios me ha deparado a un hombre a quien me atreví a escribir porque sabía el favor que gozaba con el señor Arzobispo; este hombre habéis sido vos, señor don Melchor, y mi corazón no me engañó y me habéis protegido, y me sacaréis de aquí, porque si yo perdiera esa esperanza no sé a dónde me podría conducir mi desesperación.

— ¿Tan exaltada estáis así, Sor Blanca? —dijo doña Isabel.

— ¡Ah, señora!, vos no podéis ni aun comprender lo que se siente cuando se miran estos muros, que no se han de franquear nunca; cuando se considera que el sepulcro se ha cerrado ya sobre nosotras que hemos muerto estando vivas, que no tenemos de común más que el aire y la luz con ese mundo del que se nos aleja, del que se nos priva, pero que por eso mismo nos parece más bello y más encantador. Ah, señora, ¡la libertad! ¿Sabéis vos lo que es la libertad? No, podéis comprenderla porque siempre la habéis gozado; no podéis vos alcanzar cuánta es la dulzura de esa palabra, porque vos, señora, cuando queréis ver el cielo, y los pájaros, y los árboles, y el río, y la pradera, y las lagunas, las veis, y a los vuestros y al mundo en fin, y yo estoy lejos, lejos de todo eso, condenada a no ver sino estas sombrías paredes, sintiendo el rumor de las gentes que pasan del otro lado de nuestras tapias, oyendo algunas veces ecos de músicas lejanas que me parecen armonías escapadas del cielo. Adivino las pasiones entre los que miro venir al templo, sorprendo en mis libros de devoción frases de amor, que yo no quiero dirigir sólo a Dios. Ah, señora, yo procuro disipar estos pensamientos, ahogar en la religión estos mundanos impulsos de mi corazón, pero me es imposible, no puedo, no. Ni mis lágrimas apiadan al cielo, ni encuentro en mi alma la resolución necesaria para vivir así. El llanto ha hecho surcos en mis mejillas, y mirad, señora, a pesar de nuestras reglas os voy a mostrar las huellas que el dolor y la desesperación imprimen en mi rostro, porque vos y vuestro esposo sois las únicas personas que se interesan por mí sobre la tierra.

Sor Blanca levantó convulsivamente su velo, y don Melchor y su esposa quedaron asombrados de su belleza.

Sor Blanca no era ya la niña tímida que hemos conocido en la casa de don Pedro, era una joven perfectamente desarrollada, el dolor y el llanto habían borrado los colores encendidos de su rostro, pero su palidez, el brillo casi febril de sus ojos y la sombra dulcemente azulada que rodeaba sus párpados , aumentaba el interés y la belleza de su fisonomía.

Don Melchor no había soñado nunca que pudiera haber una mujer tan hermosa y tan interesante.

Doña Isabel, a pesar de su sexo, encontró a Sor Blanca como un ángel.

— En verdad —dijo doña Isabel— que se conoce que habéis llorado mucho en vuestra vida.

— Y tanto, señora, y tanto, que si el llanto fuera una redención ante Dios, yo estaría ya libre en el mundo. Dios os libre, señora, de soñar siquiera una noche que estáis en el convento contra vuestra voluntad, porque os ahogaríais: es preferible ser emparedada.

— No digáis eso —dijo doña Isabel palideciendo.

— Sí, lo diré; porque entonces lo que llega es la muerte, lenta, pero llega. Dos días, tres, cuatro, ¡ay!, ¿ y qué son cuatro días comparados con esta eternidad de sufrimientos, sin esperanza, sin esperanza? Y un día, y un mes, y un año, y otro, y lo mismo, y vivir en un sepulcro, sin esperanzas, sin ilusiones, sin amor, ¡sin amor! Ha de ser muy hermoso el amor ¿es verdad? —dijo Sor Blanca como fuera de sí, tomando una mano a doña Isabel—. Contadme por Dios, señora, ha de ser muy bello amar y ser amada, tener padres, o hermanos, o hijos, o esposo o alguien que nos ame. ¡Ay! yo nunca he tenido quien me ame más que mi madrina doña Beatriz, y esa murió tan pronto.

— ¿Murió doña Beatriz? —preguntó con interés doña Isabel.

— ¿La conocisteis? ¡Qué buena era! Murió tres años después de profesar. Era tan desgraciada como yo, aunque no tanto, porque al fin consiguió su familia del señor Arzobispo que no se enterrara dentro del convento, y logró salir aunque fuera después de muerta.

Aquel arranque probaba el grado de desesperación en que vivía Sor Blanca. Doña Isabel miró a su esposo, y éste sacudió la cabeza murmurando entre dientes:

— ¡Pobrecita!

— Sor Blanca —dijo doña Isabel— confiad en nosotros que saldréis.

— ¡Ah! sólo de pensarlo creo que voy a volverme loca. ¡Salir, salir de aquí! Aunque tenga yo que vivir de esclava, de limosnera, tullida en una cama, pero quiero ser libre.

— Y lo seréis —dijo don Melchor levantándose—. Os dejamos, porque comprendo que hablaros más sería exaltar más vuestra alma. Adiós, Sor Blanca, confiad en nosotros.

— Que Dios os bendiga, señores —dijo Sor Blanca y se retiró al interior del convento halagando por la primera vez la esperanza de libertad por el influjo de don Melchor, o la firme resolución de hacerse libre por cualquier medio.

El corregidor y su esposa subieron en su coche y se dirigieron a su casa.

— Don Melchor —dijo doña Isabel— ¿habéis comprendido cómo no solamente me cumplís vuestra palabra sino que hacéis una acción meritoria librando a esa joven del cautiverio en que gime?

— Lo conozco —contestó don Melchor— no me arrepiento de haberos complacido.

— Tanto más —agregó doña Isabel sonriendo— cuanto que el día que esa joven esté libre de sus votos, creo yo y debéis creerlo vos, que puede reclamar la mitad de la fabulosa fortuna de su hermano. Ella es hermosísima. ¿No es verdad?

— Sí, tal.

— Y entonces era fácil que el mundo creyera que habíais enviudado y podríais casaros con ella.

— Pero ...

— No andemos con hipocresías, don Melchor, vos sabéis bien que yo no os amo, y yo conozco que no habéis tenido por mí más que un capricho que se ha prolongado merced a nuestro pacto y a nuestro aislamiento en vuestra residencia de Metepec.

— Luisa, os engañáis.

— No, ni me engaño ni vos os engañáis tampoco. Echada de mi casa por mi marido, el miserable de don Pedro de Mejía, la noticia del escándalo os avivó el deseo de conocerme y me requeristeis de amores; yo, tanto por Vengarme de don Pedro como por huir de don Carlos de Arellano, consentí en seguiros a Metepec y pasar allí por vuestra esposa con el nombre de doña Isabel de Santiestevan, con la condición de que me ayudaríais a vengarme. Y mientras yo meditaba esa venganza y esperaba el momento de realizarla, he querido jugar a mujer honrada y de bien, y lo habéis visto, ninguna esposa de hacendado o de encomendero ha podido, por más beata y rígida que haya sido, poner mancha en mi conducta: nadie iba con más puntualidad a la iglesia a confesarse y a misa que yo, ni marido alguno ha sido más mimado y acariciado que vos.

— Es cierto, y por lo mismo soy feliz. Os amo cada día más, y no quisiera por nada deshacer estos vínculos.

— Don Melchor, yo os estoy agradecida y os quiero, aunque no os amo con ilusión, pero mi venganza comienza ya a realizarse. Doña Blanca va a quedar libre de sus votos y el anhelo de que esto se realice cuanto antes, me ha dado valor de venir a México a riesgo de ser conocida y que llegue a noticia de don Pedro que aún vivo, cuando por muerta me ha tenido, y si él llegara a averiguar que aún existo, no pararía hasta hacerme desaparecer de la tierra. Oídme, don Melchor, y sed justo y racional; he sido vuestra tanto tiempo y tan sin limitación, que por vos, a quien no amaba, he hecho lo que por nadie, ni por mi mismo marido don Manuel de la Sosa: he sido económica, retirada y hasta beata, he consentido en vivir en un pueblo tan triste como Metepec, pero ya no puedo sufrir esto por más tiempo, ya no puedo representar este papel que no es el mío. Aún soy, si no joven, hermosa y de buena edad, necesito gozar porque mis instintos y mi naturaleza me lo exigen, y los placeres son mi elemento como el aire que aliento. Os he sacrificado seis años, dejadme gozar la hermosura y la juventud que me quedan, dejadme apurar ya el cáliz del mundo, cuando está para mí tan próxima la edad de los desengaños, del olvido, del desprecio.

— Pero ¿qué pretendéis hacer?

— Consumada mi venganza, libre y rica doña Blanca, arruinado o muerto don Pedro de Mejía, entonces nos separaremos, don Melchor, y yo me lanzare para sumergir en los placeres los últimos resplandores de mi juventud, aun cuando después me aguarde la miseria y la muerte en los malos jergones de un hospital.

— ¡Jesús! —dijo espantado don Melchor.

— Sí, vos sois rico, podéis encontrar una esposa noble, virtuosa y rica como doña Blanca, si queréis, o comprar tantas cuantas veces se os antoje mujeres ardientes y voluptuosas de mi raza, que a vuestro sabor podréis arrojar de vuestro hogar sin escrúpulo y sin remordimiento.

Don Melchor Pérez de Varáis había quedado pensativo.

— Vaya —continuó Luisa— aún no tenéis por qué apuraros, aún falta algún tiempo para esa separación, aún tengo que arrastrar yo más días de los que quisiera, las negras ropas de la hipocresía; pero tengamos los dos paciencia y resignación mientras llega el instante.

— Tenéis razón, tengamos paciencia.

Luisa hizo una graciosa caricia a don Melchor y se entró para el interior de la casa.

— Es raro —decía el corregidor— una mujer de la que conozco su mala índole, sus costumbres y sus instintos depravados, y que la amo tanto. Aberraciones del corazón humano ... ¿Qué se ha de hacer? Vamos a visitar al Arzobispo, que es necesario trabajar para que este demonio encarnado del conde de Gelves no acabe con nosotros y con su Ilustrísima.
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