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LAS MIL Y UNA NOCHES

XXXIII


Historia de Ghanem ben-Ayub y de su hermana Fetnah






Y Schehrazada dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortudado!, que en la antigüedad de los tiempos, en lo pasado de los siglos y de las edades, hubo un mercader entre los mercaderes que era riquísimo y padre de dos hijos. Se llamaba Ayub, y su hijo varón, Ghanem ben-Ayub, fue conocido después por el sobrenombre de El-Motim El-Masslub, y era tan hermoso como la luna llena, y estaba dotado de una elocuencia maravillosa. La hija, hermana de Ghanem, se llamaba Fetnah, nombre muy merecido por sus encantos y su hermosura.

Al morir Ayub les dejó grandes riquezas ...

En este momento de su relato, vio Schehrazada nacer el día y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Prosiguió en esta forma:

Al morir el mercader Ayub les dejó grandes riquezas, y entre otras cosas, cien cargas de sederías, brocados y telas preciosas, y cien vasijas llenas de vejigas de almizcle puro. Todo cuidadosamente empaquetado, y en cada fardo se veía escrito con grandes caracteres: Destinado a Bagdad, pues Ayub no pensaba morirse tan pronto, y quería ir a Bagdad para vender sus preciosas mercancías. Pero llamado a la infinita misericordia de Alá, y pasado el tiempo del luto, el joven Ghanem pensó realizar el viaje a Bagdad que tenía proyectado su padre.

Se despidió, pues, de su madre, de su hermana Fetnah, de sus parientes y de sus vecinos, y se fue al zoco, donde alquiló los camellos necesarios, cargó en ellos sus fardos, y aprovechó la salida de otros comerciantes para Bagdad a fin de ir en su compañía, y así marchó, después de poner su suerte en manos de Alá el Altísimo.

Y Alá lo resguardó de tal modo, que no tardó en llegar a Bagdad sano y salvo con todas sus mercaderías.

Apenas llegado a Bagdad, se apresuró a alquilar una casa hermosísima que amuebló suntuosamente, tendiendo por todas partes magníficas alfombras, colocando divanes y almohadones, sin olvidar los cortinajes en puertas y ventanas. Después mandó descargar todas las mercaderías y descansó de las fatigas del viaje, esperando tranquilamente que todos los mercaderes y personas notables de Bagdad fuesen, unos tras otros, a desearle la paz y darle la bienvenida.

Pero después pensó en ir al zoco para vender parte de sus mercancías, y mandó hacer empaquetar diez piezas de telas y de sederías finas que llevaban marcado el precio en unas etiquetas. Enseguida se dirigió al zoco de los grandes mercaderes, y todos salieron a su encuentro y le desearon la paz. Después le llevaron a presencia del jeque del zoco, quien sólo con ver las mercaderías se las compró en el acto.

Y Ghanem ben-Ayub ganó dos dinares de oro por cada dinar de mercancía.

Y satisfechísimo de tal ganancia, siguió vendiendo piezas de tela y vejigas de almizcle, ganando dos por uno durante todo un año.

Un día, a principios del otro año, fue al mercado, según su costumbre, pero encontró todas las tiendas cerradas, lo mismo que la puerta principal del zoco. Y como no era fiesta, se asombró mucho y preguntó la causa. Le contestaron que acababa de fallecer uno de los principales mercaderes y que los demás habían ido a enterrarle. Y uno de los transeúntes le dijo: Bien harías en ir también a acompañar al entierro, pues te lo tendrán en cuenta.

Y contestó Ghanem: Me parece muy justo, pero quisiera saber dónde son los funerales.

Le indicaron el sitio, entró en una mezquita cercana, hizo sus abluciones, y se dirigió a toda prisa al lugar indicado. Se mezcló entonces con la muchedumbre de mercaderes, los acompañó a la gran mezquita, en donde se dijeron las oraciones de costumbre. Luego, la comitiva emprendió el camino del cementerio, que estaba situado fuera de las puertas de Bagdad. Entraron en él y fueron atravesando tumbas, hasta llegar a aquella en que iban a depositar el cadáver.

Los parientes habían levantado una tienda, colocándola de suerte que cubriera el sepulcro, colgando en ella lámparas, antorchas y faroles.

Y todos pudieron entrar para resguardarse debajo del toldo. Entonces se abrió la tumba, se depositó el cadáver, y se puso la losa. Luego los imanes y demás ministros del culto y los lectores del Corán empezaron a leer sobre la tumba los versículos del Libro Noble, y los capítulos prescritos. Y los mercaderes y los parientes se sentaron en corro sobre las alfombras tendidas debajo del toldo, y oyeron religiosamente las santas palabras. Y Ghanem ben-Ayub, aunque tenía prisa por volver a su casa, no quiso retirarse en seguida por consideración hacia los parientes, y se quedó con ellos.

Las ceremonias religiosas duraron hasta el anochecer. Entonces llegaron los esclavos con bandejas llenas de manjares y dulces, y los repartieron entre los presentes que comieron y bebieron hasta la hartura, según es costumbre en los entierros. Después les presentaron las jofainas y los jarros, y todos los comensales se lavaron las manos, y en seguida fueron a sentarse en corro, silenciosamente, como suele hacerse.

Pero pasado un largo rato, como la sesión no se iba a terminar hasta la mañana siguiente, Ghanem empezó a alarmarse por las mercaderías que había dejado en su casa sin nadie que las guardase. Y temió que se las robaran los ladrones, y dijo para sí: Soy extranjero, y teniendo como tengo fama de hombre rico, si paso una noche fuera de mi casa los ladrones la saquearán, y se llevarán mi dinero y las mercancías que me quedan.

Y como sus temores fuesen mayores cada vez, se decidió a levantarse y se disculpó con los demás diciendo que iba a evacuar una necesidad apremiante, y salió a toda prisa. Echó a andar a oscuras, y fue caminando hasta que llegó a las puertas de la ciudad.

Pero como ya era media noche, encontró la puerta cerrada, y no vio a nadie, ni oyó ninguna voz humana. Solamente oía el ladrar de los perros y los chillidos de los chacales que sonaban a lo lejos mezclados con los aullidos de los lobos. Entonces, asustadísimo, exclamó: ¡No hay fuerza ni poder más que en Alá! Antes temía por mis riquezas y ahora he de temer por mi vida.

Y empezó a buscar un albergue donde pasar la noche, y al fin encontró una turbeh junto a la cual había una palmera. Una puerta estaba abierta y Ghanem entró por allí, y se tendió a conciliar el sueño, pero no podía dormir, pues estaba aterrado de verse solo en medio de las tumbas. Y se puso de pie, y abrió la puerta y miró hacia afuera. Y vio una luz que brillaba a lo lejos, cerca de las puertas de la ciudad. Se dirigió hacia aquella luz, pero entonces vio que ésta se acercaba por el camino que conducía a la turbeh en que él se encontraba. Entonces Ghanem tuvo más miedo, retrocedió precipitadamente, se metió de nuevo en la turbeh, y cuidó de cerrar la puerta, que era muy pesada. Pero no se tranquilizó hasta que se hubo subido a lo alto de la palmera para esconderse entre el ramaje. Desde allí vio que la luz se iba acercando, hasta que acabó por ver a tres negros, dos de los cuales llevaban un enorme cajón y el tercero una linterna y unos azadones.

Al llegar a la turbeh se detuvo muy sorprendido el negro que llevaba el farol. Los demás le dijeron: ¿Qué ocurre, ¡oh Sauab!?

Y Sauab respondió: ¿Que no ves?

Y dijo uno de los otros: ¿Pero qué he de ver?

Y Sauab replicó: ¡Oh Kaíur! ¿No ves que la puerta de la turbeh, que habíamos dejado abierta esta tarde está cerrada y con el cerrojo echado por dentro?

Entonces el tercer negro, llamado Bakhita, exclamó: ¡Qué poco entendimiento tienes! ¿Ignoras que los propietarios de estos campos salen todos los días de la ciudad y vienen a descansar aquí después de examinar sus plantaciones? ¿No sabes que cuidan de cerrar la puerta en cuanto anochece por temor de que los sorprendamos nosotros los negros, pues saben que si los cogemos los asamos vivos y nos comemos su carne blanca?

Entonces Kafur y Sauab dijeron al otro negro: ¡Oh Bakhita! Verdaderamente no puedes presumir de inteligencia.

Pero Bakhita replicó: Veo que no me creen hasta que encontremos al que estará escondido, y les advierto anticipadamente que si hay alguien en la turbeh, al ver acercarse nuestra luz se habrá subido, aterrorizado, a la copa de la palmera. Y allí lo encontraremos.

Y aterrado Ghanem, pensaba: ¡Qué negro tan listo! ¡Confunda Alá a todos, los sudaneses por su perfidia y su malignidad!

Después, muerto de miedo, dijo: ¡No hay fuerza ni poder más que en Alá el Altísimo y el Omnipotente! ¿Quién me podrá salvar ahora de este peligro?

Y los dos negros dijeron al que llevaba el farol: ¡Oh Sauab!, sube a lo alto del muro, y salta dentro de la turbeh, y ábrenos la puerta, pues estamos muy cansados del peso de este cajón encima del cuello y de los hombros. Y si nos abres la puerta, te preservaremos al más rollizo de los individuos que atrapemos ahí dentro, y te lo coceremos muy en su punto, dorándole la piel, cuidando que no se desperdicie ni una gota de grasa.

Pero Sauab contestó: Como tengo tan poca inteligencia, prefiero que tiremos este cajón por encima de la tapia, ya que nos han dado la orden de dejarlo en esta turbeh.

Pero los otros dos negros contestaron: Si lo tiramos como dices, se hará pedazos.

Y Sauab replicó: Pero si entramos en la turbeh, acaso nos sorprendan los bandidos que ahí suelen ocultarse para asesinar y desvalijar a los viajeros. Ya saben que en ese sitio se reúnen por la noche todos los bandoleros para repartirse el botín.

Los otros dos negros dijeron: ¿Es posible que seas tan infeliz que creas semejantes majaderías?

Y dejando el cajón en el suelo, escalaron la pared, saltaron dentro de la turbeh y corrieron a abrir mientras el otro les alumbraba desde fuera. Metieron entre los tres el cajón, cerraron la puerta y se sentaron a descansar en la turbeh.

Y uno dijo: Verdaderamente, ¡oh hermanos!, que estamos rendidos de tanto caminar y por el trabajo que hemos hecho. Y he aquí que es media noche. Descansemos algunas horas, y después abriremos la zanja para enterrar este cajón, cuyo contenido ignoramos. Luego del descanso podremos trabajar mejor. Y para pasar agradablemente estas horas de reposo, cuente cada uno cómo ha llegado a ser eunuco y por qué se le mutiló, relatándolo todo desde el principio hasta el fin. De esta manera pasaremos la noche amablemente.

Y en este momento de su narración, Schehrazada vio clarear el día y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que cuando uno de los negros sudaneses propuso que cada uno contase la historia de su mutilación, el negro Sauab, portador de la linterna y los azadones, tomó la palabra, y como los otros se rieron, repuso: ¿De qué se ríen? ¿De que sea el primero en contar por qué me mutilaron?

Y los otros dijeron: Nos parece muy bien. ¡Te escuchamos!

Entonces el eunuco Sauab dijo:
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