Índice de El mexicano de Jack LondonAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha

IV

La entrada de Rivera en el ring pasó casi desapercibida. Tan sólo le dió la bienvenida un murmullo muy débil y muy disperso de aplausos paca convencidos. La sala no creía en él. Era un cordero destinado a ser destrazado en manos del gran Danny. Además, la sala estaba decepcionada. Había esperado una batalla sin cuartel entre Danny Ward y Billy Carthey y ahora debía canformarse con este pequeño principiante. Para colmo, había manifestado su desaprobación del cambio apostando dos, e incluso tres contra uno por Danny. Y en el público, donde está el dinero de las apuestas, está el corazón.

El muchacho mexicano se sentó en su esquina y esperó. Se sucedían los minutos lentamente. Danny le estaba haciendo esperar. Era un viejo truco, pero siempre funcionaba con los boxeadores jóvenes y nuevos. Se iban asustando progresivamente; sentados de esta farma y encarando sus propias aprensiones y una audiencia insensible que no cesaba de fumar tabaco. Pero por una vez en la vida el truco falló. Roberts tenía razón. Rivera carecía de entrañas. El, que estaba más delicadamente coordinado, más perfectamente equilibrado y tranquilo que cualquiera de ellos, no tenía nervios de esta clase. La atmósfera de derrota predestinada que reinaba en su propia esquina no le afectaba. Sus cuidadores eran gringos y extranjeros. Además eran ruines -el sucio detritus del boxeo, sin honor, sin eficiencias. Y tenían la certidumbre de que aquélla era la esquina del perdedor.

- Debes ir con cuidado, -le advirtió Spider Hagerty. Spider era el más importante de sus segundos-. Haz que el combate dure todo que puedas, son las instrucciones de Kelly. Si no, los periódicos diran que ha sido otro combate trucado y en Los Angeles darán un nuevo golpe bajo al baxeo.

Estas palabras no eran muy alentadoras. Pero Rivera no prestó atención. Despreciaba el boxeo profesional. Era el juego odiado de los odiados gringos. Se había metido en el negocio, haciendo de sparring para otros en los lugares de entrenamiento, por la sola razón de que estaba hambriento. El hecho de que su constitución fuera maravillosa para el boxeo no había significado nada. Lo odiaba. Y no había peleado por dinero hasta entrar en contacto con la Junta. A partir de entonces el dinero había corrido fácilmente. No era el primero de los hijos de los hombres que triunfaba en una vocación despreciada.

No hacía ningún tipo de análisis. Sólo sabía que debía ganar este combate. No había otra alternativa. Pues detrás de él, abocándole a este pensamiento, había unas fuerzas tan profundas como nadie en la abarrotada sala podía imaginar. Danny Ward peleaba por dinero y por el fácil tren de vida que le permitía el dinero. Pero las cosas por las que peleaba Rivera ardían en su cerebro, visiones resplandecientes y terribles, que, con los ojos completamente abiertos, sentado solitariamente en una esquina del ring y esperando a su avispado antagonista, veía tan claramente como si las hubiera vivido.

Veía las paredes blancas de las factorías movidas por energía hidroeléctrica de Río Blanco. Veía a los seis mil trabajadores, hambrientos y descoloridos, y a los niños pequeños, de siete u ocho años de edad, que realizaban agotadoras jornadas de trabajo por diez centavos al día. Veía los cadáveres deambulantes, las fantasmales cabezas de muerto de los hombres que trabajan en las secciones de tinte. Recordaba que había oído a su padre llamar a las secciones de tinte los antros del suicidio, donde un año suponía la muerte. Veía el pequeño patio, y a su madre cocinando y fatigándose con las toscas labores de la casa, aunque todavía encontraba tiempo para acariciarle y amarle. Y veía a su padre, grande, de largos bigotes y amplio pecho, el más amable de todos los hombres, que amaba a todos los hombres y cuyo corazón era tan grande que todavía le quedaba amor para volcarlo sobre la madre y sobre el pequeño muchacho que jugaba en una esquina del patio. En aquel tiempo su nombre no era Felipe Rivera. Se llamaba Fernández, el apellido de su padre y de su madre. A él le habían puesto por nombre Juan. Más tarde él mismo lo había cambiado, pues resultaba que el nombre de Fernández era odiado por los prefectos de la policía, los jefes políticos y los rurales.

Joaquín Fernández, el hombre grande y cordial. Ocupaba un importante lugar en las visiones de Rivera. En aquel tiempo no lo había comprendido, pero ahora, al mirar hacia atrás, lo podía comprender. Podía verle tipografiando en la pequeña imprenta, o garabateando líneas interminables, apresuradas, nerviosas, en el escritorio desordenado. Y podía ver las noches extrañas, cuando los obreros, que venían secretamente protegidos por la oscuridad como hombres que hacían algo malo, se encontraban con su padre y conversaban durante largas horas, donde él, el muchacho, yacía no siempre dormido en la esquina.

Como viniendo de una distancia remota, pudo oír la voz de Spider Hagerty que le decía:

- No te rindas al principio. Son las instrucciones. Dale fuerte y gánate al público.

Habían pasado diez minutos, y todavia seguía sentado en su esquina. No había señales de Danny, quien evidentemente estaba llevando el truco hasta el límite.

Sin embargo, ante el ojo de la memoria de Rivera ardían todavía más visiones. La huelga, o mejor, el lock-out, porque los obreros de Río Blanco habían ayudado a sus hermanos de Puebla, en huelga. El hambre, las expediciones a las colinas en busca de bayas, las raíces y yerbas que todos comían y que retorcían y atormentaban los estómagos de todos ellos. Y luego la pesadilla; el extenso patio ante el almacén de la compañía; los millares de obreros hambrientos, el general Rosalío Martínez y los soldados de Porfirio Díaz; y los fusiles que escupían muerte, que nunca dejaban de escupir, mientras los pecados de los trabajadores eran lavados una y otra vez con su propia sangre. ¡Y aquella noche! Veía los vagones planos, en donde estaban amontonados los cuerpos de los asesinados, que eran consignados hacia Veracruz, donde servirían de pasto para los tiburones de la bahía. Trepó de nuevo por los espantosos montones, buscando y encontrando, desnudos y mutilados, los cuerpos de su padre y de su madre. Recordaba especialmente a su madre, sólo podía verse su rostro, pues su cuerpo yacía enterrado bajo el peso de docenas de cuerpos. De nuevo crujieron los rifles de los soldados de Porfirio Díaz, y de nuevo saltó al suelo y se escabulló como un coyote herido de las colinas.

Llegó a sus oídos un gran rugido, como de mar, y vio acercarse por el pasillo central a Danny Ward, dirigiendo su séquito de entrenadores y segundos. La sala estallaba en un salvaje alboroto en honor del héroe popular que se disponía a vencer. Todo el mundo le proclamaba. Todo el mundo estaba con él. Los propios segundos de Rivera no pudieron reprimir una especie de alegría cuando Danny se agachó garbosamente para pasar entre las cuerdas y entró en el ring. Su rostro desplegaba continuamente una incesante sucesión de sonrisas, y cuando Danny sonreía, sonreía con todas sus facciones, incluso con las arrugas que, de tanto reir, se le habían formado en las esquinas de sus ojos, y con las profundidades de sus ojos. Nunca hubo un boxeador tan genial. Su cara era un anuncio ambulante de buenos sentimientos y buena camaradería. Conocía a todo el mundo. Bromeaba, reía, y saludaba a sus amigos a través de las cuerdas. Los que estaban lejos, incapaces de reprimir su admiracíon, gritaban fuertemente: ¡Oh tú, Danny! Fue una alegre ovación de afecto que duró cinco minutos completos.

A Rivera nadie le hacía caso. Para el público no existía. La cara hinchada de Spider Hagerty se inclinó sobre la suya.

- No tengas miedo -le advirtio Spider-, y recuerda las instrucciones. Tienes que durar. Nada de rendirte. Si te rindes, tenemos instrucciones de arrearte cuando llegues a los vestuarios. ¿De acuerdo? Tienes que luchar, eso es todo.

La sala comenzó a aplaudir. Danny cruzó el ring hacia él. Danny se inclinó sobre él, agarró la mano derecha de Rivera entre las suyas y la sacudió con impulsiva cordialidad. La cara de Danny adornada por una sonrisa, estaba cerca de la suya. El público aprobó ruidosamente el espíritu deportivo exhibido por Danny. Estaba saludando a su oponente con el cariño de un hermano. Los labios de Danny se movieron, y la audiencia, interpretando las palabras que no podía oír como una demostración de amable deportividad, gritó de nuevo. Sólo Rivera oyó las palabras bajas.

- Pequeña rata mexicana -silbaron los labios de Danny que sonreían alegremente- te arrancaré el color amarillo.

Rivera no hizo ningún movimiento. No se levantó. Se limitó a odiarle con sus ojos.

- ¡Levántate, perro! -gritó alguien desde atrás, a través de las cuerdas.

La multitud comenzó a silbar y a gritarle por su conducta antideportiva, pero él siguió sentado sin moverse. Una nueva salva de aplausos acompañó a Danny cuando éste cruzó a la inversa el ring.

Cuando Danny se desnudó, se oyeron en toda la sala ¡ohs! y ¡ahs! de asombro. Su cuerpo era perfecto, rebosante de ligereza, salud y fuerza. La piel era tan blanca como la de una mujer, y no menos suave. En ella residían toda la gracia, la elasticidad y el poder. Lo había demostrado en cientos de batallas. Sus fotografías estaban en todas las revistas de cultura física.

Un gemido se extendió por la sala cuando Spider Hagerty le sacó a Rivera el jersey por encima de la cabeza. Su cuerpo parecía más delgado por el color moreno de su piel. Tenía músculos, pero no eran ostensibles como los de su oponente. El público no se fijó en su tórax profundo. Ni fue capaz de adivinar la flexibilidad de la fibra de su carne, la instantaneidad de las explosiones celulares de sus músculos, la perfección de sus nervios que convertían a todas las partes de aquel cuerpo en un espléndido mecanismo de combate. Todo lo que vio la audiencia fue un muchacho de tez morena de diechiocho años, con un cuerpo que parecía el de un muchacho. Con Danny era diferente. Danny era un hombre de veinticuatro años, y su cuerpo era el cuerpo de un hombre. El contraste fue todavía más asombroso cuando se plantaron en el centro del ring, recibiendo las últimas instrucciones del árbitro.

Rivera se dio cuenta de que Roberts estaba sentado justamente detrás de los periodistas. Estaba más borracho que de costumbre, y, por ello, sus palabras eran todavía más lentas.

- Tómatelo con calma, Rivera -dijo Roberts arrastradamente-. Puede matarte, recuerda lo que te digo. Te embestirá de salida, pero no te dejes sorprender. Cúbrete, resiste y cuélgate de él. No puede hacerte mucho daño. Imaginate que estás haciendo de sparring en un entrenamiento.

Rivera no dio señales de haberlo oído.

- Un pequeño diablo taciturno -murmuró Roberts al hombre que estaba sentado junto a él-. Siempre fue así.

Pero Rivera se olvidó de mirar con su odio habitual. Una visión de incontables rifles cegó sus ojos. Todos los rostros del público, hasta donde podía llegar su mirada, incluyendo los asientos altos de un dólar, se transformaron en rifles. Y vio la larga frontera mexicana, árida, calcinada por el sol y dolorida, y a lo largo de ella vio las bandas enardecidas a quienes sólo faltaban las armas.

Esperaba de pie, apoyado en su esquina. Sus segundos se habían arrastrado por debajo de las cuerdas, llevándose consigo el taburete de lona. Al otro lado del cuadrilátero, y en diagonal, Danny le encaraba. Sonó el gong, y comenzó la batalla. El público dio alaridos de placer. Nunca había visto una batalla iniciada con tanta convicción. Los periódicos tenían razón. Era una pelea de arreglo de cuentas. Ansioso de enzarzarse a golpes, Danny cubrió tres cuartas partes de la distancia, con la intención evidente de comerse al chico mexicano plenamente advertido. Le asaltó no con un golpe, ni con dos, ni con una docena. Era un giroscopio de golpes, un remolino de destrucción. Rivera no estaba en ninguna parte. Estaba abrumado, enterrado bajo la avalancha de directos asestados desde todos los ángulos y posiciones por un maestro consumado en el arte. Fue apaleado, arrojado contra las cuerdas, separado por el árbitro, y arrojado contra las cuerdas de nuevo.

No era un combate. Era una carnicería, una matanza. Cualquier público, salvo el del boxeo, habría agotado sus emociones en aquel minuto inicial. Danny estaba demostrando claramente lo que podía hacer: una espléndida exhibición. Tan grande era la certidumbre del respetable, así como su excitación y favoritismo, que nadie se dio cuenta de que el mexicano todavia se mantenía en pie. El público olvidó a Rivera. Apenas le veía, tan absorta estaba en el demoledor ataque de Danny. Transcurrió: un minuto de esta forma, y luego dos. Entonces, en una separación, el público advirtió claramente al mexicano. Tenía un labio cortado, y su nariz sangraba. Cuando se dio la vuelta y se abrazó tambaleándose a su adversario, todos vieron las líneas rojas de sangre que cruzaban su espalda, ocasionadas por su contacto con las cuerdas. Pero en cambio, el público no se fijó en que su pecho no jadeaba y en que sus ojos ardían tan fríamente como siempre. Demasiados aspirantes al campeonato habían practicado con él este ataque demoledor, en el cruel tumulto de los campos de entrenamiento. Había aprendido a soportar aquellos golpes por una compensación que iba, desde medio dólar por sesión, hasta quince dólares a la semana -una dura escuela, en donde él se había endurecido.

Y entonces occurió lo increíble. El forcejeo arremolinado y embarullado cesó de repente. Rivera estaba solo. Danny, el temible Danny, yacía en el suelo de espaldas. Su cuerpo se estremecía a medida que la conciencia pugnaba por regresar a él. No se había tambaleado y desplomado, ni se había precipitado en una lenta caída. El gancho de derecha de Rivera le había fulminado con la brusquedad de la muerte. El árbitro apartó con una mano a Rivera y se situó encima del gladiador caído contando los segundos. Es costumbre de las audiencias de boxeo vitorear los golpes que ponen fuera de combate limpiamente. Pero esta audiencia no vitoreaba. Aquello había sido demasiado inesperado. Escuchaba la cuenta de los segundos en tenso silencio, y a través de este silencio surgió exultante la voz de Roberts:

- ¡Te dije que era un boxeador de dos manos! Cuando la cuenta llegó a cinco Danny giró sobre sí mismo, y al séptimo segundo se incorporó sobre una rodilla, dispuesto a levantarse después de que la cuenta llegara a nueve y antes de llegar a diez. Si su rodilla todavía tocaba el suelo al llegar a diez, sería considerado fuera de combate. En el momento en que su rodilla abandonara el suelo, el combate podría continuar, y en ese momento correspondería a Rivera probar de nuevo con su derecha y tumbade una vez más. Rivera no tenía otra alternativa. En el instante en que la rodilla dejara el suelo, le golpearía de nuevo. Daba vueltas alrededor, pero el árbitro hacía lo propio interponiéndose entre ambos, y Rivera sabía que estaba contando los segundos muy lentamente. Todos los gringos estaban contra él, incluso el árbitro.

A llegar a nueve, el árbitro empujó violentamente a Rivera. Era juego sucio, pero ello permitió levantarse a Danny, que volvía a tener la sonrisa en los labios. Casi doblado, cubriéndose con los brazos la cara y el abdomen, se abrazó a su adversario inteligentemente, desplomándose materialmente sobre él. Según todas las reglas del boxeo, el árbitro tenía que separados, pero no lo hizo, y Danny siguió abrazado como una lapa batida por las olas, y se recuperaba por momentos. El último minuto del asalto transcurría rápidamente. Si podía vivir hasta el final, tendría un minuto entero para resucitar en su esquina. Y vivió hasta el final, sonriendo a su propia desesperación y adversidad.

- ¡La misma, sonrisa de siempre!, gritó alguien, y el público prorrumpió en una fuerte carcajada de alivio.

- El puño de ese desarrapado es realmente terrible -dijo Danny entre jadeos a su consejero, mientras sus cuidadores trabajaban frenéticamente con él en su esquina.

El segundo y el tercer asalto terminaron en tablas. Danny, un general del ring, avispado y consumado, se enganchaba y ponía obstáculos y resistía, entregado a la tarea de recuperarse de aquel golpe deslumbrante del primer asalto. En el cuarto asalto ya estaba recuperado. A pesar de estar aturdido y tembloroso su buena condición le había permitido recobrar su vigor. Pero no intentó ninguna táctica demoledora. El mexicano había demostrado ser un tártaro. Por el contrario, puso en práctica sus mejores conocimientos pugilísticos. En trucos, habilidad y experiencia era un maestro, y aunque no podía alcanzarle en ningún punto vital, comenzó a golpear y a castigar a su oponente de un modo científico. Por un golpe que asestara Rivera, él asestaba tres, pero eran simples golpes de castigo, y no mortales. Lo realmente mortífero era la suma de muchos de ellos. Ahora respetaba a ese rapaz de dos manos que soltaba aquellos sorprendentes directos con ambos puños.

A modo de defensa, Rivera desarrolló un desconcertante ataque frontal con la izquierda. Una y otra vez, ataque tras ataque, largaba su zurda provocando un daño acumulado en la boca y nariz de Danny. Pero Danny era proteico. No por nada era el futuro campeón. Podía cambiar a voluntad de estilo de lucha. Y se dedicó a luchar de cerca. En este tipo de lucha era particularmente perverso, y le permitía eludir los directos de izquierda de su oponente. En repetidas ocasiones hizo que toda la sala enloqueciera de admiración, rompiendo la defensa de su adversario con un uppercut interior que levantó al mexicano por los aires y le hizo precipitarse sobre la lona. Rivera descansó sobre una rodilla, dejando que transcurriera la mayor parte de la cuenta en el fondo de su alma sabía que el árbitro contaba los segundos muy rápidamente ...

En el séptimo, Danny largó de nuevo el diabólico uppercut interior. Sólo consiguió que Rivera se tambalease, pero en el momento siguiente, aprovechando que éste había quedado indefenso, le arrojó a través de las cuerdas con otro golpe. El cuerpo de Rivera rebotó en las cabezas de los periodistas que estaban debajo, y éstos le ayudaron a subir de nuevo al borde de la plataforma, fuera de las cuerdas. Descansó allí sobre una rodilla, mientras el árbitro se comía rápidamente los segundos. Dentro de las cuerdas, a través de las cuales debía agacharse para entrar en el ring, Danny le esperaba. El árbitro no intervino ni hizo que Danny retrocediera.

La sala estaba fuera de sí, rebosante de placer.

- ¡Mátale, Danny, mátale! -era el grito general.

Cientos de voces se unieron a él hasta que fue como un canto guerrero de lobos.

Danny lo hizo lo mejor que pudo, pero Rivera, a la cuenta de ocho, en lugar de esperar a los nueve, atravesó inesperadamente las cuerdas y se le abrazó, poniéndose a salvo. Ahora sí que trabajaba el árbitro, apartándole para que pudiera ser golpeado, dando a Danny todas las ventajas que un árbitro sucio puede dar.

Pero Rivera vivía, y el aturdimiento se desvaneció en su cerebro. Estaba entero. Ellos eran los odiados gringos y jugaban sucio. Y en los momentos peores, las visiones continuaban relampagueando y centelleando en su cerebro: largas líneas de ferrocarril que se abrasaban a través del desierto; rurales y condestables norteamericanos; prisiones y calabozos; largas marchas en tanques de agua -todo el panorama escuálido y doloroso de su odisea después de Río Blanco y la huelga. Y, resplandeciente y gloriosa, veía la gran revolución roja extendiéndose por toda su tierra. Las armas estaban allí, delante de él. Cada rostro odiado era un arma. Luchaba por las armas. El era las armas. El era la revolución. Luchaba por México entero.

El público comenzó a encolerizarse con Rivera. ¿Por qué no aceptaba la derrota que le estaba predestinada? Naturalmente iba a ser derrotado, pero ¿por qué era tan obstinado? Muy pocos estaban interesados en él, y eran el porcentaje cierto y definido de una multitud de jugadores que apuestan largas sumas. Aunque creían que Danny iba a ser el vencedor, habían apostado por el mexicano en una proporción de cuatro a diez y de uno a tres. No era una frivolidad, pues todo giraba alrededor de cuántos asaltos duraría Rivera. Había aparecido dinero salvaje junto al ring, proclamando que no podría durar siete asaltos, ni incluso seis. Los que habían ganado esta suma, ahora que su recaudación yacía felizmente segura en sus bolsillos, se habían unido a los vítores dedicados al favorito.

Rivera se negaba a ser derrotado. A lo largo del octavo asalto, su oponente pugnó vanamente por repetir el uppercut. En el noveno, Rivera pasmó a la sala de nuevo. En medio de un abrazo, rompió la guardia con un movimiento rápido, flexible, y en el estrecho espacio que había entre sus cuerpos su derecha se levantó desde su cintura. Danny dio con sus huesos en el suelo y aprovechó la cuenta para reponerse. La multitud quedó atónita. Había sido atrapado en sus propias redes. Su famoso uppercut de derecha se había vuelto contra él. Rivera no hizo ningún intento de golpearle cuando se levantó a la cuenta de nueve. El árbitro lo impedía abiertamente, aunque se apartaba cuando la situación se invertía y era Rivera quien se aprestaba a levantarse.

En el décimo, Rivera largó dos veces su uppercut de derecha, desde la cintura hasta la barbilla de su oponente. Danny comenzó a desesperarse. La sonrisa nunca abandonó su rostro, pero volvió a sus acometidas demoledoras. Con aquel remolino de golpes no podía hacer daño a Rivera, mientras que éste, aprovechando la confusión, le hizo besar la lona tres veces seguidas. Ahora Danny ya no se recuperaba tan rápidamente, y mediado el onceavo asalto se hallaba en una seria situación. Pero, a partir de entonces, y hasta el catorceavo asalto, desarrolló la más débil exhibición de su carrera. Cerró la guardia y se puso a la defensiva, luchó parsimoniosamente, y pugnó por reunir fuerzas. Al mismo tiempo peleó utilizando todas las artimañas que conoce un boxeador experimentado. Empleó todo tipo de trucos y artificios, embistiéndole con la cabeza en los brazos bajo la excusa de un accidente, aprisionando el guante de Rivera entre su brazo y su cuerpo, frotando con su guante la boca de Rivera para entorpecer su respiración. A menudo, en los abrazos, a través de sus labios cortados y sonrientes, murmuraba al oído de Rivera insultos intraducibles y viles. Todo el mundo, desde el árbitro hasta la sala, estaba con Danny y ayudaba a Danny. Y sabían lo que se cocía en su mente. Acosado por aquel desconocido que era como una caja de sorpresas, se dejaba hacer esperando poder colocar un directo definitivo. Se ofrecía al castigo, buscaba, hacía fintas, y se encogía, esperando aquella abertura que le permitiría introducir un golpe con todas sus fuerzas y hacer girar la tortilla. Lo podía hacer, como lo hizo otro gran boxeador antes que él: un derechazo y un zurdazo, al plexo solar y a la mandibula. Lo podía hacer, pues era famoso por la fuerza que tenía en sus brazos, siempre que consiguiera mantenerse de pie.

En los intervalos entre los asaltos, los segundos de Rivera apenas se preocupaban por él. Sus toallas le rociaban, pero introdudan poco aire en sus pulmones doloridos. Spider Hagerty le daba consejos, pero Rivera sabía que eran consejos torcidos. Todo el mundo estaba contra él. Le rodeaba la traición. En el catorceavo asalto derribó de nuevo a Danny, y permaneció de pie descansando, con las manos caídas sobre los costados, mientras el árbitro contaba. En la otra esquina, Rivera había notado unos murmullos sospechosos. Vio que Michael Kelly se acercaba a Roberts, se inclinaba sobre él y cuchicheaba. Los oídos de Rivera eran como los de un gato, pues habían sido entrenados en el desierto, y captó retazos de su conversación. Quería escuchar más, y cuando su oponente se levantó, dejó que se le abrazara y condujo la pelea hacia las cuerdas.

- Tiene que hacerlo -pudo oír a Michael mientras Roberts asentía-. Danny tiene que vencer, si no, voy a perder el oro y el moro. He apostado una tonelada de dólares, ¡de mi propio dinero! Si dura hasta el quinceavo, estoy apañado. El muchacho te hará caso. Ofrécele algo.

Y a partir de entonces Rivera no vio más visiones. Estaban intentando comprarle. De nuevo derribó a Danny y permaneció descansando, con las manos en el costado. Roberts se puso en pie.

- Ya le diste bastante -dijo-. Vete a tu esquina.

Hablaba con autoridad, como había hablado muchas veces a Rivera en los lugares de entrenamiento. Pero Rivera le miró con odio y esperó a que Danny se levantara. Cuando en el minuto de descanso volvió a su esquina. Kelly, el promotor, se acercó y habló con Rivera.

- ¡Déjalo ya, maldito! -carraspeó en voz baja-. Tienes que rendirte, Rivera. Hazme caso y tendrás un buen futuro. Dejaré que venzas a Danny la próxima vez. Pero ahora debes rendirte.

Rivera indicó con sus ojos que le había oído pero no hizo ninguna señal de asentimiento o negación.

- ¿Por qué no hablas? -preguntó Kelly enfadado.

- Perderás de todas formas -añadió Spider Hagerty-. El árbitro te robará el combate. Haz caso a Kelly y ríndete.

- Ríndete, muchacho -le suplicó Kelly-, y te ayudaré a que seas campeón.

Rivera no contestó.

- Te lo juro, muchacho.

Al sonar el gong. Rivera experimentó una sensación de amenaza. La sala, en cambio, no sintió nada. Fuera lo que fuera, la amenaza estaba allí mismo, dentro del ring, muy cerca de él. Parecía como si Danny hubiera recuperado su seguridad inicial. La confianza de su avance espantó a Rivera. Sin duda iba a poner en práctica algún truco. Danny embistió, pero Rivera rechazó el encuentro. Se hizo a un lado para impedido. Lo que el otro quería era abrazarse. Debía ser necesario para el truco. Rivera retrocedió y comenzó a dar vueltas, aunque sabía que, tarde o temprano, llegaría el abrazo y el truco. Decidió imperdirlo a toda costa. En la siguiente acometida de Danny, hizo como si aceptara el abrazo. Pero, en el último instante, justo cuando sus cuerpos se disponían a juntarse, Rivera se lanzó hábilmente hacia atrás. Y en aquel mismo instante, de la esquina de Danny surgió un grito acusándolo de juego sucio. Rivera les había engañado. El árbitro dudó un momento sin saber qué hacer. La decisión que temblaba en sus labios nunca fue pronunciada, pues una voz chillona, de muchacho, brotó de la galería: - ¡Típico de novato!

Danny maldijo a Rivera abiertamente, y le acosó, pero Rivera se escabulló bailando. Al mismo tiempo, Rivera decidió no darle más golpes en el cuerpo. Con ello echó por la borda la mitad de sus posibilidades de vencer, pero sabía que, si iba a vencer, tenía que hacerlo en el tiempo de combate que le quedaba. A la menor oportunidad, le descalificarían. Danny, en cambio, prescindió de todo tipo de precauciones. Durante dos asaltos castigó y persiguió al muchacho, que no se atrevió a enzarzarse en una pelea de cerca. Rivera fue golpeado una y otra vez; recibió docenas de golpes para evitar el peligroso abrazo. Durante este esfuerzo supremo y final de Danny, el público se puso en pie y enloqueció. No comprendía lo que estaba ocurriendo. V da que su favorito ganaba después de todo.

- ¿Por qué no luchas?, preguntaba indignado a Rivera. ¡Eres un cobarde! ¡Eres un cobarde! ¡Abrete, perro! ¡Abrete!

- ¡Mátale Danny! ¡Mátale! ¡Ya lo tienes! ¡Mátale!

En toda la sala, sin excepción, Rivera era el único que conservaba la sangre fría. Por sangre y temperamento, era el más apasionado de todos ellos; pero había pasado por unos calores tan grandes, que aquella pasión colectiva de mil gargantas, que se embravecían como un oleaje, no era para su cerebro más inquietante que el frescor aterciopelado de un crepúsculo veraniego.

En el asalto décimo séptimo Danny reunió todas sus fuerzas. Rivera, bajo el efecto de un fuerte golpe, se inclinó y se dobló. Sus manos cayeron impotentemente a medida que retrocedía tambaleándose. Danny pensó que era su oportunidad. El muchacho se hallaba a su merced. Por ello Rivera, que estaba fingiendo, le sorprendió con la guardia abierta, lanzándole un limpio directo a la boca. Danny se desplomó. Cuando se levantaba, Rivera le derribó de nuevo con un derechazo en el cuello y la mandíbula. Repitió esto tres veces. Era imposible para un árbitro considerar estos golpes juego sucio.

- ¡Oh, Bill! ¡Bill! -suplicó Kelly al árbitro.

- No puedo -se lamentó el funcionario-. No me da ninguna oportunidad.

Danny, apaleado y heroico, seguía levantándose. Kelly y otras personas que estaban cerca del ring comenzaron a llamar a gritos a la policía para que detuviera el combate, aunque la esquina de Danny se negaba a lanzar la toalla. Rivera vio al gordo capitán de la policía trepando torpemente por las cuerdas, y no estaba seguro de lo que significaba. Había tantas trampas en este juego de los gringos. Danny, de pie, se tambaleaba vacilante y desvalido ante él. El árbitro y el capitán agarraban ya a Rivera cuando éste lanzó el último golpe. No hubo necesidad de detener el combate pues Danny ya no se levantó.

- ¡Cuenta! -gritó roncamente Rivera al árbitro.

Y cuando se terminó la cuenta, los segundos de Danny tomaron a éste en brazos y lo transportaron a su esquina.

- ¿Quién ha ganado? -preguntó Rivera.

El árbitro agarró de mala gana su mano enguantada y la levantó.

Nadie felicitó a Rivera. Caminó solo hacia su esquina, donde sus segundos todavía no habían colocado el taburete. Se apoyó de espaldas en las cuerdas y les miró con odio; hizo que su mirada discurriera a su alrededor, hasta incluir en ella a los diez mil gringos. Sus rodillas le temblaban, y suspiraba de agotamiento. Ante sus ojos, los rostros odiados oscilaban envueltos por el vértigo de la náusea. Entonces recordó que eran armas. Las armas eran suyas. La revolución podría continuar.

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