Presentación de Omar CortésCapítulo segundoCapítulo cuartoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

*****

LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo tercero

De cómo las brujas solían tener razon


En una estancia pobre, pero decentemente amueblada y alumbrada por dos bujías de cera, un hombre y una mujer, jóvenes ambos y ambos hermosos, se miraban amorosamente, y de cuando en cuando unían con ardor sus labios, pero en medio del mayor silencio.

El hombre vestía ropilla, gregüescos y capa corta de terciopelo envinado y calzas de seda blancas; la joven estaba lujosamente ataviada.

Tenía una especie de justillo sin mangas de rica tela de holanda blanca con jaldetas y ajustado con un ancho cinturón de oro, una saya de seda azul recamada con randas de oro, con mangas perdidas que llegaban casi hasta la orla de la basquiña.

Sus negros y hermosos cabellos estaban sujetos por una escofieta de infinitas y graciosas labores, encima de la cual tenía una redecilla de seda del color del vestido, atada con una cinta de oro que cruzaba por encima de su frente, y en la que, bordada de seda encarnada, se leía: Amor me da la vida.

Sus pequeños pies estaban aprisionados en unos altos zapatitos de tafilete, con las suelas guarnecidas por fuera con una delicada varilla de plata.

En su cuello ostentaba ricos collares de perlas, y en sus hermosos brazos, pulseras de oro, anchas, lisas y perfectamente bruñidas.

Aquella joven era María, la muda de la casa de la Sarmiento, y el hombre, el bachiller don Martín de Villavicencio, nuestro antiguo conocido.

Cinco meses habían pasado desde los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, y nosotros no podemos asegurar si María se enamoró de Martín por los hechizos de la Sarmiento o, lo que es más seguro, porque era él un buen mozo.

Lo indudable era que la joven se había tomado todo el elíxir que la bruja dio a Martín, pero todo junto y no en gotas. Contaremos a nuestros lectores el lance para que ellos calculen si el tal elíxir tendría alguna parte en el amor de la muda, porque entonces cosa sería de ponerse a llorar por la pérdida de la receta, si el cronista de esta verdadera historia no la hubiera conservado en su poder.

Martín comenzó a frecuentar la casa de la Sarmiento a pesar de su mala nota, y procurando estar siempre cerca de María, se esforzaba por comprender sus señas y darse él por su parte a entender.

María desde el principio le miró con cariño y no huía de él como del Ahuizote. Martín sostenía perfectamente su papel de hombre valiente aun en los momentos en que la muchacha, sentada a su lado, comenzaba a sacar de sus jaulas sapos, culebras e iguanas para darles el alimento y hacerles algunas caricias. Cuando alguno de estos animales se atrevía a subirse por las manos o las piernas del bachiller, éste se estremecía a su pesar; pero entonces María con una exquisita delicadeza tomaba aquel animal con sus blandas manecitas, como si hubiera tomado un canario o un gorrión, y lo volvía a su jaula.

Sin embargo, a pesar de todo, Martín no había llegado a declararse porque aún no estaba perfectamente seguro de la seña que debía hacer en ese caso, y temía ser o demasiado corto o demasiado explícito, y determinó esperar.

No había tenido oportunidad de probar el elíxir.

Una mañana llegó a casa de la Sarmiento en los momentos en que María estaba sola y se preparaba a desayunarse.

Martín se sentó a su lado, pero de repente alguna cosa tuvo que hacer María fuera y se paró. Martín creyó que era la oportunidad, sacó la redoma y vertió dos gotas en el agua que debía tomar la joven.

Pocos instantes después entró María, y sin mostrar alteración alguna en su rostro se dirigió a Martín, que la dejaba hacer admirado de aquello, y le sacó de la bolsa de los gregüescos la redomita del elíxir, la destapó, vertió dentro del vaso su contenido hasta la última gota y luego, con una sonrisa encantadora, arrojó lejos el frasco vacío y apuró el vaso de agua.

Martín la miraba espantado. María dejó el vaso sobre la mesa, sonriendo siempre, y echando sus brazos al cuello de Martín, besó su boca.

El bachiller lo comprendió todo.

María, tomando el elíxir le probaba la charlatanería de la bruja, admitía las gotas que el bachiller había vertido como una declaración y correspondía ese amor con todo el ardor de su alma.

Ocho días después la joven desapareció de la casa de la Sarmiento, y quizá sólo la bruja comprendió la causa, pero a nadie dijo nada. El sordomudo hizo a la Sarmiento una seña que ésta contestó con otra, y no volvió allí a darse otro indicio de que había pasado tal acontecimiento.

Martín pasando aún la plaza de servidor del Arzobispo, tenía a la muda con una casa que para ella había tomado y la trataba perfectamente. El amor no necesita de la palabra, aquellos dos jóvenes se entendían perfectamente y cada día el bachiller se sentía más enamorado de María.

Para poder comprender los acontecimientos que van a tener lugar es necesario poner al corriente a nuestros lectores de lo que había ocurrido en los cinco meses que hace que dejamos a nuestros personajes.

Los vecinos de la casa de la Plaza de las Escuelas, atraídos por los gritos que habían escuchado en el cuarto de la madre Cleofas, entraron a ver lo que allí pasaba, y encontraron a don Alonso de Rivera atravesado de una estocada y a la beata con cuatro puñaladas, los dos desmayados en un lago de sangre.

Nadie se atrevió a intervenir y la justicia, con todo su aparato, vino en auxilio de los vecinos y los dos heridos fueron levantados.

A don Alonso como caballero tan principal, se le condujo a su casa, y en cuanto a la beata, como era pobre, fue a dar a uno de los hospitales que tenía entonces ya la ciudad de México.

La noticia circuló con la velocidad de la luz y los menos maldicientes atribuyeron aquello a don Fernando de Quesada, de quien se sabía la enemistad que tenía con don Alonso, ya por el ruidoso asunto de la fundación del convento, ya por oponerse Rivera al casamiento de doña Beatriz con el oidor.

Por una coincidencia notable, tan pronto como estuvo don Alonso en disposición de declarar, se le interrogó por la justicia, y él se obstinó en ocultar, dando con esto mayor pábulo a los comentarios del vulgo.

La beata no estaba capaz de declarar, porque aunque dando esperanzas de vida, quedaba en un estado tal de insensatez, que nada se podía sacar de ella.

La justicia se calló y todo se pasó ya sin nuevas averiguaciones.

Don Fernando y doña Beatriz determinaron suspender todas las diligencias de su enlace, hasta el completo restablecimiento de don Alonso.

Pero don Alonso, como todos los hombres que tienen un enemigo, lo culpan de todo el mal que le acontece porque encuentran cierto placer en fomentar su encono y justificar ante su conciencia la causa de su odio; culpaba a don Fernando de todas sus desgracias y no meditaba más que en su venganza.

La única visita que tenía era don Pedro, el menos a propósito para calmar sus pasiones.

— Don Pedro —le decía una tarde el herido— no parece sino que Dios nos ha dejado de su mano, según la lluvia de males que ha caído sobre nosotros.

— En efecto, que más comprometida no puede ser nuestra situación, aunque creo que hay cosas que podrán tener eficaz remedio.

— Véngueme yo de don Fernando, y lo demás se remedia muy fácilmente.

— ¿Creeréis, don Alonso, que yo he llegado a persuadirme de que él es la causa de nuestros infortunios?

— Os lo he dicho y me alegro de que hayáis llegado a convenceros.

— Es necesario que deje de existir.

— Tal creo, pero la violencia de su muerte en estos momentos a nadie sería atribuida más que a nosotros, porque clara es ya nuestra enemistad con él.

— ¿Entonces qué pensáis?

— Ante todo es necesario impedir su boda con doña Beatriz.

- ¿Pero cómo, si veis que está ya depositada en palacio, aunque en clase de dama de la virreina?

— ¿Robárnosla?

— Nos la robaremos.

— Sí, un rapto que aun en el caso de ser descubierto, poco importaría, siendo como sois, su hermano.

— Tenéis razón. ¿Y cómo haremos?

— Dejad eso a mi cargo, que sólo necesito de vuestro consentimiento.

— Os le doy.

— Entonces desde este momento comienzo a trabajar, y ya veréis.

Y don Pedro se separó de Rivera, para comenzar a poner en planta su proyecto.

En esa noche la Sarmiento oyó llamar a la puerta y don Pedro se presentó en ella.

— Señora, buenas noches —dijo don Pedro.

— Así se las dé Dios a su señoría —contestó la vieja.

— ¿Os acordáis de mí?

— Su señoría es mi amo don Pedro de Mejía que ...

— Bien, vengo a proponeros un negocio.

— Mande su señoría.

— Podéis ganar en él mucho dinero.

— Dígame su señoría.

— Se trata de robarse una dama ...

— Yo no entiendo en esas cosas ...

— Ea, callad, se trata de robarse una dama que está depositada en palacio para casarse.

— Ya, doña Beatriz de Rivera ...

— La misma. ¿Quién os lo dijo?

— Nadie, yo lo adivino.

— Bien, ojalá tan astuta seáis para lo que voy a confiaros: se trata de robarse a doña Beatriz.

— ¿Para vos?

— No, para su hermano mismo.

— Es decir, quiere mi señor don Alonso impedir a todo trance la boda.

— Cabalmente, y como doña Beatriz no sale de palacio, es fuerza que vos entréis allí y la hagáis salir con algún engaño.

— Empresa difícil me encargáis.

— Pagaré bien.

— Probaré a encontrar un arbitrio, volved dentro de cuatro días.

— Está bien, y pensad en que esto puede haceros rica.

— Descuidad.

Don Pedro salió y la bruja se puso a meditar. A las diez de la noche tomó su manto de lana negro, hizo una seña al sordomudo para que la siguiese, y cerrando su casa se puso en marcha con dirección a las calles del Factor.

El sordomudo llevaba un farolillo y seguía a la bruja, y así llegaron hasta una casa que había en la calle del Factor, a la que llamó la vieja con mucha prudencia.

La puerta se abrió y la Sarmiento penetró en la sala en que hemos visto a Martín y a María al comenzar este capítulo.

Los dos jóvenes estaban como les hemos descrito, sentados amorosamente el uno al lado del otro.

La entrada de la Sarmiento fue para ambos una sorpresa. María se quedó sentada, pero Martín se paró precipitadamente como para defenderla.

Era la primera vez que la bruja penetraba allí.

— Sosegaos, hijos míos —dijo la bruja— que no vengo a causaros ningún mal, por el contrario, a veros, señor bachiller, que puesto que os di el elíxir con la única condición de que no me abandonarais a María, y lo habéis cumplido, nada os puede alarmar de mi parte.

— Tenéis razón, qué mal hice en alarmarme al veros. ¿Qué tenéis que mandarme?

— Haced favor de oír dos palabras a solas.

— Pasad por acá —dijo el bachiller indicándole la puerta de otra habitación.

La Sarmiento y el Bachiller pasaron, en tanto que los dos mudos emprendían una acalorada conversación.

— ¿Aún estimáis tanto a vuestro amigo el oidor Quesada? —preguntó la bruja.

— Como siempre, que cada día más obligado le estoy a sus favores.

— ¿Y él está siempre enamorado de doña Beatriz de Rivera?

— Más que nunca.

— Pues bien, de eso tengo que hablar con vos. ¿Viene acá algunas veces?

— Nunca, no sabe que tengo aquí a María.

— ¿Pero supongo que vos le veréis?

— Todos los días.

— Entonces observad bien su conducta y vigilad por su vida, porque más amenazada está ahora que nunca: doña Beatriz le es infiel.

— Imposible.

— Sois un niño y no conocéis a las mujeres. Doña Beatriz le es ya infiel, yo os lo probaré más adelante; por eso hay que cuidar más a don Fernando. El hombre que galantea a doña Beatriz, y que es correspondido, mira al oidor como un obstáculo del que es preciso deshacerse para libertar a doña Beatriz de la palabra empeñada. ¿Comprendéis esto?

— Sí; pero es imposible que doña Beatriz ...

— ¿Queréis convenceros mañana?

— Sí.

— Bien: a las once os espero en mi casa, y mirad si podéis llevarme alguna prenda del oidor, como una sortija, una cadena, para hacer un conjuro y os diré mil cosas; sobre todo, si es prenda que haya pertenecido también a ella.

— Iré y llevaré la prenda. ¿Quién es el rival de don Fernando?

— ¿Guardaréis el secreto y nada diréis al oidor hasta que yo os lo permita?

— Sí.

— Pues se llama don Pedro de Mejía.

- ¡Jesús!

— No hay que espantarse, que peores cosas hemos visto. Dádivas ablandan peñas, y sobre todo —agregó la vieja con aire de burla— es un tonto el que cree en la fidelidad de la mujer.

— ¿Qué queréis decir?

— Nada, ya lo sabréis más tarde.

La bruja salió, se cubrió con su mantón y se dirigió a su casa. Martín quedó pensativo, preocupado y diciendo a cada momento:

- Con esto de doña Beatriz tiene razón la Sarmiento: Es un tonto el que cree en la fidelidad de las mujeres. Tiene razón. ¿Pero a qué me lo diría a mí? ¿Acaso María ...? ¡Jesús, qué horror, ni pensarlo! Pero en fin, la bruja tiene razón.
Presentación de Omar CortésCapítulo segundoCapítulo cuartoBiblioteca Virtual Antorcha