Índice de Arsenio Lupín, caballero ladrón de Maurice LeblancAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

EL SIETE DE CORAZONES

Segunda parte

En verdad, comenzábamos a discernir ciertas luces entre las tinieblas que nos envolvían y ciertos puntos se aclaraban con luz inesperada. Pero ¿cuántos otros puntos quedaban todavía oscuros, cual ocurría con el descubrimiento de los dos ases de sietes de corazones? Por mi parte, yo volvía siempre a esa incógnita, más intrigado quizá de lo que hubiera sido necesario, por aquellos dos naipes, en los cuales las siete pequeñas figuras perforadas habían sorprendido mis ojos en circunstancias tan turbadoras. ¿Qué papel representaban esos naipes en el drama? ¿Qué importancia debía atribuírseles? ¿Qué conclusiones debían sacarse del hecho que el submarino construido conforme a los planos de Luis Lacombe llevase el nombre de Siete de Corazones?

Daspry, por su parte, se ocupaba poco de esos dos naipes y se entregaba enteramente al estudio de otros problemas cuya solución le parecía más urgente: buscaba incansablemente el famoso escondrijo.

- Y quién sabe -decía él- si no encuentro las cartas que tampoco Salvador encontró ... por inadvertencia, quizá. Es tan poco probable que los hermanos Varin hayan retirado de un lugar que ellos creían inaccesible el arma cuyo valor inapreciable sabían ...

Y él buscaba. Como la sala grande ya no guardaba secretos para él, extendió sus investigaciones a todas las otras habitaciones del hotel: examinó el interior y el exterior, las piedras y los ladrillos de las murallas, levantó las pizarras del tejado. Un día llegó con un pico y una pala, me dio esta, se quedó con aquel y, señalando al terreno vacío, me dijo:

- Vamos.

Yo le seguí sin entusiasmo. Dividió el terreno en varias secciones, que inspeccionó sucesivamente. Pero en un rincón, en el ángulo que formaban los muros de dos fincas vecinas, llamó su atención un montón de morrillo y de piedras recubiertos de raíces y hierbas. Se puso a atacarlo.

Yo tuve que ayudarle. Durante una hora, a pleno sol, trabajamos inútilmente. Pero cuando bajo las piedras ya apartadas alcanzamos a la propia tierra y cavamos en ella, el pico de Draspy puso a descubierto una osamenta: un esqueleto en torno al cual se pegaban todavía restos de ropa.

De pronto me sentí palidecer. Percibí metida en la tierra una pequeña placa de hierro, en forma de rectángulo y en la que me parecía distinguir manchas rojas. Me agaché. Era, en efecto, eso. La placa tenía las dimensiones de un naipe de juego, y las manchas rojas, de un rojo de minio corroído en algunos lugares, eran en número de siete, dispuestas como los siete puntos de un siete de corazones y agujereados cada uno en las siete extremidades.

- Escucha, Daspry: ya tengo bastante de todas estas historias. Tanto mejor para ti si te interesan. Ya no te hago más compañía.

¿Era la emoción? ¿Era el cancio de un trabajo ejecutado bajo un sol demasiado fuerte? El caso es que yo me tambaleaba al marcharme y tuve que meterme en la cama, donde permanecí cuarenta y ocho horas febril y ardiendo, obsesionado por esqueletos que bailaban en torno a mí y se arrojaban a la cabeza unos a otros sus corazones sanguinolentos.

Daspry me permaneció fiel. Cada día me concedía tres o cuatro horas que, verdad, él pasaba en la sala grande huroneando y dando golpes.

- Las cartas se encuentran en esta estancia -venía a decirme de tiempo en tiempo-. Están allí. Yo pondría la mano en el fuego.

- Déjame en paz -le respondía yo, horripilado.

En la mañana del tercer día me levanté bastante débil todavía, pero ya curado. Un buen desayuno me confortó. Pero una carta continental que recibí hacia las cinco de la tarde contribuyó más que nada a mi completo restablecimiento, de tal modo mi curiosidad se vio de nuevo, y a pesar de todo, espoleada en lo más vivo.

La carta exprés contenía estas palabras:

Señor:
El drama cuyo primer acto ocurrió en la noche del 22 al 23 de junio toca a su desenlace. La propia fuerza de las cosas exige que yo ponga en presencia uno de otro a los dos principales personajes de este drama y que esta confrontación tenga lugar en casa de usted, por lo que yo le quedaría infinitamente reconocido si me prestara su domicilio para la noche de hoy. Sería oportuno que de las nueve a las once horas su sirvienta fuese alejada, así como también sería preferible que usted mismo tuviera la amabilidad de dejar el campo libre a 1m adversarios. Usted ha podido darse cuenta ya en la noche del 22 al 23 de junio de que yo llevaba hasta lo más escrupuloso mi respeto para cuanto a usted le pertenece. Por mi parte, creo que le ofendería a usted si yo dudara un solo instante de su absoluta discreción con respecto al que aquí firma.
Suyo,
Salvador.

Había en esta misiva un tono de cortés ironía y en la petición que aquella formulaba una bella fantasía que a mí me deleitaba. Era una encantadora desenvoltura la de mi corresponsal, y este parecía enteramente seguro de mi asentimiento. Por nada del mundo hubiera querido yo decepcionarle o responder a su confianza con la ingratitud.

A las ocho, mi sirvienta, a la cual yo le había regalado una entrada para el teatro, acababa de salir cuando llegó Daspry. Le mostré la carta.

- ¿Y bien? -me dijo.

- Pues voy a dejar la puerta del jardín abierta para que puedan entrar.

- ¿Y tú te marchas?

- ¡En modo alguno!

- Pero como quiera que te piden ...

- Me piden discreción. Y yo seré discreto. Pero me siento tremendamente apasionado por ver lo que va a ocurrir.

Daspry se echó a reír.

- En verdad que tienes razón, y yo me quedo también. Tengo el presentimiento de que no nos aburriremos.

El sonido del timbre le interrumpió.

- ¿Serán ellos ya? -murmuro-. ¡Con veinte minutos de anticipación! ¡Imposible!

Desde el vestíbulo tiré del cordón que abría la puerta de la verja. Una silueta de mujer atravesó el jardín. Era la señora Andermatt.

Parecía agitada, y en medio de sofocos balbució:

- Mi marido ... va a venir ...; tiene cita aquí ...; van a entregarle las cartas ...

- ¿Cómo lo sabe usted? -le pregunté.

- Por una casualidad. Un recado que recibió mi marido durante la cena.

- ¿Una carta continental?

- Un mensaje telefónico. El criado me lo entregó a mí por error. Mi marido lo tomó en seguida, pero ya era demasiado tarde ... Yo lo había leído ya.

- ¿Usted lo había leído? ¿Y qué decía?

- Más o menos, esto:

Esta noche, a las nueve, acuda usted al bulevar Maillot con los documentos relacionados con el asunto. A cambio recibirá usted las cartas.

Después de la cena subí a mis habitaciones y luego salí.

- ¿Sin saberlo su marido?

- Si.

Daspry me miró.

- ¿Qué piensas tú de esto?

- Yo pienso lo que tú piensas: que el señor Andermatt es uno de los adversarios convocados.

- ¿Por quién? ¿Y con qué objeto?

- Eso es precisamente lo que vamos a saber pronto.

Los llevé a la sala grande.

Podíamos, en último extremo, situarnos bajo el dintel de la chimenea y disimulamos detrás de la colgadura de terciopelo. Nos instalamos. La señora Andermatt se sentó entre nosotros dos. Por las rendijas de la cortina, toda la estancia estaba a nuestra vista.

Sonaron las nueve. Unos minutos más tarde, la puerta del jardín rechinó en sus goznes.

Confieso que yo no dejaba de sentir una cierta angustia y que una nueva fiebre me excitaba. Estábamos a punto de conocer la clave del enigma. La desconcertante aventura, cuyas peripecias se desarrollaban ante mí desde hacía semanas, iba por fin a adquirir un verdadero sentido, y era ante mis ojos que la batalla iba a librarse.

Daspry tomó la mano de la señora Andermatt y murmuró:

- Sobre todo, no haga usted ningún movimiento. Oiga usted lo que oiga o vea lo que vea, permanezca impasible.

Alguien entró. Reconocí en seguida, por su gran parecido con Esteban Varin, a su hermano Alfredo. La misma forma de andar pesada y el mismo rostro terroso invadido por la barba.

Penetró con el aire inquieto de un hombre que tiene costumbre de temer a las emboscadas en torno a él, que las olfatea y las evita. Con una rápida ojeada abarcó toda la estancia, y tuve la impresión de que esta chimenea disimulada por un cortinón de terciopelo le resultaba desagradable. Avanzó tres pasos hacia nuestro lado. Pero una idea sin duda más imperiosa le desvió, pues cambió de camino y se dirigió hacia la pared, se detuvo ante la figura en mosaico del viejo rey con la barba florida y blandiendo la espada, y lo examinó largamente; se subió a una silla y, sirviéndose de un dedo, siguió el contorno de los hombros de la figura, palpando en ciertas partes de la imagen.

Pero, bruscamente, saltó de la silla y se alejó de la pared. Resonó el ruido de pasos. En el umbral apareció el señor Andermatt.

El banquero lanzó un grito de sorpresa.

- ¡Usted! ¡Usted! ¿Es usted quien me ha convocado?

- ¿Yo? En absoluto -protestó Varin con voz quebrada que me recordó la de su hermano-. Es la carta de usted la que me hizo venir aquí.

- ¡Mi carta!

- Una carta firmada por usted en la que me ofrecía ...

- Yo no le he escrito a usted.

- ¡Qué usted no me ha escrito!

Instintivamente, Varin se puso en guardia, no en modo alguno contra el banquero, sino contra el enemigo desconocido que le había atraído a aquella trampa. Por segunda vez, sus ojos se volvieron hacia nuestro lado y rápidamente se dirigió hacia la puerta.

El señor Andermatt le cerró el paso.

- ¿Qué hace usted, Varin?

- Hay en todo esto cosas que no me agradan. Me voy. Buenas noches.

- Un momento.

- Vamos, señor Andermatt, no insista usted, pues nada tenemos que decirnos.

- Nosotros tenemos mucho que decirnos y esta ocasión es demasiado oportuna para ello ...

- Déjeme usted pasar.

- No, no, no. Usted no pasará.

Varin retrocedió, intimidado por la resuelta actitud del banquero, y masculló:

- Entonces, pronto, hablemos y que esto se acabe.

Había algo que me sprprendía y yo no dudaba que mis dos compañeros de escondrijo experimentaban la misma decepción. ¿Cómo podía ser que Salvador no estuviese presente allí? ¿Acaso no formaba parte de sus proyectos el intervenir? ¿Acaso le parecía bastante el poner frente a frente al banquero y a Varin? Me sentía extraordinariamente desconcertado. Por el hecho de su ausencia, este duelo, combinado por él y realizado por su voluntad, adquiría el carácter trágico de los acontecimientos que suscita y dirige el orden riguroso del Destino, y la fuerza que hacía chocar a uno con otro a aquellos dos hombres impresionaba tanto más cuanto que aquella fuerza estaba al margen de ellos.

Después de un momento, el señor Andermatt se acercó a Varin, y completamente cara a cara con él, clavando sus ojos en los de él, le dijo:

- Ahora que ya han pasado los años y que usted ya nada tiene que temer, respóndame francamente, Varin: ¿qué ha hecho usted de Luis Lacombe?

- ¡Vaya una pregunta! Como si yo pudiera saber lo que se hizo de él.

- ¡Usted lo sabe! ¡Usted lo sabe! Su hermano y usted le seguían estrechamente los pasos, casi vivían en casa de él, en esta misma casa donde nos encontramos. Ustedes estaban al corriente de sus trabajos, de todos sus proyectos. Y la última noche, Varin, cuando yo acompañé a Luis Lacombe hasta la puerta de mi casa, yo vi dos siluetas que se ocultaban en las sombras. Esto estoy dispuesto a jurarlo.

- ¿Y qué conque lo jure usted?

- Esas sombras eran su hermano y usted, Varin.

- Pruébelo.

- La mejor prueba es que dos días más tarde usted mismo me mostraba los papeles y los planos que ustedes habían recogido de la cartera de Lacombe y usted me propuso vendérmelos. ¿Cómo estaban esos papeles en poder de usted?

- Ya se lo dije a usted, señor Andermatt; nosotros los encontramos sobre la propia mesa de Luis Lacombe al día siguiente por la mañana, después de su desaparición.

- Eso no es cierto.

- Pruébelo.

- La justicia hubiera podido probarlo.

- ¿Por qué no se dirigió usted a la justicia?

- ¿Por qué? ¡Ah! Porque ...

Se calló. Su rostro estaba sombrío. Y el otro prosiguió:

- Vea, señor Andennatt: si usted hubiera tenido la menor certidumbre, no es la pequeña amenaza que nosotros le hicimos a usted lo que le hubiera impedido de ...

- ¿Qué amenaza? ¿Aquellas cartas? ¿Es que usted se imagina que yo haya creído jamás ni por un instante ...?

- Si usted no ha creído en esas cartas, ¿por qué, entonces, me ofreció miles de francos para recupertirlas? ¿Y por qué, desde entonces, nos ha hecho usted perseguir como bestias a mi hermano y a mí?

- Para recuperar los planos que me interesaban.

- ¡Vamos! No era por eso. Era por las cartas. Una vez en posesión de las cartas, usted nos hubiera denunciado. Más pronto de que yo hubiera podido escaparme.

Lanzó una carcajada, que interrumpió súbitamente. Y dijo:

- Pero ya basta. De nada valdrá que repitamos las mismas palabras, pues nada adelantaremos con ello. En consecuencia, quedamos en lo mismo.

- No quedaremos en lo mismo -dijo el banquera-. Y puesto que usted ha hablado de las cartas, usted no saldrá de aquí antes que las haya devuelto.

- Yo saldré.

- No, no.

- Escuche, señor Andermatt. Yo le aconsejo ...

- Usted no saldrá.

- Eso es lo que vamos a ver -dijo Varin con tal acento de rabia, que la señora Andermatt ahogó un grito.

Varin debió de oírlo, pues intentó salir por la fuerza. El señor Andermatt le rechazó violentamente. Entonces le vi que deslizaba la mano en el bolsillo de su americana, y decía:

- Por última vez. Primero las cartas.

Varin sacó un revólver y, apuntándole al señor Andermatt, exigió:

- ¿Sí o no?

El banquero se agachó rápidamente.

Se escuchó un disparo. El arma cayó al suelo.

Quedé estupefacto. Era de junto a mí de donde el disparo había partido. Y era Daspry quien, con una bala de pistola, había hecho saltar el arma de la mano de Alfredo Varin.

Y erguido súbitamente entre los dos adversarios, de cara a Varin, Daspry decía con sarcasmo:

- Tiene usted suerte, amigo mío, una gran suerte. Era a la mano a lo que yo apuntaba y fue en el revólver en el que hice blanco.

Los dos adversarios le contemplaban inmóviles y confusos. Le dijo al banquero:

- Me perdonará usted, señor, el haberme mezclado en esto que no es de mi incumbencia. Pero, verdaderamente, usted estaba jugando su partida con demasiada torpeza. Permítame que sea yo quien tome ahora los naipes.

Y volviéndose hacia el otro, añadió:

- Ahora somos tú y yo, camarada. Y a jugar limpio, te lo ruego. Tú juegas el as de corazón, y yo juego el siete.

Y a tres pulgadas de la nariz de Varin le colocó la placa de hierro cuyos siete puntos rojos estaban marcados.

Jamás me fue dado ver semejante confusión en un hombre. Lívido, con los ojos desencajados, los rasgos descompuestos de angustia, el individuo parecía hipnotizado por la imagen que tenía ante él.

- ¿Quién es usted? -balbució.

- Ya lo he dicho: un señor que se ocupa de lo que no le concierne ..., pero que se ocupa a fondo.

- ¿Qué quiere usted?

- Todo lo que te has llevado.

- Yo no me he llevado nada.

- Sí, pues de otro modo tú no hubieras venido aquí. Tú has recibido esta mañana un recado convocándote aquí para las nueve y conminándote a que trajeras todos los papeles que tienes en tu poder. Y hete aquí. ¿Dónde están los papeles?

En la voz de Daspry y en su actitud había una autoridad que me desconcertaba, una manera de actuar completamente nueva en aquel hombre más bien indiferente y suave de ordinario. Ya absolutamente domado, Varin señaló a uno de sus bolsillos, y dijo:

- Los papeles están aquí.

- ¿Y están todos?

- .

- ¿Todos los que encontraste en la cartera de Luis Lacombe, y que le vendiste al comandante von Lieben?

- .

- ¿Son las copias o los originales?

- Los originales.

- ¿Cuánto quieres por ellos?

- Cien mil francos.

Daspry soltó una carcajada, y comentó:

- Tú estás loco. El comandante no te dio más que veinte mil. Veinte mil tirados al agua, pues las pruebas fracasaron.

- Es que no supieron utilizar los planos.

- No, es porque los planos están incompletos.

- Entonces, ¿por qué me los exige usted?

- Porque los necesito. Te ofrezco cinco mil francos. Ni cinco céntimos más.

- Diez mil. Ni cinco céntimos menos.

- De acuerdo.

Daspry se acercó al señor Andermatt y le dijo:

- Tenga la bondad de firmar un cheque, señor.

- Pero ... es que yo no tengo.

- ¿Su talonario de cheques? Helo aquí.

Sorprendido, el señor Andermatt palpó el talonario que le tendía Daspry.

- En efecto, es el mío ... ¿Cómo es que ...?

- Nada de palabras inútiles, se lo ruego, señor Andermatt; usted no tiene más que firmar.

El banquero sacó su estilográfica y firmó. Varin adelantó la mano.

- Baja tus patas -le dijo Daspry-. Aún no hemos acabado.

Y dirigiéndose al banquero, agregó:

- Había también unas cartas que usted reclamaba, ¿no es verdad?

- Sí, un paquete de cartas.

- ¿Dónde están. Varin?

- Yo no las tengo.

- ¿Dónde están. Varin? -repitió.

- Lo ignoro. Era mi hermano quien las tenía a su cargo.

- Están ocultas en esta estancia.

- En ese caso, usted sabrá dónde están.

- ¿Cómo puedo saber lo yo?

- ¡Caramba! ¿No es usted quien visitó el escondrijo? Usted parece estar tan bien informado ... como Salvador.

- Las cartas no están en el escondrijo.

- Sí están.

- Abrelo.

Varin lanzó una mirada de desafío. ¿Acaso Daspry y Salvador no serían una misma persona realmente, cual todo hacía suponer? Si era así, él no arriesgaría nada mostrando un escondrijo ya conocido. Si no, era inútil ...

- Abrelo -repitió Daspry.

- No tengo el siete de corazones.

- Sí, es este -dijo Daspry, tendiéndole la placa de hierro.

Varin retrocedió aterrado, y exclamó:

- No ..., no ..., yo no quiero ...

- No te preocupes por eso ...

Daspry se dirigió hacia el viejo monarca de la pared con la barba florida, se subió a una silla y aplicó el siete de corazones por debajo de la espada, contra la guardia de la misma, de manera que los bordes de la placa recubrían exactamente los bordes del arma. Luego, con la ayuda de un punzón que introdujo alternativamente en cada uno de los siete agujeros practicados en las extremidades de los siete puntos que marcaban los corazones, presionó sobre las siete piedrecitas correspondientes del mosaico. En la séptima piedrecita incrustada en la pared, se soltó un resorte y todo el busto del rey se abrió, descubriendo una ancha abertura acondicionada como una caja fuerte, con revestimiento de hierro y dos tiras de acero brillante.

- Ya ves perfectamente, Varin, que la caja está vacía.

- En efecto ... Entonces es que mi hermano debió de retirar las cartas ...

Daspry regresó cerca del individuo y le dijo:

- No juegues conmigo a hacerte el más inteligente. Hay otro escondrijo. ¿Dónde está?

- No lo hay.

- ¿Es dinero lo que tú quieres? ¿Cuánto?

- Diez mil.

- Señor Andermatt, ¿esas cartas valen diez mil francos para usted?

- -respondió el banquero con fuerte voz.

Varin cerró la caja, tomó el siete de corazones, no sin una visible repugnancia, y lo aplicó sobre la espada contra la guardia y exactamente en el mismo sitio de antes. Sucesivamente hundió el punzón en las extremidades de los siete corazones. Se soltó un nuevo resorte, pero esta vez, cosa inesperada, solo fue una parte de la caja la que se abrió, descubriendo otra pequeña caja enclavada en el propio grosor de la puerta que cerraba la caja más grande.

El paquete de cartas estaba allí, amarrado con una cuerda y sellado con lacre. Varin se lo entregó a Daspry. Este preguntó:

- ¿El cheque está listo, señor Andermatt?

- .

- ¿Y usted tiene también en su poder el último documento que poseía de Luis Lacombe y que completa los planos del submarino?

- .

Se realizó el intercambio. Daspry metió en el bolsillo el documento y el cheque y entregó el paquete al señor Andermatt.

- He aquí lo que usted quería, señor.

El banquero dudó un momento, como si sintiera miedo de tocar a aquellas páginas malditas que él había buscado con tanto empeño. Luego, con ademán nervioso, las tomó.

A mi lado escuché un gemido. Tomé la mano de la señora Andermatt. Estaba helada.

Daspry le dijo al banquero:

- Yo creo, señor, que nuestra conversación ha terminado. ¡Oh! y nada de agradecimientos, se lo suplico. Ha sido la casualidad solamente la que ha querido que yo pudiera serle útil a usted.

El señor Andermatt se retiró. Llevaba las cartas de su esposa a Luis Lacombe.

- Es maravilloso -exclamó Daspry con aire de sentirse encantado-. Todo se ha arreglado para el mejor desenlace. Ya no nos queda más que echar el cierre a nuestro asunto, camarada. ¿Tienes los papeles?

- Aquí están todos.

Daspry los compulsó, los examinó atentamente y los metió en su bolsillo.

- Perfecto -dijo Daspry-; has mantenido tu palabra.

- Pero ...

- Pero ¿qué?

- Los dos cheques ..., el dinero ...

- ¡Vaya! ¡Qué aplomo tienes, buen hombre! ... ¡Cómo! Te atreves a reclamar ...

- Yo reclamo lo que se me debe.

- ¿Se te debe, entonces, algo por unos papeles que tú has robado?

El individuo parecía estar fuera de sí. Temblaba de cólera y tenía los ojos inyectados de sangre.

- El dinero ..., los veinte mil ... -tartamudeó.

- Imposible ..., ya tengo en qué emplearlos.

- El dinero ...

- Vamos, sé razonable y deja quieto tu puñal.

Daspry le agarró del brazo tan brutalmente, que el otro gritó de dolor. Daspry agregó:

- Vete, camarada; el aire de la calle te hará bien. ¿Quieres que te acompañe? Nos iremos juntos por el terreno vacío y te mostraré un montón de piedras bajo el cual ...

- ¡Eso no es cierto! ¡Eso no es cierto!

- Sí que es cierto. Esta pequeña placa de hierro con los siete puntos rojos viene de allí. Luis Lacombe nunca se apartaba de ella, ¿lo recuerdas? Tu hermano y tú la habéis enterrado con el cadáver ... y con otras cosas que le interesan enormemente a la justicia.

Varin se cubrió el rostro con sus puños lleno de furia. Luego manifestó:

- Bueno. He perdido. No hablemos más. Sin embargo, una palabra ..., una sola palabra. Quisiera saber ...

- Te escucho.

- ¿Había en esa caja, en la más grande de las dos, una cajita?

- .

- Cuando usted vino aquí en la noche del veintidós al veintitrés de junio, esa cajita ¿estaba allí?

- .

- Y contenía ...

- Todo lo que los hermanos Varin habían encerrado en ella: una bastante bonita colección de alhajas, diamantes y perlas, atrapados a derecha e izquierda por dichos hermanos.

- ¿Y usted los cogió?

- ¡Caramba! Ponte tú en mi lugar.

- Entonces ..., ¿fue al comprobar la desaparición de la cajita que mi hermano se suicidó?

- Probablemente. La desaparición de vuestra correspondencia con el comandante von Lieben no hubiera sido motivo suficiente. Pero la desaparición de la cajita ... ¿Es eso todo lo que tenías que preguntarme?

- Y todavía esto: vuestro nombre.

- Tú dices eso como si tuvieras la idea de tomarte la revancha.

- ¡Diablo! La suerte cambia. Hoy usted es el más fuerte. Mañana ...

- Serás tú.

- Lo espero así. ¿ Vuestro nombre?

- Arsenio Lupin.

- ¡Arsenio Lupin!

El individuo se tambaleó como si hubiera recibido un golpe con una maza. Se hubiera dicho que aquellas dos palabras le habían despojado de toda esperanza. Daspry se echó a reír.

- ¡Ah, caramba! ¿Acaso te imaginabas que un señor Durand o un Dupont cualquiera hubiese podido hurdir toda esta hermosa trama? ¡Vamos! Era preciso para ello, cuando menos, a un Arsenio Lupin. Y ahora que ya estás informado, querido, vete a preparar tu revancha. Arsenio Lupin te espera.

Y sin decir una palabra más, le empujó afuera.

- ¡Daspry! ¡Daspry! -grité yo, dándole todavía, y a pesar mío, el nombre bajo el cual yo le había conocido.

Aparté el cortinón de terciopelo.

El acudió.

-¿Qué? ¿Qué ocurre?

- La señora Andermatt se ha puesto enferma.

Daspry se apresuró y le hizo respirar sales, pero al propio tiempo que la atendía me interrogaba:

- Bueno. ¿Qué es lo que ha ocurrido?

- Las cartas -le contesté yo-. Las cartas de Luis Lacombe que tú le entregaste a su marido.

Se dio una palmada en la frente.

- Y ella creyó que yo había hecho eso ... Pero, claro que sí, que ella podía haberlo creído ... Soy un imbécil.

La señora Andermatt, ya reanimada, escuchaba ávidamente. El sacó de su cartera un pequeño paquete parecido en todos sus detalles a aquel que se había llevado el señor Andermatt.

- He aquí sus cartas, señora, las verdaderas.

- Pero ... ¿y las otras?

- Las otras son lo mismo que estas, pero copiadas de nuevo por mí esta noche pasada y cuidadosamente ordenadas. Su marido se sentirá tanto más feliz de leerlas, cuanto que no sospechará que ha habido una sustitución, puesto que todo pareció ocurrir delante de sus ojos.

- ¿Y la escritura?

- No hay ninguna escritura que no pueda ser imitada.

Ella le dio las gracias con las mismas palabras de gratitud que le hubiera dirigido a un hombre de su propio mundo, y me di cuenta perfectamente que ella no debió de escuchar las últimas palabras cambiadas entre Varin y Arsenio Lupin.

Yo le miraba no sin cierta turbación, no sabiendo muy bien qué decirle a aquel antiguo amigo que ahora se me revelaba bajo un aspecto tan imprevisto. ¡Lupin! ¡Era Lupin! Mi camarada de círculo no era otro que Lupin. No lograba serenarme. Pero, en cambio, él con toda tranquilidad dijo:

- Ya puedes despedirte de Jean Daspry.

- ¡Ah!

- Sí, Jean Daspry sale de viaje. Yo le envío a Marruecos. Es posible que allí encuentre un fin digno de él. Incluso confieso que esa es su intención.

- Pero ¿Arsenio Lupin se queda con nosotros?

- ¡Oh! Más que nunca. Arsenio Lupin no está sino al comienzo de su carrera y está seguro de que ...

Un movimiento de curiosidad irresistible me lanzó hacia él y le llevé a cierta distancia de la señora Andermatt para decirle:

- Entonces, ¿tú acabaste por descubrir el segundo escondrijo, aquel donde se encontraban las cartas?

- ¡Me costó mucho trabajo! Fue solamente ayer por la tarde, mientras tú dormías. Y, no obstante, Dios sabe lo fácil que era eso. Pero las cosas más simples son aquellas en las cuales se piensa siempre a lo último.

Y mostrándome el siete de corazones, agregó:

- Yo ya había adivinado que para abrir la caja grande era preciso apoyar este naipe metálico contra la espada del rey de mosaico ...

- ¿Y cómo lo habías adivinado?

- Fácilmente. Por mis informes particulares, yo sabía al venir aquí el veintidós de junio por la noche ...

- Después de haberte despedido de mí ...

- Y después de haberte puesto, mediante conversaciones escogidas, en un estado de ánimo tal, que un temperamento nervioso y un impresionable como tú debía fatalmente dejarme actuar a mi gusto sin abandonar su cama.

El razonamiento era exacto.

- Yo sabía, pues, al venir aquí que había una cajita escondida en una caja fuerte con la cerradura secreta, y que el siete de corazones era la llave, la clave de esa cerradura. No se trataba más que de colocar ese siete de corazones sobre un lugar que visiblemente le estuviera reservado. Me bastó una hora de examen.

- ¡Una hora!

- Observa al hombrecito del mosaico.

- ¿El viejo emperador?

- El viejo emperador es la representación exacta del rey de corazones de todos los juegos de cartas. Es Carlomagno.

- En efecto ... Pero ¿cómo es que el siete de corazones lo mismo abre la caja grande que la caja chica? Y además, ¿por qué sólo abriste, en primer lugar, la caja grande?

- ¿Por qué? Pues porque me obstinaba en colocar mi siete de corazones metálico siempre en el mismo sentido. Y fue solamente cuando me di cuenta de que dándole la vuelta, es decir, metiendo el séptimo punto, el del medio, arriba en lugar de ponerlo abajo, la disposición de aquellos siete puntos cambiaba.

- ¡Caramba!

- Sí, caramba, evidentemente, pero hacía falta pensar en ello.

- Y otra cosa: tú ignorabas la historia de las cartas de la señora Andermatt ...

- ¿Hasta que habló de ellas delante de mí? Sí. Yo no había descubierto en la caja, aparte de la cajita con las alhajas, otra cosa que la correspondencia de los dos hermanos, correspondencia que me puso sobre la pista de su traición.

- En suma, ¿fue por casualidad que fuiste llevado al punto de poder reconstruir la historia de los dos hermanos, y luego a buscar los planos y los documentos del submarino?

- Por casualidad.

- Pero ¿con qué objeto buscaste ...?

Daspry me interrumpió, riendo:

- ¡Dios mío! ¡Cómo te interesa este asunto!

- Me apasiona.

- Pues bien: dentro de unos momentos, cuando haya acompañado a la señora Andermatt y enviado al Echo de France lo que voy a escribir, regresaré y entonces entraremos en los detalles.

Se sentó y escribió una de esas pequeñas notas lapidarias con las que se divertía la fantasía de este personaje. ¿Quién no recuerda el ruido que provocó esta en el mundo entero? Hela aquí:

Arsenio Lupin ha resuelto el problema que Salvador planteó últimamente. Dueño ya de todos los documentos y planos originales del ingeniero Luis Lacombe, ha hecho que sean puestos en manos del ministro de Marina. Con tal motivo, ha abierto una suscripción con objeto de ofrecer al Estado el primer submarino construido conforme a esos planos. Y él se ha puesto en persona a la cabeza de esta suscripción con la suma de veinte mil francos.

- ¿Los veinte mil francos de los cheques del señor Andermatt? -le dije yo cuando me hubo dado a leer su escrito.

- Exactamente. Es equitativo que Varin pague así, en parte, su traición.

Y he ahí cómo yo conocí a Arsenio Lupin. He ahí cómo yo supe que Jean Daspry, camarada de círculo, amistad mundana, no era otro que Arsenio Lupin, caballero ladrón. He ahí cómo yo anudé unas relaciones de amistad en extremo agradables con nuestro gran hombre, y cómo, poco a poco, gracias a la confianza con que tuvo a bien honrarme, yo me he convertido en su muy humilde, muy fiel y muy reconocido historiógrafo.

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