Índice de El inquisidor de México de José Joaquín PesadoPrimera parteBiblioteca Virtual Antorcha

EL INQUISIDOR DE MÉXICO

José Joaquín Pesado

Segunda parte


IV

Serían las tres de la mañana cuando llegó a ella, reuniéndose a sus compañeros a fin de hacer conducir a los reos al teatro destinado a la celebración del auto de fe. Salieron por delante las cruces de las parroquias de Santa Catarina Mártir, la Santa Veracruz y el Sagrario precedidas de diez y seis familiares de vara y acompañadas de sus respectivos párrocos y clero. Seguían sesenta y siete estatuas, veintitrés cajas de huesos de muertos relajados, cuarenta reos vivos con velas verdes en las manos condenados a diversas penitencias, y trece relajados en persona por impenitentes. Detrás caminaba. el alcaide de las cárceles secretas, y un numeroso acompañamiento de ministros a caballo, custodiando una mula ricamente enjaezada, cubierta con un telliz de damasco carmesí adornado de franjas de oro, y llevada del diestro por dos lacayos con cordones de seda: en ella iban las causas y sentencias de los reos guardadas en un precioso cofre de nácar lleno de embutidos del Japón, con cantoneras, llave y guarniciones de oro y plata. Cerraba la comitiva el alguacil mayor del Santo Oficio, seguido de una lucida cabalgata.

Tomó la procesión por la calle de la Encarnación a salir a las del Reloj y Seminario, hasta llegar a la plazuela del Volador, lugar destinado para celebrar el auto. Las calles del tránsito estaban ocupadas de un inmenso concurso. Un sinnúmero de luminarias disipaban las sombras, haciendo resaltar los objetos clara y distintamente. Y la tristísima plegaria que resonaba con pausados clamores en todas las torres de la ciudad, acompañada del ruido sordo y doliente de los atam-bores y pífanos, a cuyo compás marchaba en dos largas hileras la tropa destinada a la custodia de los reos, daba a aquella lúgubre ceremonia una solemnidad imponente y taciturna. En ella ocupaban un lugar distinguido los dos jóvenes que sirven de asunto a esta relación. Sus pocos años, sus prendas personales y la circunstancia de haber sido presos poco antes de casarse, les habían granjeado mucha celebridad. Los ojos del concurso se fijaban en ellos, y no pocos corazones compasivos deseaban con ansia verlos libres de las llamas por medio de un sincero arrepentimiento.

Luego que acabó de salir la procesión de los reos se dio principio al paseo de los señores. Salieron por delante a caballo una multitud de ministros y familiares de vara; seguíalos en la misma forma un ostentoso y lucido acompañamiento de nobleza y caballeros, con sus respectivas cruces, hábitos y veneras, todos con bastones dorados; detrás marchaba el consulado con su prior y dependientes, en seguida la universidad, cuyos doctores y maestros precedidos de sus bedeles y mazas, caminaban silenciosos sobre mulas negras, con gualdrapas, borlas y capirotes del color correspondiente a sus respectivas facultades; después el cabildo eclesiástico, vestido de luto, luego el cabildo secular; y al fin los jueces que componían el tribunal, escoltados de muchísimos ministros y familiares, engalanados con el traje y divisas de su oficio. Tomó esta segunda procesión entre innumerable gente por las calles de Santo Domingo, Empedradillo, Monterilla y San Bernardo, hasta llegar a la plazuela del Volador.

Habíase levantado en ésta un espacioso tablado circuido de una balaustrada de madera y cubierto en lo alto con una lona que llenaba casi toda la extensión de la plazuela. Subíase a él por dos órdenes de gradas, colocadas en sus extremos laterales: por ellas debían entrar sin confundirse las dos referidas procesiones. En el centro se elevaba una vistosa cúpula, sostenida por ocho columnas corintias, bajo la cual estaba puesto un altar, con una cruz verde, de gran tamaño, en cuyo rededor se veían un gran número de candeleros y ramilletes de plata labrados a martillo. Ardían en torno un gran número de lámparas suspendidas en el aire, y cien cirios de extraordinaria grandeza cuyas llamas ondulaban blandamente al impulso de la brisa. La comunidad de Santo Domingo había pasado allí toda la noche en cantar maitines, y la madrugada en decir misas sobre altares portátiles.

Serían las siete de la mañana cuando ambas comitivas llegaron a este punto. Echando pie a tierra los caballeros, entró cada una por el lugar que le estaba señalado. Los concurrentes ocuparon el lugar que les convenía: los inquisidores, bajo un elevado dosel de terciopelo negro, presididos en aquel acto por el arzobispo; los secretarios en un tablado inferior; y de uno y otro lado los tribunales, cabildos, audiencia, comunidades religiosas, empleados y personas distinguidas, todos convidados para dar solemnidad al acto. Detrás había unas jaulas corridas de madera, pintadas de verde, desde donde veían sin ser vistas las damas principales de México. Los reos estaban de pie en uno de los extremos escoltados de una compañía de alabarderos -otros muchos de éstos cercaban el tablado. La plaza, los balcones, las ventanas, los elevadísimos tablados construidos contra las paredes y las azoteas vecinas, todo, todo estaba apretado de gente. La novedad del espectáculo y la pompa con que se había anunciado muchos días antes, atrajeron a México una concurrencia asombrosa.

Hecho el juramento de estilo, y predicado por el obispo de Cuba un sermón análogo a la solemnidad, se procedió a la relación de causas y sentencias, leyéndolas alternativamente los dos secretarios en voz alta, sobre dos púlpitos puestos al intento al lado del altar.

Serían las cuatro y media de la tarde, cuando concluida la lectura, se levantó de su asiento el alguacil mayor del Santo Oficio, y viniendo al lugar donde estaban los reos, hizo entrega formal de ellos al corregidor de México a quien tocaba ejecutar las sentencias. La miserable Sara y el infeliz Duarte eran del número de los relajados en persona y condenados al suplicio de fuego en virtud de permanecer impenitentes, esto es, de rehusarse a abandonar la religión de Moisés y abrazar el cristianismo. Era Duarte, en la corta edad que tenía, uno de los hombres más doctos de su tribu: así es que aferrado a sus doctrinas, fueron vanos cuantos argumentos se le hicieron para hacerle mudar de propósito y prefirió la muerte a cambiar de creencia. Sara era también bastante instruida y se mantuvo firme en los principios que le habían enseñado desde niña, ayudada por otra parte del amor y de la devoción -elementos que, combinados en un corazón sensible y apasionado, cual es por lo común el de las mujeres, son bastantes para hacerlas acometer las más arriesgadas empresas o sufrir con resignación todo género de males, y aun la misma muerte. Grande era la compasión que excitaban estos infelices. Aguardábalos en vez de tálamo la hoguera. A los regocijos de la boda, a los cánticos y enhorabuenas de las doncellas y mancebos de su pueblo, a las guirnaldas de rosas y a las blandas caricias del amor, se substituían la afrenta, las llamas y la muerte. Lloraba Sara como la hija de Jepté su belleza malograda, y lamentaba su desgraciada suerte con estas palabras:

- Desde lo alto metió el Señor fuego en mis huesos y me ha escarmentado: tendió una red a mis pies, y me volcó hacia atrás. Me ha dejado en todo este tiempo desolada y consumida de tristeza ...

- Sión extiende sus manos; pero no hay quién la consuele. El señor ha convocado a los enemigos de Jacob para que le cerquen ...

- En medio del ardor de su ira ha reducido a polvo todo el poderío de Israel: retiró atrás su derecha auxiliadora así que vino el enemigo; y encendió en Jacob un fuego que con su llama devora cuanto hay en contorno ...

El corazón humano es naturalmente compasivo; así es que no había casi ningún espectador que no sintiese vivamente la desgracia de aquella tan hermosa como desolada doncella. Pero quien daba mayores muestras de dolor era una pobre anciana que la seguía a lo lejos. Al llevar los reos al quemadero, situado entonces en la plazuela de San Diego, no pudo contenerse, y en una parada que hizo la comitiva en la segunda calle de Plateros, penetró ella entre la turba que rodeaba a Sara, y echándose a sus pies se los besaba, diciendo entre gemidos:

- Hija mía, hija mía, ¿quién me dijera que te había de ver en este trance?

Acudieron los soldados y alabarderos a separarla, asestándole sus armas; pero los sacerdotes que estaban presentes los contuvieron, ya por compasión, ya movidos de la novedad de aquel encuentro. Entre tanto la pobre anciana seguía con sus lamentos. Sara, entre la turbación de que iba poseída, conoció que la que estaba a sus pies era su nodriza. Habiendo quedado huérfana desde muy niña, no había conocido más madre que aquella mujer, a quien consagró sus afectos filiales. Existía entre ambas un amor íntimo y tierno, no obstante la diferencia de religión y de calidad que mediaba entre ellas:

- Hija mía -proseguía la anciana-, mira cómo te hallas por no haber seguido mis consejos. ¡Oh, si hubieras escuchado lo que yo te decía! Pero no hiciste caso, y ahora vas a pagar, inocente, lo que esos malos hombres te enseñaron. ¡Desgraciada de mí! Yo tengo la culpa, por no haber dado parte a los señores inquisidores de lo que pasaba en tu casa, cuando tú eras niña. Entonces hubiera tenido remedio el mal, que ya no lo tiene.

Aunque Sara estaba preocupada con el temor de la vecina muerte, no pudo dejar de conmoverse al escuchar las lágrimas de su nodriza. Puesta ésta en pie, reclinó sobre uno de los hombros de ella su hermosa cabeza.

- ¿Es posible -exclamaba la anciana estrechándola cariñosamente entre sus brazos-, es posible que no hagas aprecio de mí? ¿Tan poco te merezco? Todavía es tiempo de que enmiendes tus errores. ¡Ah, con cuántas veras he pedido a la Virgen que se apiade de ti!

Al pronunciar estas palabras la cubría de besos, y la bañaba de lágrimas.

- Mírame, hija mía, aunque pobre, soy tu madre, pues que te crié. ¡Ojalá muriera yo, porque tú no te condenases! ¡Tan hermosa, tan linda, y perderse para siempre ...!

Sara callaba, agitada de encontrados sentimientos. Al verse tratar con tanto amor después de tantos días pasados entre cadenas y rudos tratamientos, su pecho sentía un movimiento, una dulce expansión que la hizo prorrumpir en una fuente de lágrimas. Combatido de nuevos efectos, fluctuaba su corazón, como la barquilla en la mar impelida de los vientos. Tal vez si se le diera tiempo, fuera este encuentro el principio de su conversión.

Esta escena humilde y tierna era sin duda más interesante 'que la lucida pompa de por la mañana. Los que la vieron, no pudieron menos que acompañar en su llanto a la desgraCiada Sara.

No debiendo detenerse más la ejecución de las sentencias, siguieron caminando los reos a su destino y la vieja nodriza fue detenida para hacerla comparecer ante el inquisidor principal. Ella misma, en los arrebatos de su dolor, se había confesado sabedora de las reuniones judaicas de la casa de Sara, sin haberlas denunciado, y esto bastaba para someterla a juicio.


V

En tanto que en la calle de Plateros sucedía lo que acabamos de referir, pasaba en un rincón obscuro de Portacoeli otro acontecimiento diverso. Apenas habían salido los reos para el patíbulo, y quedaba el tribunal en la plazuela del Volador, ocupado, entre el lucido cortejo que lo acompañaba, de arreglar algunos puntos menos importantes pertenecientes a los reos penitenciados, cuando se presentó un familiar ante el inquisidor general y puso en sus manos una carta, diciéndole que la acababa de recibir con el carácter de muy urgente. Abrióla el inquisidor, y vio que le decían en ella:

Un asunto ejecutivo, del servicio de Dios y de interés de usía, hace al que escribe esta carta suplicarle le oiga una declaración sin pérdida de momento, a cuyo fin lo espera en la celda núm ... de este convento.

Creyó don Domingo que se trataba de algún asunto concerniente a su oficio, y viendo que su presencia no era allí absolutamente necesaria, pues que el tribunal quedaba presidido por su visitador el arzobispo, partió con diligencia a ver qué se le quería. Descendió del tablado, pasó al convento, atravesó los claustros y llegó por fin a la estancia designada, que era la última y más recóndita del edificio. Apenas entró en ella, cuando la persona que lo aguardaba cerró con velocidad la puerta, se echó la llave en la bolsa, y, sacando un puñal buido, lo puso al pecho del inquisidor diciéndole con voz, turbada, pero bronca y amenazadora:

- Usía morirá, y yo también me mataré a mí mismo si arroja un grito, en virtud del cual acuda gente y soy yo descubierto.

Alzó el inquisidor la cabeza todo conmovido y vio con espanto a la escasa luz que entraba en aquella pieza por una estrecha ventana abierta junto al techo que al que tenía delante de sí era Jacobo Ribeiro. Un movimiento involuntario manifestó el horror que le causaba su vista; pero el ademán resuelto del agresor, su semblante encapotado y sañudo, helaron de pronto su sangre y agarrotaron sus miembros. Mal recobrado apenas de la primera impresión, dijo con palabras cortadas:

- ¿Qué me quieres? Si es mi vida, estoy pronto a darla en defensa de mi fe.

- Lo primero que pido es silencio y serenidad -contestó Ribeiro-: óigame usía.

- Habla, que ya te escucho.

- Así me hubiera escuchado anoche: hoy no recibiría el golpe que le espera.

- No comprendo tus palabras misteriosas, y sea cual fuere su significado, sabe que estoy resignado a todo.

- Vuelva la vista usía alrededor de sí y observe que estamos solos dentro de estas cuatro paredes, usía, y yo y mi venganza. Los dos primeros moriremos, pero la última, yo aseguro que sobrevivirá a nuestras cenizas.

- ¡Judío! Nada será para mi más glorioso que el martirio.

- No es el martirio sino la justicia divina la que usía debe esperar. El cielo dispone que la venganza del perseguido judío sea terrible. Sin embargo ¡cuán costosa es también para mí! ¡Cuánto diera yo por evitarla ...!

- Acaba de revelar ese misterio ...

- Usía fue fiscal de la Suprema, y en ella fue causante de la muerte de mi hermano Jaime Ribeiro y de mi esposa Leonarda Núñez.

- No lo tengo presente.

- Yo sí lo tengo. Ya dije a usía anoche que Duarte no es mi hijo, aunque lleva el nombre de tal, sino sobrino mío, hijo de ese mi hermano.

- Algo de eso me referiste.

- Sara, su prometida esposa, vino a mi poder muy niña: la recibí al principio como un instrumento de mi venganza; pero después le he cobrado tanto cariño que hoy siento de veras su desgraciada suerte ... ¡ah! ...

Las lágrimas se asomaron a sus ojos dando señales de un vivo sentimiento.

- Acaba, hombre, acaba -dijo con impaciencia el inquisidor.

- ¿Usía fue casado alguna vez? -pregunta Ribeiro.

- Sí lo fui -contestó don Domingo, no dejando de extrañar tal pregunta.

- ¿Conoce a quién perteneció esta joya que le presento?

Al decir esto, sacó el judío una cadena de oro, de la cual pendía una cruz de filigrana con una cifra. Al verla con despacio el inquisidor prorrumpió con espanto:

- ¡La conozco, la conozco fue de mi esposa!

- ¿Y dónde se perdió esta cadena?

- ¿Dónde? ... ¿dónde? ... déjame recordarlo -contestó aún más sobresaltado.

- ¿Conque no recuerda usía quién traía esta alhaja al cuello el día que se perdió? -repuso el judío con doliente sonrisa. Pues a fe que era prenda que le tocaba bien de cerca.

- ¿Qué dices, hombre? Tú me haces estremecer.

- Esta cadena y esta cruz adornaban a una niña, hija única que tuvo usía en su matrimonio, la cual robó en Sevilla hace diez y siete años una gitana, y me la vendió a mí.

Lanzó el inquisidor un grito agudo, y mirando con inquietud a su adversario, le dijo:

- ¡Bárbaro! ¿Dónde tienes a mi hija?

- ¿Dónde tiene usía a mi esposa, a mi hermano y a mi sobrino?

- ¡Ah cruel! Tú has quitado la vida a mi hija Leonor.

- Si tal hubiera hecho, ¿no sería muy justa mi venganza?

Sintió el padre que le faltaban las fuerzas. Desfallecido y suplicante decía al judío:

- Jacobo, si mi hija vive, yo te perdono; vuélvemela y pide cuanto quieras. Mis bienes, mi vida, todo es tuyo.

- Nada de esto es necesario: lá hija de usía está en su poder.

- ¿En mi poder?

- Sí, y en el camino del quemadero, con el nombre de Sara de Córdova. He aquí la venganza del judío. Dijo, y abriendo la puerta desapareció como un relámpago.

Don Domingo quiso seguirlo; bajó apresuradamente la escalera, descendió al patio, y ya no le vio. Encaminóse a la puerta de la calle a la sazón que entraba por ella un tropel de gentes: eran los que conducían a su presencia a la nodriza de Sara. A su pesar se vio rodeado de personas que atajaban su marcha: todas le hablaban a un tiempo, todas querían referirle el suceso. Al fin llegó a imponerse de él con no poca impaciencia; hizo a aquella mujer con rapidez varias preguntas, y sus respuestas le confirmaron en la verdad de que Sara era su hija. Sin detenerse más, rompió por en medio del concurso y se encaminó con cuanta presteza permitían sus años al quemadero. Su ansiedad sólo era comparable con la que habían padecido las víctimas que le antecedieron en el mismo camino.

Descubre el lugar del suplicio a tiempo que anochecía: la luz del incendio le da en los ojos, la algazara del populacho lo llena de espanto; llega al brasero y ve envueltos en las llamas a muchos de los condenados a ellas: Duarte exhalaba los últimos suspiros. Pregunta por Sara y la ve amarrada al poste fatal, sobre un haz de leña medio encendida: el humo que la circundaba la hubiera hecho desfallecer, a no volverle el sentido las chispas que tocaban a su rostro y brazos, levantadas por los verdugos que atizaban el fuego; la llama había quemado la orla de su vestido, el cual por ser de lana no ardía solo a la vez, sus pies eran presa del fuego: no pudiendo sufrir aquellos ardores, lanzaba entre el estallido de los maderos, el ruido de las llamas y las voces de los circunstantes, gritos agudos que apenas se percibían.

- Suspended, bárbaros, esa ejecución -clamó el inquisidor a los verdugos.

Éstos volvieron la cabeza con frialdad, pero conociendo la persona que les daba aquella orden, suspendieron inmediatamente su trabajo.

- Apartad esas brasas luego luego, inmediatamente ...

Los ejecutores empezaron a poner por obra que se les prevenía.

En esto se presentó el corregidor de la ciudad y les preguntó lleno de enojo ¿qué hacían?

- Suspender la ejecución de esa infeliz -prorrumpió el inquisidor-: cumplir con lo que les acabo de mandar ... Proseguid, buenos hombres, proseguid ...

- Sí, proseguid -replicó el corregidor-, en encender la hoguera, no en apagarla. Yo soy el único que mando aquí.

- Tengo motivos muy fuertes para hacer suspender la sentencia.

- Mayores los tengo yo para llevarla adelante.

- Soy el inquisidor mayor.

- Y yo el corregidor de la ciudad.

- Con autoridad apostólica mando que esa doncella descienda del patíbulo.

- Yo sólo obedezco al Tribunal.

- ¡Hombre cruel! Haz lo que mando, o te excomulgo.

- Señor inquisidor, yo he estudiado ambos derechos, y sé lo que me compete en casos como el presente: estos reos están relajados al brazo secular, quien debe hacerlos morir, so pena de ser fautor de herejes.

- Esa doncella es hija mía.

- Sé que es una judía y que debe morir quemada.

No pudiendo sufrir el inquisidor más dilaciones, se arrojó a las brasas para desatar él mismo a su hija o perecer con ella. Los verdugos lo detuvieron permaneciendo en inacción por un buen espacio de tiempo.

En esto llegó el arzobispo, que, como se ha dicho, era visitador del Tribunal. Se hallaba por casualidad en las inmediaciones del suplicio, y la novedad que voló de boca en boca de lo que en él acontecía lo trajo allí corriendo. Informado del caso, y urgido de las no interrumpidas instancias de don Domingo, mandó desatar a Sara del poste y tenerla reclusa en una casa, mientras examinado el punto con madurez se resolvía lo conveniente. El corregidor se vio obligado a obedecer, aunque con repugnancia.

Bajó la doncella del patíbulo más muerta que viva, y fue conducida a la casa de su padre, custodiada por este mismo.


VI

Volvió Sara en sí al cabo de algunas horas y se encontró con gran sorpresa suya en una rica alcoba, llena de cuadros, y acostada sobre una blanda cama. Parecióle al principio que soñaba, hasta que conoció estar despierta a virtud de los ardores que empezó a sentir en los pies. Sus ayes hicieron conocer a los que la cuidaban que ya había recobrado el uso de los sentidos, y se apresuraron a curarla por segunda vez.

Entre tanto se ocupaba el inquisidor en recabar del tribunal que su hija no volviese al quemadero. El que poco antes daba lecciones de rigidez, ahora con lágrimas en los ojos pedía favor a sus colegas. Se constituyó carcelero de su hija y prometió solemnemente dedicarse a su conversión en compañía de los mejores teólogos, teniendo siempre su persona a disposición del Tribunal. Convino éste, no sin dificultad, en diferir el cumplimiento de la sentencia, mientras se daba cuenta de lo ocurrido a la Suprema para que resolviese lo conveniente. El padre se dirigió con el mismo objeto al Sumo Pontífice, haciéndole una extensa relación de lo que había pasado.

Mucho nos difundiríamos si quisiéramos pintar lo que sintió el anciano cuando vuelto a su casa vio de cerca a su hija, aletargada nuevamente con una bebida que le habían dado los médicos con intento de hacer menos dolorosos sus sufrimientos. Contemplaba detenidamente su rostro, creyendo descubrir en él algunos rasgos del de su esposa; la palidez que lo cubría, y la tintura de dolor que aún conservaba en medio de su desmayo, daban a su hermosura sumo interés. ¡Desdichada! Repetía el anciano de cuando en cuando: yo he sido tu verdugo.

También la vieja nodriza, por concesión especial del arzobispo, asistía a su lecho, llena unas veces de esperanzas y otras de sobresaltos. Ambos se dedicaron a cuidar a la doliente con la más tierna solicitud.

Pasados algunos días logró el padre con sus caricias lo que antes no había podido con sus rigores. Sus fervorosos suspiros, y sus lágrimas derramadas, ora sobre los altares, ora sobre el pecho de su hija, fueron eficaces para ablandarlo, convirtiéndola a una religión de verdad y de amor. Pudieron estos medios en Sara, lo que no habían podido las argollas y cadenas.

- Padre mío -decía algunas veces con lágrimas de ternura-, ¿por qué no me habló usted así cuando estaba yo presa? ¡Con qué gusto le hubiera escuchado! Paréceme que lo que usted me dice aquí, es distinto de lo que se me decía entonces.

El padre tuvo el indecible consuelo de ver a su hija reconciliada con la Iglesia. Hízose esta ceremonia con toda pompa, concurriendo a ella lo más lucido de la ciudad.

Empero la salud de Sara iba decayendo de día en día. Su espíritu había padecido mucho en la prisión, y más todavía en el patíbulo, cuya representación tenía tan impresa en el ánimo que la hacía despertar a menudo de su sueño pidiendo a gritos socorro. Acudía el padre a consolarla, y ella volvía en lo pronto la cabeza a otro lado, como si viese a su verdugo; cerciorada de que sus temores eran infundados, entraba en sosiego, estrechaba entre sus manos las de su padre, besándolas afectuosamente, y reclinándose de nuevo sobre las almohadas se entregaba al descanso con dulce pero melancólica sonrisa. ¡Oh, qué hermosa, qué inocente, qué amable parecía! La memoria de su amante la ocupaba de continuo y soltando la rienda a su llanto lamentaba el amargo fin que le había cabido. Faltáronle al fin las fuerzas y falleció en paz a los tres meses después de sacada al auto de fe.

Inconsolable quedó el padre con su pérdida. Llorábala de día y de noche sin encontrar alivio, hasta que resignado con los decretos de la Providencia, lo buscó en la religión. Entonces conoció cuánto distaba ésta del ciego fanatismo. Renunció al cruel oficio de inquisidor, dedicándose en los días que le quedaron de vida a la enseñanza de los niños, al socorro de los pobres, al cuidado de los enfermos y al consuelo de los desgraciados.

Pasado algún tiempo vinieron resueltas de Madrid y Roma las consultas que sobre el caso se habían dirigido. El tribunal de la Suprema mandaba quemar viva a Sara en caso de permanecer impenitente, y aplicarle las otras penas menores que usaba la Inquisición, si se mostraba arrepentida; porque no es justo, decía, que los errores del entendimiento queden sin el debido castigo. El Sumo Pontífice prevenía se la pusiese en libertad, rogando a Dios por su conversión, y concediéndole en todo caso su bendición paternal.

Índice de El inquisidor de México de José Joaquín PesadoPrimera parteBiblioteca Virtual Antorcha