Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo décimoctavo - Segunda ParteCapítulo vigésimo - Segunda ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO XIX


En casa, le abrió la puerta Nikolái, todo despeinado y con un libro en la mano.

- ¿Ya? -exclamó lleno de alegría-. ¡Qué pronto!

Sus ojos pestañeaban con viveza, cariñosamente, tras los cristales de sus gafas; la ayudó a quitarse el abrigo y, mirándola a la cara con afectuosa sonrisa, le dijo:

- ¿Sabe usted?, anoche vinieron a hacer aquí un registro. Yo me preguntaba: ¿por qué será esto? Temí que le hubiese ocurrido algo, pero no me detuvieron. Y si a usted la hubiesen detenido, ¡no me habrían dejado a mí en libertad...!

La condujo al comedor y continuó animadamente:

- Sin embargo, me van a echar del trabajo ... No lo siento. ¡Estoy ya harto de registrar campesinos que no tienen caballo!

El aspecto de la habitación era tal, que hubiérase dicho que unas manos vigorosas, con necio arrebato, habían sacudido desde la calle los muros de la casa hasta dejarlo todo revuelto y en desorden. Los retratos estaban tirados por el suelo, arrancado y colgando en jirones el papel de las paredes, levantada una tabla del entarimado, desencajada una contraventana; ante la hornilla, las cenizas derramadas. Al ver aquel espectáculo, ya conocido, la madre movió la cabeza y miró fijamente a Nikolái; percibía en él algo nuevo.

En la mesa, junto al samovar apagado, había vajilla sucia, salchichón y queso sobre unos papeles, en vez de platos; esparcidos por la mesa se veían trozos y migajas de pan, libros y los carbones apagados del samovar. La madre sonrió, y Nikolái, confuso, hizo lo propio.

- Yo he completado el cuadro del pogrom, pero... ¡no importa, Nílovna, no importa! Pienso que han de venir otra vez, y por eso no he recogido nada. Bueno, ¿qué tal el viaje?

La pregunta le dolió a la madre, como si le hubieran dado un golpe en el pecho; ante ella surgió de nuevo la imagen de Ribin, y sentíase culpable por no haber hablado de él en seguida. Inclinada en la silla, se acercó a Nikolái, y tratando de conservar su serenidad, temiendo olvidar algún detalle, empezó su relato:

- Le prendieron ...

La cara de Nikolái se estremeció.

- ¿Sí?

La madre detuvo su pregunta con un ademán y prosiguió, como si tuviera delante a la justicia y fuera a presentarle una demanda por el suplicio de aquel hombre. Nikolái, recostado contra el respaldo de la silla se había puesto pálido y, mordiéndose los labios, escuchaba.

Lentamente se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se pasó la mano por la cara, como si quisiera apartar una telaraña invisible. Sus facciones se habían vuelto más agudas, sus pómulos sobresalían de un modo extraño y le temblaban las aletas de la nariz.

Era la primera vez que la madre le veía así, y se asustó un poco.

Cuando ella hubo terminado, él se levantó, dio algunos pasos en silencio por el cuarto, con las manos metidas en los bolsillos. Después, murmuró entre dientes:

- Debe ser un hombre muy entero. Le será duro permanecer en la cárcel; los que son como él, ¡se sienten allí mal!

Hundía cada vez más las manos en los bolsillos, tratando de contener su emoción; pero, no obstante, la madre la percibía, se la transmitía él. Sus ojos se habían vuelto estrechos como hojitas de navaja. Paseando de nuevo por la habitación, dijo con frialdad y cólera:

- ¡Ya ve usted qué espanto! Un puñado de imbéciles golpean, ahogan, estrangulan a todo el mundo, para defender su funesto poder sobre el pueblo. Aumenta el salvajismo, la crueldad se convierte en ley de la vida... ¡Piense usted! Unos pegan y se convierten en fieras porque tienen la impunidad asegurada, se contagian del afán voluptuoso de atormentar, de la repugnante dolencia de los esclavos a quienes se permite mostrar, en toda su fuerza, sus instintos serviles y sus hábitos bestiales. Otros están envenenados por la venganza; otros, idiotizados a golpes, se vuelven ciegos y mudos... ¡Están depravando al pueblo, al pueblo entero!

Se detuvo y guardó silencio, apretando los dientes.

- Se embrutece uno sin querer en esta vida de fieras -continuó en voz baja.

Dominando al fin su excitación, ya casi tranquilo, con un firme fulgor en los ojos, miró a la madre a la cara, bañada en lágrimas silenciosas.

- Sin embargo, ¡nosotros no tenemos tiempo que perder, Nílovna! Vamos a tratar de serenarnos, querida camarada ...

Sonriendo tristemente, se acercó a ella, e inclinándose, le preguntó, al tiempo que le estrechaba la mano:

- ¿Dónde está su maleta?

- En la cocina -contestó ella.

- A nuestra puerta hay espías; no podemos sacar una cantidad tan grande de papeles, sin que se den cuenta. Y no tengo dónde esconderlos... Creo que esta noche vendrán de nuevo. De modo que, por penoso que sea, vamos a quemar todo ese trabajo.

- ¿Qué? -preguntó la madre.

- Todo lo que hay en la maleta ...

Ella le comprendió y -por mucha que fuera su pena-, el sentimiento de orgullo ante lo afortunado de su empresa hizo asomar a su cara una sonrisa.

- En ella ya no hay nada, ¡ni una sola hojita! -dijo, y animándose poco a poco, empezó a contarle su encuentro con Chumakov. Nikolái la escuchaba, al principio con inquietud y el entrecejo fruncido, después con asombro, y por último, admirado, exclamó interrumpiéndola:

- Pero, oiga usted, ¡eso es magnífico! ¡Tiene usted una suerte asombrosa...!

Apretándole la mano, añadió en voz queda:

- Usted conmueve tanto con su fe en la gente... yo la quiero de verdad, ¡como si fuera mi propia madre...!

Ella, con curiosidad, sonriendo, le seguía con la mirada, deseando averiguar por qué estaría él tan radiante y animado.

- En general, ¡todo es una maravilla! -declaró él, frotándose las manos, riendo con una risa suave, cariñosa-. Verá usted, estos días he vivido extraordinariamente bien. Todo el tiempo lo he pasado con los obreros, leyéndoles, hablando con ellos, observando... Y en mi alma se ha acumulado algo tan asombrosamente puro, sano... ¡Qué buena gente, Nílovna! Me refiero a los obreros jóvenes; son fuertes, sensibles, con ansia de comprenderlo todo... Cuando uno los ve, piensa: ¡Rusia será la democracia más brillante de la tierra!

Y alzó la mano afirmativo, como prestando juramento; permaneció callado unos instantes, y prosiguió:

- Estaba allí metido, escribiendo, empezaba a enmohecerme entre libros y cifras. Casi un año de tal vida es una monstruosidad. Pues yo estoy acostumbrado a estar entre el pueblo trabajador, y cuando me separo de él, me encuentro a disgusto; tengo que hacer un gran esfuerzo para arrastrar esta vida. Y ahora puedo vivir de nuevo a mi albedrío, puedo verlos, aprender... ¿Comprende usted? Estaré junto a la cuna de los pensamientos acabados de nacer, ante el rostro de la energía joven, creadora... Esto es asombrosamente sencillo, hermoso, y excita de un modo terrible. Se vuelve uno joven y firme, ¡se vive una vida plena!

Se sonrió, turbado y alegre, y su gozo inundó el corazón de la madre, que comprendía aquella alegría.

- Y además, ¡es usted una persona verdaderamente admirable! -exclamó Nikolái-. ¡Con qué claridad describe a los hombres! ¡Qué bien sabe verlos!

Nikolái se sentó junto a ella; turbado, apartó el rostro radiante y se alisó los cabellos; pero pronto volvió los ojos hacia la madre, escuchando con avidez su relato sencillo, entusiasta y lleno de claridad.

- ¡Es un éxito asombroso! -comentó-. Tenía usted todas las posibilidades de ir a parar a la cárcel... y de pronto... Por lo visto, el campesino empieza a removerse, ¡ello es natural! ¡Y a esa mujer me la figuro con una claridad pasmosa! Necesitamos gente que se ocupe especialmente del campo. ¡Gente! No tenemos bastante... La vida exige cientos de brazos...

- Ahí tiene, si Pável saliera de la cárcel... ¡Y también Andriusha! -dijo ella en voz baja.

Él la observó un instante y bajó la cabeza.

- Mire usted, Nílovna. Lo que le voy a decir es duro, pero, a pesar de todo, quiero que lo sepa; conozco bien a Pável, y estoy seguro de que no se evadirá de la cárcel. Necesita que le juzguen, necesita mostrarse en toda su talla; él no renunciará a eso. ¡Y no hace falta! Ya se evadirá de Siberia ...

La madre suspiró y repuso en voz queda:

- ¡Qué le vamos a hacer! Él sabrá lo que es mejor...

- ¡Hum! -prosiguió Nikolái, luego de un instante, mirándola a través de sus gafas-. ¡Si ese mujik viniera pronto! Es menester escribir algo acerca de Ribin para distribuirlo por el campo. Esto no le perjudicará, ya que ha obrado con tanta audacia. Voy a escribir hoy mismo y Liudmila lo imprimirá en seguida. Pero, ¿cómo hacer para que las hojas lleguen allá?

- ¡Yo las llevaré...!

- ¡No, gracias! -exclamó Nikolái con viveza-. Estoy pensando si Vesovschikov serviría para eso, ¿eh?

- ¿Quiere que se lo diga?

- Muy bien, ¡inténtelo! Explíquele cómo debe actuar.

- Entonces, ¿qué voy a hacer yo?

- ¡No se preocupe...!

Se sentó a escribir. Mientras ella retiraba las cosas de la mesa, le observaba y veía temblar la pluma en su mano según iba cubriendo el papel con filas negras de palabras. A veces, la piel del cuello se le estremecía, echaba la cabeza hacia atrás, cerrados los ojos, y le temblaba la barbilla. Aquello la inquietó.

- Bueno, ¡ya está! -dijo éllevantándose-. Escóndase este papel entre la ropa. Pero tenga usted en cuenta que, si vienen los gendarmes, la registrarán.

- ¡Que el diablo se los lleve! -contestó ella tranquilamente.

Por la noche se presentó el doctor Iván Danílovich.

- ¿Por qué, de pronto, se agitan así las autoridades? -dijo él, yendo y viniendo por la habitación-. Siete registros han hecho esta noche. ¿Dónde está el enfermo, eh?

- ¡Se marchó ayer! -contestó Nikolái-. Hoy, ya ves, es sábado y tiene reunión; de modo que, no puede faltar...

- Eso es una tontería, ir a las reuniones con la cabeza rota...

- Yo intenté demostrárselo, pero fue en vano.

- Por lo visto, tenía muchas ganas de presumir ante los camaradas -indicó la madre-. Y decirles: Aquí me tenéis, miradme, ya he vertido mi sangre ...

El doctor le dirigió una mirada, compuso un feroz semblante y dijo, apretando los labios:

- ¡Oh, qué sanguinaria...!

- Bueno, Iván, tú ya no tienes nada que hacer aquí, y nosotros estamos esperando visitas. ¡Márchate! Nílovna, déle el papelito ...

- ¿Otro más? -exclamó el doctor.

- ¡Aquí lo tienes! Toma y llévatelo a la imprenta.

- Bueno, Lo llevaré. ¿Nada más?

- Nada más. A la puerta hay un espía.

- Ya lo he visto. Y a la puerta de mi casa hay otro. Bueno, ¡hasta más ver! Hasta la vista, mujer cruel. ¿Sabéis, amigos, que el barullo del cementerio, en definitiva, resultó una buena cosa? Se habla de ello en toda la ciudad. Tu octavilla acerca del suceso estaba muy bien y salió en el momento oportuno. Yo siempre lo he dicho: más vale una buena pelea que un mal arreglo ...

- Bueno, vete ...

- No eres muy amable. ¡Déme la mano, Nílovna! El muchachito, a pesar de todo, ha hecho una estupidez. ¿Sabes dónde vive?

Nikolái le dio las señas.

- Mañana hay que ir a verle ... Buen chico, ¿verdad?

- Muy bueno ...

- Hay que cuidarle, ¡tiene una buena cabeza! -dijo el doctor al marcharse-. Precisamente de estos muchachos debe surgir la auténtica intelectualidad proletaria, los que nos sustituirán cuando nosotros nos vayamos a ese lugar donde, probablemente, ya no habrá contradicciones de clase.

- Te estás volviendo muy charlatán, Iván...

- Estoy contento y por eso charlo. ¿De modo que esperas ir a la cárcel? Te deseo que descanses allí.

- Te lo agradezco, pero no estoy cansado.

La madre escuchaba su conversación y le resultaba agradable aquella preocupación solícita por el obrero herido.

Después de acompañar al doctor hasta la puerta, Nikolái y la madre se sentaron a tomar té, en espera de los visitantes nocturnos, y empezaron a conversar en voz baja. Nikolái estuvo largo rato hablando de los camaradas que vivían en el destierro, de los que se habían fugado y seguían trabajando con nombres falsos. Las paredes desnudas de la habitación devolvían el sonido ahogado de su voz, como si se asombraran y no creyesen aquellas historias de héroes modestos que, desinteresadamente, entregaban sus fuerzas en aras de la gran causa de la renovación del mundo. Una sombra tibia envolvía suavemente a la mujer, templándole el corazón con un sentimiento de amor a aquellas gentes desconocidas que iban compendiándose en su imaginación en un solo hombre, inmenso, henchido de inagotable fuerza varonil. Lentamente, pero sin fatiga, caminaba él por la tierra limpiándola con sus manos, enamoradas de su trabajo, del moho secular de la mentira, descubriendo ante los ojos de los hombres la verdad sencilla y clara de la vida. Y aquella gran verdad, al resucitar, llamaba a todos acogedora, invitándoles a que vinieran hacia ella y ofrecía a todos, por igual, libertados de la avidez, la maldad y la mentira, los tres monstruos que tenían sojuzgado y atemorizado al mundo entero con su cínica fuerza ...

Aquella visión despertaba en el corazón de la madre un sentimiento parecido al que solía experimentar en otros tiempos, cuando se ponía de rodillas ante los iconos para terminar, con una oración de agradecimiento, una jornada que, a su parecer, había sido menos penosa que otras de su vida. Ahora se olvidaba de aquellos días y el sentimiento que le inspiraban se hacía más amplio, luminoso y alegre, crecía más hondo en el interior de su alma y, lleno de vida, se encendía con resplandor cada vez mayor.

- Y los gendarmes... ¡sin venir! -comentó Nikolái, interrumpiendo de pronto su relato.

La madre le miró y, luego de un silencio, respondió con disgusto:

- ¡Que se vayan al diablo!

- ¡Por supuesto! Pero ya es hora de que se acueste, Nílovna, estará usted rendida. Es usted asombrosamente fuerte, hay que reconocerlo. ¡Cuántas inquietudes, cuántas preocupaciones, y qué bien las soporta! Pero el pelo se le va poniendo blanco con rapidez. Bueno, váyase a descansar ...

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