Presentación de Omar CortésCapítulo décimocuarto del Libro SegundoCapítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO TERCERO

Monja y casada

Capítulo primero

Lo que había acontecido en la Nueva España desde el día que dejamos esta historia hasta el día en que volvemos a tomarla


Estamos en el año de 1623.

El virrey don Diego Fernández de Córdoba había pasado a gobernar el Perú, cosa que en aquellos tiempos se tenía como ascenso en la carrera pública, por lo más pingüe de aquel virreinato en que se gozaba de treinta mil ducados de sueldo, es decir, diez y seis mil quinientos pesos, y la Nueva España era un virreinato de veinte mil, que hacen diez mil quinientos.

Felipe III había enviado al marqués de Guadalcázar al Perú, a pesar de las muchas acusaciones de sus enemigos, y había dejado para que gobernase a la Nueva España, con arreglo a la ley, a la real Audiencia.

Felipe IV, que heredó la corona de España por muerte de su padre Felipe III, desde el 21 de marzo de 1621, envió a México como decimoquinto virrey al Excmo. señor don Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves y conde de Priego, hijo segundo de la casa de los marqueses de Tabara, del Consejo de Guerra de S. M., que con el renombre de valeroso Capitán y rectísimo Gobernador, había en los últimos años regido en Aragón.

Como el marqués de Gelves tiene que hacer un papel importante en el resto de nuestra historia, nos detendremos un poco para contemplar esa figura, que sin duda es la más notable entre los virreyes de la Nueva España después de la del célebre conde de Revillagigedo.

El marqués de Gelves, inteligente, impetuoso, rígido, escrupulosamente justiciero, valiente y acostumbrado desde su juventud a la severidad de la disciplina militar, llegó a Nueva España con orden expresa del rey para reformar las costumbres y reparar los daños que la negligencia de sus antecesores había causado en el reino.

En aquellos momentos la situación de Nueva España era verdaderamente triste.

Los pobres, oprimidos, no encontraban amparo ni justicia; el monopolio de los ricos encarecía de tal manera los efectos de primera necesidad, que las gentes se morían de hambre.

La justicia se administraba al mejor postor, como una mercancía; los caminos y las ciudades estaban llenas de ladrones, salteadores y bandoleros, cuya audacia llegaba hasta el hecho de haber sido robados dieciocho mil pesos de las cajas reales, horadándose las paredes y fracturándose las cerraduras.

Los ricos, fuera del alcance de la ley y de la autoridad, se constituían en señores feudales con derechos de vida y haciendas, asombrando al reino con su soberbia y disolución.

Por las noches nadie podía ya salir de su casa, porque cuadrillas de hombres armados andaban por las calles robando a todo el mundo e insultando a todos, sin perdonar al mismo arzobispo de México, que lo era aún don Juan Pérez de la Gema.

El marqués de Gelves, con una voluntad firme y con una resolución indomable, comenzó a poner en todo el remedio.

Los monopolios de las semillas y de los demás efectos de primera necesidad cesaron, bajando así los precios y comenzando a remediarse las necesidades de los pobres, que habían llegado a un extremo increíble, por esos que se llamaban regatones, que eran compradores y revendedores, entre los cuales se contaba el mismo arzobispo, que tenía en su casa una carnicería que le hizo quitar el virrey.

La justicia comenzó a administrarse a todo el mundo, y comenzaron a verse castigados ricos y nobles, caballeros y jueces, alcaldes y abogados, por las faltas en su administración.

El Arzobispo, los oidores y los ministros de la Audiencia, perdieron su antigua soberbia y poderío, y por último, las cuadrillas que salían por todas partes en persecución de los delincuentes, ladrones y salteadores, habían logrado aprehender y castigar a muchos, dejando limpios los caminos y devolviendo la tranquilidad a los pacíficos vecinos de las aldeas y de las ciudades.

El marqués de Gelves era por tanto el blanco de los odios de los ricos, de los nobles, del arzobispo y de sus partidarios, y de la gente perdida.
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