Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo décimosegundo - Segunda ParteCapítulo décimocuarto - Segunda ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO XIII


Sofía estaba ya en casa. Recibió a la madre con un ciganillo en los labios, afanosa, excitada ... Colocó al herido en un diván, le desvendó hábilmente la cabeza, mientras daba órdenes, pestañeando a causa del humo del tabaco.

- ¡Iván Danílovich! ¡Ya han llegado! ¿Está usted cansada Nílovna? ¿Se ha asustado, verdad? Pues, ea, descanse. Nikolái, dale a Nílovna una copita de vino de Oporto.

Aturdida por lo ocurrido, la madre respiraba con dificultad, sintiendo una dolorosa punzada en el pecho.

- No se inquieten por mí ... -musitó.

Y con todo su ser pedía ansiosamente un poco de atención, un poco de cariño que la tranquilizase.

De la habitación vecina salió Nikolái con un brazo vendado; le seguía el doctor Iván Danílovich, con el pelo revuelto, todo él punzante como un erizo. Se acercó rápido a Iván e, inclinándose hacia él, dijo:

- ¡Agua, agua, hilas limpias y algodón!

Iba ya la madre a la cocina, pero Nikolái la tomó de un brazo con la mano izquierda y le dijo cariñosamente, mientras se la llevaba al comedor:

- No se lo ha dicho a usted, sino a Sofía. Bastantes emociones ha pasado ya, ¿no es cierto, querida?

La madre contestó a su mirada, fija, compasiva, con un sollozo que no pudo contener, y exclamó:

- ¡Qué horror aquello, querido mío! ¡A sablazos con la gente, a sablazos!

- ¡Lo vi! -dijo Nikolái, meneando la cabeza y sirviéndole vino. Los dos bandos se acaloraron un poco. Pero usted no se preocupe, ellos no pegaron más que de plano; me parece que sólo hay un herido grave; le golpearon delante de mí y yo mismo le saqué de la refriega ...

El rostro y la voz de Nikolái, el tibio ambiente y la luz de la habitación tranquilizaron a Vlásova.

Dirigiéndole una mirada de agradecimiento, le preguntó:

- ¿A usted también le han golpeado?

- No, esto me lo hice yo mismo; por lo visto, rocé descuidadamente no sé qué y se me levantó la piel. Beba usted té. Hace frío y va poco abrigada ...

Tendió la mano a la taza y vio que tenía los dedos llenos de sangre coagulada. Con movimiento instintivo, dejó caer la mano sobre la rodilla: la falda estaba húmeda. Muy abiertos los ojos, alzada la ceja, se miró a hurtadillas los dedos; la cabeza le daba vueltas y en su corazón golpeteaba:

¡Eso mismo pueden hacerle a Pável!

Entró Iván Danílovich; venía sin chaqueta, con el chaleco puesto y la camisa remangada. A una muda interrogación de Nikolái, dijo con su aguda voz:

- La herida de la cara no tiene importancia, pero le han fracturado el cráneo, aunque la cosa no es grave; el chico es fuerte. Sin embargo, ha perdido mucha sangre. ¿Vamos a llevarle al hospital?

- ¿Para qué? ¡Déjale aquí! -exclamó Nikolái.

- Bueno, le dejaremos hoy y quizá mañana; pero después me será más cómodo que esté en el hospital; no tengo tiempo para hacer visitas. ¿Escribirás una octavilla sobre lo ocurrido en el cementerio?

- Desde luego -contestó Nikolái.

La madre se levantó sin hacer ruido y se dirigió a la cocina.

- ¿Adónde va, Nílovna? -la detuvo solícito Nikolái-. ¡Ya se las arreglará Sofía, ella sola!

La madre le miró y, temblando ligeramente, respondió con una sonrisa extraña:

- Estoy llena de sangre ...

Mientras se mudaba de ropa en su habitación, pensaba una vez más en la tranquilidad de aquella gente, en la facultad que tenía de sobreponerse con rapidez a los acontecimientos más terribles. Esta reflexión la hizo serenarse y desterrar del corazón el espanto. Cuando volvió al cuarto donde yacía el herido, Sofía, inclinándose sobre él, le estaba diciendo:

- ¡Eso son tonterías, camarada!

- ¡Pero si les voy a molestar...! -replicó él con voz débil.

- Mejor será que se calle, eso le hará bien ...

La madre se acercó a Sofía por detrás y le puso la mano en el hombro; miró sonriendo a la cara pálida del herido y empezó a contar el susto que le diera cuando, en el coche, en un acceso de delirio, empezó a decir palabras imprudentes. Iván la escuchaba, con ojos brillantes de fiebre, chasqueando los labios, y exclamaba confuso:

- Ay ... que tonto.

- ¡Bueno, le dejamos! -dijo Sofía después de arreglarle la manta. ¡Que descanse!

Se fueron al comedor y estuvieron allí mucho rato conversando sobre los acontecimientos de la jornada. Y ya se consideraba aquel drama comó un asunto lejano, se miraba con seguridad al porvenir y se discutía sobre los métodos de trabajo para el día siguiente. Los rostros reflejaban cansancio, pero los pensamientos se mantenían animosos, y, al hablar de sus asuntos, aquella gente no ocultaba el descontento de sí misma. El doctor se removía nervioso en su silla y, esforzándose en debilitar su voz fina y aguda, dijo:

- ¡La propaganda, la propaganda! Esto ya es poco en los momentos actuales, ¡la juventud obrera tiene razón! Hay que llevar la agitación a un terreno más vasto. Os digo que los obreros tienen razón.

Nikolái, fruncido el ceño, le contestó en el mismo tono:

- En todas partes se quejan de la falta de literatura, y nosotros aún no hemos logrado organizar una buena imprenta. Liudmila está agotada; caerá enferma, si no le damos colaboradores ...

- ¿Y Vesovschikov? -pregutó Sofía.

- No puede vivir en la ciudad. Se pondrá a la tarea solamente en la imprenta nueva, pero para ésta necesitamos aún otra persona ...

- ¿Podría yo servir? -propuso la madre en voz baja.

Los tres la miraron y guardaron silencio unos instantes.

- ¡Es una buena idea! -exclamó Sofía.

- ¡No, eso sería penoso para usted, Nílovna! -dijo secamente Nikolái-. Tendría usted que vivir fuera de la ciudad, no podría ir a ver a Pável, y en general ...

Ella dio un suspiro y repuso:

- Para Pável, eso no será una gran pérdida; y en cuanto a mí, ¡las visitas me destrozan el alma! No se puede hablar de nada. Estás frente a tu hijo como una tonta y te miran a la boca, esperando a ver si dices algo de más ...

Los acontecimientos de los últimos días la habían fatigado mucho, y ahora, al entrever la posibilidad de vivir fuera de la ciudad, lejos de aquellos dramas, se aferraba ávidamente a ella.

Pero Nikolái cambió de conversación.

- ¿En qué piensas, Iván? -preguntó al doctor.

Alzando la cabeza, que tenía profundamente inclinada sobre la mesa, el doctor dijo en tono sombrío:

- En que somos pocos, ¡en eso! Hay que trabajar con más energía ... y hay que convencer a Pável y a Andréi de que se fuguen; son ambos demasiado valiosos para que estén encerrados sin hacer nada ...

Nikolái frunció el ceño y, echando una rápida ojeada a la madre, meneó la cabeza con aire dubitativo.

Comprendió ella que les cohibía su presencia, para hablar del hijo, y se marchó a su cuarto, llevándose en el pecho un leve agravio contra aquellas personas que tan poco se preocupaban de su deseo. Ya acostada, sin cerrar los ojos, al murmullo silencioso de las voces, se dejó dominar por la inquietud.

El día había sido tenebroso, incomprensible y lleno de malos presagios; como le era doloroso recordarlo, apartando las impresiones sombrías, se puso a pensar en Pável. Le quería ver en libertad, y al mismo tiempo, le espantaba tal idea; sentía que en tomo de ella todo se agudizaba, amenazando con desembocar en violentos choques. La paciencia silenciosa de la gente desaparecía para dar paso a una tensa expectación, la ira iba creciendo sensiblemente, se oían palabras ásperas, en todas partes la atmósfera estaba cargada de excitación ...

Cada proclama suscitaba animadas conversaciones en el mercado, en las tiendas, entre las sirvientas y los artesanos; cada detención en la ciudad producía un eco medroso, de perplejidad, y, en ocasiones, de simpatía inconsciente, que se expresaba al comentar los motivos de ella. Cada vez con mayor frecuencia oía a las gentes sencillas palabras que en otros tiempos la habían asustado: rebelión, socialistas, política ... las pronunciaban con ironía, pero tras aquella ironía se disimulaba mal una interrogante llena de curiosidad; con cólera, pero a través de ella se percibía el miedo; con aire pensativo, mas con esperanza y amenaza. Lentamente, pero en círculos cada vez más amplios, iba propagándose la agitación a través de la vida oscura y estancada, se iba despertando el pensamiento dormido, y la actitud acostumbrada de tranquilidad ante los acontecimientos cotidianos empezaba a vacilar. La madre veía todo aquello más claramente que los demás, porque conocía mejor que ellos la triste faz de la vida y, ahora, al ver en ella arrugas de reflexión y de ira, se regocijaba y se alarmaba al propio tiempo. Se regocijaba, porque lo consideraba como obra de su hijo; se alarmaba, porque sabía que, si salía de la cárcel, se pondría a la cabeza de todos, en el puesto de mayor peligro. Y perecería.

A veces, la imagen de su hijo tornaba ante ella las dimensiones de un héroe de leyenda; reunía en su persona todas las palabras de valentía y honradez que ella había oído, todas las cualidades de las gentes que a ella más le gustaban, todo lo heroico y luminoso que ella conocía.

Entonces, enternecida, orgullosa, le contemplaba con silencioso arrobamiento y, llena de esperanza, pensaba:

¡Todo saldrá bien, todo!

Su amor -amor de madre- se inflamaba apretándole el corazón hasta casi producirle dolor; después, lo maternal impedía que creciera lo humano, lo consumía, y en lugar de tan grande sentimiento, en las grises cenizas de la inquietud, palpitaba, tímidamente, una idea desoladora:

Sucumbirá ... ¡perecerá!

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