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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO PRIMERO El convento de Santa Teresa la antigua Capítulo décimo Lo que había visto y sabido el Bachiller en la casa de la Sarmiento
La Sarmiento guiaba alumbrando a Martín en el subterráneo; en el fondo de la segunda bóveda había una mesa cubierta con una bayeta negra, vieja y llena de manchas y de agujeros.
Las bóvedas eran un confuso depósito de objetos raros
y horribles, esqueletos, cráneos, animales vivos o disecados, cajas y vasijas de figuras extrañas, armas, vestidos, libros, papeles, bolsas y sacos de todos tamaños, hornillos y braseros, yerbas, flores, ramas y troncos de árboles; pero así, como perdiéndose, ocultándose entre
sombras sin contornos, sin precisión, como desvaneciéndose
unos objetos en los otros.
Martín era hombre de talento y procuró no mostrarse
admirado de nada.
— Valiente colección de porquerías guardáis aquí —dijo a la Sarmiento.
La vieja volvió el rostro para verle, entre admirada y colérica.
— ¡Qué entendéis vos de todo esto! —contestó— Sentaos.
El bachiller se sentó en un sillón de baqueta negra sin brazos, que tenía un respaldo alto que casi terminaba
en punta.
— Hablemos —dijo la Sarmiento.
— Ante todo, permitidme que os diga que con perdón
del Santo Oficio, tanto creo en las brujas como creer en el Purgatorio, y así podéis excusaros de intentar conmigo hechizos, que será perder vuestro tiempo.
— Más convencido quedaréis al salir de aquí de vuestra
ignorancia, que yo lo soy de que tenéis que acabar vuestra vida en las cárceles secretas del Santo Tribunal.
— No me digáis eso ni de chanza, que de la Inquisición tengo tanta fe de que existe como de Dios.
— Producciones tenéis para salir con el sambenito.
— Dejemos eso y vamos a lo que me habéis prometido.
— Vamos. Decís que se trata de asesinar esta noche a
un hombre.
— Sí.
— ¿Y queréis saber si morirá hoy o muy pronto?
— Holgárame de saber la verdad.
— Bien ¿tenéis sobre vos alguna prenda suya?
El bachiller se registró.
— Ninguna.
— Entonces escribid su nombre en este pergamino.
La bruja presentó un pequeño pedazo de pergamino al bachiller; tomó éste una pluma y puso el nombre del
oidor.
La bruja encendió un candil de forma extraña.
— ¿Qué es eso? —preguntó Martín.
— Es un candil que se alimenta con sangre humana
y la mecha está sacada del sudario de un ajusticiado.
El bachiller se sonrió con desprecio. La bruja tomó el pergamino y lo acercó a la llama, el pergamino se
incendió produciendo una luz blanca y hermosa.
— Este hombre está enamorado y correspondido.
— ¿En qué lo conocéis?
— En la luz blanca.
Luego se apagó repentinamente.
La Sarmiento recogió las cenizas.
— Este hombre no poseerá a la mujer que ama.
— ¿Por qué?
La luz se apagó de repente, y las cenizas quedaron negras.
La Sarmiento trajo una gran bandeja de acero y mezcló allí diferentes líquidos, pero siempre quedaban transparentes
y limpios.
— Poned cuidado —dijo al bachiller— si al arrojar las cenizas en esta agua se pone roja inmediatamente,
vuestro amigo morirá hoy de mala muerte; si no, cada burbuja de aire que salga será un mes de vida que le quede, hasta que el agua cambie de color y entonces morirá; si el agua se torna verde, su muerte será tranquila; si roja, morirá de mala muerte.
Martín no creía, y sin embargo estaba trémulo y su corazón latía con una violencia terrible y no se atrevía
a separar los ojos de la vasija.
La bruja dijo entre dientes algunos conjuros y arrojó
en el agua las cenizas. Martín contuvo hasta la respiración; la Sarmiento tenía las manos extendidas sobre la vasija, una víbora
silbaba en uno de los rincones de la bóveda, los dos candiles
encendidos encima de la mesa producían una especie de chisporroteo siniestro.
El agua permaneció limpia, de repente se agitó en el
medio y una burbuja apareció en la superficie y reventó luego.
— Una —dijo Martín, arrojando su aliento contenido.
Volvió a agitarse el agua y otra burbuja apareció.
— Dos —dijo Martín.
Las burbujas continuaban brotando.
— Tres, cuatro, cinco.
— Cinco —repitió el bachiller, mirando con ansiedad
que no salía otra—, cinco.
El agua parecía querer hervir, arrojó una especie de humo y repentinamente se puso roja como si hubiera sido
de sangre.
— ¡Jesús! —dijo Martín apartando el rostro espantado.
— Cinco meses de vida y morirá de mala muerte —dijo con solemnidad la Sarmiento.
— Es imposible -dijo Martín—, os habéis equivocado.
— Lo desearía, porque tanto veo que os apena, pero
temo que no.
— Cinco meses no más y morirá ...
— Asesinado ...
— ¿Asesinado?
- ¿Queréis saber quién le matará?
Martín reflexionó.
— ¿Podré matarle yo antes? —dijo.
— No, porque entonces fallaría el pronóstico.
— Entonces no.
— Como gustéis.
Martín inclinó la cabeza y luego repentinamente dijo:
— Sí, sí, probad a decirme quién le matará. ¿Podéis?
— Haré por conseguirlo.
La Sarmiento puso sobre la mesa un hornillo y comenzó a meter en él trozos de madera que tenían formas
y colores raros, y entre los cuales algunos parecían manos, otros cabezas, otros brazos.
— ¿Qué leña es ésa? —preguntó Martín preocupado.
— Son pedazos de estatuas de santos.
El bachiller no estaba para objetar aquella profanación. La bruja encendió en el candil una pajuela de azufre y la colocó entre la leña: la llama se alzó.
El humo de la pajuela y el que arrojaba la pintura
de la madera que servía de combustible, producían un olor sofocante.
La bruja colocó sobre el hornillo la vasija con el liquido que había quedado rojo, y comenzó a decir conjuros
dando vueltas en derredor de la mesa.
Poco tardó el líquido en entrar en ebullición y exhalar un vapor luminoso: la Sarmiento mató la luz de los
candiles.
Martín creía soñar con el resplandor rojizo de la
llama; la casa de la Sarmiento y los objetos que alcanzaban
a alumbrarse tomaban formas fantásticas; parecían animarse y moverse los esqueletos, los animales disecados, todo se agitaba con la vacilante claridad de las llamas, y en medio de todo, la vasija arrojando un vapor luminoso y blanco, en el que Martín nada veía, pero
en el que la Sarmiento parecía leer.
— Ese hombre morirá por mano de un amigo suyo.
— Pero ¿quién es? ¿Una seña? ¿Un indicio?
— Es un joven ... Sí, muy joven ... Esta tarde le ha
visto ... Ahí están ... juntos ... E l amigo le da una cosa ... No les veo los rostros ... Le da una alhaja, una alhaja de la mujer que el muerto ama ... un cintillo ...
— ¡Mujer!
— Sí, le da un cintillo ... y ese ... ese es el que lo matará ... su asesino.
— Mientes, mientes, bruja infernal —exclamó el bachiller precipitándose sobre ella y tomándole de un brazo—. Di que mientes, o aquí tú serás la que muere.
— Estáis loco —contestó la Sarmiento sin inmutarse— ¿por qué os he de decir que miento? Vos quisisteis saber
la verdad; no os agrada; tanto peor para vos.
— ¿Pero estás cierta de lo que dices?
— Jamás evocación ninguna me ha salido tan clara.
— Pues sácame de aquí; sácame pronto.
— ¿No queréis saber nada más ? Esta noche estoy de
buenas.
— Nada quiero saber, sácame de aquí.
— Sea como queréis; pero esperad.
La Sarmiento volvió a encender la luz que le había servido para bajar al subterráneo, apagó el fuego del hornillo y colocó todo en su lugar.
— Vamos —dijo impaciente Martín.
— Vamos; pero antes juradme que ni en el Santo Oficio,
puesto en cuestión de tormento revelaréis la existencia de este lugar, ni vuestras relaciones conmigo.
— Lo juro a Dios.
— No, no es a Dios a quien debéis jurarlo.
— ¿Pues a quién?
— Al diablo —dijo la Sarmiento, haciendo una especie de reverencia.
El bachiller vaciló:
— ¿Qué hay? —dijo la bruja.
— Pues lo juro al diablo.
La vieja tiró de una reata que pendía del techo, y se oyó un rumor como el que produce un carro que rueda
en un empedrado.
— ¿Qué es eso? —preguntó Martín.
— Vuestro juramento ha sido recibido.
A pesar de su valor y de su escepticismo, Martín se estremeció.
— Vamos —dijo.
— Vamos.
Subieron la escalera del caracol y se encontraron en la casa.
Con los sordomudos había un nuevo personaje.
Era un hombre de la raza indígena pura, con su tez
cobriza, su pelo negro y lacio, sin barba y con un escaso bigote.
Vestía una ropilla ordinaria de velludo, con calzón
de escudero y unas medias calzas de venado; estaba envuelto en un tabardo gris y conservaba en su cabeza un sombrero de anchas alas.
Al sentirse en otra atmósfera, el bachiller recobró su
sangre fría y le pareció como que todo no había sido sino una pesadilla.
— Ahuizote —dijo al recién venido— creía que tenías aventura esta noche.
— Sí —contestó el Ahuizote— un riquillo que quería que lo acompañáramos a sacarnos una muchacha, pero le entró miedo y se arrepintió.
— ¿Y podrás acompañarme?
— ¿A dónde?
— Vamos a impedir que asesinen a un amigo mío.
— Te ayudaré —dijo el Ahuizote, parándose—. ¿Quién es él?
— Don Fernando de Quesada, el oidor.
— No voy —dijo sentándose otra vez el Ahuizote—, yo no defiendo gachupines.
— Es un amigo ...
— Aunque ...
— Bien, no vayas; pero recuerda que no es él quien te
pide compañía, sino yo. Quedad con Dios, señora Sarmiento.
— El guíe a su merced, señor bachiller.
Martín abrió la puerta.
— Oye —dijo el Ahuizote.
— ¿Qué cosa?
— Siempre te acompaño.
— Vamos.
— Nican timocuepas —dijo la Sarmiento en idioma mexicano al Ahuizote, que quería decir: vuelve acá.
— Moztla teotlac —contestó el Ahuizote (mañana en la tarde).
— Tlacoyohuac tihuallas, amo teotlac (a media noche vienes y no en la tarde).
— Quema (sí) —contestó el Ahuizote saliendo.
El bachiller no entendió ni una palabra, pero tampoco preguntó.
Y los dos se dirigieron precipitadamente en busca del
oidor hasta encontrarlo, acompañado de Teodoro que conducía al herido.
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