Índice de Arsenio Lupín, caballero ladrón de Maurice LeblancAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LA CAJA FUERTE DE LA SEÑORA IMBERT

A las tres de la madrugada había todavía una media docena de coches ante uno de los pequeños hoteles de pintor que componen el único lado del bulevar Berthier. La puerta de ese hotel se abrió. Un grupo de invitados, compuesto de damas y caballeros, salió. Cuatro coches se marcharon, unos por la derecha y otros por la izquierda, y en la avenida no quedaron más que dos scñores que se separaron en la esquina de la calle de Courcelles, donde vivía uno de ellos. El otro resolvió regresar a pie hasta la puerta Maillot.

Atravesó, pues, la avenida de Villiers y prosiguió su camino por la acera opuesta a las fortificaciones. En aquella bella noche de invierno, pura y fría, experimentaba un placer en caminar. Se respiraba bien. El ruido de sus pasos resonaba alegremente.

Pero, al cabo de algunos minutos, sintió la impresión desagradable de que era seguido. De hecho, habiéndose vuelto, percibió la sombra de un hombre que se deslizaba entre los árboles. No era miedoso en absoluto; sin embargo, apresuró el paso a fin de llegar lo más rápido posible al fielato de Ternes. Pero el hombre que le seguía echó a correr. Bastante inquieto, el caballero juzgó más prudente hacerle frente y sacar su revólver.

Mas no tuvo tiempo, pues el desconocido le asaltó violentamente y en seguida se entabló una lucha en el desierto bulevar, una lucha a brazo partido en la que el caballero comprendió inmediatamente que llevaba las de perder. Gritó pidiendo auxilio, se debatió, fue derribado sobre un montón de piedras, sintió que le apretaban la garganta, fue amordazado con un pañuelo que su adversario le introdujo en la boca. Sus ojos se cerraron, sus oídos le zumbaban e iba a perder el conocimiento, cuando de pronto la presión a que estaba sometido cedió y el hombre que estaba asfixiándole con su peso se irguió para defenderse a su vez contra un ataque imprevisto. Un golpe de bastón en un puño, una patada en la espinilla ..., y el hombre comenzó a lanzar gritos de dolor y huyó, cojeando y maldiciendo.

Sin molestarse en perseguirle, el recién llegado se inclinó, y dijo:

- ¿Está usted herido, señor?

No estaba herido, pero sí muy aturdido e incapaz de tenerse en pie. Felizmente, uno de los empleados del fielato, atraído por los gritos, había acudido. Se buscó un coche. El caballero tomó asiento en él, acompañado de su salvador, y fue conducido a su hotel en la avenida de la Grande Armée.

Ante la puerta, ya completamente repuesto, se deshizo en palabras de agradecimiento.

- Yo le debo a usted la vida, señor, y le ruego crea que nunca le olvidaré. No quiero asustar a mi esposa en estos momentos, pero es mi deseo que ella le exprese a su vez, y a partir de hoy, nuestro mayor reconocimiento.

Luego le rogó que acudiera a almorzar con ellos, y le dijo su nombre: Ludovico Imbert, agregando:

- ¿Puedo saber a quién tengo el honor de ...?

El desconocido se presentó:

- Arsenio Lupin.

Arsenio Lupin no tenía entonces la celebridad que luego le valió el asunto Cahorn, su fuga de la Santé y tantas otras hazañas de resonancia. Ni siquiera se había llamado hasta entonces Arsenio Lupin. Ese nombre, al cual el futuro le tenía reservado tamaño brillo, fue especialmente imaginado para designar al salvador del señor Imbert, y puede decirse que fue en este asunto en el que recibió el bautismo de fuego. Dispuesto al combate, cierto es, armado de todas las armas, pero sin recursos, sin la autoridad que proporciona el éxito, Arsenio Lupin no era más que un aprendiz en una profesión en la cual muy pronto se convertiría en un maestro.

Por tanto, qué estremecimiento de alegría experimentó al despertarse y recordar la invitación que le habían hecho la noche antes. Al fin alcanzaba el objetivo. Al fin emprendía una obra digna de sus fuerzas y de su talento. Los millones de Imberts que había, ¡qué magnífica presa constituían para un apetito cual el suyo!

Se arregló y vistió de manera especial para esta ocasión: levita usada, pantalón raído, sombrero de seda un poco desteñido, puños y cuello deshilachados, todo muy limpio, pero dando una sensación de miseria. De corbata se puso una cinta negra con un alfiler de diamante de nuez de sorpresa. Y así ataviado bajó la escalera de la vivienda que ocupaba en Montmartre. En el tercer piso, sin detenerse, golpeó con el puño de su bastón sobre el batiente de una puerta cerrada. Ya fuera, se dirigía a los bulevares exteriores. Pasaba un tranvía. Subió a este, y alguien que iba detrás de él, que era el inquilino del tercer piso, se sentó a su lado.

Al cabo de unos instantes, aquel hombre le dijo:

- ¿Y qué, patrón?

- Pues que está hecho.

- ¿Cómo?

- Voy a almorzar.

- ¡Vas a almorzar!

- ¿No querrías, así lo espero, que yo hubiera expuesto gratuitamente una vida tan preciosa como la mía? Yo arranqué al señor Ludovico Imbert a la muerte segura que le estaba reservada. Y el señor Ludovico Imbert es de una naturaleza agradecida. Me ha invitado a almorzar.

Hubo un silencio. Luego el otro dijo al azar:

- Entonces, ¿tú no renuncias?

- Amigo mío -dijo Arsenio-, si yo maquiné esa pequeña agresión de esta noche, si me di el trabajo a las tres de la mañana y a lo largo de las fortificaciones de darte un bastonazo en el puño y una patada en la tibia, corriendo así el riesgo de causarle daños a mi único amigo, no fue para renunciar ahora a los beneficios de un salvamento tan bien organizado.

- Pero ¿y los malos rumores que corren sobre la fortuna ...?

- Déjalos correr. Hace seis meses que sigo este asunto; seis meses que me informo, que estudio, que tiendo mis redes, que interrogo a los criados, a los prestamistas y a los testaferros; seis meses que vivo siguiendo como una sombra al marido y a la mujer. En consecuencia, ya sé a lo que atenerme. Que la fortuna provenga del viejo Brawford, cual ellos pretenden, o que proceda de cualquier otra fuente, yo afirmo que en todo caso existe. Y puesto que existe, me pertenece.

- ¡Demonio! ¡Cien millones!

- Supongamos que son diez, o incluso cinco millones. Hay grandes paquetes de títulos en la caja fuerte. Será culpa del diablo si un día u otro yo no pongo la mano sobre la llave.

El tranvía se detuvo en la plaza de la Etoile, y el hombre murmuró:

- ¿Así pues, por el momento ...?

- Por el momento no hay nada que hacer. Ya te avisaré. Tenemos tiempo.

Cinco minutos después, Arsenio Lupin subía la suntuosa escalera del hotel de Imbert, y Ludovico le presentaba a su esposa Gervasia. Esta era una mujercita pequeña y regordeta, muy habladora. Hizo a Lupin objeto de la mejor de las acogidas.

- Yo quise que estuviéramos solos, para mejor festejar así a nuestro salvador -dijo ella.

Y desde un principio, nuestro salvador fue tratado como un antiguo amigo de la casa. A los postres, la intimidad ya era completa entre ellos, y las confidencias se desarrollaban con absoluta libertad. Arsenio contó su vida, la vida de su padre, íntegro magistrado; las tristezas de su infancia, las dificultades del presente. Gervasia, a su vez, contó de su juventud, de su matrimonio, las bondades del viejo Brawford, los cien millones que ella había heredado, los obstáculos que retrasaban el que entrasen a disfrutar de ese dinero, los préstamos que había tenido que contraer a intereses desorbitantes, sus interminables luchas con los sobrinos de Brawford y las oposiciones contra las que había tenido que enfrentarse, los secuestros ..., todo, en fin.

- Imagínese usted, señor Lupin. Los títulos están ahí al lado, en el despacho de mi marido. Pero si cortáramos un solo cupón, lo perderíamos todo. Están ahí en nuestra caja fuerte, pero no podemos tocarlos.

Un ligero estremecimiento sacudió a Lupin ante la idea de aquella proximidad de los títulos. Y tuvo la sensación muy clara de que el señor Lupin jamás tendría la suficiente elevación de alma para sentir los mismos escrúpulos que aquella buena señora.

- ¡Ah! Están ahí -murmuró él con la garganta seca.

- Sí, están ahí.

Unas relaciones iniciadas bajo tales auspicios no podían sino crear unos lazos aún más estrechos. Interrogado con delicadeza, Arsenio Lupin confesó su miseria, sus angustias. E inmediatamente, el infortunado joven fue nombrado secretario particular de los dos esposos, con un sueldo de ciento cincuenta francos por mes. Continuaría viviendo en su casa, pero vendría diariamente a recibir las órdenes de trabajo, y, para mayor comodidad, ponían a su disposición, como gabinete de trabajo, una de las habitaciones del segundo piso.

Fue él quien la escogió. ¿Por qué feliz casualidad se encontraba esa habitación exactamente encima del despacho de Ludovico?

Arsenio no tardó en comprobar que su cargo de secretario se parecía extraordinariamente a una sinecura. En dos meses no tuvo que copiar y despachar más que cuatro cartas insignificantes y únicamente fue llamado una vez al despacho de su patrón, lo cual solo le permitió contemplar oficialmente una sola vez también la caja fuerte. Además, observó que el titular de aquella sinecura no debía ser considerado digno de figurar al lado del diputado Anquety o del decano del colegio de abogados Grouvel, pues, en efecto, nunca fue invitado a las famosas recepciones mundanas del matrimonio, a las que aquellos personajes concurrían.

Pero no se lamentó por ello, prefiriendo, en cambio, conservar todo su modesto lugar a la sombra, y así se mantuvo al margen, feliz y libre. De todos modos, no perdía el tiempo. En primer término, realizó una serie de visitas clandestinas al despacho de Ludovico y presentó sus respetos a la caja fuerte, que no por ello permaneció menos cerrada de lo que estaba. Era una enorme masa de acero fundido, con aspecto rudo y contra la cual no podían prevalecer ni las limas, ni los barrenos, ni las palancas o ganzúas.

Arsenio Lupin no se sentía obstinado.

Allí donde la fuerza fracasa -se dijo-, la astucia triunfa. Lo esencial es mantener este lugar vigilado con ojos y oídos.

Por consiguiente, adoptó las medidas necesarias al efecto, y, tras unos minuciosos y difíciles sondeos realizados en el piso de su gabinete, introdujo un tubo de plomo que desembocaba en el techo del despacho, entre dos molduras de la cornisa. Por ese tubo, que actuaba de conductor acústico y anteojo, esperaba ver y oír lo que ocurría abajo.

Desde entonces vivió prácticamente tendido sobre el pecho en el piso de su gabinete de trabajo. Y, efectivamente, vio a menudo a los Imbert reunidos en conferencia ante la caja fuerte, compulsando registros y manejando expedientes. Cuando los Imbert hacían girar sucesivamente los cuatro botones que controlaban la cerradura de la caja, Arsenio procuraba, para saber la cifra clave, contar el número de muescas que pasaban. Vigilaba los gestos del matrimonio y espiaba sus menores palabras. ¿Qué hacían con la llave de la caja? ¿La escondían?

Un día bajó de su gabinete a toda prisa, después de haber visto que ellos salían de la estancia sin cerrar la caja. Entró resueltamente. Pero ya el matrimonio había regresado.

- ¡Oh! Perdónenme. Me he equivocado de puerta.

Pero Gervasia se apresuró y le hizo entrar de nuevo en el despacho, diciendo:

- Vamos, señor Lupin, entre usted. ¿Acaso no está usted aquí como en su casa? Va usted a darnos un consejo. ¿Qué títulos debemos vender? ¿Exteriores o de la renta?

- Pero ... ¿y la oposición? -objetó Lupin, muy sorprendido.

- No ataca a todos los títulos.

La mujer abrió más la puerta de la caja. Sobre los estantes se amontonaban los portafolios sujetos con cintas. Ella tomó uno. Pero su marido protestó:

- No, no, Gervasia. Sería una locura vender exteriores. Van a subir ... En tanto que los de la renta están al tipo más alto. ¿Qué opina usted, mi querido amigo?

El querido amigo no tenía opinión alguna, pero, no obstante, aconsejó el sacrificar títulos de la renta. Entonces, la señora Imbert tomó otro paquete de estos, al azar. Era un título del 3 por 100, de 1.374 francos. Ludovico lo metió en su bolsillo. Por la tarde, acompañado de su secretario, hizo vender ese título por un agente de cambio y cobró cuarenta y seis mil francos.

Pero, a pesar de lo que había dicho Gervasia, Arsenio Lupin no se sentía como en su casa. Por el contrario, su situación en el hotel de los Imbert le llenaba de sorpresa. En diversas ocasiones pudo comprobar que los criados ignoraban su nombre. Estos le llamaban señor Ludovico, y le designaban siempre así. Usted avisará al señor ... ¿Acaso ya llegó el señor? ... ¿Por qué dedicarle esa designación enigmática?

Por lo demás, pasado el entusiasmo del principio, los Imbert apenas le hablaban, y aun cuando le trataban con las consideraciones debidas a un bienhechor, nunca se ocupaban de él. Tenían toda la apariencia de considerarle como a un hombre original a quien no le agrada que le importunen, y respetaban su aislamiento cual si este fuese una regla dictada por él, un capricho impuesto por su parte. Una vez, cuando pasaba por el vestíbulo, oyó a Gervasia que le decía a dos caballeros:

- ¡Es tan salvaje!

Sea -pensaba él- ; yo soy un salvaje. Y, renunciando a explicarse las rarezas de aquellas gentes, continuaba con los preparativos de su plan. Había adquirido la certidumbre de que era preciso no contar en absoluto ni con la casualidad ni con un aturdimiento por parte de Gervasia, quien jamás abandonaba la llave de la caja fuerte y que no sacaba la llave sin haber dado vuelta, para confundirlas, a las letras del cierre. Así pues, él precisaba actuar.

Un acontecimiento inesperado vino a precipitar l las cosas. Fue la violenta campaña desencadenada y llevada a cabo contra los Imbert por ciertos periódicos. Se les acusaba de estafa. Arsenio Lupin presenciaba las peripecias del drama y las inquietudes del matrimonio, y comprendió que si tardaba aún mucho más, iba a perderlo todo.

Durante cinco días seguidos, en lugar de marcharse de la casa a las seis de la tarde, como tenía por costumbre, se encerraba en su gabinete. Los demás suponían que ya se había ido. Pero él se extendía sobre el suelo y vigilaba desde allí el despacho de Ludovico.

Como al cabo de las cinco tardes no se había producido la circunstancia favorable que él esperaba, se marchó, cuando ya era de noche, saliendo por la pequeña puerta que daba al patio. Tenía la llave de esa puerta.

Al séptimo día se enteró de que los Imbert, en respuesta a las insinuaciones malintencionadas de sus enemigos, habían propuesto que se abriese la caja fuerte y que se realizara un inventario.

Es para esta noche, pensó Lupin.

Y, en efecto, después de la cena, Ludovico se instaló en su despacho. Gervasia se reunió a él allí. Se pusieron a hojear los registros de la caja.

Transcurrió una hora, y luego otra. Arsenio Lupin oyó a los criados que iban a acostarse. Ahora ya no había nadie en el primer piso. Medianoche. Los Imbert continuaban su tarea.

- ¡Vamos! -murmuró Lupin.

Abrió la ventana. Esta daba al patio. El cielo en la noche sin luna y sin estrellas estaba oscuro. Sacó de su armario una cuerda con nudos que sujetó a la barandilla del balcón. Saltó por este y se dejó deslizar suavemente, sirviéndose de un canalón, hasta la ventana situada por debajo de la suya. Era la del despacho. Allí estaba la espesa cortina que ocultaba el interior de la estancia. En pie sobre el balcón permaneció un momento inmóvil, con el oído atento y los ojos al acecho.

Tranquilizado por el silencio que reinaba, empujó suavemente las dos vidrieras. Si nadie había tenido la precaución de cerrarlas debidamente, entonces cederían al menor esfuerzo, pues él, en el curso de la tarde, había dado vuelta a la falleba de manera que no entrase en las ranuras correspondientes.

Las vidrieras cedieron. Entonces, con las mayores precauciones, las abrió todavía más. Cuando ya pudo introducir la cabeza por el hueco, se detuvo. Por entre las cortinas mal unidas se filtraba un poco de luz. Divisó a Gervasia y Ludovico sentados al pie de la caja fuerte.

Solo cambiaban algunas palabras de tarde en tarde y en voz baja, absorbidos por su trabajo. Arsenio calculó la distancia que le separaba de ellos, midió los movimientos exactos que precisaría hacer para reducirlos a uno después del otro a la impotencia antes que tuvieran tiempo de gritar pidiendo auxilio, y ya iba a precipitarse a llevarlos a cabo, cuando Gervasia dijo:

- Cómo se ha enfriado este cuarto desde hace unos momentos. Yo me voy a acostar. ¿Y tú?

- Yo quisiera acabar con esto.

- ¡Acabar! Pero si tienes para toda la noche.

- De ningún modo. Tengo para una hora a lo sumo.

Ella se retiró. Pasaron veinte minutos, treinta minutos. Arsenio empujó las vidrieras un poco más. Las cortinas se movieron, produciendo un ruido de roce. Empujó todavía más. Ludovico se volvió y, viendo las cortinas hinchadas por el viento, se levantó para cerrar la ventana.

No hubo ni un grito, ni siquiera la apariencia de una lucha. Con unos movimientos llenos de precisión y sin causarle el menor mal, Arsenio le aturdió, le envolvió la cabeza con la cortina y le amarró con una cuerda, haciendo todo de tal manera, que Ludovico ni siquiera pudo distinguir el rostro de su agresor.

Luego, rápidamente, se dirigió hacia la caja fuerte, se apoderó de dos portafolios, colocándolos bajo su brazo; s&lió del despacho, bajó la escalera, atravesó el patio y abrió la puerta de servicio. Un coche estaba estacionado en la calle.

- Toma esto primero y luego sígueme -le dijo al cochero.

Fueron de nuevo al despacho. En dos viajes vaciaron la caja. Luego, Arsenio subió a su gabinete, retiró la cuerda de la ventana y borró toda huella de su paso por allí. Había acabado.

Unas horas después, Arsenio Lupin, ayudado por su compañero, procedió a revisar los portafolios. No experimentó decepción alguna, teniendo ya previsto de antemano que la fortuna de los Imbert no alcanzaba la importancia que se le atribuía. Los millones no se contaban por centenas, ni siquiera por decenas. Pero, a pesar de todo, el botín constituía una cifra muy respetable y los valores eran de excelente clase: obligaciones de los ferrocarriles, de la municipalidad de París, del canal de Suez, de las minas del Norte, etcétera.

Se manifestó satisfecho al decir:

- Verdad es que habrá una fuerte pérdida cuando llegue la hora de negociar estos valores. Tropezaremos con fuertes oposiciones y será preciso más de una vez liquidar a vil precio. Pero no importa; con esta primera recolección de fondos yo me encargaré de vivir como quiera ... y de realizar algunos sueños muy preciosos para mí.

- ¿Y el resto?

- Puedes quemarlo, amigo mío. Ese montón de papeles solo adornaban la caja fuerte. Para nosotros son inútiles. En cuanto a los títulos, vamos a encerrarlos muy tranquilamente en el armario, mientras esperamos el momento propicio.

Al día siguiente, Arsenio pensó que ninguna razón le impedía el regresar a casa de los Imbert. Pero la lectura de los periódicos le reveló esta inesperada noticia: Ludovico y Gervasia habían desaparecido.

La apertura de la caja fuerte se efectuó con toda solemnidad. Los magistrados encontraron en ella lo que Arsenio Lupin había dejado ...: poca cosa.

Tales son los hechos y tal es la explicación que da a algunos de ellos la intervención de Arsenio Lupin. El relato me lo hizo él mismo un día que se sentía con ánimo confidencial.

Aquel día se paseaba de arriba abajo en mi gabinete de trabajo y en sus ojos había una pequeña fiebre que yo nunca había visto antes en ellos.

- En resumen -le dije yo-, ¿ese es tu golpe más bonito?

Sin responderme directamente, prosiguió:

- Hay en este asunto secretos impenetrables. Así, incluso después de la explicación que yo te he dado, ¡cuántas cosas quedan oscuras todavía! ¿Por qué aquella fuga? ¿Por qué no se aprovecharon del seguro que yo les proporcionaba involuntariamente? Para ellos era tan fácil decir: Los cien millones se encontraban en la caja fuerte y ya no están porque fueron robados.

- Seguramente que perdieron la cabeza.

- Sí, eso es, perdieron la cabeza ... Por otra parte, ¿será verdad ...?

- Será verdad, ¿ qué? ...

- No, nada.

¿Qué significaba esa reticencia? El no lo había dicho todo, era bien visible, y aquello que él no había dicho, le repugnaba decirlo. Yo me sentía intrigado. Era preciso que se tratara de algo grave para provocar dudas en un hombre como él.

Yo le hice preguntas al azar:

- ¿Tú no los has vuelto a ver?

- No.

- ¿Y no te ha ocurrido experimentar, respecto de esos dos desventurados, algún sentimiento de lástima?

- ¿Yo? -respondió él con un sobresalto.

Su reacción me sorprendió. ¿Había yo tocado el punto sensible? Entonces insistí:

- Evidentemente, sin ti ellos quizá hubieran podido hacer frente al peligro ..., o, cuando menos, haber desaparecido con los bolsillos llenos.

- Remordimientos ..., es eso lo que verdaderamente me atribuyes, ¿no es así?

- ¡Caramba!

Descargó un violento puñetazo sobre mi mesa.

Luego dijo:

- Así, según tú, yo debiera sentir remordimientos.

- Llámale remordimientos o lamentaciones; ea una palabra, un sentimiento cualquiera ...

- Un sentimiento cualquiera por unas personas que ...

- Por unas personas a quienes tú les robaste una fortuna.

- ¿Qué fortuna?

- Pues ... aquellos dos o tres paquetes de títulos.

- ¡Aquellos dos o tres paquetes de títulos! Yo les robé unos paquetes de títulos, ¿verdad? ¿Una parte de su herencia? ¿Esa es mi culpa? ¿Ese es mi crimen? Pero, demonios, querido, ¿no has adivinado todavía que esos títulos eran falsos? ... ¿Lo oyes? ¡Eran falsos!

Yo le miré aturdido. Y él añadió:

- Eran falsos ... los cuatro o cinco millones -gritó con rabia-. ¡Archifalsos! Falsas las obligaciones de la municipalidad de París y los fondos del Estado. Papel, nada más que papel. Ni un céntimo saqué yo de todo aquel montón. ¿Y todavía me pides que sienta remordimientos? Pero si son ellos quienes debieran sentirlos. Me engañaron como a un tonto. Me emplumaron como al último de los cándidos ..., y el más estúpido.

Estaba agitado por la cólera provocada por el rencor del amor propio herido.

- Pero, desde el comienzo al fin del asunto, me tocó perder a partir del primer instante. ¿Sabes el papel que tuve que representar en este asunto, o más bien el papel que ellos me hicieron representar? ¡El de Andrés Brawford! Sí, mi querido amigo, y de todo ello yo no obtuve nada práctico. Fue después cuando, por los periódicos y relacionando ciertos detalles, me di cuenta de ello. Mientras yo estaba representando el papel de bienhechor, del caballero que arriesgó la vida por arrancarle a las garras de los apaches, me estaban haciendo pasar por uno de los Brawford. ¿Acaso no es eso admirable? Aquel señor original que tenía su gabinete en el segundo piso, aquel salvaje al que solo se mostraba de lejos, era Brawford, y ese Brawford era yo ... Y gracias a mí, gracias a la confianza que yo inspiraba bajo el nombre de Brawford, los banqueros prestaban y los notarios aconsejaban a sus clientes que prestasen. ¡Ah! Qué escuela para un principiante ... ¡Ah! Te juro que la lección me fue útil.

Se detuvo bruscamente, me agarró del brazo y con un tono exasperado en el cual, sin embargo, resultaba fácil percibir matices de ironía y de admiración, me dijo esta frase inefable:

- Querido, en la hora presente, Gervasia Imbert me debe mil quinientos francos.

Ante esto no pude impedirme de reír. Se trataba verdaderamente de una bufonada magnífica. Y él mismo sintió un acceso de franco regocijo, y añadió:

- Sí, querido, mil quinientos francos. No solamente no cobré nunca un solo céntimo de mi sueldo como secretario, sino que además ella me pidió prestados mil quinientos francos. Todos mis ahorros de joven. ¿Y sabes para qué? Te los doy por mil si adivinas ... ¡Para sus pobres! Como te lo digo. Para unos supuestos desventurados que ella estaba ayudando a espaldas de Ludovico ... Y yo caí en ello. Es bastante gracioso, ¿verdad? Arsenio Lupin despojado de mil quinientos francos por la bella dama a la cual él le robó cuatro millones en títulos falsos. Y qué de combinaciones, de esfuerzos, de astucias geniales me fue preciso hacer para llegar a ese hermoso resultado. Es la única vez que me la han jugado en toda mi vida. Pero, ¡caray, me la jugaron bien y limpiamente ... en todo un gran premio! ...

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