Presentación de Omar CortésEl fin de Giafar y los BarmakidasEpílogoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MIL Y UNA NOCHES

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La tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra






Cuentan —¡pero Alá el Exaltado es más sabio!— que, en un país entre los países musulmanes, había un viejo rey cuyo corazón era como el océano, cuya inteligencia era igual a la de Aflatún, cuyo natural era el de los Cuerdos, cuya gloria superaba a la de Faridún, cuya estrella era la propia estrella de Iskandar, y cuya dicha era la de Khosroes Anuchirwán. Y tenía siete hijos brillantes, parecidos a los siete fuegos de las Pléyades. Pero el más pequeño era el más brillante y el más hermoso. Era rosado y blanco, y se llamaba el príncipe Jazmín.

Y en verdad que se desvanecerían en su presencia el lirio y la rosa, porque tenía un talle de ciprés, un rostro de tulipán fresco, cabellos de violeta, bucles almizclados que hacían pensar en mil noches oscuras, una tez de ámbar rubio, dardos curvos por pestañas, rasgados ojos de narciso, y sus labios encantadores eran dos alfónsigos. En cuanto a su frente, con su brillo daba vergüenza a la luna llena, cuyo rostro embadurnaba de azul; y de su boca con dientes de pedrería, con lengua de rosa, fluía un lenguaje dulce que hacía olvidar la caña de azúcar.

Así formado, y vivaracho e intrépido, resultaba un ídolo de seducción para los ojos de los amantes.

Y he aquí que, de los siete hermanos, era el príncipe Jazmín el encargado de guardar el innumerable rebaño de búfalos del rey Nujum-Schah. Y su morada eran las vastas soledades y los prados. Un día estaba sentado tañendo la flauta mientras cuidaba de sus animales, cuando vio avanzar hacia él a un venerable derviche que, después de las zalemas, le rogó ordeñara un poco de leche para dársela.

Y contestó el príncipe Jazmín: ¡Oh santo derviche!, soy presa de una pena punzante por no poder satisfacerte. Porque he ordeñado a mis búfalos esta mañana, y claro es que no puedo aplacar tu sed en este momento.

Y el derviche le dijo: A pesar de todo, invoca sin tardanza el nombre de Alá, y ve a ordeñar de nuevo a tus búfalos. Y descenderá la bendición.

Y el príncipe semejante al narciso contestó con el oído y la obediencia, y estrujó la teta del animal más hermoso, pronunciando la fórmula de la invocación. Y descendió la bendición; y el vaso se llenó de leche azulada y espumosa. Y el hermoso Jazmín se la presentó al derviche, que bebió para aplacar su sed y se sació.

Y entonces se encaró con el joven príncipe, y le dijo, sonriendo: ¡Oh niño delicado!, no has alimentado una tierra infecunda, y nada más ventajoso para ti que lo que acaba de ocurrir. Has de saber, en efecto, que vengo a ti en calidad de mensajero de amor. Y ya veo que verdaderamente mereces el don del amor, que es el primero de los dones y el último, según estas palabras:

¡Cuando no existía nada, el amor existía; y cuando nada quede, quedará el amor!
¡Es el primero y el último!
¡Éste es el punto de la verdad; es lo que por encima de todo se puede decir! ¡Lo que acompaña el ángel de la tumba!
¡Es la hiedra que se une al árbol y bebe su verde vida en el corazón que devora!

Luego continuó el viejo derviche: Sí, hijo mío, vengo a tu corazón en calidad de mensajero de amor; pero no me ha enviado nadie más que yo mismo. Y atravesé llanuras y desiertos en busca del ser perfecto que mereciera acercarse a la feérica joven que me fue dado entrever una mañana al pasar por un jardín.

Y se interrumpió un momento; luego repuso: Has de saber, en efecto, ¡oh más ligero que el céfiro!, que en el reino limítrofe de este reino de tu padre, Nujum-Schah, vive en espera del jovenzuelo de sus sueños, en espera tuya, ¡oh Jazmín!, una hurí de raza real, de rostro de hada, vergüenza de la luna, una perla única en el joyel de la excelencia, una primavera de lozanía, un nicho de belleza. Su cuerpo delicado color de plata está moldeado como el boj; un talle tan fino como un cabello; un porte de sol; unos andares de perdiz. Su cabellera es de jacintos; sus ojos hechiceros son cual los sables de Ispabán; sus mejillas son como, en el Corán, el versículo de la Belleza; sus cejas arqueadas, como la surata del cálamo; su boca, tallada en un rubí, es asombrosa; una manzanita con un hoyuelo en su mentón, y el grano de belleza que lo adorna es un remedio contra el mal de ojo. Sus orejas pequeñísimas no son orejas, sino minas de gentileza, y llevan, a manera de pendientes, corazones enamorados; y el anillo de su nariz —una avellana— obliga a la luna llena a ponerse al cuello el gancho de la esclavitud. En cuanto a la planta de sus dos piececitos, es de lo más encantadora. Su corazón es un pomo de esencia sellado, y su espíritu está dotado del don supremo de la inteligencia. ¡Si avanza, se promueve el tumulto de la Resurrección! Es la hija del rey Akbar, y se llama la princesa Almendra; ¡benditos sean los hombres que designan a criaturas semejantes!

Y tras de hablar así, el viejo derviche respiró prolongadamente; luego añadió ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... Y tras de hablar así, el viejo derviche respiró prolongadamente; luego añadió: Pero debo decirte ¡oh frente de simpatía!, que esa joven, asilo del amor, tiene el hígado achicharrado de tristeza; y sobre su corazón gravita una montaña de pena. Y la causa de ello es un sueño que ha tenido una noche, durmiendo. Y la ha dejado dolorida y desolada como el sumbul.

Luego dijo: Y ahora que para tu corazón han sido mis palabras la semilla del amor, Alá te guarde y te conduzca a la que está en tu destino. ¡Uassalam!

Y tras de hablar así, el derviche se levantó y se fue por su camino.

Y sólo con oír este discurso quedó ensangrentado el corazón del príncipe Jazmín; y le penetró la flecha del amor; y como Majnún enamorado de Leila, desgarró sus vestidos desde el cuello hasta la cintura, y prendido de los tirabuzones de cabellos de la encantadora Almendra, lanzó gritos y suspiros; y abandonando su rebaño, echó a andar, errabundo, ebrio sin vino, agitado, silencioso, aniquilado en el torbellino del amor. Porque si bien el broquel de la cordura resguarda de todas las heridas, no tiene eficacia contra el arco del amor. Y la medicina de opiniones y consejos no obraría en lo sucesivo sobre el espíritu del afligido por puro sentimiento. Y esto es lo referente al príncipe Jazmín.

Pero he aquí ahora lo relativo a la princesa Almendra.

Una noche, mientras dormía en la terraza del palacio de su padre, vio que se aparecía ante ella, en un sueño enviado por los genn del amor, un joven más hermoso que el amante de Suleika, y que era, rasgo por rasgo, la imagen encantadora del príncipe Jazmín.

Y a medida que se manifestaba a los ojos de su alma de virgen aquella visión de belleza, el hasta entonces despreocupado corazón de la joven se escurría de su mano y se tornaba en prisionero de los bucles ensortijados del joven.

Y se despertó con el corazón agitado por la rosa de su sueño, y lanzando en la noche gritos como el miseñor, lavó su rostro con sus lágrimas. Y acudieron sus servidoras, muy emocionadas, y exclamaron al verla: ¡Por Alá! ¿Qué desdicha hace derramar lágrimas a nuestra señora Almendra? ¿Qué ha pasado por su corazón durante su sueño? ¡Ay!, he aquí que parece que ha emprendido el vuelo el pájaro de su inteligencia.

Y hubo gemidos y suspiros hasta la mañana . Y al despuntar la aurora se informó a su padre el rey y a su madre la reina de lo que pasaba. Y con el corazón abrasado, fueron a observar por sí mismos, y vieron que su encantadora hija tenía aspecto extraordinario y se hallaba en un estado singular. Estaba sentada, con los cabellos y las ropas en desorden, el rostro descompuesto, sin reparar en su cuerpo y sin atención para su corazón. Y a todas las preguntas que le hacían respondía sólo con el silencio, meneando la cabeza con pudor y sembrando así en el alma de su padre y de su madre la turbación y la desolación.

Entonces quedó decidido llamar a los médicos y a los sabios exorcistas, que lo pusieron todo a contribución para sacarla de su estado. Pero no obtuvieron ningún resultado; antes bien, ocurrió todo lo contrario. Al ver aquello, se creyeron obligados a recurrir a la sangría.

Y vendándole un brazo, aplicaron la lanceta. Pero no salió de la vena encantadora ni una gota de sangre. Entonces desistieron de su tratamiento y renunciaron a la esperanza de curarla. Y se marcharon cariacontecidos y confusos.

Y transcurrieron unos días en aquella penosa situación, sin que nadie pudiese comprender o explicar el motivo de semejante cambio.

Un día que la bella Almendra, la del corazón calcinado, estaba más melancólica que nunca, las mujeres de su séquito, para distraerla, la llevaron al jardín. Pero allí por donde paseaba los ojos no veía más que la faz de su bienamado: las rosas le ofrecían su color y el jazmín el olor de sus vestidos; el ciprés oscilante, su talle flexible, y el narciso, sus ojos. Y viendo las pestañas de él en las espinas, se las clavaba ella sobre el corazón.

Pero enseguida el verdor de aquel jardín hizo reverdecer un poco su corazón mustio; y el agua corriente que le hacían beber disminuyó la sequedad de su cerebro. Y las jóvenes de su séquito, que tenían la misma edad que ella, se sentaron en corro alrededor de aquella belleza, y empezaron por cantarle dulcemente un ghazal ligero en la clave musical menor y con el compás ramel lento.

Tras de lo cual, al verla más propicia, su doncella más querida se acercó a ella, y le dijo: ¡Oh señora nuestra Almendra!, has de saber que, desde hace unos días, se encuentra en nuestras tierras un joven tañedor de flauta, venido del país de los nobles Hazara, y cuya melodiosa voz atrae al pájaro escapado de la razón, detiene el agua que corre y a la golondrina que vuela. Y ese joven real es blanco y rosado, y se llama Jazmín. Y en verdad que el lirio y la rosa se desvanecerían en su presencia. Porque su talle es un balanceo de ciprés, su rostro un tulipán fresco, sus cabellos hacen pensar en mil noches oscuras, su tez es ámbar rubio, sus pestañas dardos curvos, sus rasgados ojos dos narcisos, y dos alfónsigos sus labios encantadores. En cuanto a su frente, con su brillo avergüenza a la luna llena y le embadurna de azul el rostro. De su boquita con dientes de pedrería, con lengua de rosa, fluye un lenguaje tan dulce, que hace olvidar la caña de azúcar. Y tal como es, vivaracho e intrépido, resulta un ídolo de seducción para los ojos de los amantes.

Luego añadió, mientras la princesa Almendra quedaba en el estupor de la alegría: Y ese príncipe tañedor de flauta, para venir de su país al nuestro, ha debido franquear montañas y llanuras, ágil como el céfiro matinal y más ligero, y habrá surcado las aguas espantosas de los ríos desbordados, donde ni el mismo cisne está seguro, y cuyo solo aspecto da vértigos a las gallinas de agua y a los patos, asombrándolos. Y si ha sorteado tantas dificultades para llegar hasta aquí, es porque le ha determinado a ello un motivo oculto. Y ningún motivo que no sea el amor puede decidir a un príncipe joven a intentar semejante empresa.

Y tras de hablar así, la joven favorita de la princesa Almendra se calló, observando el efecto de su discurso en su señora. Y he aquí que la doliente hija del rey Akbar se irguió de pronto sobre ambos pies, dichosa y retozona. Y su rostro estaba iluminado por el fuego interior y se le salía por los ojos toda su alma embriagada. Y ni rastro quedaba ya de todo aquel mal misterioso que ningún médico había comprendido: las sencillas palabras de una jovenzuela, hablando de amor, lo habían hecho desvanecerse como humo.

Y rápida cual la gacela, entró ella en sus habitaciones, seguida por su favorita. Y cogió el cálamo de la alegría y el papel de la unión, y escribió al príncipe Jazmín, al joven raptor de su razón, al bienaventurado que ella había visto en sueños con los ojos de su alma, esta carta de alas blancas:

Después de la alabanza al que, sin cálamo, ha trazado la existencia de las criaturas en el jardín de la belleza.

¡Salud a la rosa de quien está quejoso el ruiseño enamorado!

Cuando he oído mencionar tu hermosura, mi corazón se me ha escurrido de la mano.

Cuando en sueños me has mostrado tu faz feérica, tanta impresión ha producido en mi corazón, que he olvidado a mi padre y a mi madre, y me he tornado en una extraña para mis hermanos.

¿Qué hemos de ser para nuestra familia cuando somos extraños para nosotros mismos?

Ante ti, las bellezas son barridas como por un torrente, y las flechas de tus pestañas han punzado mi corazón de parte a parte.

¡Oh!, ven a mostrarme tu figura encantadora en sueños, a fin de que la vea yo con los ojos de mi cara, ¡oh tú, que estás instruido en las señales del amor y que debes saber que el verdadero camino del corazón es el corazón!

Y sabe, por último, que eres el agua y la arcilla de mi esencia, que las rosas de mi lecho se han convertido en espinas, que el sello del silencio está en mis labios, y que he renunciado a pasearme indolentemente ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... que el sello del silencio está en mis labios, y que he renunciado a pasearme indolentemente.

Y plegó las dos alas de la carta, deslizó en ella un grano de almizcle puro, y la entregó a su favorita. Y la joven la tomó, se la llevó a los labios y a la frente, se la puso sobre el corazón, y semejante a la paloma, fue al bosque donde tañía la flauta el príncipe Jazmín. Y le encontró sentado bajo un ciprés, con la flauta al lado y cantando este corto ghazal:

¿Qué diré al ver mi corazón?
¡Es la nube, el relámpago, el mercurio y el océano ensangrentado!
Cuando termine la noche de la ausencia, nos reuniremos como el cisne y el río!

Y la joven, tras de besar la mano al príncipe Jazmín, le entregó la carta de su señora Almendra. Y la leyó y creyó volverse loco de alegría. Y no sabía ya si dormía o velaba. Y se le revolucionó el espíritu, y se le puso el corazón como una hornaza. Y cuando se calmó él un poco, la joven le indicó el medio de llegar hasta su señora, le dio las últimas instrucciones, y volvió sobre sus pasos.

Y a la hora indicada y en el momento favorable, el príncipe Jazmín, conducido por el ángel de la unión, emprendió el camino que llevaba al jardín de Almendra. Y consiguió penetrar en aquel lugar, trozo arrancado del paraíso. Y en aquel momento desaparecía el sol en el horizonte occidental y la luna mostraba su rostro tras los velos del oriente. Y el joven de andares de cervatillo divisó el árbol que hubo de indicarle la joven, y subió a ocultarse entre sus ramas.

Y la princesa de andares de perdiz llegó al jardín con la noche. E iba vestida de azul y tenía en la mano una rosa azul. Y alzó su encantadora cabeza para mirar el árbol, temblando cual el follaje del sauce. Y en su emoción, aquella gacela no supo si el rostro aparecido entre las ramas era el de la luna llena o la faz brillante del príncipe Jazmín. Pero he aquí que como una flor madurada por el deseo, o como un fruto caído por su propio peso precioso, el jovenzuelo de cabellos de violeta saltó de entre las ramas y cayó a los pies de la pálida Almendra. Y reconoció ella al que amaba con esperanza, y le encontró más hermoso que la imagen de su sueño . Por su parte, el príncipe Jazmín vio que el derviche no le había engañado y que aquella luna era la corona de las lunas. Y ambos se sintieron con el corazón unido por los lazos de la tierna amistad y del afecto real. Y su dicha fue tan profunda como la de Majnún y Leila, y tan pura como la de los antiguos amigos.

Después de los besos dulcísimos y las expansiones de su alma encantadora, invocaron al Señor del perfecto amor para que jamás el firmamento tiránico hiciese llover sobre su ternura las piedras del disgusto ni descosiera la costura de su unión.

Luego, para resguardarse en adelante del veneno de la separación, los dos amantes reflexionaron a solas, y pensaron que era preciso dirigirse sin tardanza al propio rey Akbar, quien, como amaba a su hija Almendra, no le rehusaba nada.

Y dejando a su bienamado entre los árboles, la suplicante Almendra fue en busca de su padre el rey, y con las manos juntas, le dijo: ¡Oh meridiano de ambos mundos!, tu servidora viene a hacerte una petición.

Y su padre, extremadamente asombrado, a la vez que encantado, la levantó con sus manos y la estrechó contra su pecho, y le dijo: En verdad ¡oh Almendra de mi corazón!, que debe ser tu petición de urgencia extrema, ya que no vacilas en abandonar tu lecho en medio de la noche para venir a rogarme que te la conceda. Sea lo que sea, ¡oh luz de los ojos!, explícate sin temor, confiándote a tu padre.

Y tras de vacilar unos instantes, la gentil Almendra levantó la cabeza y pronunció ante su padre un hábil discurso, diciendo: ¡Oh padre mío!, dispensa a tu hija que venga a esta hora de la noche a turbar el sueño de tus ojos. Pero he aquí que he recobrado las fuerzas de la salud, después de un paseo nocturno, con mis doncellas, por la pradera. Y vengo a decirte que he notado que nuestros rebaños de bueyes y de ovejas están mal cuidados y mantenidos de mala manera. Y he pensado que si yo encontrara un servidor digno de tu confianza te lo presentaría, y tú le encargarías de guardar nuestros rebaños. Pues bien; por una feliz casualidad, al instante he encontrado a ese hombre activo y diligente. Es joven, bien intencionado, dispuesto a todo, y no teme fatigas ni penas; porque la pereza y la indolencia están a varias parasangas de él. Encárgale, pues, ¡oh padre mío!, de nuestros bueyes y de nuestras ovejas.

Cuando el rey Akbar hubo oído el discurso de su hija, se asombró hasta el límite del asombro, y permaneció un momento con los ojos muy abiertos. Luego contestó: ¡Por vida mía!, nunca he oído decir que se contratara a media noche a los pastores de rebaños. Es la primera vez que nos sucede semejante cosa. Sin embargo, ¡oh hija mía!, en vista del placer que proporcionas a mi corazón con tu curación súbita, accedo gustoso a tu demanda y acepto para pastor de nuestros rebaños al joven consabido. No obstante, quisiera verle con los ojos de mi cara antes de confiarle esas funciones.

En cuanto oyó estas palabras de su padre, la princesa Almendra voló en alas de la alegría hacia el bienaventurado Jazmín, y cogiéndole de la mano, le condujo al palacio. Y dijo al rey: Aquí tienes ¡oh padre mío!, a este pastor excelente. Su báculo es sólido y su corazón firme.

Y el rey Akbar, que estaba dotado de sagacidad, fácilmente advirtió que el joven que le presentaba su hija Almendra no era de la especie de los que guardan rebaños. Y en lo profundo de su alma quedó lleno de perplejidad. Sin embargo, para no apenar a su hija Almendra, no quiso ponerse pesado ni insistir sobre esos detalles, que tenían su importancia. Y la amable Almendra, que adivinaba lo que pasaba por el espíritu de su padre, le dijo con voz pronta ya a conmoverse, y juntando las manos: Lo externo ¡oh padre mío!, no siempre es indicio de lo interno. Y te aseguro que este joven es un pastor de leones.

Y de buen o mal grado, el padre de Almendra, por contentar a aquella amable y encantadora criatura, puso en sus propios ojos el dedo del consentimiento, y a media noche nombró al príncipe Jazmín pastor de sus rebaños ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente, como de costumbre.

Y su hermana, la tierna Doniazada, que se había convertido en una adolescente deseable en todos sentidos, y que, de día en día y de noche en noche, se volvía más encantadora y más bella y más desarrollada y más comprensiva y más silenciosa y más atenta, se incorporó a medias en la alfombra en que estaba acurrucada, y le dijo: ¡Oh Schehrazada, hermana mía! ¡Cuán dulces y sabrosas y regocijantes y deliciosas son tus palabras!

Y Schehrazada le sonrió y la besó, y le dijo: Sí, querida mía; pero ¿qué es eso comparado con lo que sigue y que voy a contar la próxima noche, si es que no está cansado de oírme nuestro señor, este rey bien educado y dotado de buenos modales?

Y el sultán Schahriar exclamó: ¡Oh Schehrazada! ¿Qué estás diciendo? ¿Cansado yo de oírte? ¡Si tú instruyes mi espíritu y calmas mi corazón! Puedes, pues, indudablemente, decirnos mañana la continuación de esa historia deliciosa, e incluso puedes, si no estás fatigada, proseguirla esta misma noche. ¡Porque, en verdad, que deseo saber lo que les va a ocurrir al príncipe Jazmín y a la princesa Almendra!

Y Schehrazada, con su habitual discreción, no quiso abusar del permiso, y sonrió y dio las gracias, sin decir nada más aquella noche.

Y el rey Schahriar la estrechó contra su corazón, y se durmió a su lado hasta el día siguiente.

Entonces se levantó y salió a presidir su sesión de justicia. Y vio llegar a su visir, padre de Schehrazada, llevando al brazo, como tenía por costumbre, el sudario destinado a su hija, a quien cada mañana esperaba ver condenada a muerte, en vista del juramento del rey concerniente a las mujeres. Pero Schahriar, sin decirle nada a este respecto, presidió el diván de la justicia. Y entraron los oficiales y los dignatarios y los querellantes. Y juzgó, y nombró para empleos, y destituyó, y ultimó los asuntos pendientes, y dio órdenes, hasta el fin de la jornada. Y el visir, padre de Schehrazada y de Doniazada, cada vez se acercaba más al límite de la perplejidad y del asombro.

En cuanto al rey Schahriar, cuando levantó la sesión y terminó el diván, se apresuró a volver a sus habitaciones, junto a Schehrazada.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Y cuando el rey Schahriar acabó su cosa acostumbrada con Schehrazada, la joven Doniazada dijo a su hermana: Por Alá sobre ti, ¡oh hermana mía!, si no tienes sueño, apresúrate a contarnos la continuación de la tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra.

Y Schehrazada acarició los cabellos de su hermana, y dijo: ¡De todo corazón amistoso, y como homenaje debido a este rey magnánimo, señor nuestro!

Y prosiguió la historia en estos términos:

... y a media noche nombró al príncipe Jazmín pastor de sus rebaños. Y, desde entonces, el príncipe Jazmín ejerció exteriormente el oficio de pastor e interiormente se ocupaba del amor. Y por el día llevaba a pastar a los bueyes y a las ovejas hasta una distancia de tres o cuatro parasangas; y al oscurecer los llamaba con los sones de su flauta y los volvía a los establos del rey. Y por la noche habitaba el jardín en compañía de su bienamada Almendra, rosa de la excelencia. Y ésta era su ocupación constante.

Pero ¿quién puede afirmar que la dicha más oculta permanecerá siempre al abrigo de las miradas envidiosas de los censores?

En efecto, la atenta Almendra tenía costumbre de hacer llegar a manos de su amigo, en el bosque, la bebida y la comida necesarias. Y un día, aquella imprudente del amor fue, a escondidas, a llevarle por sí misma una bandeja de golosinas tan deliciosas como sus labios de azúcar, frutas, nueces y alfónsigos, todo cuidadosamente colocado en hojas de plata. Y le dijo, ofreciéndole aquellas cosas: ¡Que sea para ti dulce y de fácil digestión este alimento que conviene a tu boca delicada! ¡Oh papagayo de lenguaje dulce y que no debiera comer más que azúcar! Dijo, y desapareció como el alcanfor.

Y cuando aquella almendra sin corteza desapareció como el alcanfor, el pastor Jazmín se dispuso a probar aquellas golosinas preparadas por los dedos de la hija del rey. Entonces vio acercarse a él al propio tío de su bienamada, un anciano hostil y malintencionado, que se pasaba los días abominando de todo el mundo e impidiendo a los músicos tocar y a los cantores cantar. Y cuando llegó junto al joven, le miró con los ojos torvos de la desconfianza, y le preguntó qué tenía allí delante de sí, en la bandeja del rey. Y Jazmín, que no era desconfíado, creyó que el anciano tenía gana de comer. Y abrió su corazón, generoso como la rosa de otoño, y le regaló toda la bandeja de golosinas.

Y el calamitoso anciano se retiró al punto para ir a enseñar aquellas golosinas y aquella bandeja al padre de Almendra, el rey Akbar, que era su propio hermano. Y de tal suerte le dió la prueba de las relaciones entre Almendra y Jazmín.

Y el rey Akbar, al enterarse de aquello, llegó ál límite de la cólera, y llamando a su hija, le dijo: ¡Oh vergüenza de tus padres!, ¡has arrojado el oprobio sobre nuestra raza! Hasta este día nuestra morada estuvo libre de malas hierbas y de las espinas de la vergüenza. Pero tú me has lanzado el nudo corredizo de la trapisonda y me has sujetado en él. Y con los modales mimosos que para mí tenías, has velado la lámpara de mi inteligencia. ¡Ah! ¿Qué hombre podrá decir que está a salvo de las estratagemas de las mujeres? Y el Profeta bendito (con Él la plegaria y la paz) ha dicho, hablando de ellas: ¡Oh creyentes! ¡Tienen enemigos en sus esposas y en sus hijas! Son defectuosas en cuanto afecta a la razón y a la religión. Han nacido torcidas. Las reprenden, y a las que les desobedezcan les pegarán. ¿Cómo voy a tratarte, pues, ahora que tan inconvenientemente has obrado con un extranjero, guardián de rebaños, cuya unión no conviene a hijas de reyes? Dime si debo hacer volar de un tajo de mi espada tu cabeza y la suya y abrasar su noble existencia en el fuego de la muerte.

Y como ella llorase, añadió él: Retírate en seguida de mi presencia, y ve a enterrarte detrás de la cortina del harén. Y no vuelvas a salir de allí sin mi permiso.

Y tras de castigar de tal suerte a su hija Almendra, el rey Akbar dio orden de hacer desaparecer al guardián de los rebaños. Y he aquí que en las cercanías de la ciudad había un bosque, terrible refugio de animales espantosos. Y los hombres más bravos se sentían poseídos de temor al oír pronunciar el nombre de aquella selva, y se quedaban paralizados y con los pelos de punta. Y allá, la mañana parecía noche, y la noche era semejante a la llegada siniestra de la Resurrección. Y entre otros animales espantosos, había allí dos cerdos-gamos que eran el horror de los cuadrúpedos y de las aves, y que a veces hasta llegaban a sembrar la devastación en la ciudad.

Y los hermanos de la princesa Almendra, por orden del rey, enviaron al infortunado Jazmín a aquel lugar de desgracia, con la intención de hacerle perecer. Y el joven, sin sospechar lo que le esperaba, condujo allá sus bueyes y sus ovejas. Y entró en aquella selva a la hora en que aparecía en el horizonte el astro de dos cuernos y cuando el etíope de la noche volvía el rostro para ponerse en fuga. Y dejando pacer a los animales a su antojo, se sentó en una piedra blanca que había tirado en tierra, y cogió su flauta, manantial de embriaguez.

Y he aquí que, guiados por el olfato, los dos terribles cerdos-gamos llegaron de repente al claro donde estaba Jazmín, rugiendo a imitación de la nube cargada de truenos. Y el príncipe de mirada dulce los acogió con los sones de su flauta, y los inmovilizó con el encanto de su ejecución. Luego, lentamente, se levantó y salió de la selva, acompañado por los dos espantosos animales, uno a su derecha y otro a su izquierda, y seguido por todo el rebaño. Y de tal suerte llegó bajo las ventanas del rey Akbar. Y todo el mundo le vio y quedó sumido en el asombro.

Y el príncipe Jazmín hizo entrar en una jaula de hierro a los dos cerdos-gamos y se los ofreció al padre de Almendra en calidad de homenaje. Y ante aquella hazaña, el rey llegó al límite de la perplejidad, y retiró su mano de la condenación de aquel león de héroes.

Pero los hermanos de la enamorada Almendra no quisieron deponer su rencor, y para impedir que su hermana se uniera con el joven. idearon casarla a disgusto con su primo, el hijo del tío calamitoso. Porque decían: Hay que atar el pie a esa loca con la cuerda resistente del matrimonio. Y entonees se olvidará de su insensato amor.

Y sin más ni más, organizaron la procesión nupcial, y contrataron a músicos y cantarinas, a clarinetes y tamborileros.

Y mientras aquellos tiranos vigilaban así las ceremonias de aquel matrimonio opresor, la desolada Almendra, vestida, mal de su grado, con ropas espléndidas y atavíos de oro y perlas, que pregonaban en ella una recién casada, estaba sentada en un elegante lecho de gala, recubierto de paños bordados de oro, semejante a la flor en el arbusto, pero con la tristeza y el abatimiento a su lado, con el sello del mutismo en los labios, silenciosa como el lirio, inmóvil como el ídolo. Y con la apariencia de una joven muerta a manos de vivos, su corazón palpitaba como el gallo a quien degüellan, su alma estaba vestida con un vestido de crepúsculo, su seno estaba desgarrado por la uña del dolor, y su espíritu efervescente pensaba en los ojos negros del cuervo de arcilla que iba a ser su compañero de lecho. Y se hallaba en la cúspide del Cáucaso de las penas.

Pero he aquí que el príncipe Jazmín, invitado con los demás servidores a las bodas de su señora, le dio, con un simple cruce de ojos, una esperanza libertadora de las ataduras del dolor. Porque ¿quién no sabe que con simples miradas los amantes pueden decirse veinte cosas de las que nadie tiene la menor idea?

Así que, cuando llegó la noche y se introdujo a la princesa Almendra, como recién casada, en la cámara nupcial, solamente entonces el Destino mostró su faz dichosa a los amantes y vivificó su corazón con los ocho olores. Y la bella Almendra, aprovechándose al instante de la soledad en que la habían dejado en aquella habitación donde iba a penetrar su primo, salió sin ruido con sus vestiduras de oro, y emprendió el vuelo hacia Jazmín el bienaventurado. Y aquellos dos amantes benditos se cogieron de la mano, y más ligeros que el céfiro rosado, desaparecieron y se desvanecieron como el alcanfor.

Y desde entonces nadie pudo encontrar sus huellas, y nadie oyó hablar de ellos ni del lugar de su retiro. Porque, en la tierra, solamente algunos entre los hijos de los hombres son dignos de dicha; de seguir el camino que lleva a la dicha y de acercarse a la casa en que se esconde la dicha.

Gloria por siempre y loores múltiples al Retribuidor, Dueño de la alegría, de la inteligencia y de la dicha. ¡Amén!
Presentación de Omar CortésEl fin de Giafar y los BarmakidasEpílogoBiblioteca Virtual Antorcha