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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo decimoctavo

En que Martín conoce otros secretos de Luisa


Luisa se había sentado en un sitial y la Sarmiento permanecía a su lado.

— Esta noche —dijo Luisa— vengo a consultar con vos negocios para mí de mucha gravedad.

— ¿Queréis que comencemos? —preguntó la Sarmiento.

— No: dejad para otro día los negocios, y hablemos. Sentaos. La Sarmiento acercó un taburete y se sentó.

— Os escucho.

— Bien, comenzaré: en primer lugar os debo las gracias por vuestros polvos, que son maravillosos.

— Cuando yo os decía ...

— Y teníais sobrada razón: con la dosis que me habéis recetado, se ha obtenido un resultado magnífico. Mi marido duerme como una piedra desde las cuatro de la tarde hasta el día siguiente; y para conseguir que se levante a la hora de la cena, para no llamar la atención, uso de la redomita que me habéis dado, aplicándosela a las narices para hacerlo aspirar su contenido ...

— Y de genio ¿qué tal sigue?

— Perfectamente: no tiene más voluntad que un niño.

— ¿Y aún tenéis de esos polvos?

— Hanse agotado y quiero llevarme hoy más.

— Tomadlos —dijo la Sarmiento, sacando de una caja un pequeño paquete envuelto cuidadosamente en hojas secas de maíz— suponía yo que se os habrían agotado, y los tenía aquí a prevención.

— ¿Y el día que yo quiera que esto termine?

— Mezclad en el vino de vuestro esposo tres gotas del líquido contenido en la redomita, y lo veréis completamente sano.

— No, no me entendéis, no quiero decir que sano, sino que ...

— Os comprendo: doblad la dosis de los polvos y romped la redoma, y entonces podéis asegurar que estáis ya viuda.

— Muy bien ... Ahora oídme: necesito que me ame un hombre, lo oís; necesito que me ame, porque yo le amo a él, y le amo como no he amado nunca.

— ¿Y qué queréis?

— Quiero algunos polvos, alguna bebida, algo para que él me ame.

— Doña Luisa, tan hermosa sois y tan seductora que no habéis de necesitar esos polvos; si ese hombre os mira, a menos de estar loco, os amará ...

— Y sin embargo, no me ama.

— ¿Os conoce?

— Sí, por mí desgracia.

— ¿Es amigo vuestro?

— No: helo visto pasar por mi casa algunas veces; ha reparado en mí, y sin embargo no me ama.

— Pero eso ¿cómo lo sabéis?

— ¿Cómo lo sé? ¿Os figuráis que una mujer deje de comprender cuando un hombre la ama, por oculto y por disimulado que sea su amor? No, él no me ama, y yo necesito su amor; dadme algo para conseguirlo y no os paréis en el precio, así me costara una onza de oro cada gota de ese elíxir.

— ¡Ay, doña Luisa! ¿Cómo podrá lisonjearos ese amor que se consigue así?

— Aun cuando no sea más que una hora que yo le llame mío; aun cuando después me esperara el infierno, yo lo quiero ...

— Bien, voy a daros un elíxir; pero cuidad de que tome dos gotas todos los días.

— ¿Y en qué debe tomar esas gotas?

— En cualquiera cosa, tanto da que sea en agua, como en vino, como en pan o en una fruta.

— ¿Y ese licor es eficaz?

— Eficaz.

— Ah, gracias, gracias.

— Dadme ahora el nombre de ese hombre, por si viniere a consultarme en algo y ayudaros yo.

— Don César de Villaclara.

— No lo conozco.

— Pues no olvidéis el nombre. Y ahora tengo que pediros que interpretéis un sueño que me ha visitado varias noches, y que no puedo comprender.

— Decidlo.

— Era un campo que yo contemplaba desde los balcones de mi casa, y era por demás florido y bello, y había en él un hermoso pichón blanco: yo tenía en mis brazos una paloma, que solté; llegó a donde estaba el pichón, y apenas comenzaron a arrullarse amorosamente retumbó un trueno, y un humo denso y color de sangre eclipsó todo, y no vi más. Pero yo he soñado ya esto muchas veces.

— Esto es muy fácil de explicar: el pichón es un caballero, la paloma sois vos, que se irá con él, y el trueno y el humo indicios son de que estos amores serán el principio de grandes y sangrientos trastornos en esta tierra.

— ¿Y no son señales de muerte para mí?

— No aparece ninguna.

— ¿Podríais decirme, poco más o menos, si me faltará mucho que vivir?

- Con tal que tengáis valor para soportar la respuesta, cualquiera que sea ...

— Le tengo —contestó Luisa con resolución.

— Entonces veremos. Oíd —dijo la vieja— voy a evocar a mi familiar: si viene en la figura de un chivo, viviréis largo tiempo; si de un gato, moriréis pronto.

— ¿Qué diablos haré? —pensó Martín—, ¿soltaré el gato o el chivo? Vale más el chivo, que mejor será la paga que la Sarmiento le saque a esta víbora.

En este momento la vieja gritaba palabras en idioma enteramente extraño para el bachiller, y la dama esperaba con impaciencia.

Martín abrió una jaula y el chivo dando un salto llegó hasta donde la Sarmiento le tendía las manos.

— Viviré mucho —dijo Luisa conmovida, y animándose con el buen éxito, preguntó a la vieja— ¿Y cómo moriré?

La tentación fue tan grande para Martín, que no pudo resistir, y antes de que la Sarmiento pudiese responder, él, ahuecando la voz y procurando darle un acento extraño, contestó:

— ¡Emparedada!

— ¿Emparedada? —dijo Luisa trémula.

— ¡Emparedada! —repitió Martín—. ¡Emparedada!

La Sarmiento conoció lo que pasaba, pero no le era posible otra cosa sino seguir adelante y darse por engañada ella misma delante de Luisa.

— ¿Lo oís, señora? —preguntó ésta temblando—. ¿Lo oís?

— Lo he oído.

— ¿Y qué decís de eso?

— Digo, que yo os exhorto a tener valor, y que lo estáis necesitando.

Luisa estaba completamente turbada.

— Quiero irme —dijo.

— Vamos —dijo la Sarmiento tomando el candil.

Y sin hablar una sola palabra salieron del subterráneo. Luisa se cubrió con su velo, puso en manos de la Sarmiento una gran bolsa llena de dinero, y acompañada del Ahuizote que la había traído, salió de la casa profundamente preocupada y silenciosa.

Cuando la Sarmiento volvió al subterráneo, encontró a Martín riéndose con todas sus ganas.

— Por vida mía, señor bachiller —dijo la bruja— que no sé en qué pensasteis para haber asustado así a tan amable dama.

— Já, já —decía Martín riendo—, os aseguro, señora Sarmiento, que por muchos días va esa mujer a soñar las paredes, y no en pichones ni en palomas ...

— Pero habéis cometido una mala acción.

— Sí, soltándole al chivo, cuando soltar debía al gato para acabarla de espantar.

— No os burléis, que como yo lo he dicho, sus amores producirán grandes trastornos en esta tierra.

— Señora, si antes tenía tan poca fe en vuestras artes y hechicerías, hoy no tengo ninguna; porque ya he representado mi papel de mago, y no es de lo peor; si no que lo diga esa Luisa.

— Es decir que continuáis en vuestra incredulidad.

— Más que nunca. ¿Y queréis decirme qué elíxir de amor es ese que habéis dado a la dama?

— Eficacísimo.

— Quisiera hacer una prueba.

— Sería capaz de daros una redomita sólo por convenceros.

— Dádmela.

— Antes decidme en quién pretendéis probarlo.

— Toma, en vuestra protegida, en la muda.

— Entonces no.

— No ¿y por qué?

— Porque la verdad es que sois un libertino, y la arrojaríais, saciado vuestro capricho, a pedir limosna.

— Os doy mi palabra de que no.

— Jurádmelo.

— ¿Al diablo?

— No, esto a Dios.

— Os lo juro; siempre vos con esos juramentos.

— Bueno, tomad la redomita; si no le hace efecto, será porque ella estará prevenida.

— Tan pronto la disculpa; tretas y engaños serán vuestros lo de la tal redomita.

— Quizá os le niegue si seguís así burlando.

— No, ya no burlo más, dádmela.

— Tomad, y no olvidéis lo prometido.

El bachiller recibió el pomito igual al que la Sarmiento había dado a Luisa, conteniendo un licor blanco y cristalino. Cuando salieron del subterráneo, Martín preguntó a la bruja:

— ¿Dónde está María?

— Duerme —contestó la vieja.

— ¿Sería bueno despertarla?

— ¿Para qué?

— Ansio por probar el elíxir.

— Por probarlo, confesad mejor que os comienza ya a interesar la muchacha.

— No os lo niego.

— ¿Y el Ahuizote?

— Yo sabré componerme con él.

— ¿Pero qué queréis que tome a esta hora María?

— Entonces esperaremos a la madrugada.

— Impaciente sois, si los hay. ¿Y queréis que yo me desvele por un antojo vuestro?

— Cuando los antojos se pagan bien, no veo inconveniente, que vuestro oficio es ese.

— Como gustéis; pero sería mejor que durmierais un tanto.

— No miro en dónde.

— En uno de esos sitiales, arrebujado en vuestro ferreruelo ¿es verdad que vale más?

— Puede que tengáis razón, acepto, al fin no tengo adonde ir a pasar la noche y falta poco para que amanezca.

— Pues buena noche, os dejo ese candil.

— No, de nada me sirve, que estoy acomodado ya.

La Sarmiento se llevó la luz y se encerró en su cuarto; Martín, como hombre precavido, puso su espada desnuda a su lado y al alcance de su mano, y comenzó a dormitar, pero soñando ya en María.

Llamaron a la puerta de la calle y el primer impulso de Martín fue incorporarse y contestar, pero reflexionó y se quedó callado.

Transcurrió un intervalo y volvieron a llamar. Entonces la bruja apareció por la puerta de su cuarto y preguntó.

— ¿Quién va?

— Hacedme favor de abrir —contestó de fuera una voz— que necesito hablaros, y os tendrá cuenta.

La Sarmiento se dirigió a la puerta, haciendo seña a Martín de que entrase a su aposento; el bachiller tomó la espada y, caminando sobre la punta de sus pies, entró al aposento de la bruja.

Había allí luz. Martín cerró por dentro y examinó el cuarto; en un rincón estaba la cama de la Sarmiento, dando indicio de que ésta no se había acostado siquiera, en el otro María acostada ya, pero despierta, mirando a Martín con unos ojos tan brillantes, que podía decirse que alumbraban el aposento.

La muchacha se cubría escrupulosamente con las sábanas hasta la barba.

— Preciosa criatura —pensó Martín, y sin darse él mismo la razón de por qué, comenzó a tener alguna confianza en el elíxir de la Sarmiento.

Es que los hombres cuando tienen ilusión por una mujer, creen el mayor absurdo, con tal que lisonjee sus deseos.

Martín hizo un cortés saludo a María, que le contestó con una sonrisa silenciosa, pero hechicera.

— A esta criatura —dijo entre sí el bachiller—, Dios no le dio oído ni voz, porque oye y habla con los ojos: pero veamos quién es el nocturno visitador, y aplicó el ojo a la cerradura.

— Vamos, mi señor don Pedro de Mejía, y qué vientos os traerán por acá, oigamos.

— Tened cuenta —decía don Pedro, pues era él quien hablaba con la Sarmiento— que pago bien; pero no gusto de que me engañen.

— ¿Quiere usía —contestaba la vieja— deshacerse de un hombre?

— Será el oidor —pensaba Martín.

— Sí —decía don Pedro.

— Por supuesto sin que se note nada. Y dígame usía ¿es joven?

— No mucho.

— Lo dicho —pensaba Martín.

— Dadme sus señas —decía la Sarmiento.

— Es alto, grueso, con el vientre abultado, gusta de comer bien y duerme mucho.

— ¿Soltero?

— No, casado.

— ¡Ah! ya caigo, el triste don Manuel de la Sosa debe ser, que se murmura mucho de don Pedro con Luisa —pensó Martín.

— Bien —contestó la Sarmiento— mañana a esta hora puede usía venir por lo que necesita.

— Pago bien; pero quiero ser bien servido —dijo con orgullo don Pedro embozándose en una larga capa y disponiéndose a salir—. ¿Vos me conocéis?

— Sí, señor, que a todos los caballeros principales conozco, y no es uno de los menos mi señor don Pedro de Mejía.

— Pues guardad el secreto y quedad con Dios.

— Que El acompañe a vuestra señoría.

Don Pedro tiró un puñado de monedas sobre la mesa y salió.

— ¿Qué os parece? —dijo la Sarmiento al bachiller.

- Paréceme que tenéis un crédito muy grande, que estáis en un peligro inminente de que os lleve a la hoguera el Santo Oficio, y que algún pecado tiene que purgar en esta vida el marido de Luisa, que tantas asechanzas le tienden.
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