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CAPÍTULO VIII

En el paseo, como aquí lo llaman, es decir, en la avenida de castaños, encontré al inglés.

¡Oh, oh! -exclamó al verme-. Yo iba a su casa y usted a la mía. ¿Ha dejado ya a los suyos?

Dígame, ante todo, ¿cómo es posible que esté usted al corriente? -le pregunté asombrado-. ¿Todo el mundo se ocupa, pues, de eso?

¡Oh, oh, no todos! Por otra parte, tampoco vale la pena que se sepa. Nadie habla ya de ello.

Entonces, ¿por quién lo sabe usted?

Lo sé, es decir, tuve ocasión de enterarme casualmente. ¿Pero adónde irá usted al marcharse de aquí? Le tengo afecto, y por eso iba a buscarle.

Es usted un hombre excelente, Mr. Astley -le dije (yo estaba estupefacto: ¿quién se lo habría dicho?). Como no he tomado todavía café y usted seguramente lo habrá tomado de prisa, vamos al casino. Mientras fumamos un cigarro le contaré el asunto y usted me explicará también ...

El café se hallaba a cien pasos. Nos sentamos a una mesa, nos sirvieron, encendí un cigarrillo. Mr. Astley no imitó mi ejemplo. Con los ojos fijos en mí se disponía a escucharme.

Yo no me voy a ningún lado; me quedaré aquí -empecé.

Al dirigirme a casa de Mr. Astley, estaba firmemente decidido a no hablar para nada de mi amor, había tenido ocasión de dirigirle la palabra. Además, él, por su parte, era muy tímido. Yo había notado, desde el principio, que Paulina le producía una impresión extraordinaria, a pesar de que jamás pronunciaba su nombre. Pero, cosa extraña: cuando se hubo sentado y me miró con mirada bondadosa, experimenté de pronto, Dios sabe por qué, deseos de contárselo todo, es decir, mi amor con todos sus sinsabores. Hablé durante media hora y esto me producía un placer muy grande. ¡Era la primera vez que me desahogaba! Habiendo notado su turbación al oírme decir ciertas frases apasionadas, aumentaba deliberadamente el ardor de mi relato. De una sola cosa me arrepiento: quizás hablé demasiado respecto al francés.

Mr. Astley escuchaba, sentado frente a mí, inmóvil y silencioso, sus ojos fijos en los míos. Mas cuando me referí al francés, interrumpió de pronto y me preguntó gravemente si tenía derecho a mencionar aquella circunstancia secundaria. Mr. Astley formulaba siempre de un modo extraño sus preguntas.

Tiene usted razón; temo que no -le contesté.

Usted no puede decir nada de particular sobre ese marqués y sobre miss Paulina, aparte de simples suposiciones.

Volví a admirarme de una afirmación tan rotunda en labios de un hombre tan tímido como Mr. Astley.

No, en efecto -le respondi.

Si es así, hace usted mal, no sólo en hablar de ello conmigo, sino hasta pensarlo.

¡Bien! ¡Bien! Lo reconozco. Pero no se trata de eso, al menos por ahora -interrumpí, interiormente sorprendido.

Le conté entonces la escena de la víspera con todos sus detalles, la actitud de Paulina, mi aventura con el barón, mi despido, la pusilanimidad extraordinaria del General. Luego le expuse detalladamente la visita matinal de Des Grieux, con todos sus pormenores. Y, para terminar, le enseñé la carta.

¿Qué deduce usted de todo esto? -le pregunté-. Iba precisamente a verle para conocer su opinión. Por lo que a mí se refiere, me siento capaz de matar a ese francés, y es posible que lo haga.

También yo -dijo Mr. Astley-. En lo que concierne a miss Paulina ... usted sabe perfectamente que entablamos relaciones hasta con gentes que detestamos, cuando la necesidad nos obliga a ello. Puede que en este caso existan relaciones que dependan de circunstancias accesorias que usted ignora. Yo creo que puede usted medio tranquilizarse ... En cuanto a la conducta de Paulina, ayer fue realmente extraña ... Admito que haya querido desembarazarse de usted, entregándole a los bastonazos del barón (y no comprendo cómo no se sirviera de él teniéndolo a mano) ... Semejante modo de obrar es verdaderamente sorprendente en una persona tan ... tan distinguida. Naturalmente, no iba ella a imaginar que usted cumpliera a rajatabla su deseo ...

¿Sabe usted -exclamé de pronto, mirando fijamente a Mr.Astley- que tengo la impresión de que ya se había enterado usted de todo eso antes, y ¿sabe usted por quién? ... ¡Por la propia miss Paulina!

Mr. Asfley me miró asombrado.

Sus ojos brillan y leo en ellos la sospecha -dijo, tranquilizándose inmediatamente-, pero usted no tiene derecho alguno para sospechar tal cosa. No puedo reconocerle este derecho y me niego formalmente a contestar a su pregunta.

¡Sea! ¡Basta! ¡No es necesario que responda! -exclamé, extrañamente emocionado, y, sin saber por qué, pensaba: ¿cómo y cuándo Paulina ha podido elegir a Mr. Astley como confidente? En estos últimos tiempos, pasaba largos días sin ver a Mr. Astley. Paulina ha sido siempre para mí un enigma ... y en el momento en que me disponía a contar la historia de mi amor a Mr. Astley, quedé estupefacto al ver que no podía decir nada preciso y positivo acerca de mis relaciones con ella. Por el contrario, todo me parecía fantástico, extraño, inverosímil.

Está bien, está bien; estoy desconcertado y hay muchas cosas de las que aún no puedo darme cuenta -continué, casi sin aliento-. Por otra parte, es usted un excelente hombre. Ahora se trata de otro asunto, en el que le pido no su consejo, sino su opinión.

Después de una pausa, dije:

¿Qué opina usted? ¿Por qué el General ha tenido tanto miedo, por qué han exagerado tanto todos el alcance de mi chiquillada? Pues la han abultado tanto que Des Grieux en persona ha juzgado necesario intervenir -no interviene más que en los casos graves-, me ha hecho una visita - ¡Des Grieux a mí!-. Me ha rogado, suplicado - ¡él!-. En fin, fíjese usted en esto: ha venido a las nueve de la mañana, y la carta de miss Paulina estaba ya en su poder. ¿Cuándo la escribió? ¡Quizás han despertado a miss Paulina por eso! Además, aparte el hecho de que miss Paulina es su esclava -es, al menos lo que deduzco, pues llega incluso a pedirme perdón-, aparte eso, ¿qué tiene ella que ver, personalmente, en el asunto? ¿Por qué se interesa hasta ese punto? ¿Por qué han tenido miedo de un barón cualquiera? ¿Qué importa que el General se case o no con la señorita Blanche? Dicen que deben comportarse de un modo especial a causa de esta circunstancia ... ¡Pero convenga conmigo en que esto es demasiado raro! ¿Qué opina usted? Leo en sus ojos que usted sabe más de todo esto que yo.

Mr. Astley sonrió y asintió.

En efecto, creo estar mejor informado que usted acerca de eso -dijo-. Todo el asunto atañe únicamente a la señorita Blanche, y puedo asegurarle que digo la verdad.

¿Entonces, la señorita Blanche? -exclamé con impaciencia.

Había sentido, de pronto, la esperanza de saber algo acerca de la señorita Blanche.

Yo creo que la señorita Blanche tiene, ahora, un interés particular en evitar cualquier encuentro desagradable y, lo que es peor ... escandaloso.

¡Eh, eh!

Hace dos años la señorita Blanche estaba aquí, en Ruletenburg, en plena temporada. Yo me hallaba aquí también. En aquel tiempo, la señorita Blanche no se llamaba señorita de Cominges, ni tampoco la acompañaba entonces su madre de ahora, la señora viuda de Cominges. Al menos no se hablaba jamás de ella. Des Grieux tampoco estaba aquí. Estoy persuadido de que no son parientes, que no se han conocido hasta hace poco. Des Grieux es un marqués de nuevo cuño, se le ha concedido el título en fecha reciente; cierta circunstancia me permite afirmarlo. Incluso lo ha adoptado también recientemente. Conozco aquí a alguien que le ha conocido usando otro nombre.

Pero él, positivamente, cuenta con muy buenas relaciones.

Es posible. La señorita Blanche misma puede también tenerlas. Pero hace dos años, por denuncia de esa misma baronesa, la señorita Blanche fue invitada por la policía a abandonar la ciudad, y tuvo que hacerlo.

¿Cómo fue eso?

Se había presentado aquí, en compañía de un italiano, un príncipe que llevaba el histórico apellido de Barberini, o algo por el estilo, un personaje cargado de sortijas y diamantes auténticos. Llevaba un espléndido tren de vida. La señorita Blanche jugaba al treinta y cuarenta. Comenzó ganando, pero luego la suerte le volvió la espalda. Recuerdo que una noche perdió una cantidad muy importante. Para colmo de desgracias, una mañana su príncipe desapareció no se sabe cómo. Ella debía una aterradora cuenta en el hotel. La señorita Zelma de Barberini -se había metamorfoseado en Zelma- se entregó a la más sombría desesperación. Gritaba y sollozaba por todo el hotel, y en su furia desgarraba sus vestidos. Pero vivía en el hotel un conde polaco -todos los polacos que viajan ... son condes-, y la señorita Zelma, desgarrando sus vestidos y arañando su rostro con sus bellas uñitas sonrosadas, le produjo cierta impresión. Entablaron conversación y durante la comida ya se había ella consolado. Por la noche, él apareció en el casino dándole el brazo. La señorita Blanche sonreía, según su costumbre, y sus modales eran más desenvueltos. Se agregó en seguida a esta categoría de fervientes a la ruleta que, al acercarse al tapete verde, empujan con el hombro a un jugador para procurarse sitio. Es la especialidad de esas damas. Ya lo habrá usted notado, sin duda.

¡Oh, sí!

No vale la pena tampoco fijarse en ello ... Con el consiguiente disgusto del público correcto se las tolera aquí. Por lo menos a las que cambian todos los días en la mesa billetes de mil francos. Por otra parte, en cuanto dejan de cambiar billetes, se les ruega que se retiren. La señorita Zelma continuó cambiando, pero fue todavía más desgraciada. Advierte usted que esas señoras tienen a menudo suerte. Poseen un sorprendente dominio de sí mismas. En fin, mi historia termina aquí. Un día el conde desapareció, igual que el príncipe. La señorita Zelma fue a jugar sola por la noche. Aquella vez no hubo quien le ofreciera el brazo. En dos días quedó completamente arruinada. Después de arriesgar y perder su último luis de oro, miró en torno y vio al barón de Wurmenheim, que la examinaba con una atención indignada. Pero la señorita Zelma no reparó en esa indignación y, dirigiéndose al barón, con una sonrisa profesional, le rogó apostase por ella diez luises al rojo. Poco después, y debido a una denuncia de la baronesa, fue invitada a no dejarse ver más por el casino. ¿Le extraña tal vez que yo conozca todos esos escandalosos detalles? Los sé por Mr. Fider, mi pariente, que condujo a Spa, aquella noche misma, en su coche, a la señorita Zelma. Ahora comprenda usted: la señorita Blanche quiere ser Generala, sin duda para no volver a caer en semejantes desgracias. Ahora no juega ya, tiene un capital que presta a los jugadores mediante usura. Es mucho más práctico. Sospecho que el desgraciado General es uno de sus deudores. Des Grieux quizá también, a menos que vayan a medias. Comprenderá usted que hasta después de haberse casado no desee llamar la atención del barón ni de la baronesa. En su situación, nada tiene que ganar con un escándalo. Usted está relacionado con su casa y sus actos pueden provocar escándalo, con mayor motivo porque ella se exhibe cada día en público del brazo del General o con miss Paulina. ¿Comprende usted ahora?

¡No, no comprendo! -exclamé dando un tremendo puñetazo en la mesa, que hizo acudir al mozo, asustado-. Dígame, Mr. Astley -añadí con exaltación-, si usted conocía toda esta historia y sabía quién era esa señorita Blanche, ¿por qué no me advirtió de ello, o al mismo General, en último caso, y, sobre todo, a miss Paulina, la cual ha aparecido en público en el casino, dando el brazo a mademoiselle Blanche? ¿Es eso admisible?

No tenía para qué prevenirle, pues usted no hubiera podido hacer nada -replicó, flemáticamente, Mr. Astley-. ¿Prevenirle de qué? El General sabe, tal vez, mucho más que yo sobre la señorita Blanche y sin embargo se pasea con ella y con miss Paulina. El General ... es un pobre hombre. Vi ayer a la señorita Blanche que galopaba en un hermoso caballo al lado de Des Grieux y ese principillo ruso. El General los seguía sobre un alazán. Por la mañana se había lamentado de que le dolían las piernas, y no obstante, a caballo, sabía mantenerse bien. En aquel momento tuve la idea de que era hombre irremisiblemente perdido. En fin, eso no me afecta, y hace muy poco tiempo que conozco a la señorita Paulina. Por otra parte -terminó bruscamente Mr.Astley-, ya le dije a usted que no puedo admitir su derecho a hacerme ciertas preguntas, a pesar del afecto que por usted siento.

Basta -dije, levantándome-. Ahora veo que la señorita Paulina se halla también enterada de lo que se refiere a la señorita Blanche, pero no pudiendo romper con su francés consiente en pasearse con esa persona. Esto me parece tan claro como la luz del día. Esté seguro de que ninguna otra influencia ha podido obligarla a acompañar a la señorita Blanche y a suplicarme por carta que no haga nada respecto al barón. ¡Y sin embargo, es ella quien me lanzó contra el barón! ¡Procure comprender este enredo!

Usted olvida: primero, que la referida señorita de Cominges es la novia del General, y segundo, que miss Paulina tiene un hermanito y una hermanita, hijos de su suegro el General, abandonados completamente por ese insensato y, a lo que parece, arruinados.

Sí, sí. ¡Eso es! Marcharse equivaldría a abandonar a los niños, mientras que, permaneciendo aquí ella, defiende sus intereses y conseguirá salvar tal vez algunos restos de su fortuna. ¡Todo eso es verdad! Sin embargo ... ¡Oh, ahora comprendo por qué todos aquí se interesan tanto por la babulinka!

Por esa vieja bruja de Moscú .... por la abuela, que no se decide a morir, a pesar de que se espera el telegrama anunciando su muerte.

Sí, naturalmente, todo el interés se halla concentrado en ella ... Todo depende de la herencia. Si la hereda, el General se casará. Miss Paulina tendrá también las manos libres y Des Grieux ...

¿Qué?

Pues que Des Grieux cobrará. Esto es lo único que aquí aguarda.

¿Usted cree?

No sé nada más -se concretó a decir Mr. Astley.

Pues yo sí sé algo más -repliqué, molesto-. Espera también la herencia, porque Paulina recibirá una dote y, una vez en su poder, se lanzará a sus brazos. ¡Todas las mujeres son iguales! Y las más orgullosas se convierten en las más sumisas, en las más esclavas. ¡Paulina sólo es capaz de amar apasionadamente, y nada más! Esta es la opinión que tengo formada de ella. Obsérvela, principalmente cuando está sentada, aparte, pensativa; parece predestinada, condenada bajo el peso de una maldición. Está a merced de todas las tempestades de la vida y de las pasiones; ella ... ella ... ¿Pero quién me llama? - exclamé de pronto-, ¿quién grita? He oído gritar en ruso: Alexei Ivanovitch. Una voz de mujer ... ¡Escuche usted! ¿No lo oye?

En aquel momento nos acercábamos al hotel. Habíamos salido del café hacía ya un rato.

He oído, sí, una voz de mujer que llamaba en ruso, pero ignoro a quién se dirigía. Aguarde; veo ahora de dónde salen los gritos -indicó Mr. Astley-, es esa mujer que está sentada en ese gran sillón y a la que unos criados acaban de transportar a la terraza. Ah, tras ella llevan maletas, lo cual prueba que acaba de llegar.

Pero, ¿por qué me llama a mí? Vea cómo grita de nuevo. Mire, nos hace señas con las manos.

Ya veo que nos hace señas -dijo Mr. Astley.

¡Alexei Ivanovitch, Alexei Ivanovitch! ¡Dios mío, qué torpe! -gritaba una voz chillona en la terraza del hotel.

Corrimos hacia la entrada. Llegué a la terraza y ... los brazos me cayeron a lo largo del cuerpo a causa de la sorpresa. Mis pies quedaron como clavados en el suelo.


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