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LAS MIL Y UNA NOCHES

XXXI


Historia de El-Aschar, quinto hermano del barbero
(Contada por el barbero)






Este hermano mío, ¡oh Emir de los Creyentes!, fue precisamente aquel a quien cortaron la nariz y las orejas. Le llaman El-Aschar porque ostenta un vientre voluminoso como una camella preñada, y también por su semejanza con un caldero grande. Y es muy perezoso durante el día, pero de noche desempeña cualquier comisión, procurándose dinero por toda suerte de medios ilícitos y extraños.

Al morir nuestro padre heredamos cien dracmas de plata cada uno. El-Aschar cogió los cien dracmas que le correspondían, pero no sabía en qué emplearlos, y se decidió por último a comprar cristalería para venderla al por menor, prefiriendo este oficio a cualquier otro porque no le obligaba a moverse mucho.

Se convirtió, pues, en vendedor de cristalería, para lo cual compró un canasto grande en el que puso sus géneros, buscó una esquina frecuentada y se instaló tranquilamente en ella, apoyada la espalda contra la pared y delante el canasto, pregonando su mercadería de esta suerte: ¡Oh cristal! ¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de mi nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal, oh cristal!

Pero más tiempo se lo pasaba callado. Y entonces, apoyando con mayor firmeza la espalda contra la pared, empezaba a soñar despierto. Y he aquí lo que soñaba un viernes en el momento de la oración:

Acabo de emplear todo mi capital, o sean cien dracmas, en la compra de cristalería. Es seguro que lograré venderla en doscientos dracmas. Con estos doscientos dracmas compraré otra vez cristalería y la venderé en cuatrocientos dracmas. Y seguiré vendiendo y comprando hasta que me vea dueño de un gran capital. Entonces compraré toda clase de mercancías, drogas y perfumes, y no dejaré de vender hasta que haya hecho grandísimas ganancias. Y así podré adquirir un gran palacio y tener esclavos, y tener caballos con sillas y gualdrapas de brocado y de oro.

Y comeré y beberé soberbiamente, y no habrá cantora en la ciudad a la que no invite a cantar en mi casa. Y luego me concertaré con las casamenteras más expertas de Bagdad para que me busquen novia que sea hija de un rey o de un visir. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que me case, ya que no con otra, con la hija del gran visir, porque es una joven hermosísima y llena de perfecciones. De modo que le señalaré una dote de mil dinares de oro.Y no es de esperar que su padre el gran visir vaya a oponerse a esta boda pero si no la consintiese, le arrebataría a su hija y me la llevaría a mi palacio. Y compraré diez pajecillos para mi servicio particular. Y me mandaré hacer ropa regia, como la que llevan los sultanes y los emires, y encargaré al joyero más hábil que me haga una silla de montar toda de oro, con incrustaciones de perlas y pedrería.

Y montado en el más hermoso de los corceles, que compraré a los beduinos del desierto o mandaré traer de la tribu de Anezi, me pasearé por la ciudad precedido de numerosos esclavos y otros detrás y alrededor de mí; y de este modo llegaré al palacio del gran visir. Y el gran visir cuando me vea se levantará en honor mío, y me cederá su sitio, quedándose de pie algo más abajo que yo, y se tendrá por muy honrado con ser mi suegro. Y conmigo irán dos esclavos, cada uno con una gran bolsa. Y en cada bolsa habrá mil dinares. Una de las bolsas se la daré al gran visir como dote de su hija, y la otra se la regalaré como muestra de mi generosidad y magnificencia y para que vea también cuán por encima estoy de todo lo de este mundo. Y volveré solemnemente a mi casa, y cuando mi novia me envíe a una persona con algún recado, llenaré de oro a esa persona y le regalaré telas preciosas y trajes magníficos. Y si el visir llega a mandarme algún regalo de boda, no lo aceptaré, y se lo devolveré, aunque sea un regalo de gran valor, y todo esto para demostrarle que tengo gran altura de espíritu y soy incapaz de la menor falta de delicadeza. Y señalaré después el día de mi boda y todos los pormenores, disponiendo que nada se escatime en cuanto al banquete ni respecto al número y calidad de músicos, cantoras y danzarinas. Y prepararé mi palacio tendiendo alfombras por todas partes, cubriré el suelo de flores desde la entrada hasta la sala del festín, y mandaré regar el pavimento con esencias y agua de rosas.

La noche de bodas me pondré el traje más lujoso, me sentaré en un trono colocado en un magnífico estrado, tapizado de seda con bordados de flores y pájaros. Y mientras mi mujer se pasee por el salón con todas sus preseas, más resplandeciente que la luna llena del mes de Ramadán, yo permaneceré muy serio, sin mirarla siquiera ni volver la cabeza a ningún lado, probando con todo esto la entereza de mi carácter y mi cordura.

Y cuando me presenten a mi esposa, deliciosamente perfumada y con toda la frescura de su belleza, yo no me moveré tampoco. Y seguiré impasible, hasta que todas las damas se me acerquen y digan: ¡Oh señor, corona de nuestra cabeza!, aquí tienes a tu esposa que se pone respetuosamente entre tus manos y aguarda que la favorezcas con una mirada. Y he aquí que, habiéndose fatigado al estar de pie tanto tiempo, sólo espera tus órdenes para sentarse.

Y yo no diré tampoco ni una palabra, haciendo desear más mi respuesta. Y entonces todas las damas y todos los invitados se prosternarán y besarán la tierra muchas veces ante mi grandeza.

Y hasta entonces no consentiré en bajar la vista para dirigir una mirada a mi mujer, pero sólo una mirada, porque volveré en seguida a levantar los ojos y recobraré mi aspecto lleno de dignidad. Y las doncellas se llevarán a mi mujer, y yo me levantaré para cambiar de ropa y ponerme otra mucho más rica. Y volverán a llevarme por segunda vez a la recién casada con otros trajes y otros adornos, bajo el hacinamiento de las alhajas, el oro y la pedrería y perfumada con nuevos perfumes más gratos todavía . Y cuando me hayan rogado muchas veces, volveré a mirar a mi mujer, pero en seguida levantaré los ojos para no verla más. Y guardaré esta prodigiosa compostura hasta que terminen por completo todas las ceremonias.

Pero en este momento de su relato, Schehrazada vio aparecer la mañana, y discreta como siempre, no quiso abusar más aquella noche del permiso otorgado.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Siguió contando la historia al rey Schahriar:

He llegado a saber; ¡oh rey afortunado!, que el barbero prosiguió así la aventura de su quinto hermano El-Aschar:

... hasta que terminen por completo todas las ceremonias. Entonces mandaré a algunos de mis esclavos que cojan un bolsillo con quinientos dinares en moneda menuda, y la tiren a puñados por el salón, y repartan otro tanto entre músicos y cantoras y otro tanto a las doncellas de mi mujer. Y luego las doncellas llevarán a mi esposa a su aposento. Y yo me haré esperar mucho. Y cuando entre en la habitación atravesaré por entre las dos filas de doncellas. Y al pasar cerca de mi esposa le pisaré el pie de un modo ostensible para demostrar mi superioridad como varón. Y pediré una copa de agua azucarada, y después de haber dado gracias a Alá, la beberé tranquilamente.

Y seguiré no haciendo caso a mi mujer, que estará en la cama dispuesta a recibirme, y a fin de humillarla y demostrarle de nuevo mi superioridad y el poco caso que hago de ella, no le dirigiré ni una vez la palabra, y así aprenderá cómo pienso conducirme en lo sucesivo, pues no de otro modo se logra que las mujeres sean dóciles, dulces y tiernas. Y en efecto, no tardará en presentarse mi suegra, que me besará la frente y las manos, y dirá: ¡Oh mi señor!, dígnate mirar a mi hija, que es tu esclava y desea ardientemente que le acompañes, y le hagas la limosna de una sola palabra tuya.

Pero yo, a pesar de las súplicas de mi suegra, que no se habrá atrevido a llamarme yerno por temor de demostrar familiaridad, no le contestaré nada. Entonces me seguirá rogando, y estoy seguro de que acabará por echarse a mis pies y los besará, asi como la orla de mi ropón. Y me dirá entonces: ¡Oh mi señor! ¡Te juro por Alá que mi hija es virgen! ¡Te juro por Alá que ningún hombre la vio descubierta, ni conoce el color de sus ojos! No la afrentes ni la humilles tanto. Mira cuán sumisa la tienes. Sólo aguarda una seña tuya para satisfacerte en cuanto quieras.

Y mi suegra se levantará para llenar una copa de un vino exquisito, dará la copa a su hija, que en seguida vendrá a ofrecérmela, toda temblorosa. Y yo, arrellanado en los cojines de terciopelo bordados en oro, dejaré que se me acerque, sin mirarla, y gustaré de ver de pie a la hija del gran visir delante del ex vendedor de cristalería, que pregonaba en una esquina: ¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de m i nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal! ¡Cristal ¡Miel coloreada! ¡Cristal!

Y ella, al ver en mí tanta grandeza, habrá de tomarme por el hijo de algún sultán ilustre cuya gloria llene el mundo. Y entonces insistirá para que tome la copa de vino, y la acercará gentilmente a mis labios. Y furioso al ver esta familiaridad, le dirigiré una mirada terrible, le daré una gran bofetada y un puntapié en el vientre, de esta manera ...

Y mi hermano hizo ademán de dar el puntapié a su soñada esposa y se lo dio de lleno al canasto que encerraba la cristalería. Y el cesto salió rodando con su contenido. Y se hizo añicos todo lo que constituía la fortuna de aquel loco.

Ante aquel irreparable destrozo, El-Aschar empezó a darse puñetazos en la cara y a desgarrarse la ropa y a llorar. Y entonces, como era precisamente viernes e iba a empezar la plegaria, las personas que salían de sus casas vieron a mi hermano, y unos se paraban movidos de lástima, y otros siguieron su camino creyéndole loco.

Y mientras estaba deplorando la pérdida de su capital y de sus intereses, he aquí que pasó por allí, camino de la mezquita, una gran señora. Un intenso perfume de almizcle se desprendía de toda ella. Iba montada en una mula enjaezada con terciopelo y brocado de oro, y la acompañaba considerable número de esclavos y sirvientes.

Al ver todo aquel cristal roto y a mi hermano llorando, preguntó la causa de tal desesperación. Y le dijeron que aquel hombre no tenía más capital que el canasto de cristalería, cuya venta le daba de comer, y que nada le quedaba después del accidente.

Entonces la dama llamó a uno de los criados y le dijo: Da a ese pobre hombre todo el dinero que lleves encima.

Y el criado se despojo de una gran bolsa que llevaba sujeta al cuello con un cordón, y se la entregó a mi hermano. Y El-Aschar la cogió, la abrió, y encontró después de contarlos quinientos dinares de oro. Y estuvo a punto de morirse de emoción y de alegría y empezó a invocar todas las gracias y bendiciones de Alá en favor de su bienhechora.

Y enriquecido en un momento, se fue a su casa para guardar aquella fortuna. Y se disponía a salir para alquilar una buena morada en que pudiese vivir a gusto, cuando oyó que llamaban a la puerta.

Fue a abrir, vio a una vieja desconocida que le dijo: ¡Oh hijo mío!, sabe que casi ha transcurrido la hora de la plegaria en este santo día de viernes, y aún no he podido hacer mis abluciones. Y te ruego que me permitas entrar para hacerlas, resguardada de los importunos.

Y mi hermano dijo: Escucho y obedezco.

Y abrió la puerta de par en par y la llevó a la cocina, donde la dejó sola.

Y a los pocos instantes fue a buscarle la vieja, y sobre el miserable pedazo de estera que servía de tapiz terminó su plegaria haciendo votos en favor de mi hermano, llenos de compunción. Y mi hermano le dio las gracias más expresivas, y sacando del cinturón dos dinares de oro se los alargó generosamente. Pero la vieja los rechazó con dignidad, y dijo: ¡Oh hijo mío, alabado sea Alá, que te hizo tan magnánimo! No me asombra que inspires simpatías a las personas apenas te vean. Y en cuanto a ese dinero que me ofreces, vuelva a tu cinturón, pues a juzgar por tu aspecto debes ser un pobre saalik, y te debe hacer más falta que a mí, que no lo necesito. Y si en realidad no te hace falta, puedes devolvérselo a la noble señora que te lo dio por habérsete roto la cristalería.

Y mi hermano dijo: ¡Cómo! Buena madre, ¿conoces a esa dama? En ese caso, te ruego que me indiques dónde la podré ver.

Y la vieja contestó: Hijo mío, esa hermosa joven sólo te ha demostrado su generosidad para expresar la inclinación que le inspira tu juventud, tu vigor y tu gallardía. Pues su marido nunca logrará satisfacerla, porque Alá le ha castigado. Levántate, pues, guarda en tu cinturón todo el dinero para que no te lo roben en esta casa tan poco segura, y ven conmigo. Pues has de saber que sirvo a esa señora hace mucho tiempo y me confía todas sus comisiones secretas. Y en cuanto estés con ella, no te enojes para nada, pues debes hacer con ella todo aquello de que eres capaz. Y cuanto más hagas, más te querrá. Y por su parte se esforzará en proporcionarte todos los placeres y todas las alegrías, y serás dueño absoluto de su hermosura y sus tesoros.

Cuando mi hermano oyó estas palabras de la vieja, se levantó, hizo lo que le había dicho, y siguió a la anciana, que había echado a andar. Y mi hermano marchó detrás de ella hasta que llegaron ambos a un gran portal, en el que la vieja llamó a su modo. Y mi hermano se liaba en el límite de la emoción y de la dicha.

Y a aquel llamamiento salió a abrir una esclava griega muy bonita, que les deseó la paz y sonrió a mi hermano de una manera muy insinuante. Y le introdujo en una magnífica sala, con grandes cortinajes de seda y oro fino, y magníficos tapices. Y mi hermano, al verse solo, se sentó en un diván, se quitó el turbante, se lo puso en las rodillas y se secó la frente. Y apenas se hubo sentado se abrieron las cortinas y apareció una joven incomparable, como no la vieron las miradas más maravilladas de los hombres. Y mi hermano El-Aschar se puso de pie sobre sus dos pies.

Y la joven le sonrió con los ojos y se apresuró a cerrar la puerta, que se había quedado abierta. Y se acercó a El-Aschar, le tomó la mano, y lo llevó consigo al diván de terciopelo. Le manifestó que estaba muy satisfecha de verle, y tras algunos agasajos, le dijo: No estamos aquí con bastante comodidad; dame la mano y ven conmigo.

Le dio ella la suya y le condujo a un aposento retirado, donde estuvo conversando un rato con él, y luego le dejó diciendo: ¡Ojo de mi vida!, no te muevas de aquí hasta que yo vuelva.

Después salió rápidamente y desapareció.

Pero de pronto se abrió violentamente la puerta y apareció un negro horrible, gigantesco, que llevaba en la mano un alfanje desnudo, y gritó al aterrorizado El-Aschar: ¡Oh grandísimo miserable! ¿Cómo te atreviste a llegar hasta aquí?

Y mi hermano no supo qué contestar a lenguaje tan violento, se le paralizó la lengua, se le aflojaron los músculos y se puso muy pálido.

Entonces el negro lo sujetó, lo desnudó completamente y se puso a darle de plano con el alfanje más de ochenta golpes, hasta que mi hermano se cayó al suelo y el negro lo creyó cadáver.

Llamó entonces con voz terrible, y acudió una negra con un plato lleno de sal. Lo puso en el suelo y empezó a llenar de sal las heridas de mi hermano, que a pesar de padecer horriblemente, no se atrevía a gritar por temor de que le remataran. Y la negra se marchó después que hubo cubierto completamente de sal todas las heridas.

Entonces el negro dio otro grito tan espantoso como el primero, y se presentó la vieja que, ayudada por el negro, después de robar todo el dinero a mi hermano, lo cogió por los pies, lo arrastró por todas las habitaciones hasta llegar al patio, donde lo lanzó al fondo de un subterráneo, en el que acostumbraba a precipitar los cadáveres de todos aquellos a quienes con sus artificios había atraído a la casa para que sirviesen a su joven señora.

El subterráneo en cuyo fondo habían arrojado a mi hermano El- Aschar era muy grande y oscurísimo, y en él se amontonaban los cadáveres unos sobre otros. Allí pasó El-Aschar dos días enteros, imposibilitado de moverse por las heridas y la caída. Pero Alá (¡alabado y glorificado sea!) quiso que mi hermano pudiese salir de entre tanto cadáver y arrastrarse a lo largo del subterráneo, guiado por una escasa claridad que venía de lo alto. Y pudo llegar hasta el tragaluz, de donde descendía aquella claridad, y una vez allí salir a la calle, fuera del subterráneo.

Se apresuró entonces a regresar a su casa, a la cual fui a buscarle, y le cuidé con los remedios que sé extraer de las plantas. Y al cabo de algún tiempo, curado ya completamente mi hermano, resolvió vengarse de la vieja y de sus cómplices por los tormentos que le habían causado.

Se puso a buscar a la vieja; siguió sus pasos, y se enteró bien del sitio a que solía acudir diariamente para atraer a los jóvenes que habían de satisfacer a su ama y convertirse después en lo que se convertían.

Y un día se disfrazó de persa, se ciñó un cinto muy abultado, escondió un alfanje bajo su holgado ropón, y fue a esperar la llegada de la vieja, que no tardó en aparecer.

En seguida se aproximó a ella, y fingiendo hablar mal nuestro idioma remedó el lenguaje bárbaro de los persas.

Dijo: ¡Oh buena madre!, soy forastero, y quisiera saber dónde podría pesar y reconocer unos novecientos dinares de oro que llevo en el cinturón, y que acabo de cobrar por la venta de unas mercaderías que traje de mi tierra.

Y la maldita vieja de mal agüero le respondió: ¡Oh, no podías haber llegado más a tiempo! Mi hijo, que es un joven tan hermoso como tú, ejerce el oficio de cambista, y te prestará el pesillo que buscas. Ven conmigo, y te llevaré a su casa.

Y él contestó: Pues ve delante.

Y ella fue delante y él detrás hasta que llegaron a la casa consabida. Y les abrió la misma esclava griega de agradable sonrisa, a la cual dijo la vieja en voz baja: Esta vez le traigo a la señora músculos sólidos.

Y la esclava tomó a El-Aschar de la mano, y lo llevó a la sala de las sedas, y estuvo con él entreteniéndole algunos momentos; después avisó a su ama, que llegó e hizo con mi hermano lo mismo que la primera vez. Pero sería ocioso repetirlo. Después se retiró, y de pronto apareció el negro terrible, con el alfanje desenvainado en la mano, y gritó a mi hermano que se levantara y lo siguiese. Y entonces, mi hermano, que iba detrás del negro, sacó de pronto el alfanje de debajo del ropón, y del primer tajo le cortó la cabeza.

Al ruido de la caída acudió la negra, que sufrió la misma suerte; después la esclava griega, que al primer sablazo quedó también descabezada. Inmediatamente le tocó a la vieja, que llegó corriendo para echar mano al botín. Y al ver a mi hermano con el brazo cubierto de sangre y el acero en la mano, se cayó espantada en tierra, y El-Aschar la agarró del pelo y le dijo: ¿No me conoces, vieja zorra, podrida entre las podridas?

Y respondió la vieja: ¡Oh mi señor, no te conozco!

Pero mi hermano dijo: Pues sabe, que soy aquél en cuya casa fuiste a hacer las abluciones.

Y al decir esto, mi hermano partió en dos mitades a la vieja de un solo sablazo.

Después fue a buscar a la joven.

No tardó en encontrarla, ocupada en componerse y perfumarse en un aposento retirado. Y cuando la joven le vio cubierto de sangre, dio un grito de terror, y se arrojó a sus pies, rogándole que le perdonara la vida.

Y mi hermano, recordando los placeres compartidos con ella, le otorgó generosamente la vida, y le preguntó: ¿Y cómo es que estás en esta casa bajo el dominio de ese negro horrible a quien he matado con mis manos?

La joven respondió: ¡Oh dueño mío!, antes de estar encerrada en esta maldita casa, era yo propiedad de un rico mercader de la población, y esta vieja solía venir a verme y nos manifestaba mucha amistad. Un día entre los días fue a su casa y me dijo: Me han invitado a una gran boda, pues no habrá en el mundo otra parecida. Y vengo a llevarte conmigo. Yo le contesté: Escucho y obedezco.

Me puse mis mejores ropas, cogí un bolsillo con cien dinares y salí con la vieja. Llegamos a esta casa, en la cual me introdujo con su astucia, y caí en manos de ese negro atroz que me sujetó aquí a la fuerza y me utilizó para sus criminales designios, a costa de la vida de los jóvenes que la vieja le proporcionaba. Y así he pasado tres años entre las manos de esa vieja maldita.

Entonces mi hermano dijo: Pero llevando aquí tanto tiempo, debes saber si esos criminales han amontonado riquezas.

Y ella contestó: Hay tantas, que dudo mucho que tú solo pudieras llevártelas. Ven a verlo tú mismo.

Y se llevó a mi hermano, y le enseñó grandes cofres llenos de monedas de todos los países y de bolsillos de todas las formas. Y mi hermano se quedó deslumbrado y atónito.

Ella entonces le dijo: No es así como podrás llevarte este oro. Ve a buscar unos mandaderos y traelos para que carguen con él. Mientras tanto, yo prepararé los fardos.

Se apresuró El-Aschar a buscar a los mozos, y al poco tiempo volvió con diez hombres que llevaban cada uno una gran canasta vacía.

Pero al llegar a la casa vio el portal abierto de par en par. Y la joven había desaparecido con todos los cofres. Y comprendió entonces que se había burlado de él para poderse llevar las principales riquezas. Pero se consoló al ver las muchas cosas preciosas que quedaban en la casa y los valores encerrados en los armarios, con todo lo cual podía considerarse rico para toda su vida. Y resolvió llevárselo al día siguiente; pero cómo estaba muy fatigado, se tendió en el magnífico lecho y se quedó dormido.

Al despertar al día siguiente, llegó hasta el límite del terror al verse rodeado por veinte guardias del walí, que le dijeron: Levántate a escape y vente con nosotros.

Y se lo llevaron, cerraron y selláron las puertas, y lo pusieron entre las manos de walí, que le dijo: He averiguado tu historia, los asesinatos que has cometido y el robo que ibas a perpetrar.

Entonces mi hermano exclamó: ¡Oh walí! Dame la señal de la seguridad, y te contaré lo ocurrido.

Y el walí entonces le dio un velo, símbolo de la seguridad, y El-Aschar le contó toda la historia desde el principio hasta el fin. Pero no sería útil repetirla.

Después mí hermano añadió: Ahora, ¡oh walí lleno de ideas justas y rectas!, consentiré, si quieres, en compartir contigo lo que queda en aquella casá.

Pero el walí replicó: ¿Cómo te atreves a hablar de reparto? ¡Por Alá! No tendrás nada, pues debo cogerlo todo. Y date por muy contento al conservar la vida. Además, vas a salir inmediatamente de la ciudad y no vuelvas por aquí, bajo pena del mayor castigo.

Y el walí desterró a mi hermano, por temor a que el califa se enterase de la historia de aquel robo. Y mi hermano tuvo que huir muy lejos.

Pero para que se cumpliese por completo el Destino, apenas había salido de las puertas de la ciudad le asaltaron unos bandoleros, y al no hallarle nada encima, le quitaron la ropa, dejándole en cueros, le jalearon y le cortaron las orejas y la nariz.

Y supe entonces, ¡oh Emir de los Creyentes!, las desventuras del pobre El-Asehar. Salí en su busca, y no descansé hasta encontrarlo. Lo traje a mi casa, donde le curé, y ahora le doy para que coma y beba durante el resto de sus días.

¡Tal es la historia de El-Aschar! Pero la historia de mi sexto y último hermano, ¡oh Emir de los Creyentes!, merece que la escuches antes de que me decida a descansar.
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