Presentación de Omar Cortés | Capítulo décimosexto | Capítulo decimoctavo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO PRIMERO El convento de Santa Teresa la antigua Capítulo decimoséptimo En el que se ve que hasta las piedras rodando se encuentran
Cuando Teodoro acabó de contar su historia al oidor y al bachiller, comenzaba ya a lucir la mañana y alegres bandadas de gorriones y de golondrinas cruzaban cantando por encima de los techos y por las calles de la ciudad.
El oidor se embozó en una larga capa y seguido del bachiller, se dirigió a las casas en donde debía construirse el nuevo convento de Santa Teresa.
Una muchedumbre de obreros estaba allí, esperando
el momento de comenzar los trabajos de la demolición de las antiguas casas. El Arzobispo y don Fernando se habían ocupado la noche anterior de escribir cartas y excitaciones a los alcaldes y a los curas de los pueblos
inmediatos, a fin de que con toda diligencia enviasen trabajadores para la obra: sus exhortaciones no podían haber sido mejor atendidas, porque antes de salir el sol la calle de las Atarazanas estaba llena de cuadrillas de
hombres, habilitados cada uno con su respectivo instrumento de trabajo. No faltaban ni las carretas para conducir los escombros.
Los sobrestantes parece que no esperaban más que la llegada del oidor para comenzar la obra.
Un sonoro grito de Ave María Purísima, dado por
uno de los capataces, fue repetido en coro por todos aquellos hombres, que se quitaron devotamente el sombrero. Las cuadrillas entraron a la casa, se señaló a cada una su tarea, y media hora después, por todas partes se escuchaban los golpes de las hachas y de las barretas, la caída de las paredes, el derrumbe de los arcos y de las columnas de los corredores, y una inmensa y pesada nube de polvo se cernía constantemente sobre la manzana, en que a poco tiempo debía levantarse el convento de Santa Teresa.
Don Alonso de Rivera, que no había podido dormir pensando en el resultado que tendría el plan concertado con Mejía para asesinar a Quesada, no despertó al día siguiente hasta las diez de la mañana. Se levantó y encontró a un lacayo que le entregó una carta y le anunció que un hombre le esperaba en el corredor.
Abrió la carta. Era de Mejía, y decía sencillamente:
Don Alonso: Se erró el golpe de anoche y hemos sido descubiertos; pero no hay cuidado. En esta tarde nos veremos, esperadme en vuestra casa. Dios os guarde muchos años.
PEDRO DE MEJÍA
Don Alonso rasgó inmediatamente la carta.
— ¿Quién me busca? —dijo con enfado al lacayo.
— Un hombre, que le urge ver a su señoría.
— Dile que pase.
El lacayo salió y volvió a poco conduciendo a un hombre del pueblo, que entró respetuosamente con el sombrero en la mano.
— ¿Qué se ofrece? —preguntó con altivez don Alonso, en el momento en que doña Beatriz, sin que él la viera, penetraba en la habitación por una puerta que quedaba a la espalda de don Alonso.
— Señor, que vengo a noticiarle a su señoria que están
tirando las casas de su señoría, en la calle de las Atarazanas.
— ¿Tirándolas? ¿Y quién? ¿Cómo?
— ¡Una multitud de trabajadores!
— Es imposible —decía don Alonso—, si ayer a las
tres dio orden el virrey de suspender las obras.
— Pues no lo dude su señoría, que yo lo he visto, y quizá para esta tarde no quede una pared en pie, según lo recio que se trabaja.
— Bien. ¿Y quién os mandó a anunciármelo?
— Nadie, señor, yo que creí que el aviso seria útil a
su señoría.
— ¿Y quién dio la orden de comenzar?
— No lo sé, pero los trabajos empezaron al llegar allí
el señor oidor Quesada.
— El oidor, siempre el oidor.
Doña Beatriz volvió a salir sin ser notada; al cerrar la puerta pudo verse el alegre rostro de Teodoro que la
seguía.
— Está bueno, retiraos —dijo don Alonso, al de la noticia; pero el hombre no se movía.
— ¿No os digo que os retiréis? ¿A qué aguardáis?
— ¿Nada merece mi empeño?
— Es verdad —dijo don Alonso, dándole algunas monedas—,
es necesario gratificar al hombre que me avisa que me derriban mis casas. ¿Y cómo os llamáis?
— Señor, me conocen todos por el Ahuizote, para servir a su señoría.
— Vaya un nombre, retírate.
— Dios guarde a usía —dijo el Ahuizote, y bajó humildemente las escaleras, llevando en la mano el dinero que don Alonso le había dado.
Al llegar a la calle, se irguió, se caló el sombrero y volviendo a la casa de donde acababa de salir, dijo arrojando al arroyo el dinero:
— Maldit o seas tú y tu dinero, tu dinero y tú; qué crees, que te vine a dar de buena fe la noticia y que necesito
de tu lismosna. Garatuza tiene razón, es hombre de talento, y desde hoy tomo decididamente el partido del Arzobispo contra todos estos soberbios. La travesura de Garatuza ha estado buena, y hemos dado por desayuno a este gachupín una soberbia cólera. Vámonos.
El Ahuizote entró al Arzobispado a noticiar al bachiller, que había ido a dar parte a Rivera del desastre de sus casas. Al salir del cuarto de Garatuza se encontró con el Arzobispo, que, acompañado del oidor Quesada, lleno de polvo pero radiante de orgullo, volvía de las casas de la calle de las Atarazanas. El Ahuizote se puso de rodillas y se quitó el sombrero, el Arzobispo le echó una bendición, y como venía de buen humor, se dirigió a él.
— ¿A quién venías a ver? —le preguntó.
— A Gara ... es decir, al bachiller Villavicencio, Ilustrísimo Señor.
— ¿Y qué negocio tenéis con él?
— Le traje una razón, Ilustrísimo Señor.
— ¿De quién? —preguntó el Arzobispo.
— De don Alonso de Rivera —contestó con descaro
el Ahuizote.
— ¡De don Alonso de Rivera! —dijo admirado el Arzobispo—. ¿Y qué negocio tiene con él el bachiller?
La comitiva de su Ilustrisima se agrupaba curiosa de saber lo que iba a contestar el Ahuizote; creían que se
iba a descubrir alguna trama nueva de don Alonso, a quien aborrecía entonces casi toda la gente de la Iglesia.
— Pues si su Señoría Ilustrisima no nos regañara al bachiller y a mí, hablaría.
— Hablad —dijo el Arzobispo algo enojado.
— Bueno, Ilustrísimo Señor, pues el bachiller me dijo esta mañana: Hombre, Ahuizote —a porque ha de saber su señoría que a mí me dicen por mal nombre Ahuizote; pues me dijo — hombre, Ahuizote, yo estoy muy cansado y quiero acostarme, anda tú y pégale en mi nombre una buena cólera a ese pillo, con enmienda de su Señoría Ilustrisima, don Alonso de Rivera; pero buena, y antes de que se desayune cuéntale que ya le
tiraron sus casas. Y fui y ahora le vengo a dar la razón.
Todos los que acompañaban al Arzobispo se pusieron a reír, y él mismo no pudo conservar su gravedad.
— ¿Y qué dij o don Alonso? —preguntó el prelado, procurando en vano ponerse serio.
— Se puso rabioso, sobre todo, contra mi señor el oidor.
— ¿Contra mí? —dijo Quesada.
— Sí, señor; me dio una gala y me echó de su casa.
— ¿Cuánto os dio? —preguntó el Arzobispo.
— No lo sé, Ilustrísimo Señor, porque al salir lo boté
al arroyo sin contarlo ni verlo.
— Bravo tunante sois. Idos y esto no lo botéis al arroyo
—dij o el Arzobispo, dándole una moneda de oro.
— No, Ilustrísimo Señor, nunca —contestó el Ahuizote,
besando la mano del Arzobispo y la moneda.
— Ni ésta —dijo el oidor, dándole otra.
— Mil gracias.
El Arzobispo siguió y todos los que le acompañaban, por imitar a su Ilustrisima, dieron al Ahuizote una
gala.
— Valiente cosecha —decía el truhán al salir a la calle sonando los bolsillos de sus calzones llenos de pesos—. Viva el Arzobispo.
El Arzobispo, seguido del oidor y de la comitiva, se dirigió directamente al cuarto del bachiller y llamó. Martín, que lo que menos esperaba era que fuese su Ilustrisima, gritó medio dormido.
- Adelante.
Al abrirse la puerta, alzó la cabeza y miró su pieza invadida de aquella multitud, al frente de la cual iban el
Arzobispo y don Fernando.
Martín estaba acostado sin zapatos, sin ropilla, con
sólo la camisa, los calzones y las medias calzas de lana negra, que usaban los servidores del Arzobispo. Su sorpresa fue tal, que así se levantó.
— Señor bachiller —dijo el prelado—, buenas visitas tenéis.
- ¡Ilustrísimo Señor! —dijo Martín, atarantado con
aquella política.
— He hablado con ese conocido vuestro que os vino a visitar y que le dicen el Ahuizote, y me ha contado la burla que habéis hecho a don Alonso.
— Perdóneme su Señoría Ilustrisima, ha sido sólo una travesura —contestó Martín, alentado con las risueñas caras del Arzobispo y de su comitiva.
— Bien; pero esos amigos son malos.
— Quizá lo sean, pero le aseguro a su Ilustrisima que ese, y otros cien más como ese que conozco, se dejarán matar por su Ilustrisima el día que se ofrezca.
— Esos son muchos bríos, señor bachiller —dijo con cierto orgullo el Arzobispo—. La Iglesia no necesita del acero.
— Quién sabe cómo se pongan las cosas, y en todo tiempo cuenta su Señoría con esos hombres a vida o muerte.
Lisonjeándose el Arzobispo, quiso, sin embargo, cortar aquella escena, y dejando su afectada gravedad se acercó
al bachiller y le tiró paternalmente de una oreja, más bien como por cariño que como por castigo.
— Bachiller, bachiller —le dijo—, producciones tienes tú para andar a vueltas con la justicia.
El prelado salió con todo su acompañamiento y Martín volvió a cerrar su puerta.
- Vaya, qué cosas —decía acostándose otra vez—. Van dos que amenazan con que tendré que habérmelas con la justicia; anoche la bruja y hoy su Ilustrisima, y a fe que puede que en el fondo tengan razón ... eh ... ya veremos.
Comenzaba a dormirse y bostezaba.
— ¿Y cómo diablos se ha encontrado su Ilustrisima con el Ahuizote ...? Que bien dicen ... Las piedras rodando se encuentran ... Ah, qué sueño ... tengo; durmamos.
Martín daba cada bostezo como si hubiera velado diez noches seguidas, y en cada vez se hacía la señal de la cruz frente a la abierta boca, con tanta rapidez y tantas ocasiones, que parecía que trazaba una rúbrica en el aire.
A poco dormía profundamente.
Entre tanto, las casas de don Alonso de Rivera venían por tierra, con una rapidez que causaría envidia en nuestros tiempos al célebre don Manuel Delgado.
Don Alonso corrió, al saber la noticia, a quejarse con el virrey; pero su Excelencia se negó a recibirle pretextando que despachaba su correspondencia de Madrid y que no podía interrumpir sus trabajos, porque la
flota estaba ya aparejada en Veracruz para darse a la vela, esperando sólo los despachos del virreinato.
Don Alonso, desesperado, se encerró en su estancia, y a las oraciones de la noche, el lugar en que por la mañana se levantaban casas, era ya una gran plaza dispuesta para comenzar la edificación del convento y templo
de Santa Teresa. En dos días había perdido la posesión y la esperanza. El Arzobispo y el oidor eran personas que lo entendían.
Martín durmió hasta las ocho de la noche, y al despertar
miró al lugar en que estaba su balcón.
— Calle —dijo — pues es ya de noche, he dormido como si no tuviera alma que salvar.
Y comenzó a vestirse. Se puso su balandrán y su sombrero y se lanzó a la calle. Martín sabía que su Ilustrisima no lo necesitaría aquella noche, y que si acaso lo buscaba y sabía que andaba
fuera, nada tenía que temer. La servidumbre de la casa del prelado era tan numerosa como la del virrey , y los familiares y criados gozaban de una extraordinaria libertad.
Martín se encaminó a la tienda del Zambo. Dos o tres perdidos estaban allí en alegre conversación y el bachiller fue recibido como un hermano.
— ¿En qué pensáis pasar la noche? —les preguntó el bachiller.
— Nosotros vamos a una visita ¿quieres venir? —le
dijo uno de ellos.
— ¿Adónde?
— A casa de la Zurda, que tiene unas sobrinas tan bonitas y tan alegres. ¿Has de ir?
— De ir tengo, que me placen las muchachas esas.
— Pues andando, que es tarde; pero poca gracia vas a hacerles con ese vestido de medio clérigo.
— Téngomelo de quitar si me esperáis vosotros.
— Te esperamos.
— Zambo, dame unas calzas de venado y un ferreruelo, un talabarte habilitado con sus menesteres, y un sombrero con toquilla y plumas.
Aquella tienda era un estuche de curiosidades, y el Zambo una presea. A poco tenía el bachiller lo que había pedido; pero todas las prendas eran más que elegantes, lujosas. Martín comenzó a cambiarse el traje.
— Garatuza —dijo un truhán— si no te quitas la loba y el alza cuello, olerás, mal que te pese, a incienso; todavía los calzones pasan, pero lo demás ...
— Zambo, dame una ropilla ...
El Zambo trajo una lujosa ropilla de terciopelo morado con acuchillados negros.
El bachiller estaba transformado y, en verdad, que aquel traje le iba a las mil maravillas. Era joven, bien formado, buen mozo y sabía llevar con garbo la ropa.
— ¿Y la tonsura? —dijo un truhán.
— Esa sólo con la cabeza —contestó amostazado Martín—, vamonos.
Salieron, y el Zambo cerró y se acostó.
La Zurda era una vieja que acostumbraba tener muchas sobrinas, siempre bonitas; debía aquella vieja haber tenido muchos hermanos y primos de distintas razas, según lo poco que las niñas se asemejaban entre sí, generalmente eran mulatas, pocas indias y algunas más mestizas.
Entonces en México estaban muy marcadas las razas.
Españoles, indios, negros, mulatos: los hijos de español
y negra, mulatos; los de español e india , mestizos; los de indio y negra, zambos; luego una porción de subdivisiones, como pardos, coyotes, saltatrás, etc.
Martín y su comparsa entraron a la casa de la tía Zurda.
Las sobrinas tenían algunas otras visitas y aquello era ya una tertulia animadísima, en que dos o tres salterios tocados unas veces por las visitas y otras por las dueñas de la casa, alegraban los corazones.
Martín se aguardó allí hasta las once y salió furtivamente
para no ser detenido más tiempo por las obsequiosas sobrinas de la Zurda.
México en aquellos tiempos era una de las ciudades en que la prostitución era más escandalosa. Los hombres más notables ostentaban públicamente a sus queridas; las esposas eran abandonadas muy a menudo por los maridos, que compraban y emancipaban negras y mulatas para tenerlas a su lado por algún tiempo, hasta que, cansados de ellas, las abandonaban también, y ellas iban entonces a aumentar el increíble número de mujeres perdidas que pululaban en la ciudad.
Y lo más notable era que estos mismos hombres gozaban de grande fama de virtud, por sus excesivas limosnas a los templos y a los monasterios, y por las fundaciones piadosas que a cada momento hacían.
El bachiller no tenía sueño, ni era posible que lo tuviera; había dormido todo el día y, pensando a dónde acabaría de pasar la noche, tomó rumbo de la casa de la Sarmiento.
Su última entrevista con la bruja lo había dejado
impresionado, y por más que pretendía distraerse, las predicciones de la vieja no se borraban de su memoria.
Había, además, otra razón para que Martín gustara de ir a la casa de la bruja: la muchacha sordomuda le había hecho gracia, tenía ya deseo de volverla a ver, y a riesgo de tener un lance con el Ahuizote quería
Martín probar fortuna.
Las calles estaban enteramente desiertas; pero a través
de las hendiduras de la puerta de la casa de la Sarmiento, e descubría luz.
Martín llamó, y como si le hubieran estado esperando ya, la puerta se abrió inmediatamente y la bruja asomó la cabeza.
— ¿Qué venís solo? —preguntó como admirada.
— ¿Pues con quién diablos queríais que viniese? —contestó
Martín.
— Ah, dispensadme —dijo la vieja algo contrariada—,
dispensadme, señor Martín, que os tomé al principio por otra persona.
— Señal es esa de que esperáis a alguien —dijo Martín entrando a la casa.
— En efecto, espero a quien no debe quizá dilatar.
— ¿Os serviré acaso de estorbo?
La vieja reflexionó antes de contestar.
— No —dijo al fin— si consentís en ayudarme.
— Yo ayudaros ¿y en qué?
— Antes sabré si consentís, que de no ser así nada os
diré.
— Consiento —contestó Martín impulsado por la curiosidad.
— ¿Y guardaréis secreto?
— Sabéis que soy de fiar.
— Entonces, venid.
La Sarmiento encendió un candil y descendió al subterráneo que conocemos ya, seguida de Martín.
— Mirad —dijo la vieja al llegar al lugar en que había predicho la muerte del oidor— una dama muy principal vendrá esta noche a ciertos negocios; vos os ocultaréis allí, detrás de esa puertecilla, venid a ver. En esta jaula está un chivo negro, cuando lo oigáis evocar,
dadlo libre; y cuando vuelva a vos, encerradlo otra vez, y lo mismo haréis con este gato negro.
— ¿Y es todo?
— ¿Os parece poco?
— No.
— ¿Entonces?
— Entonces es decir que esta noche os voy a ayudar en vuestras burlas.
— Callad o me haréis arrepentir de que os haya ocupado: llamáis burla a que os encargue abrir su prisión a mis familiares.
— ¿Son estos vuestros espíritus familiares?
— Lo son; pero escuchad.
Se oyó llamar a la puerta de la calle.
— Ocultaos con ellos —dijo la Sarmiento.
Martín se ocultó tras la puerta secreta, en una especie de calabozo pequeño, y la Sarmiento subió a abrir.
Martín sintió miedo; sin creer en nada de aquello, tuvo pavor de encontrarse solo y a oscuras en aquel antro rodeado de objetos tan extraños, que aunque por entonces no los veía, los adivinaba.
No quería ni moverse por no tocar algo que le causase
más horror.
La Sarmiento tardó, pero descendió al fin ayudando a bajar a una dama vestida de negro y cubierta con un espeso y largo velo.
Martín se volvía todo ojos.
— Podéis aquí separar el velo, señora, que nadie os verá.
La dama se abrió el velo y el bachiller quedó asombrado de su gracia y hermosura.
— Mucho ha tardado mi señora doña Luisa —dijo la Sarmiento.
— Estaba en casa de visita el señor don Carlos de Arellano, grande amigo de mi marido —contestó la dama.
— Aguardo —dijo Martín—, que conozco esta alhaja; nada menos que la Luisa de la historia de Teodoro. Que bien dice el refrán: que las piedras rodando se encuentran.
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