Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo décimoseptimo - Segunda ParteCapítulo décimonoveno - Segunda ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO XVIII


La madre, recostada contra la pared y con la cabeza hacia atrás, escuchaba las palabras de los dos hombres, medidas, pronunciadas en voz baja.

Tatiana se levantó, echó una ojeada en derredor y sentóse de nuevo. Sus ojos verdes habían brillado con seco fulgor al mirar a los dos mujiks, mientras el rostro reflejaba descontento y desdén.

- Se ve que ha pasado usted muchas penas -dijo de pronto, dirigiéndose a la madre.

- Sí, las he pasado -respondió la madre.

- Habla usted bien; sus palabras van derechas al corazón. Piensa una: ¡Señor, si yo pudiera ver, aunque no fuera más que por una rendija, gentes como ésas y una vida así! ¿Cómo vivimos nosotros? ¡Como borregos! Yo sé leer y escribir, leo libros, medito mucho; a veces, los pensamientos ni siquiera de noche me dejan dormir. ¿Y qué es lo que saco? Si no pienso, sufro inútilmente; y si pienso, también ...

Hablaba la mujer con ironía en los ojos y, de cuando en cuando, cortaba repentinamente sus palabras, como una hebra de hilo. Los mujiks permanecían callados. El viento acariciaba los cristales de las ventanas, hacía susurrar la paja del tejado, silbaba suavemente en la chimenea ... Aullaba un perro. Y espaciadas gotas de lluvia seguían golpeando los cristales con desgana. Oscilaba la luz de la lámpara, tomándose mortecina para volver a brillar de pronto, viva e igual.

- Al oír sus palabras, piensa una: Ahí tienes, ¡mira para lo que viven las gentes! Y es maravilloso; la escucho a usted, y me digo: ¡Pero si todo eso ya lo sé yo! Y sin embargo, antes que a usted, a nadie le oí nada semejante ni yo he tenido nunca tales pensamientos ...

- ¡Hay que cenar, Tatiana, y apagar la lámpara! -dijo Stepán sombrío, despacioso-. La gente pensará: los Chumakov tuvieron encendida la luz hasta las tantas. Por nosotros no importa, pero para nuestra huésped quizá no sea bueno ...

Tatiana se levantó y se acercó al horno.

- ¡Sí! -dijo Piotr, suavemente, con una sonrisa-. Ahora, compadre, hay que estar con el oído alerta. En cuanto la gente tenga el periódico ...

- Yo no lo digo por mí. Si me detienen, ¡no será una gran desgracia!

Su mujer se acercó a la mesa y le dijo:

- Apártate ...

Se levantó y apartóse a un lado; mirando cómo la mujer ponía la mesa, observó, con una mueca irónica:

- Nuestro precio es de cinco kopeks el manojo, y eso cuando en el manojo hay cien ...

La madre, de pronto, sintió compasión de él; ahora le agradaba cada vez más. Después de haber hablado, sentíase aliviada del repugnante peso del día, estaba contenta de sí misma y deseaba a todos felicidad, venturas ...

- ¡No juzga usted con razón, buen hombre! -replicó-. La persona no debe estar de acuerdo con el precio que le pongan los que no necesitan de ella más que su sangre. Usted mismo es el que debe valorarse, desde dentro, no para sus enemigos, sino para sus amigos ...

- ¿Qué amigos tenemos nosotros? -dijo en voz baja el mujik-. Amigos hasta que hay que repartirse la primera tajada ...

- Pues yo digo que el pueblo tiene amigos ...

- Los tiene, pero no aquí; ¡eso es lo que pasa! -contestó pensativo Stepán.

- Pues búsquense amigos también aquí.

Stepán reflexionó un instante y respondió en voz queda:

- Sí, eso habría que hacer ...

- Siéntense a la mesa -invitó Tatiana.

Durante la cena, Piotr, que estaba abrumado por los discursos de la madre y como perplejo, se volvió a animar y dijo con rapidez:

- Mire, madre, es preciso que se marche temprano, para que no la vean. y vaya usted a la estación próxima, y no a la ciudad; márchese en un coche de posta ...

- ¿Para qué? Yo la llevaré -repuso Stepán.

- ¡No es conveniente! Si ocurre algo, te preguntarán: ¿Ha pasado la noche en tu casa? ¡Sí! ¿Y dónde se ha metido? ¡La llevé yo! ¿La has llevado tú? ¡ Pues hala, a la cárcel! ¿Comprendes? ¿Y qué prisa tiene uno de ir a la cárcel? Cada cosa a su tiempo; como suele decirse, ¡ya llegará el día en que se muera también el zar! Mientras que así, el asunto es bien sencillo. Pasó la noche, alquiló un carro ... ¡y se marchó! Cualquiera sabe quién es el que duerme en casa de uno. El pueblo es de paso ...

- ¿Dónde aprendiste a tener miedo, Piotr? -preguntó Tatiana con ironía.

- ¡Hay que saber de todo, comadre! -exclamó Piotr, dándose una palmada en la rodilla-. Hay que saber ser valiente, y también saber tener miedo. ¿Te acuerdas de cómo el jefe del zemstvo le hizo la santísima a Vagánov, a cuenta de ese periódico? Pues ahora, el tal Vagánov no cogería un libro en sus manos por nada del mundo, ¡por nada! Usted, madre, créame a mí, yo soy un pillo de siete suelas para salir de cualquier aprieto, eso todos lo saben. Sembraré los libros y los papeles de la mejor manera, ¡y cuantos hagan falta! La gente aquí, claro está, apenas sabe leer y es asustadiza, pero la vida aprieta tanto, que el hombre, aunque no quiera, tiene que abrir los ojos y preguntarse: ¿qué es lo que pasa? Y el libro le contesta de forma muy clara: esto es lo que pasa, ¡reflexiona, mira! Hay casos en que el hombre ignorante comprende más que el instruido, sobre todo si el instruido es de los que tienen llena la panza. Yo, aquí, ando por todas partes y veo mucho. Las cosas no marchan mal. Se puede vivir, pero es necesario tener mollera y mucha agilidad para no meterse de golpe y porrazo en el charco. Las autoridades también se huelen algo, es como si les viniera frío del mujik; éste sonríe poco y de un modo nada cariñoso; en general, ¡quiere perder el hábito de vivir bajo autoridades! Hace poco, a Smoliakovo una aldea de por aquí cerca- llegaron en busca de los impuestos, y los mujiks se alzaron de cascos y echaron manos a las estacas. El comisario de policía les dijo así, sin más rodeos: ¡Eh, hijos de perra! ¡Esto que hacéis es contra el zar! Había allí un mujik, un tal Spivakin, que le contestó: ¡Tú y tu zar sois unos hijos de mala madre! ¿Qué zar es ése que nos arranca del cuerpo hasta la última camisa? ¡A eso han llegado las cosas, madrecita...! Claro que a Spivakin le metieron en la cárcel, pero sus palabras quedaron, y hasta los chicos pequeños las conocen; esas palabras gritan, viven ...

No comía, hablaba con un susurro rápido; sus ojos, negros y pícaros, brillaban vivaces, e iba vertiendo pródigo ante la madre como si vaciara una bolsa de monedas de cobre, innumerables observaciones acerca de la vida de la aldea.

Por dos veces, le dijo Stepán:

- ¡Come, hombre, come!

Piotr tomaba un pedazo de pan y la cuchara, y volvía otra vez a sus relatos, como un jilguerillo a sus trinos. Al fin, después de cenar, se levantó de un salto y exclamó:

- Bueno, ¡ya es hora de ir a casa...!

En pie, ante la madre, bajó la cabeza, y sacudiéndole la mano, dijo:

- ¡Adiós, madrecita! ¡Puede que no nos volvamos a ver más! Tengo que decirle que todo eso... ¡está muy bien! El haberla conocido y lo que ha dicho... ¡está muy bien! En la maleta, ¿hay algo además de los libros? ¿Un mantón de lana? Bueno, un mantón de lana, ¡acuérdate, Stepán! Ahora, le traerá la maletita. ¡Vamos, Stepán! ¡Adiós, que le vaya bien...!

Cuando se hubieron marchado, se oyó en el silencio el leve susurro de las cucarachas; el viento soplaba en el tejado haciendo sonar la placa de la chimenea, y una lluvia fina golpeaba monótona en los cristales. Tatiana preparaba el lecho para la madre, traía ropas de encima del horno y del camastro pegado a éste e iba colocándolas en el banco.

- ¡Es un hombre muy enérgico! -observó la madre.

La mujer, mirándola con el rabillo del ojo, le contestó:

- Suena, suena, pero no se le oye lejos.

- ¿Y su marido? ¿Qué tal?

- No es malo. Es buen hombre, no bebe, nos llevamos bien, ¡no es malo! Pero es algo flojo de carácter ...

Se irguió, para continuar, después de una pausa:

- Y ahora, ¿qué hay que hacer?, ¿la gente debe levantarse? ¡Pues claro que sí! Todos piensan en esto, sólo que cada uno para sus adentros, para sí mismo, pero es necesario que lo digan en voz alta ... Y para empezar, alguien debe decidirse el primero ...

Se sentó en el banco y preguntó de pronto:

- ¿Dice usted que hasta señoritas jóvenes se ocupan de esto, que van a visitar a los obreros y les dan conferencias? ¿Y no sienten reparo, no tienen miedo?

Y luego de escuchar con atención la respuesta de la madre, suspiró profundamente. Después, bajando los párpados e inclinando la cabeza, prosiguió:

- Una vez, leí en un libro: la vida no tiene sentido. Eso lo comprendí muy bien, ¡en seguida! Yo sé lo que es una vida así. Tiene una ideas, pero no están ligadas y andan vagabundas como ovejas sin pastor, ¡no hay nada ni nadie que las reúna...! Esto mismo es una vida sin sentido. Yo quisiera huir de ella, sin mirar siquiera hacia atrás. ¡Es tan amargo cuando entiende una algo...!

La madre veía aquel dolor en el brillo seco de sus ojos verdes, en su rostro demacrado, lo oía resonar en su voz. Sintió el deseo de consolarla, de prodigarle caricias.

- Usted, querida, comprende lo que hay que hacer ...

Tatiana la interrumpió en voz queda:

- Hay que saber hacerlo. Ya tiene lista la cama, ¡acuéstese!

Se fue hacia el horno, y allí permaneció erguida, grave, reconcentrada. La madre se tendió sin desnudarse; le dolían los huesos, quebrantados por la fatiga, y exhaló un débil gemido. Tatiana apagó la lámpara, y cuando la isba se hubo llenado de compactas sombras, resonó de nuevo su voz, baja e igual. Sonaba como si borrara algo del rostro plano de aquella oscuridad sofocante.

- Usted no reza. Yo también pienso que Dios no existe. Y los milagros tampoco.

La madre se agitó intranquila en su lecho, por la ventana la miraban insondables tinieblas; en el silencio se arrastraba tenazmente un suave rumor, tenue, apenas perceptible. Con voz temerosa y queda, repuso:

- Por lo que hace a Dios, yo no sé que decir, pero en Cristo creo ... y creo en sus palabras: Ama al prójimo como a ti mismo. En eso ... ¡creo!

Tatiana callaba. La madre veía en la sombra el vago contorno de su alta figura gris perfilada sobre el fondo negro del horno. Estaba inmóvil. La madre cerró los ojos, angustiada.

De pronto, resonó una voz fría:

- La muerte de mis hijos no se la puedo perdonar ni a Dios, ni a los hombres ... ¡nunca!

Nílovna se incorporó intranquila, comprendiendo con el corazón la fuerza del dolor que habían provocado aquellas palabras.

- Es usted joven todavía, aún puede tener hijos -dijo la madre dulcemente.

Tardó un poco en contestar con un susurro:

- ¡No! Quedé mal, y el médico dice que no volveré a parir nunca más ...

Un ratón corrió por el suelo. Algo rechinó con seco estruendo, desgarrando la inmovilidad del silencio, como el chasquido de un rayo invisible, y volvió a oírse el susurrante rumor de la lluvia otoñal sobre la paja de la techumbre; la tanteaba como unos dedos finos y asustados.

Caían tristemente las gotas sobre la tierra, marcando el paso lento de la noche de otoño ...

A través de su pesada somnolencia, la madre oyó en la calle, y luego en el zaguán, unos apagados pasos; se abrió la puerta con cautela y resonó una pregunta, en voz baja:

- Tatiana, ¿te has acostado?

- No.

- Y ella, ¿duerme?

- Parece que sí ...

Resplandeció una luz, que tembló un instante y hundióse en las tinieblas. El mujik se acercó al lecho de la madre y arregló la zamarra con que se había tapado ella las piernas. Aquella atención la conmovió por su sencillez, y de nuevo cerró los ojos sonriendo. Stepán se desnudó sin hablar y se acostó en el camastro. Todo quedó silencioso. Prestando intensa atención a las lentas oscilaciones del adormecedor silencio, la madre permanecía inmóvil; ante ella, en la oscuridad, se balanceaba el rostro ensangrentado de Ribin.

Del camastro salió un murmullo seco.

- ¿Has visto qué gentes se dedican a esto? Personas ya de edad, que han pasado mil penas y fatigas; han trabajado, sería hora de que descansaran, pero ellas ... ¡ahí tienes! Y tú, que eres joven, sensato ... ¡ay, Stepán!

La voz pastosa y velada del mujik contestó:

- En un asunto así no puede uno meterse sin pensarlo bien antes ...

- Eso ya lo tengo oído ...

Interrumpiéronse los murmullos y volvieron a surgir. Sonó la voz de Stepán.

- Verás lo que hay que hacer: lo primero, hablar con dos mujiks aparte; por ejemplo, con Aliosha Mákov, que sabe leer, es despierto y está ofendido con las autoridades; además, con Serguéi Shorin, también hombre juicioso; con Kniásev, persona honrada y valiente. Para empezar, basta. Hay que conocer a esa gente de que ella nos ha hablado. Yo cogeré el hacha y me marcharé a la ciudad, como si fuera a cortar leña para ganar algo. Aquí hay que andar con cautela. Ella tiene razón: el hombre vale lo que valen sus obras. Ahí tienes a ese mujik, Ribin, ¿eh? Ante el mismo Dios se mantiene tieso, no cede... ¡tiene las raíces en la tierra! Y Nikita, ¿eh? Tuvo conciencia, ¡quién lo iba a pensar!

- Delante de vosotros maltrataban a un hombre, y vosotros, ¡con la boca abierta!

- ¡Espera! Di más bien: ¡A Dios gracias, no habéis sido vosotros quienes apaleasteis al pobre hombre! ¡Eso es!

Continuó cuchicheando largo rato; tan pronto bajaba la voz, de modo que la madre apenas entendía sus palabras, como, de repente, empezaba a hablar con voz pastosa y recia. Entonces la mujer le decía:

- ¡Más bajo! ¡Que la vas a despertar...!

La madre se durmió profundamente; como un nubarrón sofocante, el sueño cayó de súbito sobre ella y la envolvió, llevándosela consigo.

Tatiana la despertó cuando las sombras grises del amanecer miraban aún, ciegas, por las ventanas de la isba, y sobre el pueblo, en un silencio frío, flotaba y se desleía el broncíneo tañido de la campana de la iglesia.

- Le he preparado el samovar para que tome té, porque si no, va a tener frío al salir al campo, recién levantada.

Stepán, atusándose la enmarañada barba, preguntaba con interés a la madre cómo podría encontrarla en la ciudad, y a ella parecíale que el rostro del mujik era aquel día de facciones más acabadas, mejor.

Mientras tomaban el té, él observó sonriendo:

- ¡Qué extraño, cómo ha ocurrido todo esto! ¿Verdad?

- ¿Qué? -preguntó Tatiana.

- ¡Este encuentro! Así, tan sencillamente ...

La madre contestó pensativa, pero con voz segura:

- En nuestra causa todo es de una sencillez asombrosa.

Los dueños de la casa se despidieron de ella con sobriedad, parcos en palabras, pródigos en pequeñas y solícitas atenciones, procurándole comodidades para el viaje.

Mientras iba en el carricoche, pensaba la madre que el mujik aquel empezaría a trabajar con cautela, como un topo, sin ruido ni descanso, y que siempre resonaría a su lado la voz descontenta de su mujer, brillarían sus ojos verdes con ardiente fulgor, sin extinguirse en ella, mientras viviese, su dolor de madre -vengativo, de loba- por sus hijos muertos.

Recordaba a Ribin, su sangre, su rostro, sus ojos de fuego, sus palabras, y el corazón se le oprimía con un amargo sentimiento de impotencia ante las fieras. Y durante todo el camino, hasta que llegó a la ciudad, permaneció ante ella, sobre el fondo mate del día gris, la recia figura de Ribin, con su barba negra, su camisa desgarrada, las manos atadas a la espalda, los cabellos encrespados, todo rebosante de cólera y de fe en su verdad. Pensaba también en las innumerables aldeas, pegadas tímidamente a la tierra; en las gentes que esperaban en secreto la llegada de la verdad; en los millares de personas que trabajaban silenciosamente, sin saber por qué, toda la vida, sin esperar nada.

Se imaginaba la vida como un campo sin labrar, lleno de colinas, que esperaba mudo, con ansia, la llegada de los trabajadores y que, en silencio, prometía a las manos libres y honradas:

¡Fecundadme con las semillas de la razón y de la verdad, y yo os las devolveré con creces! Al recordar su éxito, sintió en lo profundo del alma una suave palpitación de alegría, y la ahogó, llena de pudor.

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