Índice de El inquisidor de México de José Joaquín PesadoPresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

EL INQUISIDOR DE MÉXICO

José Joaquín Pesado

Primera parte


I

Era el mes de mayo de 1648, cuando en el pueblo de Jalcomulco, situado a poca distancia de Jalapa, había una concurrencia de gente mayor que la que todos los años se reúne allí de aquella villa y de Veracruz a tomar los baños a que convida la estación de los calores. Debíase lo extraordinario del concurso al arribo de una flota, cuyas mercaderías se vendían en Jalapa, y atraían un sinnúmero de personas de toda Nueva España. El aspecto que presentaban el pueblo y el río que los baña, era verdaderamente pintoresco. Veíanse por una parte los jacales o chozas de indios, graciosamente construidos bajo cedros, ceibas, y otros árboles elevadísimos. Sus patios, cubiertos de una fresca y apacible sombra, cercados de carrizos, barridos con esmero, y regados a trechos de flores, convidaban al descanso. Aquí y allí se movían en varias direcciones las hamacas, que colgadas de los gruesos troncos, ofrecían recreo a los niños, entretenimiento a los mozos, solaz a los viejos, y tal vez ocasión a los amantes para tomarse algunas licencias inocentes. Las márgenes del río estaban llenas de enramadas, colgadas de frutas, de aves, de peces, y de otras muchas cosas tan gratas a la vista como deliciosas al paladar. El comercio había reunido en aquel punto las producciones de origen más distante. Brillaban alternativamente en los vasos lucientes de plata, en las copas de cristal, y en las jícaras pintadas de los más vivos colores las bebidas fermentadas del país, o los vinos de Europa. En un mismo recinto se miraba el humilde petate, donde una familia pobre comía sus rústicos manjares, y la mesa elegante, cubierta de limpísimos manteles, y adornada de ricas vajillas, donde el flotista y el comerciante olvidados momentáneamente de sus negocios, se entregaban sin reserva a los placeres del campo.

La diversidad de concurrentes daba todavía mayor animación al cuadro; y entre la variedad de trajes y figuras, eran de ver los indios de ambos sexos, cuyas formas bien compartidas, tez bronceada, y cabellos lacios y negros, resaltaban notablemente con sus blancos vestidos de algodón. Y para que ningún matiz faltase a esta reunión de castas y figuras, se hacían notar no pocos esclavos, negros como azabache, galanamente vestidos, y con collares de plata, en que, según la costumbre de aquel tiempo, estaban grabados el precio del esclavo, y el nombre de su dueño.

Por último las varias diversiones que allí había, daban no poco a qué atender, al que quisiera observarlas. En una parte mantenía la pelea de gallos a una multitud, en un silencio maravilloso: ni una palabra, ni una respiración fuerte se escuchaba, mientras los bravos combatientes se disputaban el triunfo; mas apenas la voz del pregonero declamaba la victoria de uno, con las palabras de estilo, de: se hizo grande o se hizo chica la pelea, cuando resonaban los acentos de la música y comenzaban con más o menos animación mil controversias acerca del lance que acababa de acontecer. En otra apostaban, no pocas personas, gruesas sumas a los juegos de azar. Quiénes pescaban en el río: quiénes paseaban en los bosquecillos vecinos. Y en tanto, el indio mesurado, al son del arpa, del tamboril y el teponaxtle, bailaba, adornado de plumas, y con sonajas en la mano, la grave danza de Moctezuma, o armado de espadas y toscos broqueles de madera, remedaba con grosera pantomima, en otro baile marcial, las batallas más notables de la conquista.

Declinaba el sol al ocaso cuando en una de las chozas más lejanas del pueblo, y por lo mismo más distantes del bullicio, estaban retiradas dos personas, que por su edad y figura debieran llamar la atención del espectador más indiferente. Una hermosa doncella, en la flor de sus años, se reclinaba medio desfallecida en los brazos de un mancebo que la contemplaba atentamente, y en cuyo rostro se veía vagar una sombra de inquietud, que revelaba los cuidados que en su interior abrigaba.

- ¿Cómo es posible -decía la doncella- que en los momentos en que vas a unirte conmigo para siempre te muestres tan pesaroso, tan inquieto, tan ...?

- Eso mismo -replicaba el joven-, eso mismo te manifestará algún día cuánto te quiero. Pues que voy a ser tu esposo, desearía hacerte feliz: mas la desgracia que me amenaza, va tal vez a comprenderte a ti.

- ¿Qué desgracia? Tú me hablas en un tono tan misterioso, tan enigmático ... ¡Ah! Tú no me amas sin duda, o por lo menos se ha disminuido tu afecto. ¿Qué te ha hecho Sara, para que así la abandones? ¡Pobre de mí! Yo pensaba que tú me amabas de veras. Todo mi afán era llegar a ser tu esposa, servirte, cuidarte, vivir a tu lado, afligirme cuando estuvieras triste, y alegrarme cuando te viera contento ... ¿Pero qué es esto? ¿Tú suspiras? Mira que me partes el corazón. ¿Qué tienes? Dímelo por tu vida ... dímelo ...

- Estoy a punto de ser preso, de serlo mi padre, de serlo muchos de nuestros amigos, y probablemente también tú.

- ¿Preso tú, preso tu padre? ¿Y por qué?

- ¡Ah! Porque en un país, donde existe un tribunal, que avasalla las conciencias, y se engrandece con las riquezas de los que llama sus enemigos, es imposible que éstos vivan seguros. Sobran espías y delatores; y aunque uno de sus ministros por favores particulares que ha recibido de nosotros, nos haya dado esta mañana un aviso secreto ¿qué hemos de hacer? Mi padre quiere que huyamos esta noche; pero si no acertamos en este paso, somos perdidos. Quizás antes de darlo seremos presa del Tribunal de la Fe.

- ¿Del Tribunal de la Fe? ... ¡Cómo es esto! ¿Ha habido algún pérfido que delate nuestras reuniones? ¡Qué! ¿Ni el silencio de la noche, ni las reservas tomadas con tanto empeño, ni los caudales gastados con algunos amigos, han bastado a ocultar nuestro secreto? Habla, que me haces temblar.

- Hemos sido vendidos; y si mis sospechas no me engañan, entiendo que Diego Lozada, despechado porque tú me preferiste para esposo, ha labrado nuestra ruina. Espera por este medio lograr tu mano, y apoderarse de una parte de nuestros bienes. ¡Ya! Dirá para sí: Perezca Jacobo Ribeiro, perezca su hijo Duarte y sea yo dueño de Sara.

- Perezca yo primero -dijo la doncella con viveza, mostrando en su fisonomía y en su acento una animación de que había carecido hasta entonces-; perezca yo antes que casarme con él. Le aborrezco. Mira, salgamos inmediatamente de aquí, busquemos a tu padre, y vámonos hasta el fin del mundo si quieres: a todas partes te seguiré contenta. Perdámoslo todo, como yo no te pierda a ti.

- Esperemos a mi padre: él dispondrá lo más conveniente. Si estás dispuesta a seguirnos, si a pesar de lo que te he dicho te resuelves a ser mi esposa, no te apesares. Hace tiempo que mi padre empezó a poner aquí término a sus negocios con ánimo de mudar de residencia, y al efecto ha situado en Ginebra la mayor parte de su caudal. Gervasio Rodríguez es allí corresponsal nuestro, y nos avisa habernos tomado casa. Mi padre vacila entre Roma y Ginebra, y no se acaba de resolver a qué punto ha de ir a vivir.

- ¿En Roma? ¿Pues no hay allí Inquisición?

- Sí, pero no persigue a los hebreos.

- Pues vamos donde quieras: contigo en todas partes estaré contenta. ¡Oh, con qué gusto voy a seguirte! Vámonos, vámonos ...

- Sí, pero aguarda que sea de noche, que venga mi padre, y que se acabe de disponer todo lo que es necesario al intento. Si malogramos la primera tentativa, nuestra ruina es segura.

- ¡Ah! no: verás como el Dios de nuestros padres nos favorece. Él da la llaga y la medicina. Si libró a José del odio y venganza de sus hermanos, no dudes que nos librará también a nosotros de los inquisidores. Voy a pedirle nos libre del mal que nos amenaza.

Apenas dijo esto cuando se desprendió de los brazos del mancebo) y arrodillándose en un rincón del jacal, se puso a orar en silencio.

Entre tanto se paseaba el mancebo con suma inquietud por el patio de aquella vivienda. Unas veces miraba con ahínco hacia fuera como quien espera algo; otras, vuelto a la puerta de la choza, fijaba la vista en Sara; otras se manifestaba distraído; y otras por último quedaba estático y pensativo. El sol había traspuesto los montes vecinos y sus últimos rayos bañaban la cara del joven. Al fin se retiraron del todo, y las tinieblas empezaron a enseñorearse de la tierra. Apenas se distinguían ya los campos y los bosques; las cúspides de las montañas formaban una línea negra y desigual sobre el horizonte. Ésta era la hora en que el amante debía emprender la fuga y no esperaba para ello más que la señal convenida.

Aguardábala con impaciencia, cuando oyó ruido detrás de sí, sintiendo de improviso que dos personas le agarraban fuertemente los brazos, y que puesto un hombre delante con una espada desnuda, con voz imperiosa le decía:

- Dése usted preso al Santo Oficio.

Luego se llenó la casa de gente armada. Bien quisiera Duarte desprenderse de sus enemigos, o dar a entender a la doncella por medio de alguna seña que se pusiese en cobro; pero érale imposible. Al ruido salió Sara toda turbada, y no bien se presentó a la puerta de la choza, cuando fue también presa. El resto de la gente daba muestras de buscar con ansia otras personas, y el comisario que la dirigía no cesaba de exhortarla a cumplir con su obligación. Vuelto de cuando en cuando al segundo suyo, que estaba a su lado, le decía:

- La noticia que tuvimos de la fuga que éstos preparaban, nos hizo anticipar su prisión; y me temo que Jacobo, el principal de ellos, se nos haya escapado.

- Todo es posible -respondía el otro-, pero por lo que pueda acontecer, ya mandé a don Crispín al punto señalado, para que aprese a ese patriarca, con cuantos estén en su compañía.

- Dios lo haga -respondía el primero-, y no permita que se nos escape alguno, con lo cual dejaríamos de ganar por entero las gracias que están concedidas a los que, como nosotros dan ayuda al Santo Oficio, limpiando la tierra de herejes judíos.

- Su Divina Majestad -contestaba el segundo-, nos conceda verlos a todos quemados.


II

El salón en que la Inquisición de México celebraba entonces sus acuerdos, era una pieza grande y extensa, toda entapizada de damasco carmesí. En su testera había un magnífico dosel de terciopelo de igual color, y una mesa sobre unas gradas cubierta de lo mismo, todo adornado de flecos y galones de oro. Sobre los asientos de los inquisidores estaba colocado el escudo de armas del Santo Oficio, y al frente pendía una lámpara, de que se hacía uso cuando el tribunal se congregaba de noche.

Era el mes de febrero de 1649 cuando se reunieron en este sitio los tres jueces y el secretario. Antes de comenzar sus trabajos, vuelto el presidente a sus colegas, dijo:

- El deseo de cumplir con nuestros deberes y desagraviar a Dios, extirpando la infidelidad y la herejía de los dominios de nuestro invicto y católico monarca el rey de España -aquí inclinaron todos la cabeza-, nos hace apresurar el curso de las causas que tenemos pendientes a fin de celebrar dentro de poco un auto solemne de fe, tan lucido y ostentoso cual jamás se haya visto en estos reinos. En tal virtud, vamos, señores, a ocuparnos de este importante asunto, no separando de él nuestra atención, ni desviándonos a diestra o a siniestra. Pidamos la luz de lo alto, y llenos de celo, apliquemos el cauterio y la cuchilla a la llaga inveterada de la herética pravedad y del ciego y obstinado judaísmo. Desaparezca el pueblo indócil israelita de la faz de la tierra. Insensibles a las sugestiones del mundo, escudados con la fe de las tentaciones del diablo, y sordos a los gritos de la carne y de la sangre, obremos como centinelas vigilantes, como soldados valerosos, como jueces severos. Separemos el trigo de la cizaña, arrojando ésta al fuego devorador y a los ardores sempiternos. Venguemos a Dios de las injurias de los hombres. ¡Ministros del Altísimo, valor y confianza en el Señor! ¡Exurge, Domine, et judica causam tuam!

Pronunció este discurso con un tono tan enérgico y fervoroso, que conmovió a los que escucharon, los cuales puestos en pie ratificaron con un amén cuanto acababa de decir su presidente.

La obligación de ser exactos, nos hace suspender aquí el curso de nuestra relación, para dar al lector una breve idea de quién era este personaje.

Don Domingo Ruiz de Guevara, natural de Castilla la Vieja, hizo sus estudios en la Universidad de Salamanca, donde se distinguió, así por su talento y aplicación, como por la fuerza de su carácter y la severa rigidez de sus principios. Al entrar a la edad de la bulliciosa juventud, no se descarrió en la senda de los placeres, ni se vio enredado en el inexplicable laberinto de los amores. No es decir tampoco que fuese insensible a los encantos de esta pasión; y la prueba fue, que casó con una señora, la cual por su modestia y recogimientos hubiera podido servir de modelo a las antiguas ricas fembras de Castilla. Siguió la carrera del foro en el empleo de fiscal del rey distinguiéndose en él por su honradez, por su desinteresado manejo, y por el inflexible rigor de sus peticiones y alegatos. Su elocuencia era nerviosa, vehemente y concisa: tronaba contra el vicio, era el espanto de los criminales, y alguna vez de la inocencia desfigurada o mal defendida. Habiendo enviudado a los pocos años y sufrido después una pérdida que amargó el resto de su vida, abrazó el estado sacerdotal desempeñando la fiscalía de la Inquisición de Sevilla. Su fama y su mérito lo elevaron al grado de inquisidor de México, destino que vino a servir con un celo digno de mejor causa. Persiguió infatigablemente a los pocos herejes, moriscos y judíos que pudo haber a las manos en estas tierras, y su rigor era tal que pasaba en proverbio. Siempre tenía en la mano la espada de Elías, y nunca el bálsamo del samaritano. Es verdad que su rigor procedía de su misma rectitud; pero nadie pondrá en duda que esta misma rectitud llevada al exceso, causa tantos males como los vicios.

Luego que don Domingo acabó su discurso, y los jueces sus compañeros recobraron sus asientos, se abrió una pequeña puerta que estaba al frente opuesto de la sala, y salió por ella un reo a quien hizo el tribunal varias preguntas. No siendo las respuestas del desgraciado conformes a lo que los jueces querían saber de él lo hicieron entrar al cuarto inmediato del tormento. En seguida compareció una joven: lo abatido de sus miradas, el desmayo de sus miembros, y su trabajada respiración, indicaban cuán grandes eran las angustias de su espíritu. En atención a su sexo y a su fatiga, la hicieron sentar en un banquillo sin respaldo, frente al tribunal. Dábale de lleno la luz de la lámpara; y al ver el traje blanco que la cubría, y las negras y largas trenzas que pendían de su cabeza, la hubiera tomado cualquiera por una aparición. No menos eran de admirar las figuras de los inquisidores, cuyos bultos y formas rígidas se realzaban sobre el fondo oscuro de la sala, cual si fuesen labradas por la mano de algún célebre estatuario. En la estancia reinaba un pavoroso silencio.

- Sara de Córdova -prorrumpió al cabo de un rato el presidente, con voz firme, grave y pausada-, Sara de Córdova, acusada estás de judaísmo, y también convicta, aunque no confesa. Hoy te interroga de nuevo este piadoso tribunal: si dijeres la verdad, usará contigo de misericordia: si faltases a ella, tú sola tendrás la culpa del mal que te sobrevenga. ¿Qué religión profesas?

- Señor -dijo la doncella saliendo de su abatimiento- ¿qué necesidad hay de que yo declare la fe que sigo?

- La de obedecer a este tribunal.

- Sólo a Dios manifiesto yo mi corazón.

- No te obstines, porque este tribunal tiene poder para castigar la ofensa que haces al cielo.

- Sólo a Dios toca la venganza de mis agravios.

- ¿Es cierto que sigues la religión de Moisés?

- Si mi respuesta fuera afirmativa, sería el fundamento de mi condenación; y si negativa, de nada me pudiera servir. Esta injusta desigualdad me hace elegir, como partido más prudente, el del silencio.

- Tu ceguedad es mucha, Sara. ¿Cómo podrás negar que tu familia celebraba en Veracruz reuniones judaicas?

- Si soy delincuente, lo soy yo sola.

- ¿Conoces a Jacobo Ribeiro?

- Le conozco y le debo oficios de padre. Habiendo quedado yo huérfana desde muy niña me recogió en su casa, donde encontré en él amparo y abrigo.

- ¿Conoces a su hijo Duarte?

- ¿Si le conozco? ¡Ah, demasiado! Es mi esposo.

- ¿Qué religión aprendiste en aquella casa?

- Señor, por última vez diré: Que si el tribunal me considera delincuente, quiero que descargue sobre mí el castigo que guste, sin obligarme a dar respuestas que no han de salir de mi boca.

- ¡Desacordada muchacha! ¿Piensas tú burlar la autoridad del tribunal?

- Señor, estoy dispuesta a morir.

- Sí, pero antes revelarás cuanto sabes.

- Yo moriré.

Tocó el inquisidor una campanilla, y al punto salió un ministro de la estancia del tormento, dejando entreabierta la puerta tras sí.

- Dispón lo necesario para dar tormento a esa mujer -dijo el presidente.

- ¡Yo sufrir tormento! -exclamó Sara-. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho para que se me trate de esta manera? Señores, compadézcanse usías de esta desdichada que en nada los ha ofendido ...

Uno de los inquisidores dijo entonces:

- Me parecen las respuestas de esta moza tan desnudas de artificio, que todas ellas equivalen a una declaración lisa y llana de su delito y de sus cómplices. No se resuelve a decir la verdad, ni tampoco se atreve a mentir. Yo sería de opinión que se omitiera el tormento.

- No permita Dios -respondió el presidente-, no permita Dios que falte este tribunal a uno solo de los requisitos que exige la justicia en casos como el presente. Yo, señores, me guardaré muy bien de fulminar sentencia definitiva contra esta desgraciada, sin concederle antes todos los recursos que el derecho le franquea. Si persiste en no declarar quiénes son sus cómplices, aun en medio de la prueba que va a sufrir, confieso que no hay bastantes motivos, según lo alegado y probado, para condenar a muerte al mozo a quien se apresó en su companía.

- Ni aun a ella misma -prorrumpió entonces el tercero de los jueces- Yo voto porque no faltemos en nada a lo que la justicia exige de nosotros.

El verdugo recibió orden de poner en práctica su oficio, y se acercó a Sara, mandándola con rudeza le siguiese.

El rostro de la doncella se demudó al escuchar este mandato, y la alteración de sus facciones expresaba sus angustias: volvía los ojos a todas partes como si pidiera socorro, y no encontraba más que muros insensibles y corazones más duros que el bronce; la representación de los dolores que la aguardaban, ocupaba vivamente su fantasía: su congoja era inexplicable. Iba, aunque en vano, a implorar la piedad de los jueces, cuando llega a sus oídos un ¡ay! prolongado que arrancaba la fuerza de la tortura al joven que la había precedido en el examen: conoce la voz de su amante, y no siendo capaz de resistir al tropel de sensaciones que la asaltaron, cayó en tierra de rodillas, diciendo con voz desfallecida:

- Todo lo confesaré.

- ¿Luego ciertos son los delitos de que se os acusa? -dijo el inquisidor.

- Todo es cierto -respondió Sara.

- ¿También lo es que Jacobo y Duarte Ribeiro son judaizantes?

Vacilaba la doncella en responder, cuando una nueva exclamación, que la tortura hizo exhalar a su amante, la hicieron decir apresuradamente:

- También, también.

- Que se suspenda la diligencia mientras se carean los reos -mandó el inquisidor.

El verdugo entró inmediatamente a comunicar la orden que se le daba.

Al cabo de un rato salió Duarte con un notario que daba fe de la diligencia. Venía el joven cubierto con una sábana, pálido como la muerte, y todo empapado en un sudor frío. Habiéndole hecho tomar asiento, y dándole a beber un brebaje confortativo, dispuesto para tales casos, se le interrogó acerca de la existencia y circunstancias de las reuniones que habían motivado el proceso.

El joven guardó silencio, y urgido de nuevo, tuvo aún valor para permanecer negativo. Sara, llena de mortales inquietudes, clavaba unas veces en él los ojos, y otras los volvía a los jueces.

- Pues que insistes en negar obstinadamente lo que de tantos modos está comprobado -dijo el presidente-, fuerza será que vuelvas a la prueba que se ha suspendido.

- No debe volver, que es inocente; yo soy sola la culpada -gritó Sara.

- Poco ha que confesaste el delito de ambos: si ahora te retractas, le acompañarás también en la tortura. Verdugo, conduce a estos reos al caballete.

- ¡Condenada Sara al tormento! -exclamó Duarte-. ¡Oh, no; yo soy el culpado y no ella! Desde luego me confieso delincuente.

Inútil sería cansar al lector con la serie de preguntas y respuestas que siguieron a esta confesión. En virtud de ellas obtuvo el tribunal cuantos datos eran necesarios para cerrar el proceso, y fulminar a pocos días la sentencia a que se hicieron acreedores los reos en virtud de permanecer impenitentes.


III

Apartemos los ojos de esta dolorosa escena imputándola, no a la religión cristiana que es toda de caridad y mansedumbre, sino a las ideas y bárbara jurisprudencia que reinaba en aquella época; y trasladémonos por un breve rato a la morada de don Domingo. Este hombre, a pesar de su natural dureza, había experimentado en el interrogatorio de Sara una compasión que no le era común, la cual procuró sofocar cuanto pudo. Y no imputemos este afecto a alguna pasión bastarda, porque si bien la hermosura de la doncella era grande y su aflicción excesiva, siendo ambas causas, cuando están unidas, bastante poderosas para encender en el pecho más helado el dulce fuego de una compasión amorosa; las emociones que entonces experimentó el rígido anciano, procedían de una causa más elevada. Un sentimiento puro y delicado habló en su corazón a favor de la afligida doncella, y aun al pronunciar después contra ella la última sentencia, tuvo que vencerse a sí mismo para firmarla.

Avergonzado de esta flaqueza, se vio en la necesidad de revelarla a un hombre docto con quien solía consultar los asuntos más arduos. Fue éste de parecer que no había en todo aquello más que una acechanza del diablo para doblegar su constancia; y aconsejóle se armase de nuevo valor, a fin de burlar las insidiosas maquinaciones del enemigo común. Con esto reanimó su espíritu y sofocó en su origen un afecto, que si hubiera tenido lugar de desenvolverse, habría producido felices resultados.

Dispuesto todo para el auto solemnísimo de fe anunciado al público con extraordinaria pompa, se retiró el anciano la víspera en la noche a su gabinete, donde se puso a repasar algunas decretales, que eran su estudio favorito al cual destinaba las horas que podía robar a sus quehaceres. Cuando estaba más enfrascado en su lectura, siente pasos en la estancia, y desde el enorme sillón que ocupaba, divisa un bulto que se le acerca. Arrugando las cejas, y poniendo una mano sobre ellas para hacerse sombra y aguzar la vista, advierte que un desconocido, embozado en una pomposa capa, llega cerca de él y le saluda mesurado, añadiéndole que tiene que hablar un asunto reservado. Dale entonces asiento, con lo que pudo reconocerlo más de cerca, notando en él una fisonomía y triste, con ciertos asomos de fiereza. La edad de aquel hombre rayaba en los sesenta años: su complexión era vigorosa; y su aspecto y ademanes indicaban que era reservado, meditabundo, tenaz en sus propósitos, y capaz de llevar al cabo la resolución que una vez hubiese formado.

- Puede usted exponer el asunto que lo ha traído a esta su casa -dijo el inquisidor.

- Antes de entrar en él -contestó el incógnito-, quiero que usía me diga, como sacerdote, como teólogo y como inquisidor ¿si el secreto natural obliga en todos casos?

- Respondiendo a lo que usted me pregunta bajo tres aspectos diversos, debo decirle que el secreto natural obliga de tal modo que ni mandatos, amenazas, tormentos, ni aun la misma muerte disculpan su violación.

- ¿Y este precepto obliga a todos indistintamente?

- A todos los hijos de Adán, sean de la clase que fueren. El grande y el chico, el monarca y el vasallo, el Papa y el último de los fieles, todos sin distinción alguna están sujetos a este inviolable precepto.

- Cerciorado ya de esto, quiero hacer a usía otra pregunta. Si un caballero empeña alguna vez su palabra ¿debe cumplirla?

- Sin duda ninguna; y el que no lo haga es un infame.

Pronunció el inquisidor estas palabras con un entusiasmo, que declaraba bien cuán arraigados estaban en su pecho los sentimientos del honor.

- Pues bien -prosiguió el incógnito-, yo tengo que revelar a usía un secreto, el cual no podrá descubrir antes de un año. ¿Me promete guardarlo con religiosidad?

- Sí lo prometo.

- ¿Me promete también dar ayuda a un necesitado?

- Laudable cosa es socorrer al necesitado; pero sería imprudencia en el hombre obligarse a dar una ayuda que no sabe en que consiste, ni a qué fines se dirige.

- La que yo pido se dirige a proporcionar a un extranjero su salida de este reino, para que vaya al país que ha elegido para vivir.

- ¿Y qué ayuda necesita?

- Sólo que se le guarde secreto, porque de lo contrario le va el honor y la vida.

- Si esto es lo que se me pide, prometo hacerlo.

- ¿Como caballero?

- Sí, como caballero.

- Pues entienda usía que ha concedido esta gracia a un infiel.

- ¿A un infiel? ... No obstante cumpliré mi palabra a fuer de leal y de caballero: sí, la cumpliré.

- Yo, señor inquisidor -continuó el desconocido, llevando una mano al pecho-, soy portugués de nacimiento, he vivido algún tiempo en Sevilla, y últimamente en Veracruz, donde he sufrido un grave contratiempo. Quiero pasar a Italia: el auxilio que he pedido es para mí, y usía está comprometido a dármelo.

- Estoy comprometido, y cumpliré mi palabra: pero ¿quisiera saber quién es usted?

- Soy hebreo, y me llamo Jacobo Ribeiro.

- ¡Pérfido judío! ¿Tú eres Jacobo Ribeiro? -exclamó el inquisidor con voz alterada-: ¿Tú el cabecilla de los judios de Veracruz? ¿Tú ... ?

- Usía -repuso Jacobo, poniendo un dedo sobre sus labios, y mostrando una entereza y una resolución a toda prueba-, usía es depositario de un secreto natural.

- Tienes razón, malvado -contestó el inquisidor con voz más baja-, soy depositario de tu secreto: no temas que lo revele, no.

- A más de esto tengo que hablar a usía sobre otro negocio importante.

- ¿Qué es lo que quieres? Dilo ...

- Que procure librar a Duarte y a su prometida esposa de la sentencia de muerte a que están condenados para mañana.

- Una proposición tan irracional no merece contestarse.

- Vea usía que el asunto es más grave de lo que parece, y que si la sentencia se ejecuta, el mal que venga de ella no tendrá remedio.

- No te entiendo.

- Pues óigame usía, y haga lo que le digo porque de lo contrario se arrepentirá de ello aunque tarde.

- ¡Infame! ¿Tú me amenazas.

- Calle usía, y óigame. Yo jamás he tenido hijos. Duarte es mi sobrino, y habiendo quedado huérfano cuando todavía andaba en mantillas, le cobré un cariño extraordinario, el cual ha crecido con sus años y buenas prendas.

- ¡Cuánto mejor habría sido que no le hubieras enseñado tus abominables ritos!

- Yo le enseñé lo que me enseñaron. Pero no perdamos tiempo, y vamos derechamente a lo que importa. Usía tiene medios con qué suspender la sentencia de esos jóvenes desgraciados. Diré cuanto hay en el caso y aun facilitaré cuantos caudales se necesiten ...

- ¡Infame judío! ¿Tú te atreves a hablar en estos términos a un inquisidor, y sobre todo a mí?

- Sí, porque lo que pretendo es justo.

- ¡Justo! más te tengo por loco que por perverso. Parte, necio, donde quieras, sin temor de que yo revele tu secreto; no me irrites más con tu presencia.

Dicho esto, se levantó de su asiento con ánimo de retirarse. Puesto en pie también el judío, le tomó de la ropa, y con aire de despecho le dijo:

- Sepa usía que le pesará mucho el no hacer caso de mis palabras. Oiga lo que voy a referirle ...

- ¡Calla, perverso! -replicó el inquisidor- No agotes mi sufrimiento. Mirando con ojos airados al judío, dio la vuelta, y se retiró sin quererlo escuchar.

Éste lanzó tras él una mirada amenazadora, y desplegando sus labios con una sonrisa sardónica, dijo en voz baja:

- ¡Insensato, no sabes lo que se te espera! Tomó su sombrero, y con grave continente se salió de la casa.

El inquisidor pasó inquieto el resto de la noche, repasando en su memoria aquella extraña conversación, no poco sorprendido de la insolencia y procacidad de aquel miserable proscripto. Levantóse el día siguiente muy de madrugada, encaminándose con diligencia a la casa principal del Santo Oficio.

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