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LAS MIL Y UNA NOCHES

XXVIII


Historia de El-Haddar, segundo hermano del barbero
(Contada por el barbero)






Sabe, pues, ¡oh Emir de los Creyentes!, que mi segundo hermano se llama El-Haddar, porque muge como un camello y, además, está mellado. Como oficio no tiene ninguno, pero en cambio me da muchos disgustos. Juzguen con su entendimiento al oír esta aventura.

Un día que vagaba sin rumbo por las calles de Bagdad, se le acercó una vieja y le dijo en voz baja: Escucha, ¡oh ser humano! Te voy a hacer una proposición que puedes aceptar o rechazar, según te plazca.

Y mi hermano se detuvo, y dijo: Ya te escucho.

Y la vieja prosiguió: Pero antes de ofrecerte esa cosa, me has de asegurar que eres un charlatán indiscreto.

Y mí hermano respondió: Puedes decir lo que quieras.

Y ella le dijo: ¿Que te parecería un hermoso palacio, con arroyos y árboles frutales, en el cual corriese el vino en las copas nunca vacías, en donde vieras caras arrebatadoras, besaras mejillas suaves, y disfrutaras de otras cosas por el estilo, gozando desde la noche hasta la mañana? Y para disfrutar de todo esto, no necesitarías más que avenirte a una condición.

Mi hermano El-Haddar replicó a estas palabras de la vieja: Pero ¡oh señora mía! ¿Cómo es que vienes a hacerme precisamente a mí esa proposición, excluyendo a otra cualquiera entre las criaturas de Alá? ¿Qué has encontrado en mí para preferirme?

Y la vieja contestó: Ya te he dicho que ahorres palabras, que sepas callar, y conducirte en silencio. Sigúeme, pues, y no hables más.

Después se alejó precipitadamente. Y mi hermano, con la esperanza de todo lo prometido, echó a andar detrás de ella hasta que llegaron aun magnífico palacio, en el cual entró la vieja e hizo entrar a mi hermano Haddar. Y mi hermano vio que el interior del palacio era muy bello, pero que era más bello aún lo que encerraba. Porque se encontró en medio de cuatro muchachas como lunas. Y esas jóvenes estaban tendidas sobre riquísimos tapices y entonaban con una voz deliciosa canciones de amor.

Después de las zalemas acostumbradas, una de ellas se levantó, llenó una copa y la bebió. Y mi hermano Haddar le dijo: Que te sea sano y delicioso y aumente tus fuerzas. Y se aproximó a la joven para tomar la copa vacía y ponerse a sus órdenes. Pero ella llenó inmediatamente la copa y se la ofreció. Y Haddar, cogiendo la copa, se puso a beber. Y mientras él bebía, la joven empezó a acariciarle la nuca pero de pronto le golpeó con tal saña, que mi hermano acabó por enfadarse. Y se levantó para irse, olvidando su promesa de soportarlo todo sin protestar. Y entonces se acercó la vieja y le guiñó el ojo, como diciéndole: ¡No hagas eso! Quédate y aguarda hasta el fin.

Y mi hermano obedeció, y hubo de soportar pacientemente todos los caprichos de la joven. Y las otras tres porfiaron en darle bromas no menos pesadas: una le tiraba de las orejas como para arrancárselas, otra le daba capitazos en la nariz, y la tercera le pellizcaba con las uñas. Y mi hermano lo tomaba con mucha resignación, porque la vieja le seguía haciendo señas de que callase.

Por fin, para premiar su paciencia, se levantó la joven más hermosa y le dijo que se desnudase. Y mi hermano obedeció sin protestar. Y entonces la joven cogió un hisopo, le roció con agua rosas, y le dijo: Me gustas mucho, ¡ojo de mi vida! Pero me fastidian las barbas y los bigotes que pinchan la piel. De modo que, si me quieres, te has de afeitar la cara.

Y mi hermano contestó: Pues eso puede ser, porque sería la mayor vergüenza que me podría ocurrir.

Y ella dijo: Pues no podré amarte de otro modo. No hay más remedio.

Y entonces mi hermano dejó que la vieja le llevase a una habitación contigua, donde le cortó la barba y se la afeitó, y después los bigotes y las cejas. Y luego le embadurnó la cara con colorete y polvos, y lo condujo a la sala donde estaban las jóvenes. Y al verle les entró tal risa que se doblaron.

Después se le acercó la más hermosa de aquellas jóvenes y dijo: ¡Oh dueño mío! Tus encantos acaban de conquistar mi alma. Y sólo he de pedirte un favor, y es que así, desnudo como estás y lindo, ejecutes delante de nosotras una danza que sea graciosa y sugestiva.

Y como El-Haddar no pareciese muy dispuesto, prosiguió la joven: Te conjuro por mi vida a que lo hagas, y después lograrás de mí lo que tú sabes.

Entonces, al son de la dorabuka, manejada por la vieja, mi hermano se ató a la cintura un pañuelo de seda y se puso a bailar en medio de la sala.

Pero tales eran sus gestos y sus piruetas, que las jóvenes se destornillaban de risa, y empezaron a tirarle cuanto vieron a mano: los almohadones, las frutas, las bebidas y hasta las botellas. Y la más bella de todas se levantó entonces y fue adoptando toda clase de posturas, mirando a mi hermano con ojos como entornados. Y El-Haddar, que había interrumpido el baile tan pronto como vio a la joven en ese estado, llegó al límite más extremo.

Pero entonces se le acercó la vieja y le dijo: Ahora te toca correr detrás de ella. De modo que la vas a perseguir por todas partes, de habitación en habitación, hasta que la puedas atrapar.

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente ...

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo: He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que el barbero prosiguió su relato en esta forma: Mi hermano, Haddar, empezó a perseguir a la joven que, ligera, huia de él y se reía. Y las otras jóvenes y la vieja, al ver correr a aquel hombre con su rostro pintarrajeado, sin barbas, ni bigotes, ni cejas, se morían de risa y palmeteaban, y golpeaban el suelo con los pies.

Y la joven, después de dar dos vueltas a la sala, se metió por un pasillo muy largo, y luego cruzó dos habitaciones, una tras otra, siempre perseguida por mi hermano, completamente loco. Y ella, sin dejar de correr, reía con toda su alma, moviendo las caderas.

Pero de pronto desapareció en un recodo, y mi hermano fue a abrir una puerta por la cual creía que había salido la joven, y se encontró en medio de una calle. Y esta calle era la calle en que vivían los curtidores de Bagdad. Y todos los curtidores vieron a El-Haddar afeitado de barbas, sin bigotes, las cejas rapadas y pintado el rostro como una mujer. Y escandalizados, se pusieron a darle correazos, hasta que perdió el conocimiento. Y después le montaron en un burro, poniéndole al revés, de cara al rabo, y le hicieron dar la vuelta a todos los zocos, hasta que lo llevaron al walí, que les preguntó: ¿Quién es ese hombre?

Y ellos contestaron: Es un desconocido que salió súbitamente de casa del gran visir. Y lo hemos hallado en este estado.

Entonces el walí mandó que le diesen cien latigazos en la planta de los pies, y lo desterró de la ciudad. Y yo ¡oh Emir de los Creyentes!, corrí en busca de mi hermano, me lo traje secretamente y le di hospedaje. Y ahora lo sostengo a mi costa. Comprenderás que si yo no fuera un hombre lleno de entereza y de cualidades, no habría podido soportar a semejante necio.

Pero en lo que se refiere a mi tercer hermano, ya es otra como vas a ver.
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